martes, 31 de marzo de 2015

SIN CULPA NI CARGO 
EN LA FERIA DEL LIBRO INTERNACIONAL

                                                                             
                                                                                             Por El Gato Pardo






             Han de ser culpables las brisas del otoño que los aportan en estadística alarmante, o quizá, el despertar caótico de un evento que escapa cada año más -y más y más- a lo literario y lo cultural, para incursionar por otros tópicos, pero lo cierto es que próximos a la entrada a la Feria del Libro Internacional en Buenos Aires, los Autores tienen la peligrosa posibilidad de contraer un virus que no es fácil desalojar del organismo. Desalojar, luego, y con paciencia, porque la secuela ocupará todo el invierno y la primavera venidera.
             Aquella calma que el estío aletargó en horas de siesta demoledora y vacaciones impostergables, llega por oxímoron, a paso redoblado, delirando talento y sostenido estilo ecléctico de agitada oratoria, apenas marzo enfría atardeceres.
             Son los escribidores, a los que, diría Nalé Roxlo, “no se les niega ni un cigarrillo ni una Faja de Honor…”, y que llegan a todo galope para ganar posiciones en la cuadrícula -con todo respeto- de La Rural, donde se exponen sus obras.
            Algunos, tienen la virtud de escribir de tal manera que, por no entenderse un ápice, todo el mundo aplaude ante la deshonra de pasar por necio. Otros, gozan de milagrosa ósmosis que dota  de genial talento, simplemente al posar ante la cámara, junto a un estudioso.
           Y, lo que es peor, están los amigos amiguísimos de los críticos literarios, iluminados personajes que encuentran un sinfín de sustanciales virtudes en textos de tal calibre que son lectura obligada antes de morir.
           Para señalar una frase que marca rumbo, la del magistral poeta que refiere a ciertos divagues como el oficio de algunos analistas literarios “que ponen por los aires a los poetas sin vuelo”. 
          Notable intento si se considera que entre críticos y escritores existe casi un idioma que los diferencia, un percibir y expresarse de distinta manera. Tanto, que todo aquello que asegura el comentarista literario sobre el escritor, éste suele desconocerlo abiertamente.
          Pongo dos ejemplos que pueden encontrarse a ojos vista (bastará saber buscarlos):
          En el afán de encontrar magnificencia, cierto crítico advierte en la escritura de un cuentista espejos de un creativo cineasta francés, cuando el propio narrador confiesa ni siquiera haber visto la película. Hasta aquí, no deja de ser corriente el suceso, sin embargo, hay un detalle: ese paralelismo hallado, no deja de provocar en el escritor la sospecha de haber tenido la misma inspiración que el destacado director de cine.
           Pasando por alto este “dímelo que me lo creo” tan humano, la misma crítica, suscita en otra escritora, la infantil frase  “A mí, también”, refiriendo haber recibido, a su turno, claro, homenaje a su obra por el mismo crítico. Hecho que si se hubiera dado en Internet tendría centenas de Me Gusta, porque a nadie pasa desapercibido la hilaridad de semejantes comentarios sin desperdicios.
           Esta saeta dolorosa, no tiene desvío ni resguardo, y bienvenido sería el antídoto en la pluma de críticos, columnistas, articulistas y periodistas, y cualquier honorable comentador que dijese lo cierto de los libros a reseñar.
          Tras este paisaje ufano, al Lector, no le queda más que acercarse a los stands de la exposición más calificada intelectualmente, y elegir por su cuenta y riesgo, las lecturas. Quizá, lo distraigan del buen eje las atrapantes ilustraciones de las cubiertas, pero ese es otro tema (Y lo ilustraremos debidamente).
           A lo que íbamos, no dejará de ser sano ejercicio de libertad entonces ir a nuestro aire por góndolas y estantes, para atrapar al libro que nos está esperando, desnudo de escritor y reseñista, para mostrarse tal cual es.
          Al menos, no tendremos pendiente la rabieta de haber invertido en un libro penumbroso por culpa de una crítica obsecuente.







M.R.-C. agradece a El Gato Pardo, la deferencia de compartir en el presente blog literario el artículo de su autoría, editado por Periódico Irreverentes.

domingo, 29 de marzo de 2015

DOMINGO DE PRESENTACIONES



ANTICIPÁNDOSE A LA FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO EN BUENOS AIRES
SE DIERON A VUELO EN EL SALÓN DE LA EDITORIAL DUNKEN, 
DOS ANTOLOGÍAS POÉTICAS DE AUTORES NOVELES
Y EL XXVII LIBRO DE LOS TALLERES 





De derecha a izquierda, Ricardo Tejerina, Marita Rodríguez-Cazaux, Carlos Penelas


Este domingo 29 de marzo, en avance a los preparativos en torno a la Feria Internacional del Libro en Buenos Aires, fueron presentados -a salón colmado- en EDITORIAL DUNKEN, tres selecciones de autores noveles integrantes de dos poemarios, "TEJEDORES DE HEBRAS"  y "¿POR QUÉ POESÍA?",  y una antología que agrupa a talleristas, bajo el nombre de "EL LIBRO DE LOS TALLERES - XXVII ".

Integraron la mesa de recepción los reconocidos escritores Marita Rodríguez-Cazaux, Ricardo Tejerina y Carlos Penelas, quienes hicieron gala nuevamente de su cálida y cercana oratoria hacia el auditorio.
El disfrute tomó protagonismo y no faltaron a la cita anécdotas sustanciosas y emotivas que vincularon a autores y público, en una tarde de domingo singular. 

El Libro de los Talleres prologado por María Granata en su primera edición, tuvo en esta vigésima séptima edición, sustancial prólogo del literato Carlos Penelas, de reconocida producción lírica.
El poemario TEJEDORES DE HEBRAS, compilado por la docente y escritora argentina Laura Russo, reúne tras un prólogo impecable de su pluma, a 102 poetas en una conciliación ecléctica de recursos y sustanciales tropos. Cabe destacar la finísima ilustración de la cubierta de la artista Fanny Ethel Maresca.
¿POR QUÉ POESÍA? compilación del escritor marplatense Daniel Luján e ilustrado por el  plástico Guillermo José Roura, aporta 108 creaciones de poetas, entre los que figuran, como en el anterior poemario, escritores que participan a través de ROI desde Capital Federal y nuestras provincias, como así también de países como México, Perú, Bolivia, Venezuela, Colombia, Chile, Ecuador, España, Canadá.
Como es costumbre en los eventos de estas características, el apoyo incondicional de los profesionales de la Editorial dispuso que el acto fuera impecable en todo detalle.

* Los libros presentados están a la venta en el Salón de la Editorial.

PUBLICADO POR EDITORIAL DUNKEN
Foto: Cortesía Vitamina Cdigital


                                                               
Silvia Irigaray con Marita y Ricardo 


Ventas: Ayacucho 357 - CABA

CUENTO

                  

    LA    CAJA
               

                                                                                             
   

                                                                                                                                                                                                                           
              
                                                                                         
                                                                                                                  
