jueves, 28 de noviembre de 2013

PERIÓDICO IRREVERENTES

Ella era todas las mujeres

                                                                                  Por Marita Rodríguez-Cazaux


Mujer II
         


Nos habíamos conocido en otoño, un abril frío que ella se empeñaba en volver tibio, simplemente desprendiéndose la chalina turquesa sobre el cuello.
Los dos trabajábamos en un estudio de abogados; cerca del único ventanal de la oficina, su escritorio se enfrentaba con el mío. Llegaba unos minutos después del horario, con la cartera colgada del hombro, rodeada aún de la neblina de la calle. Su voz sonaba somnolienta cuando al entrar, con el pelo enredado por el viento, apenas me miraba.
Su actitud me parecía natural, mientras la veía acomodar las carpetas en el escritorio.
Acostumbrado a tener poca suerte con las mujeres, a ser el perdedor en todas las conquistas, yo dedicaba mis feriados a caminar por los barrios alejados o llegarme hasta el Centro y detenerme a curiosear en las librerías de Corrientes. Me tentaban los estantes menos frecuentados, los de los poetas. Más tarde, regresaba a casa, leyendo en el subte, todavía envuelto en ese sentimiento de penumbra que contagia la poesía, esa sensación de ventana a medio cerrar, de mirilla por donde se espían pozos interiores.
Me era fácil adueñarme de la inspiración de los otros, de atarla a mi rutina silenciosa, de acercarme a los amores claros de Benedetti, a la urgencia erótica de Lugones. Sin embargo, era en los versos de Neruda donde cobijaba mi soledad, donde me asomaba más íntimamente a mis secretos.
Navegando los mares de sus versos, deslizaba mis dedos por la espalda de todas sus enamoradas y mi deseo se extendía en un paisaje sin fronteras. Metidas en mi cabeza, yo estrechaba una y otra vez, a esas mujeres por las que los hombres matan o se mueren.
En esa voracidad transcurría mi vida, de estrofa en estrofa, unas veces subiendo, otras bajando, hasta que ella apareció.
Sentí que un olor a mar me mareaba cuando coincidimos en el ascensor y bajamos los dos en el mismo piso. Era su primer día en el estudio y desde entonces, espié cada gesto suyo, la forma de encender el cigarrillo, de arreglarse la falda, de echar azúcar en el café.
Pendiente de la frescura de su voz, de la corriente femenina que la rodeaba, yo vivía respirando su aire con tal intimidad que, al oír sus pasos, al percibir el repique sobre el piso de sus zapatos altos, adivinaba si estaba triste o feliz.
Y me repetía una, mil veces, que para mí, ella era todas las mujeres.
Un mediodía al regresar de Tribunales, pareció cansada. Apoyada sobre el respaldo de la silla, se quitó los zapatos y puso los pies descalzos sobre la alfombra. Como si la hubiera sorprendido desnudándose, una turbación me llenó la cabeza.
Ella se estiró, los pies perfectos, tensados en un arco simétrico fueron reptando sobre la alfombra hasta alcanzar las sandalias.
Tus pies de hueso arqueado, tus pequeños pies duros. Una corriente me recorrió la espalda, una pasión incontrolada que inesperadamente había llegado a mi alma desde sus pies. Yo sé que te sostienen y que tu dulce peso sobre ellos se levanta. Y supe que me había enamorado.
Una mujer con esos pies, hubiera hecho que Alejandro se los besara antes de partir, como a un talismán, llevado por la pasión hasta la tierra conquistada, me repetía sin poder apartar la mirada de ellos, cuando los cruzaba apoyando uno sobre otro, como al descuido. Porque no eran sus pies solamente, sino la pasión que prometían.
Y no importaba que al llegar, después de saludarme indiferente, ella colgara la cartera y se sentara al escritorio, con la cara inclinada, las manos apilando papeles. No importaba porque, en un golpe de magia, sus piernas se estiraban, se mecían, se doblaban para mí. Yo iba pasando los labios por los dedos perfectos hasta llegar a las rodillas, subiendo por sus muslos, sintiendo el olor a sándalo del cuerpo desnudo que guardaba en mi cabeza.