Esta mañana me desperté en esta casa; pero ésta no es mi casa.
No es mi casa porque ni siquiera la ropa del placar es mi ropa. Yo la hubiera reconocido con tocarla aún en la oscuridad, tanteando entre las perchas.
Es lo que digo, no son mis cosas, no es mi casa.
Y lo más desesperante, no está mi caja azul en el estante de siempre.
Tenía esa caja desde que era chica, una caja de cartón forrada de papel azul.
La he tenido siempre a mano y en ella guardaba las figuritas de purpurina, las postales de Navidad, fotos de escapadas al campo y al mar. Las cintas de las tortas quinceañeras rematadas en dijes de lata dorada y un cuaderno Perlita donde escribía versos.
 La caja siempre estuvo conmigo, sobreviviendo fiel a veraneos y mudanzas.
 Me acuerdo en ésta última de haberla metido en los cestos de la mudadora, pero cuando todos los cestos fueron despojados, la caja no estaba en ellos.
Tampoco entre las valijas de la ropa, ni en la bolsa de los cosméticos, ni en el zapatero. Ni perdida entre diarios abollados.
En los primeros días eran tantas las cosas para ordenar que imaginé, despreocupada, que aparecería más tarde.
Las siguientes semanas ya estaban alineados los libros, los discos en los estantes, las revistas en la mesa baja. La loza distribuida en la alacena y los cubiertos en perfecta fila dentro de los cajones.
Y aunque ahora se haga la distraída y me diga que ese no es su nombre, fue Socorro la que me ayudó a acomodar las mantas, las toallas, los manteles.                                              
Tuve tiempo de colgar cuadros y lámparas y de poner una alfombra debajo del sillón del living.
Pero la caja no apareció.
Planté geranios y un rosal en el jardín cuando llegó el verano. Para la galería del fondo, donde el sol se cuela con fuerza, cosí cortinas con volados y un almohadón para el sillón de mimbre, porque a mamá siempre le gustó sentarse allí en la hora de la siesta.
Porfiada, pensando que podría haberse caído en el apuro de entrar los muebles, llamé a la empresa de la mudanza y declararon no haberla encontrado en el camión ni extraviada entre los cestos.
Revisé nuevamente el cuarto del fondo, debajo de la escalera que conduce a la terraza, y entre los macetones del patio.
Había desaparecido y con ella, los recuerdos.
La carta de la tía, las flores de seda de mamá, el lápiz chato del abuelo ebanista. Un anillo de plata y azabache de Cesures, una libreta de viaje del noventa y cuatro, las estampas del bautismo de mi ahijada.
Me horroricé al recordar que en los últimos tiempos la caja rescataba de los cajones de mis muebles las cosas más sensibles: aquel brevet de piloto de mi padre, la billetera de cuero acartonado con fotos en sepia, una servilletita de La Ópera donde estaban escritos mensajes que fueron envejeciendo como mapas de un tesoro perdido.
Más adelante cuando no encontré el libro de proverbios árabes supe que también estaba en la caja de papel azul.
Desde ese momento, mi único pensamiento fue la caja.
Pero era sólo mío, porque ni siquiera Socorro se preocupaba de que me faltaran los recuerdos y sostenía tercamente que nunca estuvieron en la caja.  
Indiferente, sin siquiera responder cuando la llamo, me deja sola, luchando contra ese sentimiento de abandono que contagian las mudanzas.
Con esa ambigüedad de tener que buscar lo mismo en cuatro lugares distintos, de escuchar las campanadas del reloj en un cuarto donde no recordamos haberlo colgado.
 Pasillos por los que los pasos retumban por primera vez y suenan desconocidos como los cuadros amurados en paredes aún más desconocidas.
Huérfana de olores propios, de paisajes, apresada en un lugar ignorado, asomándome al abismo del recuerdo mientras todos los otros van haciendo sus vidas, sin importarles mi dolor de no encontrar la caja azul.
Hubo un tiempo en que dejé de dormir muchas noches y me obligaba a seguir el camino de la memoria pensando detenidamente qué hice el primer día, el segundo, el tercero, mientras, inclinada sobre los canastos, sacaba toda la casa para volver a armarla.
En una hoja de papel fui escribiendo lo que recordaba, mirando en cada rincón, fisgando entre las dudas y las verdades que peleaban en mi cabeza.
La caja seguía sin aparecer.
Socorro aseguraba que había pasado bastante tiempo para acordarse de todo pero yo igual insistía en buscarla.
La caja volverá su lugar de siempre, me prometí y seguí destinando un estante del placar para cuando apareciera. Por eso ahora que ni siquiera el estante es el mismo, me ahogo de desesperación.
Tanto que hasta al desconocido que podaba el ligustro del parque le pregunté qué haría si se le perdieran años guardados en una caja y no los encontrara. Me miró y se sonrió con la misma sonrisa de mi nieto y antes de concentrarse otra vez en su trabajo agregó que esas cosas aparecen en el momento menos esperado.
¿Cosas?, pensé enojada, le dice cosas al collar de perlas grises,  a las fotos de la abuela y a las cartas de Alejandro.
Alejandro. Pero, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Él sabía que guardaba ahí sus poemas de novios, así que cuando lo vi a la noche en la mesa, le conté que estaba buscando la caja.
   -¿Otra vez? ¿No te parece que ya la buscamos demasiado? -susurró con esa voz especial y la mirada mansa con que me recorría últimamente, como esperando que yo me cayera dentro de sus ojos.
 -Tenés que ayudarme a buscarla -le impuse con rabia. Acercó su silla a la mía y me sirvió vino blanco en la copa.
  -Brindemos por la caja -dijo -,porque aparezca, porque no te olvidés de mí,  y bajó los ojos  mientras me apretaba la mano.
 -Él tampoco, ni siquiera él puede darme una idea sobre el paradero de mi caja- pensé desolada, y no le hablé por días. Vengativa, odiando esa firmeza que tiene de decirme que deje de pensar en la caja. Como Socorro, que para colmo dice que no es Socorro y es tan torpe que no entiende que los sones de una gaita pueden guardarse dentro de una caja azul.
Y ahora todo perdido, la risa de los chicos, las cartas de mis padres.
Un tiempo que ni siquiera puedo recuperar en los espejos.
No se acuerdan de aquella noche, en que me pareció oír la voz de la abuela en la sala y decidí decírselo al día siguiente, a la hora del desayuno.
Temprano, cuando Socorro vino a traerme el té con tostadas de pan negro consideró mejor no preocuparla. Pasé toda la tarde escuchando a la abuela tocar el piano, en espera del momento oportuno para contárselo, sin embargo al atardecer,  la abuela subió las escaleras sin preguntarme nada.
Sería mejor indagar a las primas pero no las veo seguido y a mí se me olvidó preguntárselo en aquella fiesta, la misma en que Alejandro puso una nueva estrella plateada en el árbol porque la nuestra estaba en la caja que aún no aparecía. Yo lo dejaba hacer mientras Socorro acomodaba las porcelanas mirándome de reojo, como si quisiera hurgarme los pensamientos.
-¿Te acordás del abanico florentino? -dije apretándome a su costado cuando nos quedamos solos - .Tampoco está en el cajoncito de la mesa de noche, ni las pulseras de nácar, seguro están en la caja,- insistí.
 Pero tengo que reconocer que Alejandro sigue muy dedicado a su trabajo y lo único que hizo fue acomodarme la bufanda sobre el cuello mientras me pasaba el brazo por la cintura. Tan sereno como acostumbra, y eso que le juré que no podríamos comer el pavo con cerezas porque la receta está guardada en la caja desaparecida.
Mucho peor esas dos desconocidas, arrugadas y oliendo a lavanda que vienen a aburrirme con su parloteo desmemoriado algunos días, diciendo que son mis amigas y sollozando siempre con hipos al irse, sin siquiera ayudarme a buscar mi caja azul.
Todos se callan, como si fuera tan fácil seguir en esta casa que no es mía y sin la caja.
 Me gustaría que mamá se los dijera claramente, ella que siempre me comprendió, así se darían cuenta, pero no bajó de su dormitorio y Socorro contrariándome, aconseja no subir a molestarla.
En la hora de la siesta, cuando la espero en la galería, enseguida aparece una chica, alta y modosita, invitándome a pasear un rato por el parque con la excusa de que mamá está cansada.
Entonces aprovecho para hacerle un inventario de los lugares donde estuve hurgando sin encontrar la caja. Y como es la única que parece oírme, siempre le repito lo mismo.
No sé a quién se le habrá ocurrido que podría tener otra caja y trataron de hacerme entrar en razón, prometiéndome que conseguirían una igual, pero esas cajas no pueden reemplazarse. Es imposible, ninguna va a ser ésa.
La misma donde guardé el cuaderno de poesías y unas figuritas de purpurina.
No pueden comprender que dentro de la caja están todos mis años, todo ese tiempo que ahora debe estar perdido y sin poder orientarse para regresar.
Días de caricias y temblores de despedidas. Besos encerrados y cientos de palabras que fueron alejándose de las voces.
Las cartas y las fotos que quieren volver y no pueden,  porque no encuentran la casa y desesperadas irán ahora dando vueltas por jardines y cuartos que son de otras personas. Lo mismo que me pasa a mí.
Porque hasta la casa se perdió también dentro de la caja.
Nuestra casa.
Por eso me dan ganas de llorar y lloro todo el día y doy vuelta los cajones y busco en el fondo del placard, mientras Socorro se queda mirándome con ojos estáticos, ojos de vieja sin sentido.
Menos mal que alguna noche la abuela baja de su cuarto y se sienta a los pies de mi cama y canta despacito la canción que adormecía mi infancia.
Un momento solamente, hasta que vienen otra vez todos los recuerdos a pedirme que los encuentre y los saque de la caja azul. Y yo me empiezo a perder en las calles que se cruzan y se desvían para que no encuentre la huerta soleada ni el taller de papá.
Y me ahogo gritándoles a todos que tengo que encontrar la caja y que no los soporto más y salgo y me siento en el banco del jardín.
Hasta que llegan mamá y la abuela y en silencio nos quedamos esperando que Alejandro regrese para ayudarme a buscar la caja.
Y me repita una, cien, mil veces, como si yo no pudiera entender, que vamos a encontrarla, que aún tenemos el amor. Y que el amor nunca se extravía.
Pobre Alejandro, como si yo no lo supiera.




M.R.-C.
De amores y desamores (Cuentos)
Editoria Dunken




NARRATIVA



Líneas

Por Fernando Veglia
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Juan Manuel fumaba tranquilamente, recostado sobre el césped del jardín y pensando en su intolerable soledad de apenas veinte años. El sol del atardecer intentaba, con denuedo, defenderlo del frío invernal.
Hoy es sábado, día clave… clave para mí y para Lisandro. Es el día de salir, de divertirse; previo lavado del auto, meticuloso aseo personal, encontrarse con Lisandro y pasar a buscar a Clara y a Mariela, una peor que la otra… el sexo no me preocupa… en realidad, siento culpa por estar con mujeres que no quiero, ni deseo. Ellas tampoco me quieren, apetecen o aman, nos acompañamos, vamos en el auto a cualquier lugar, bar, boliche, confitería, teatro, cine o lo que sea, después a un hotel alojamiento.
Sábado… no sé qué sucede. No me enamoro, nadie me llena. ¿Dónde está la que busco y no encuentro? ¿Son todas iguales? No, claro que no. La madre de Lisandro tiene razón, una mujer como la que pretendo, enamorada de mí, con la que compartamos proyectos y la vida misma, no está en un boliche a las dos de la mañana; tampoco es una mercenaria que se acerca a mí porque le gusta el auto o los zapatos… o quizá sí… no lo sé. Tampoco voy a noviar con pibitas de dieciséis años. ¡Ni borracho! Son insoportables, dudan de y para todo… para dudar ya estoy yo, que lo hago muy bien.
Quisiera encontrar una que valiera la pena, enamorarme perdidamente como en las novelas, pero no, no la encuentro; lo que es peor, más de una creyó encontrar en mí ese amor de novela que deseo ¡Que ironía! La que más lástima me dio fue Marisa; hizo de todo para que la invitara a salir, me iba a buscar al trabajo, me hacía regalos, hasta habló con mi madre, pobre…
Los pibes me aconsejaban que le diera lugar, pero no me gustaba para nada… tal vez de eso se trate. Tengo que aprender a aceptar a las que me aman sinceramente y dejar de mendigar amores falsos o imposibles. A Marisa le dije crudamente: “No insistas porque no me gustas”, pobre…
¿Tan hondo es mí vacío? ¿La necesidad de tener una compañera? Si cuando la encuentre no la voy a soportar. Al cabo de unos años, vamos a hacer las mismas e incansables salidas, a hablar irremediablemente de los mismos temas, vamos a hacer el amor, tantas veces, que perderá su encanto y seducción.
Rutina, asesina del amor. Con la mujer que pretendo nunca nos pasaría algo así, nos amaríamos siempre, con el despertar de cada día despertaría nuestro amor. Eso sería fabuloso, lo que cualquiera desea, el ideal… lo peor que me puede pasar es que yo la encuentre y ella no me encuentre, como le sucedió a Marisa conmigo… quizá no sería tan malo, por fin podría decir que alguna vez me enamoré.
Juan Manuel cruzó ambas manos debajo de su cabeza y, mirando el cielo oscuro y estrellado, suspiró profundamente.
. . . . . . . .
“A diferencia de otros días, las calles y aceras del barrio estaban desiertas; ni vecinos, ni vehículos, nadie transitaba por allí, a excepción de Juan Manuel.
No le preocupaba la soledad que envolvía las calles, caminaba hacia ningún lugar, sintiéndose angustiado por algún motivo que desconocía.
Una silueta lejana apareció delante de sus ojos y, sin vacilar, corrió hacia ella. A medida que avanzaba, la figura adquiría nitidez; era una mujer de cabellos largos y enrulados, vestida con una blusa de seda violeta y una pollera azul.
El muchacho, jadeante y sin aliento, tocó el hombro de la mujer enigma. Ella, clavándose en el suelo y sin voltear, confesó que estaba cansada de caminar, que llevaba demasiado tiempo caminando sin amor, que él se llama Juan Manuel y que, cuando despertase, hablaría con su madre del sueño que deseaba.
Intrigado, por las enigmáticas palabras, le preguntó cuál era su nombre, pero ella ya no estaba.”
. . . . . . . .
Fideos, cebolla, orégano, tomate, sal y carne picada, hornallas encendidas, una olla, agua casi hirviendo y una sartén, inundada de aceite de maíz, esperando ser usada. Betina preparaba la cena, mientras esperaba a su familia. Aunque sus hijos, Adela y Juan Manuel, eran adultos, los aguardaba con ansiedad.
Estaba preocupada por Juan Manuel; durante el desayuno lo había notado melancólico, quizá presionado por un pensamiento reiterativo. No sabía qué lo perturbaba, hacía tiempo que no hablaba con él de temas personales, aunque podía sospecharlo, un mal de amores.
―Buenas ―Saludó Juan Manuel, entrando a su hogar.
―¡Hola, hijo! ―Gritó Betina, desde la cocina.
El muchacho, cumpliendo con la rutina de aseo y cambio de ropa, fue a la cocina y saludó a su madre, besándola en la mejilla.
―¿Cómo estás, má?
―Bien ¿A vos cómo te fue?
―Bien, sin novedades ¿Qué hay de comer?
―Fideos, pero faltan papá y Adela.
―No te los voy a robar ¿Cebo unos mates?
―¿Te pasa algo?
―No ¿Por qué?
―Porque querés cebar mate. La última vez fue cuando rompiste una luz del automóvil ¿Te acordás?
―Eso fue hace mucho ¿Querés o no?
―Sí…
Juan Manuel preparó el mate y, sentado cómodamente a la mesa, observó a su madre, picando cebollas sin derramar lágrimas.
―Mamá…
―¿Qué?
―Quiero decirte algo…
―Esa frase… esa frase… ¿Qué cosa?
―No te rías…
—Nunca lo haré, hijo…
―Te va a gustar porque vos tenés ese aire misterioso…
―Decímelo. No generés tantas expectativas.
―Tuve un sueño…
―¡Menos mal! ¡Me querés matar!
―¡Che!
―¿Qué soñaste?
―Soñé que caminaba solo por el barrio. Recuerdo que veía, a lo lejos, la espalda de una mujer y que corría para alcanzarla. Cuando toqué su hombro, se detuvo pero no me miró…
―¿No tenía ojos?
―Estaba de espaldas… Sigo, yo preguntaba cómo se llamaba, pero ella no me lo decía…
―¿Qué te decía?
―Me dijo que estaba cansada de caminar, que cuando me despertara iba a hablar con vos de un sueño que quiero ¿Qué pensás? ¿Qué es?
―¿Cómo estaba vestida?
―No me acuerdo…
―Mirá, creo que tu subconsciente manifiesta que tenés una necesidad insatisfecha…
―Mamá, eso lo imagino yo. Quiero saber algo más ¿Para qué leés todos esos libros esotéricos?
―Los sueños son muy personales, vos tenés que asociar las imágenes con tus deseos insatisfechos. Quizá, de ese modo, entiendas lo que significa…
―Ah… Entonces… puede significar lo que estuve pensando y nada más…
―¿Qué pensabas?
―…
―Dale probá, te escucho…
―No te rías…
―No lo haré…
―Pensaba en encontrar la mujer ideal.
Betina rió a carcajadas.
―¡Che! ¡No te rías!
―Perdoná. Siempre tuviste pensamientos ambiciosos ¿Qué te pasa hijo?
―Nada, no me enamoro, eso es todo.
―En algún momento llegará el amor. Aunque sea una vez en la vida, tu amor verdadero se va a presentar…
―Seguro y tendría que hacer un ritual, como esos que haces vos para sentirme mejor – Sentenció, con desprecio, Juan Manuel.
―Hijo, lo que hago es leer, tres veces y al comenzar el día, un decreto, nada más…
―Bueno, como se llame, eso tendría que hacer ¿O no es un ritual?
―Sí, lo es, en cierta forma. Si buscás en la cotidianeidad, vas a descubrir que hay muchos rituales. Escribe lo que deseas y leelo en voz alta, siempre tres veces y en calma. No te olvides de decir, al final de cada lectura, que lo hacés para la gracia de Dios, el bien de tu alma y la paz de los hombres; entonces el universo va a conspirar para que tu deseo se cumpla…