Mientras ella atendía el teléfono, tecleaba formularios, ordenaba fichas, yo me sacudía amarrado a su cadera, besaba su vientre y entraba en sus murallas, como un fantasma nocturno.
De perfil, la curva de su nuca casi se ahogaba en la chalina turquesa que anudaba la garganta cuando mis ojos, descendiendo hasta sus pies, se llenaban de ella y la cubrían.
Era mía. Aún antes de haber existido para otros, aún después de haber amado a muchos. Yo era el dueño de aquel temblor imperceptible que me pertenecía, sin haber pertenecido a nadie.
Con el pecho cargado de asombro, me figuraba que ella entraba en mi propia mirada, como si mi abrazo impalpable la regresase a un abrazo que ella había esperado siempre. Poco a poco, como un nuevo hombre empecé a columpiarme sin red, sobre la misma distancia que nos separaba.
En algunos momentos me negaba a tenerla en mi cabeza pero, como los sueños que nunca se tocan y sin embargo esperan silenciosos como animales mansos a que pasemos la mano sobre ellos, ella esperaba mi caricia, recostada en mi pensamiento.
A veces, antes de dormir y precisamente para dormir, pensaba en ella. La imaginaba llegando a la oficina, con el pelo suelto y la blusa amarilla, los pasos ligeros acercándose a mí.
Derrumbada sobre mi camisa blanca y mi corbata oscura, abierta a mis deseos, toda ella se iba rompiendo en mis brazos. Entonces cerraba los ojos y me la guardaba adentro, hasta el día siguiente, cuando el ruido de sus tacos por el pasillo la precedía y su perfume entraba antes que su saludo.
Un jueves, decidido a decirle que ya no podía estar sin ella, que no entendía la vida sin esta pasión, esperé atento el chirrido de las puertas del ascensor y el taconeo por el pasillo.
En el desvelo de la noche había estudiado las palabras que le diría, las confesiones de caricias repetidas, esta manera silenciosa de amarla. Estaba seguro de que ella misma ya lo sabría, una mujer siempre adivina esas cosas. Me levanté para salir a su encuentro.
Tiré de la puerta en el momento exacto en que ella empujaba el picaporte y Gelman, como un apuntador invisible estallaba en mis oídos. Seré tu pie, tu mano, seré lo que debiera, quise decirle, pero mi boca, quedó sellada y las palabras entraron en un túnel de silencio.
-¿Qué te pasa? Salí, salí del medio -dijo aparándome y corrió su silla para sentarse.
Quise abrazarme a sus piernas, jurarle que por fin sus pies me habían encontrado, pero quedé paralizado. Inclinada sobre su escritorio, volvió a mirarme y un gesto extraño que no le había descubierto antes, le adelgazó la mirada.
La vi tomar el teléfono. Debajo de la tabla de su escritorio, sus piernas ya no eran mías. Plegadas, reclinaron hacia atrás los pies perfectos y un susurro de versos cercenados, perdidos, terminó de separarnos.
Hasta ayer, cuando la lluvia demoró mi viaje y la casualidad quiso que entráramos los dos, al mismo tiempo, en el ascensor. Sin pronunciar palabra, se acercó al espejo. En una imagen que la invertía, la vi desabrocharse la blusa, el cuello inclinado hacia un lado. De perfil, al erguir la cabeza, su mirada de filo me entró por los ojos. Dos pasos la acercaron, el pelo liso que le cubría la frente me rozó los labios y, pegada a mi cuerpo, se balanceó lentamente. Duplicada sobre el cristal, su cuerpo inquieto latía de espaldas entre mis muslos, sus piernas unidas a las mías. Sobre los hombros, la chalina turquesa tapaba apenas un corpiño de encaje.
Dejó caer un zapato. El pie desnudo se estiró una y otra vez, subiendo con más fuerza sobre mi pierna. Respirando sobre mi cuello, era un nudo retorcido entre mis brazos.
El botón luminoso se apagó en el piso once.
Cuando salí y empecé a andar el corredor estrecho hasta el estudio, ella ya abría la puerta y dejaba caer en la silla su cartera. Como todos los días. Como siempre.


                                                                    * * *

Publicado por Periodico Irreverentes  28/11/2013 - Narrativa - Ensayo - Cuentos -

Tapa IIcomprar
Editorial Dunken - Ayacucho 357 - CABA

No hay comentarios:

Publicar un comentario