―¡Está bien, mamá! No estoy tan loco, como para hacer algo así. La verdad, no creo en eso… me parece ridículo. Además, el universo conspirando ¡por favor!
―Hijo, no seas agresivo, trato de ayudarte…
―Es que me parece imposible, perdón.
Ambos callaron, Betina había sido desvalorizada, Juan Manuel pensaba, faltaba poco para el sábado, y el silencio era, a cada instante, más grande y pesado.
―Hijo, si hacés lo que te dije, recordá decir la frase…
―Mamá, no lo voy a hacer…
―Nada más te decía…
. . . . . . . .
Sábado, una de la mañana. Aún en mi casa. No tengo ganas de ver a Mariela, ni de escuchar las pavadas de Lisandro. Estoy harto, las mismas caras, las mismas palabras ¡Basta! No sé qué haría sin este patio y sin esta grapa. Cada vez que me siento angustiado vengo acá, pienso, pienso, pienso y bebo esta grapa casera; tiene gusto a hollejo de uva… y…. no tengo muchas ganas de levantarme del pasto, ir a mi dormitorio. Para colmo no pude pintar nada; pintar… lo que se dice pintar, no es, hago lo que puedo con esas temperas viejas… Lo único que pude hacer fue encerrar color verde en este frasco de perfume ¡Qué inspiración! Me rio de mi mediocridad, la grapa me aturde, el cielo se me cae encima, con todas sus estrellas, con todo su peso. El peso de la hipocresía de la que participo; finjo amar, finjo compañía, finjo, finjo… No voy a fingir nunca más. Chau Mariela, chau chicas, chau sábado, chau jueves, chau Lisandro. Si nunca me enamoro ¿qué?, si ese es mi destino ¿qué?. Mi destino… triste destino. Pero más vale uno auténtico que uno falso, ¿o no es una farsa pedirle al universo que nos resuelva la vida? Respondé universo, te estoy preguntando. Sos mudo y nada más, sos un espectador lejano, muy lejano…. Somos fáciles de olvidar ¿no?
Juan Manuel detuvo la mirada sobre el frasco de perfume ―contenía agua teñida de verde―y, alzándolo hacia el cielo, dijo tres veces: “Quien posea el frasco me amará y quien lo vacíe me matará”. Luego, rió hasta que el silencio adormeció su cuerpo cansado, sobre el pasto húmedo de madrugada.
. . . . . . . .
¿Qué está haciendo? No se puede creer. Qué maniático. Siempre encerrado en el baño, lavándose las manos, peinándose.
―¡Dale, che! Tengo que llevar las boletas al estudio ―Juan Manuel gritó en la oficina como si estuviese en el living de su casa. Hacía seis años que él y Lisandro trabajaban allí.
―¡Ahí va! Gritás porque no está Ramírez –Contestó Lisandro desde el baño.
―¡Dale, che! ¡Quiero comer!
Más de media hora en el baño, maniático fregón. Si no lo conociera…
―¿De qué te reís, boludo? Ya salgo –Dijo Lisandro, escuchando las carcajadas de su amigo.
―De nada… ¡Dale!
Lisandro encendió el motor, el automóvil rugió; estaba meditabundo, ensimismado. Juan Manuel lo había notado por la mañana y le convido, sin éxito, un cigarrillo.
―¿Qué pasa? ¿Estás mal?
—No… yo…
―Eh…
―Operan al “nonno” el viernes que viene.
―Sigue jodido el abuelo…
―Está muy enfermo, pero no sabe… nadie le dijo.
―¿Si lo operan puede zafar?
―No lo sé. Quizá uno o dos meses… no lo sé.
―Puta…
―Creo que habría que decirle. Tiene derecho a saberlo…
―¿Tu viejo? Es difícil…
―No quieren, dicen que sería peor.
Con el abuelo de Lisandro hablábamos de Europa, de la guerra y de la Italia que abandonó, anclada en los años de su juventud. Nunca quiso regresar, a pesar de las oportunidades. Un tipo duro.
―¿Tu abuela sabe?
―Sí, sabe. Lo lleva como puede, en silencio. El cuerpo falla…
―Es fuerte la “nonna”, ¿eh?
―¿La “nonna”? Es de oro, mujeres como esa no quedan. Yo le digo que me quiero casar con ella, pero no quiere…
Ambos rieron. El tráfico era espeso y los semáforos ineludibles.
―La “nonna” siempre lo amó al abuelo… lo cuida, lo atiende, trabajó, crió a mi viejo. Una mujer de oro. En cambio ahora, encontrá una mujer que te acompañe –Reprochó Lisandro.
―No sé, será cuestión de suerte. Antes era distinto, el hombre trabajaba y la mujer no era independiente…
―No… No hablo de eso, hablo de una mujer que no te abandone, que te apoye, que se juegue… Estamos condenados…
―Che, dejame en la esquina.
―No hay más mujeres así…
―Hay que encontrarlas. Nos vemos. Saludos al “nonno”.
―Chau
Los años llegan… Qué tal estará la secretaria de Itarrúa; contador público y contador de chistes sin gracia. En la oficina me decían que parecía una pasa de uva, me mienten, seguro es linda. A ver… segundo “B”
Una voz femenina emergió del portero eléctrico.
―¿Quién es?
―Juan Manuel, de Rosul S.A.
―Adelante.
Linda voz. Quizá hablemos un rato, porque el gran Itarrúa, como es su absurda costumbre, está atendiendo a otro cliente, que justo, justísimo, llegó antes que yo, a pesar de que llego puntualmente.
―Permiso, buen día –Saluda Juan Manuel.
―Buen día, el señor Itarrúa está en su despacho. Está atendiendo a otro cliente. En quince minutos lo atenderá. Siéntese, por favor.
―Gracias.
A esta chica la conozco, que cara conocida, de dónde te conozco, de dónde, de dónde. Ese rostro blanco y pecoso, sus labios rojos, imposible de olvidar, todo me da la sensación de haberla visto antes.
―Disculpame, pero te veo cara conocida…
―Sí, claro. Vos sos el hijo de Betina.
―Sí ¿De dónde me conocés?
―Vivo a la vuelta de tu casa.
―Increíble… nunca te había visto por el barrio.
― Sucede que, entre el trabajo y la facultad, no salgo mucho.
―¿Tu mamá conoce a la mía?
―Mi mamá se llama Clara, o “la señora de la ropa”.
―¡Ah! ¡Ya sé quién es!
―Esa misma. Que irónico ¿no?, vivimos tan cerca para encontrarnos tan lejos.
―La verdad, si.
. . . . . . . .
―¡Cuídense, chicos! –Saludó Betina a Juan Manuel y a Lisandro.
―Sí, má –Dijo Juan Manuel.
―Chau, Bety –Saludó Lisandro.
Noche de sábado, los dos amigos necesitaban dar un paseo. Clara y Mariela tenían planes que no los incluían. El automóvil ronroneaba por las silenciosas calles del barrio. Lisandro conducía y Juan Manuel observaba, a través de la ventanilla, como si estuviese encandilado.
―¿Qué hora es? ―Preguntó Lisandro.
―Las doce.
―No hay nadie. El lugar murió.
―¿Funciona la radio?
―Cuando quiere, está rota. No la cambio por los robos…
―Una cagada…
―Hace poco, discutí con “el gordo”. Cuando lo estaba llevando a la casa, me preguntó lo mismo que vos y respondí lo mismo, pero él me dijo que tendría que comprar una radio nueva, porque podía hacerlo y porque no debía tener un auto con una radio tan vieja. Me enojé y le grité que se bajara. “El gordo” se calló la boca… encima estaba Nacho. Fue el día que nos reunimos en lo de Juan ¿Te acordás?
―Que boludo “el gordo”
―Me da bronca porque sabe que tengo este Dodge mil quinientos, desde los dieciocho. Le guste o no.
―Pobre “gordo” ¿Qué es de su vida?
—Sigue estudiando medicina.
Juan Manuel sorprendió a Lisandro, repentinamente tocó la bocina.
―¿Qué hacés? ¿Estás loco? ¿Estoy manejando? ¡Vamos a chocar!
―Le toco bocina a Paula ¿Te acordás?
―¡Cómo no me voy a acordar! ¡Qué piba rara! Tenés razón, vive ahí. Paula me ignoraba; yo la quería. Encima siempre salió con tipos que la golpeaban –Recordó, amargamente, Lisandro.
―Pobre, piba…
―Ahora zafó, enganchó a Esteban ¿Te enteraste?
―¡A Esteban! ¡Qué bárbaro! ¡Zafó! Consiguió lo que quería.
―Claro, si Esteban tiene más guita que los ladrones. Ves se interesan por los boludos o por los pibes que la tienen toda. Nosotros, que laburamos, somos sombras…
―Pará. Si a Paula no la querías para que durmiese todos los días con vos.
―Bueno, nunca me dio una oportunidad, ni una vez.
―No sirve para nada.
¡Cuántas luces! Transforman la noche, hacen que todo parezca diferente ¿A dónde voy con Lisandro? A la nada, a dar un paseo absurdo. Cuántos prejuicios que tiene sobre las mujeres. Nunca le dije que me molestan y no lo haré. Somos amigos porque conocemos nuestros más terribles pensamientos y, a pesar de ello, nos aceptamos.
―¿En qué pensás? –Preguntó Lisandro.
―En las luces.
―No cambiás más ¿Qué pasa con Ivana, la secretaria de Itarrúa?
―Mañana viene a casa.
―¡Uh! ¡Te pierdo! Pensar que la conociste en lo de Itarrúa.
―Hace dos meses que salimos…
―Te vas a perder en esa mujer ¡Qué bárbaro! ¿Está mejor que la anterior?
―Sí.
―Y si no, también.
Ambos rieron a carcajadas. Lisandro estacionó para reír mejor y los transeúntes miraron a los dos muchachos, que no disimulaban la alegría.
. . . . . . . .
Ivana y Juan Manuel habían hecho de su romance un compromiso. Él la había invitado a cenar a su hogar y la había presentado a su familia. Cena, presentaciones, palabras y miradas resultaron amables y agradables. Todos estaban felices.
El dormitorio del muchacho, acabadas las formalidades, fue el refugio de los novios, el lugar para dialogar solos y compartir unos minutos.
―¿Te sentiste cómoda durante la cena? –Preguntó Juan Manuel.
―Sí, no te preocupes. Me trataron muy bien. Ricos fideos ¡Cuántos libros tenés! –Exclamó Ivana.
―Tengo algunos de literatura, otros de la universidad… poco a poco, armé la biblioteca.
―¿Tu mamá no se queja de lo desordenado que sos?
―Es cierto, esto es un desorden. Todavía se queja, no se acostumbró. Lo que más molesta es la puerta del placard, hace mucho ruido. Como me ducho a las dos de la madrugada…
―¡Que tarde! ¿Qué hacés hasta esa hora?.
―Pinto.
―¿Pintás? No me dijiste.
―Pinto con témperas ¿Querés ver lo que hago?
―Dale.
Qué vergüenza, por qué no me habré callado. Espero que no se asuste, pinté todo tipo de motivos.
―¿Te gustan?
―Sí, las manchas están buenísimas. Tenés un lenguaje muy particular ¿Pintarías algo para mí?.
―En la semana te voy a regalar algo.
Ivana detuvo la mirada sobre unos frascos de perfume que contenían colores chillones.
―¿Y esos frasquitos? ¿Para qué los usas?
―Son frascos de perfumes con agua teñida.
―¿Y las usás para pintar?
―No. Intento hacer colores. Colocalas boca abajo para que se mezclen los pigmentos y el color adquiera nitidez.
―Me gusta el verde, es un verde lindísimo.
―Te lo regalo.
―Gracias. La voy a poner en mi mesita de luz, como la tenés vos.
Los jóvenes, asaltados por el silencio, estaban sentados en la cama, compartiendo el calor de un abrazo y lentas caricias.
Hoy comencé a mostrarle lo que faltaba; mi familia y el pequeño mundo que cabe dentro de estas cuatro paredes. Está cómoda, o por lo menos es lo que ella quiere que suponga. Su cabello, entre mis dedos, es una tela suave. No me canso de acariciarla, de deslizarme por su cuerpo. Me atrae. Estoy aprendiendo a amar, nunca había sentido esta reciprocidad, la necesito.
―¿En qué pensás? Estás ausente –Dijo Ivana.
―Te necesito –Respondió Juan Manuel.
Ivana abrazó a Juan Manuel con fuerza, sintiendo su calor y su fuerza. Era el hombre que buscaba, capaz de interpretarla, de amarla incondicionalmente. Siempre había estado cerca, mucho más cerca de lo que había supuesto. Estaba enamorada y lo disfrutaba. Necesitaba hundirse en él, fundirse en su piel.
―Te necesito, Juan Manuel. Te amo –Susurró Ivana.
. . . . . . . .
La paloma no volaba, corría torpemente, intuía que su perseguidor era inocente, que carecía de malas intenciones. Intentaba desalentarlo, realizando simples escaramuzas alrededor de un macetero; estaba demasiado vieja para volar hasta el otro extremo de la plaza.
Nahuel tenía un año y medio, no era un depredador, era un obstinado curioso. Quería capturar el ave a toda costa. Ivana y Juan Manuel, sus padres, lo observaban.
Quisiera que conservara ese espíritu curioso. En eso es parecido a mí, siempre fui curioso; aún lo soy. Aunque supongo que no lo suficiente, carezco de constancia. Debí haber estudiado bellas artes; continuar vinculado, de cualquier modo, a la pintura. Tiempo y dinero… malditos. El primero es inexorable y el segundo depende de las prioridades; el bienestar familiar está antes que los caprichos.
Otra vez lo hace… persigue la paloma. Qué obstinado. Una cualidad de su madre, la obstinación. Varias veces la pasamos mal… cuando luchábamos para comprar la casa, privándonos de absolutamente todo. Un caos económico hubiese arrojado todo el esfuerzo a la basura. Quizá la vida sea una onda; subimos y bajamos. Ivana lucha por hacer de esa onda una línea recta, un carril hacia sus objetivos, y, por lo visto, Nahuel también.
¿Qué estará pensando? Hurga en una flor. Cuando Ivana me dio la noticia del embarazo tuve miedo y euforia; nos abrazamos en la cocina y lloramos juntos. Todo es demasiado rápido. Nahuel es el señor de nuestros tiempos y nos recompensa con su amor, un amor perfecto. Lo expresa sin prejuicios. Quisiera poder satisfacerle la mayor cantidad de necesidades y verlo un hombre, un hombre curioso y obstinado.
―Ma, ma, ma… –Balbuceaba Nahuel.
―Nahuel, vení con mamá –Dijo Ivana.
―¡Abrazo! –Exclamó Juan Manuel.
Ivana y Juan Manuel estaban sentados sobre el césped. Nahuel corrió hacia ellos y los abrazó. Los tres se revolcaron, rieron, sonrieron.
Padre e hijo jugaban y la madre los observaba, disfrutando del espectáculo, de la manifestación de felicidad, de sentirse dichosa por tenerlo todo; un hijo amado y un amor inalterable. Los ojos de la mujer, empañados, agradecieron al cielo.
El viento apartó las nubes grises de la cara del sol, la tarde posó su cálida mirada sobre la plaza y una brisa suave vagabundeó por el barrio.
. . . . . . . .
Conducir no es sencillo; debo hacerlo con mi automóvil e imaginar qué harán los que me rodean. El tránsito es insensible a las prisas, más si deseo llegar temprano. Maldito embotellamiento. Imagino la comida que me espera, imagino a Ivana y a Nahuel.
¡Por fin! ¡Vamos! ¡Vamos! Esta era la causa de la demora… pobre gente ¡Qué amargura! No veo la hora de llegar a casa, de ver a Nahuel.
Estoy ansioso, debo concentrarme en el tráfico… ¿Qué estará haciendo Nahuel? ¿Jugando, aprendiendo o estará dormido? Ayer, cuando llegué, estaba durmiendo en mi cama; cada día lo veo más grande y cada día llego más tarde. Tengo una sorpresa para a él y otra para Ivana… cada vez que salía con Ivana le regalaba un chocolate ¡Hace tanto tiempo! Necesito eso. Hay varias cositas sencillas que deseo, quiero recuperar besos, frescura. Quiero transformar la cotidianeidad. Volver a sorprenderla. Será un desafío.
Ivana escuchó el familiar ronroneo del automóvil, el zumbido del portón automático abriéndose y el golpe seco de cierre. El motor del automóvil dejó de funcionar, la puerta del garaje crujió y la voz de Juan Manuel anunció: “Llegué”. Un estruendo, inusual y extraño, la alteró, erizándole el cabello y anudando su estómago. Corrió hasta el living y vio el cuerpo sin vida de su esposo, yaciendo en el suelo.
Un llanto inconsolable, mezclándose con gemidos desesperados, hizo que Nahuel abandonase, a toda prisa y en socorro de su madre, el dormitorio paterno. Mientras, sobre la inocente hoja que el niño había pintado, un pequeño frasco de perfume continuaba derramando líquido verde.


*Fernando Veglia, escritor y articulista argentino.
Relato incluido en el libro Líneas (Ed. de los Cuatro Vientos, 2005)

sábado, 28 de marzo de 2015


VELOS, DES-VELOS


                                                           Por Luz Darriba
                           

Un alto al costado del camino me detiene. Necesito mirar, otear ese horizonte que sigue aún lejano. Que, dependiendo del día se vuelve tobogán. Ese punto de encuentro que nos revele la autoridad del día diferente, la alegría de poder bajar por fin los brazos. El bosque de las brujas maldecidas, las sabias de la tribu, las amantes de amar por sobre todo, las buenas y las malas, las lindas y las feas, las gordas y las flacas, las negras y las blancas, las nacidas con un cuerpo distinto, las que deciden amar cuerpos iguales. 
Me obstino en continuar pero se vuelve perentorio retrazar las rutas, hurgar en la bitácora para marcar errores, probar originales estrategias y anticipar los gestos de esperanza.
Miro a mi alrededor y entre la nada de la nada encuentro un bulto, un montículo humano que me llama. Es tu cuerpo, Daiana, tu joven y fresco cuerpo aniquilado por siglos de misoginia concentrada, por resistentes hordas de patriarcal y oscura rabia.
Levanto apenas ese plástico inmundo y me resisto a mirar, pero también a dejarte abandonada al morbo y la lascivia, al perverso lupanar de las vidrieras mediáticas, al consecuente olvido cuando otro cuerpo deshecho supla el tuyo. Me resisto a creer, me resisto a que el dolor, presto a convertirse en abominación, tape todo mi cuerpo y mi cansada mente, mis defensas hartas de descubrir, una vez y otra, cuerpos vacíos de vida, mujeres muertas. Niñas muertas. Precisaré mejor: ASESINADAS. 
Hace siglos fue la vez primera; pareciera, seguro, en otra vida, más la sustancia de que están hechos los recuerdos mantiene intacta la habilidad de superponerse y asaltarte, tomarte por sorpresa, reclamar tu atención, buscar entre las telarañas del olvido tu mirada. Mis recuerdos se superponen y se ensamblan, en este maldito hojaldre de repeticiones, de incontables formas de la intolerancia, de infinitas faltas de respeto, de no entender ya nada… Tenía seis años cuando dos balas se llevaron por delante a mi vecina más querida, abogada defensora de mujeres maltratadas; mujer brillante y bella. Logré colarme en la escena de su crimen y levantar esos malditos plásticos. Nadie me había hablado de la muerte, menos aún de esta maldita y putrefacta muerte provocada. Entonces pude llegar hasta su rostro ensangrentado, sus ojos verdes mirando hacia el vacío, su melena azafrán encharcada en ese líquido rojo pegajoso que la inundaba ya inerte para siempre. 
Nunca olvidé a Dorinda, porque ese día acabó para siempre mi infancia, mi territorio de juegos se tornó pesadilla, miedo al criminal armado que destruyó su vida y marcó, sin saberlo, ad infinitum la mía. Se murieron las puestas de sol en la escollera y el correr despreocupada por los parques. Sentenciaron todas las vecinas que un cruel destino nos signaba, se trataba simplemente de haber nacido hembras, con el sexo de las oprimidas, de las esclavas de los esclavos, de las parias del género humano.
Mi Montevideo de mates y tamboriles devino una ciudad hostil en donde se mataba a las mujeres, por el simple hecho de ser mujeres. Y así fue el mundo luego, porque poco ha cambiado.
No quiero mirar, no quiero pensar, no sé hasta qué momento, hasta qué instante se puede soportar tanto dolor, el sufrimiento absurdo, la inacción de los poderes del planeta. Da igual cuán anchos o cuán largos hayan sido los caminos: siempre hubo Daianas y Dorindas, Martas, Lucías, Maritas, Melinas o Ángeles. Letras que cambian por efecto de códigos lingüísticos, historias que no cambian por más que el tiempo pase.
El cuento se comprime hasta caber en la cajita de Pandora, en la tela de Ariadna, en la Dafne convertida en quieto árbol, en la fugaz Lilith demonizada, en los millones de mujeres que padecen violencia sólo por ser mujeres, por salir de los esquemas fijados, por resistir el sello puta o virgen.
El nuevo relato está siendo construido con las luchas constantes, con nuestros reclamos insistentes, con nuestra voz hasta quedar sin voz, y ha mejorado. Hoy casi nadie duda de que tengamos alma, esa cosa por dentro que define, eso que todas las creencias otorgaron al varón dios erecto inamovible. Hoy, pese a pesares, pese a saber que no hay”bajar la guardia”, a comprender que no verán nuestros desfallecidos ojos el milagro, pese a tener que desvelar miles de velos, salvar a las pequeñas de la trata, retrasar los relojes para evitar el crimen, sacudir las conciencias, golpear la mesa ante el horror continuo, detener el maltrato desde el germen, educar para que muera por sistema, defender contra nuestros cuerpos, reclamar el valor de nuestro tiempo, descartar los roles que estigmatizan, amarnos mucho para que nos amen, pese a la triple jornada de desvelos, de reivindicaciones atrasadas, atesoramos la conciencia que define, el trabajo que enmarca, la certeza del empezar cada mañana nuevamente, claras y firmes, empoderadas y tenaces, hasta el alba.
Por suerte somos mucho, somos todo, somos completas y unánimes, mágicamente únicas, invariablemente atravesadas por esa espada macho que nos secciona en partes. Somos la rabia y el dolor, el amor que no sabe cansarse y el deseo que conecta con la vida. Somos lo que queremos ser pagando un alto precio, somos lo que se ve en ese horizonte rojo al que vamos a llegar indefectibles: Lo juro por mis hijas, por mis nietas, por las hijas y las nietas de todas, por las gloriosas compañeras caídas, por los intentos fallidos y los aciertos que alumbran el mañana seguramente nuestro y justamente necesario, al que vamos a llegar, todas unidas.



* Luz Darriba, artista multidisplinar, escritora, gestora cultural, feminista, activista por los derechos humanos, columnista en diversos medios, nació en Montevideo, Uruguay, en 1954, y se formó en Buenos Aires en las escuelas de arte del IUNA y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Ha realizado más de 300 exposiciones colectivas, sesenta individuales, y conseguido más de sesenta reconocimientos internacionales (treinta en Argentina) por su trabajo. Ha expuesto en muchos países y es pionera en macro intervenciones urbanas en España. Ha realizado más de cuarenta macro acciones urbanas colectivas en Europa y Latinoamérica. Vive entre Galicia y Bruselas, aunque siempre, siempre, vuelve a Buenos Aires.





M.R.-C. agradece a Luz Darriba, el permitir la inclusión en el presente blog literario del texto que fuera leído personalmente por la artista y escritora en la sede cedida por el PSOE en Buenos Aires, invitada por las Mujeres del Frente, con motivo del acto que aunaba las reivindicaciones del 8 de Marzo y las conmemoraciones del 24 de Marzo, 39 aniversario del golpe de estado cívico militar
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viernes, 27 de marzo de 2015

NARRATIVA



EL GLAMOUR

                                                                                                                                     
               A Manuel Rivas

       
                                                                                                                
LA   IDA
                
                                            
        -¿Usted es de la Capital, no? -dijo el muchacho de la gasolinera de la ruta-. También yo tengo un tío por allá. Vea, mi tío se especializa en morirse varias veces, es un maestro en no morirse totalmente, un verdadero genio en aparecer, después de un tiempito, trayendo novedades -agregó mientras limpiaba el parabrisas. Yo estaba ansioso por llegar a la empresa azucarera y casi no le presté atención.
        -No se imagina la elegancia que conserva en el ir y venir, siempre impecable porque el Tío se muere para estrenar ropa y que se la elogien -siguió apuntando como si fuera un hecho común morirse y regresar para contar los éxitos de buena prestancia en la otra vida.
         -Un verdadero señor, con el bigote espeso cortado en puntas, ni siquiera se olvida de ponerse sombrero –aseguró con un gesto de orgullo. Estiré la mano y, sin mirarlo, pagué incluyendo la propina a su perorata. Seguí por la ruta hasta entrar a la ciudad.
         Llegué inquieto a la empresa, contrariado por la demora en la autopista. Tomé el ascensor y mirándome en el espejo me alisé el pelo con la mano, tratando de acomodar el jopo desordenado sobre la frente.
         Yo odiaba mi pelo duro y rebelde y lo culpaba de todos mis infortunios, de los continuos fracasos de mi vida. Hasta de los engaños de María.
        Para mi suerte el gerente era un hombre de trato sencillo y la entrevista resultó exitosa. Bebimos café fuerte y firmamos el acuerdo. Media hora más tarde volví a desandar el mismo camino hasta la planta baja.
        Seguí por la autopista, no paré hasta llegar a casa. La oscuridad del living me pareció más fría que otras veces.
       A la mañana siguiente, mientras me afeitaba, me acordé del que se moría para que lo piropeasen, el Tío del sombrero y la elegancia eterna y el recuerdo me llevó a cepillarme el pelo con rabia.
       - Seguro no tiene este pelo –pensé malhumorado.
       En el verano, al término de las vacaciones volví a pasar por la misma estación de servicio, aquella del muchacho que tenía un tío yendo y viniendo de un mundo a otro, vestido como un dandi.
       Apareció detrás de los surtidores, cerca de unos autos estacionados. Le hice una seña con la mano y se acercó con pasos sueltos.
       -Hace tiempo que no lo veía -dijo reconociéndome- ¿Sabe que todavía no volvió el Tío?
       -¿Qué tío? -pregunté temiendo su tertulia pueblerina.
       -El elegante, ¿cuál va a ser? El que se muere para que lo feliciten por el buen gusto.
       -Le irá mejor del otro lado -dije con sorna- quizás allá tiene más éxito con las chicas.
      -Podría ser, el Tío es un tipo pintón. Impecable, vestido como un duque -dijo con mirada burlona.
      -¿Y el pelo, cómo es el pelo? -quise saber.
      -Clarito, rubio me parece, no sé. Ahora que lo pienso, apenas me he fijado en el pelo, es que el Tío siempre lleva sombrero. Un tipo fenómeno, no crea que no lo extrañamos, pero como a él le gusta vivir un poco repartido no nos preocupamos mucho. Mire, hace dos años tardó veinte días en regresar, pero siempre vuelve, sin falta. Seguro en cualquier momento aparece otra vez –terminó bajando la voz y alejándose para atender.
       Al caer la noche, prepararé un sándwich que comí en el escritorio, después, me puse a hojear un libro. Pero no podía concentrarme en la lectura y lo aparté.
       Cierto desasosiego me llenaba la cabeza. ¿Y si me moría allí mismo, en ese mismo instante dentro de un joggings gastado, la cara sombreada por la barba crecida en el día? ¿Y si la ropa no fuera la indicada para semejante trance? Y el pelo, ¿qué dirían de mi pelo cuando me vieran los asesores de imagen de la otra orilla?
      Por eso y sólo por eso, antes de acostarme, puse en una silla del dormitorio lo mejor que tenía; el traje azul, una camisa de popelín, la corbata bordó.
     Y sin proponérmelo me fui habituando a ese rito.
     -Nunca se sabe -pensaba cada noche al sacar de la cómoda los gemelos de oro y el pañuelo con iniciales, figurándome que era mejor viajar con identidad, obsesionado  para no hacer un papelón en caso de morirme sin tiempo para la elegancia. Y, hasta conciliaba mejor el sueño al saber que no haría papelones transitando senderos fantasmales con pantalones de raya perfecta. Una metódica reflexión que me obligó a aprovechar liquidaciones de temporada y a invertir aguinaldos en dos trajes oscuros, una traba de corbata de nácar y otro cinturón con hebilla dorada.

                                                            
LA   VUELTA

    
      Al tiempo, fui creciendo profesionalmente y alquilé una oficina en el Microcentro  por cuestiones de comodidad. Un día de agosto decidí almorzar en el Club Naval. Una mesita al lado de la pared, me pareció ideal para repasar los nuevos contratos.
     Cuando me disponía a probar el consomé, un hombre medianamente alto y de bigotes perfectos, de impecable traje Príncipe de Gales, se acercó a mi mesa.
                 Lamento molestar
dijo atento tocándose apenas el ala del sombrero y señaló mi abrigo, doblado sobre el respaldo de la silla.  
                 Quisiera comprarle el abrigo
Me moví incómodo en el asiento cuando hizo ademán de tocarlo, mientras un olor a jabón fino me entraba por la nariz.
                Me da pudor inquietarlo, pero su abrigo es impecable, las solapas, la martingala, la calidad del paño. Yo no compro cualquier cosa, me gusta vestirme bien. No se asombre, la elegancia es lo primero, y no es bueno ser egoísta, no sirve de nada,  se lo digo yo que sé de qué hablo
       Con el descaro que da la omnipotencia, se sentó a mi mesa. Un temblor me sacudía la mandíbula, apreté la boca. Él sonrió.
             Hay ropas que nos obligan a abrazarlas como si nos llamaran y cuando le vi el abrigo, me tentó el tramado, no hay duda me dije,  es un tramado que no pasa de moda,
      Yo lo miraba mientras la sopa se escurría por la cuchara y caía sobre el plato en una cascada color verde.
             ¿Qué me contesta? ¿Acepta?
Apoyando los codos sobre el mantel, entornó los ojos y agazapó la voz.
              Es que en este último paseo me enamoré. No es bueno que el hombre esté solo y cuando la conocí me di cuenta de que yo estaba demasiado solo ¿Comprende? Demasiado solo
      -Es un regalo de mi hermano -dije por decir algo, porque no tengo hermanos.
             Entonces, ¿no va a ayudarme? Vea, es una situación especial. Piense que uno no se enamora todos los días, ése es el punto. Si deja pasar la oportunidad, sepa que no vuelve. No quiero perderla esta vez. Tenemos que llegar a un acuerdo. Usted me vende su abrigo y yo le presto el sombrero. Le presto, entienda bien porque, de donde vengo, ya no somos dueños de nada
     El sujeto me pareció centrado, yo también hubiese comprado la luna por conquistar a María.
             No es un capricho, siempre me alabaron la elegancia y no puedo desentonar. Pocos días sin abrigo no van a perjudicarlo y puede usar, mientras tanto, mi sombrero. Seré sincero,  su peinado no es nada distinguido
    Maldito pelo, siempre me deja quedar mal, me mortifiqué bajo su mirada caritativa sobre mi remolino en la frente.
            Haría buen negocio, no tiene idea de lo fabuloso que resulta un sombrero, le aseguro que hasta se vería más alto,
     -Apenas lo conozco, no creo que corresponda intercambiarnos la ropa –murmuré tímidamente.
            Ah, si es por eso permítame presentarme. Soy el Tío
     Me di cuenta de que ya lo sabía. Que lo había sabido en el instante exacto en que se detuvo frente a mi mesa. El tío errante. El que llegaba y partía con una elegancia admirable, envidia insana de todos los mortales que se morían de una sola vez y para siempre. Explicó que andaba de paso, y que no abandonaría la oportunidad de seguir glamorosamente enamorado.
           Le confieso que todo empezó la primera vez que me morí. Estaba dando vueltas sobre mi propio cuerpo, casi desprendido de todo, cuando advertí lo ridículo de mi apariencia. Sin embargo tuve que irme, pero a medias, para no desilusionar a los amigos, a la familia después de tantos gastos. Pero antes de llegar, en la mitad del camino, me dejaron regresar para acondicionar algunos detalles
   El Tío parecía no estar preocupado por el tiempo y se acomodaba en la silla.
           La suerte quiso que llegara un momentito antes que los deudos pues, aún no habían hurgado en la ropa guardada en el placar y todavía estaba colgado en la percha mi traje Príncipe de Gales y mi corbata italiana. Me calcé los zapatos de cabritilla y estaba perfumándome el bigote con La Franco cuando oí la llave en la cerradura. Atiné a ponerme el sombrero y me escondí detrás del sillón del living
    Estirándose en el respaldo, hizo un guiño confidente.
           Los vi cuando abrieron los cajones, las alacenas, el botiquín de baño, corrieron a los muebles, revisaron los estantes, sacaron la ropa, vaciaron los bolsillos. Yo apenas respiraba, no quería que me vieran. Salí y cerré la puerta sin ruido, mientras ellos repartidos por la casa seguían metiendo mano en todos los rincones.  Llegué retrasado pero no me culparon porque a tanta distancia ya no hay leyes horarias. Allí, no fue difícil aclimatarme, siempre me gustaron las experiencias nuevas y me trataban dulcemente
    Sin dar mucho detalle contó que había conocido a la chica de puro milagro y que se había enamorado sin medir consecuencias. Ella estaba caminando por una plaza en el momento en que el Tío la cruzaba, con los paquetes de Harrod´s bajo el brazo. Al enfrentarse, una simpatía inesperada los había acercado.
              Y como a ella poco le importa el Juicio Final pero admira el juicio estético, mejoré aún más mi apariencia y logré que me permitieran entrar y salir para lustrarme los zapatos, cambiarme la camisa, renovar las corbatas
     Al hablar de ella lo rodeaba una cadencia emocionante. Coincidí con él en que no se podía andar vestido de cualquier forma, sin prestar atención a la ropa, y menos por lugares importantes.  
                Créame, la ropa desnuda. La apariencia nos antecede; nadie insulta a un tipo con abrigo inglés, ninguna mujer se resiste ante una corbata de seda
    Pensé en María. En sus manos subiendo y bajando por mi pecho como caricias sobre corbatas que yo jamás usaba.
               Nadie es elegante dentro de un mal traje. Usted también haría negocio con el intercambio, podría ocultar el jopito rebelde, mejorar el estilo,
    De reojo me miré en el espejo ancho del salón. El Spencer de fibrana había perdido su prestancia y la camina tenía un vértice del cuello doblado. El Tío, no necesitaba argumentar mucho para convencerme.
             ¿Qué somos desnudos? Ninguna novedad, nada originales. Por eso mismo lo que nos  destaca, lo que nos identifica son las tonalidades, el diseño, el gusto. Glamour, amigo, glamour. Acierto en la elección, hallazgo de las formas. El riesgo del color. Y la fuerza del  amor, claro, traspasando la ropa
      El Tío conocía del tema y se explayaba con agudeza sobre el imprescindible “buen parecer” que destaca del común denominador a los mortales y los vuelve únicos,  irreemplazables. Oyéndolo, se me llenó otra vez la cabeza de María. Volví a sentirla pegada a mi costado, inclinada sobre las solapas pespunteadas de mi abrigo, abrazada a mi espalda, arrugándome la martingala de botones redondos.
     -Está bien -concedí vulnerable-Después de todo, ya se está yendo el invierno.
     El Tío se levantó con un movimiento ligero, como si flotara sobre las baldosas en damero del piso, recogió el abrigo de la silla, se lo calzó en los hombros y dejó sobre la mesa el sombrero de fieltro gris.
                Ha sido un placer. No faltará oportunidad de volver a encontrarnos
 Sonrió y, sin mirar hacia atrás, traspasó la puerta de vidrios biselados.
    Llamé al mozo, pagué la cuenta. Con el sombrero en la mano, caminé hasta la oficina.  Llamadas, firmas y resoluciones me ocuparon hasta el anochecer. Al salir, los letreros reflejaban en las vidrieras milagros de colores y, sobre los maniquíes, caía un haz de perfección. Debajo de ese brillo de marquesinas, entendí que la ropa es la que nos desnuda.
    La que le cuenta a los otros como somos. La que revela nuestros secretos más escondidos. La que cubre los miedos, la que nos libera. La primera que nos delata. La que dice si estamos enamorados. O tristes. O extenuados.    
                                
                                                                         
IDA  Y  VUELTA
 
    La última vez que supe de El Tío, fue doblando una esquina de Corrientes. El neón de los letreros se repartía en flechas de colores. Los escaparates tentaban a la liquidación de invierno, a la levedad de las telas, a los colores excitantes. 
    El Tío, transitaba la vereda par. Impecable. Distinguido. Del brazo de María.
             

                                                                              ***

M.R.C.
Del glamour a la ciénaga (2013)
Editorial DUNKEN