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martes, 26 de noviembre de 2019

NARRATIVA





SECRETOS 





Carlitos no entiende nada. No entiende nada desde que se cayó de la cama, cuando era chico. Eso dice mamá y asegura que poco a poco va a ir aprendiendo, pero Carlitos ahora es más alto que yo y sigue sin entender nada.
Ni siquiera habla, apenas unos ruidos como hipos, que se vuelven insoportables a la noche, mientras duerme y no pueden entenderse porque no son palabras, son sonidos como el ruido que hace el papel de los regalos cuando se rompe.
–Pobre Carlitos, está soñando –dice mamá cuando los ruidos nos despiertan –.Seguí durmiendo, yo me quedo un ratito con él. 

Sé que el ratito va a durar toda la noche y cuando me levante, mamá estará casi lista para salir porque el nuevo trabajo queda lejos de casa y el viaje en colectivo es largo. Antes, mamá tenía más tiempo para estar en casa y era ella la que se ocupaba de Carlitos, pero hace dos semanas que soy yo la que lo despierta y después de vestirlo, le calienta la leche.
Me cuesta ponerle las medias y las zapatillas, no se queda quieto y se mueve hasta que se le salen otra vez y tengo que volver a ponérselas. Por suerte aprendí a atarle los nudos ajustados.
–Sacate la gorra Carlitos, que te tengo que peinar –le pido, pero no quiere y sigue con la gorra verde en la cabeza todo el día. 
Una mañana le acerqué el tazón de leche, lo tiró de un manotazo, pasó la lengua por el mantel de nailon y se quedó mirándome. Por el mantel un reguero blanco caía hasta las baldosas.
–Sos un idiota –le grité llorando de rabia, de ganas de decirle que por su culpa tengo que faltar al colegio y no puedo hablar más tiempo con mamá. 
Me puse a limpiar el piso con un trapo, Carlitos empezó a moverse arrastrándose, se daba golpes contra la pared y pateaba el marco de la puerta; después se quedó quieto, con la cabeza hacia atrás. Salí de la cocina y no le hablé en todo el día. Cuando a la noche nos sentamos a comer con mamá, tampoco le puse la servilleta para que no se manchara.
Después de cenar, fue a su cuarto y volvió con la caja de lápices. Las puso en la mesa y con el dedo empezó a hacer rayas imaginarias, como hace siempre esperando mis dibujos coloreados. Con brusquedad, aparté los lápices. Al desviar la vista, la mirada de mamá tambaleó sobre la mía, colgada de un trapecio tenso y, como si Carlitos se hubiese vuelto invisible, las dos nos quedamos solas en medio de la cocina, sin más compañía que este dolor repartido.
Un dolor que se amansa a veces, cuando salimos al patio y Carlitos se estira debajo del sol, con la gorra verde sombreándole la frente, y se queda en silencio, sin esos ruidos horribles que hace cuando quiere decir algo. Roto en bastones, el sol hace que los ojos de Carlitos, parezcan más claros. Entonces, le doy una galleta y la muerde hasta ablandarla.
– Carlitos –le digo –comé bien, mirá que cuando venga mamá se lo cuento.
Él sigue lamiéndose los dedos y me pone tan nerviosa que pienso decírselo a mamá en cuanto aparezca por la puerta, pero después me arrepiento y no le cuento nada.
Prefiero que mamá no sepa. Tampoco lo de ayer.
Ya estaba nervioso al levantarse. Lo noté enseguida porque tiró la gorra y la pisó hasta arrugarla. Mamá le dio varios besos antes de irse, pero Carlitos siguió moviendo los brazos, revoleándolos para los costados.
Encendí el televisor, era una película hermosa y lo llamé.
Pero él se tiró en la alfombra. De perfil, vi que empezaba a llorar sin ruido, porque Carlitos no hace ruido cuando llora. Abrió la boca y la cara se le deformó en una mueca muda. De pie, se quitó de un tirón el buzo abrigado.
–Te vas a resfriar –le dije tratando de ver la película, pero siguió sacándose la remera y se desprendió el pantalón.
En la pantalla un paisaje de playas y casas blancas, me recordó un verano que pasamos cerca del mar. En la arena, Carlitos se doblaba hasta parecer un ovillo y le gustaba el ruido de las olas. Mamá dice que las olas se mueven con una música secreta que solamente se oye si estamos vacíos de otros pensamientos.
–Mirá Carlitos, qué hermoso suena el mar, como a vos te gusta –dije. 
Él pareció no oírme y sacudiéndose, con el pantalón caído, enrollado, trataba de sacarse las zapatillas.
– Sos loco, mirá lo que estás haciendo –grité viendo que seguía tirándose del pantalón –No te doy más galletas  –lo amenacé, pero no se enojó. Al contrario, se le ocurrió abrazarme. Tanto me apretó que me faltaba el aire y tuve que darle un empujón, porque me dolía. 
Él volvió a abrazarme más fuerte y juntando su cuerpo al mío me tocó la cara y los hombros. Una y otra vez, me pasó las manos por los brazos y por la blusa.
Las manos de Carlitos son duras. No son blandas como las mías o las de mamá. Son manos casi cuadradas, de dedos pesados y tan torpes que rompen todo.
–Vestite pronto que te va a dar tos –dije retándolo, pero Carlitos siguió bajándose el calzoncillo como si quisiera mostrarme que lo podía hacer solo, sin ayuda y delante de mí, casi desnudo, se puso de pie. Con rapidez, se frotó entre las piernas.
Un líquido espeso lo fue mojando hasta las medias. Con las manos pegajosas, acercándose, volvió a tocarme la cara.
Desde el televisor el ruido de las olas pareció detenerlo un momento. Tal vez estará escuchando la música secreta, pensé, pero Carlitos siguió pasándome las manos húmedas por el pelo y la blusa.
–Mirá cómo me manchaste –lo acusé y fui soltándome de su abrazo –Vamos, tenés que estar limpio antes de que venga mamá. 
Los dos fuimos al baño. Le saqué el resto de la ropa y lo ayudé a meterse en la bañadera para frotarlo con la esponja. Desnudo, silencioso, Carlitos parecía un bebé grande mientras lo secaba.
Le puse las medias y un jogging azul, le até las zapatillas. Él se acomodó la gorra sin darse cuenta de que estaba al revés y se le veía la etiqueta.
–Ahora voy a bañarme yo –le dije. Carlitos se quedó inmóvil, sentado en la tabla del inodoro, las manos sobre las rodillas. Me descalcé, abrí la ducha, corrí la cortina y me metí debajo del agua. Me enjaboné el cuerpo, me sequé y me envolví en la toalla. Él seguía sentado en el inodoro. Al mirarlo vi que la cara de Carlitos estaba deformada. 
Está llorando, pensé, está triste sin remedio. Un sentimiento extraño me dio escalofríos. Entonces, delante del espejo, me desprendí la toalla. Tomé el frasco de perfume de mamá y me lo fui desparramando por los brazos, por la espalda. Un serpenteo fresco me recorrió las piernas hasta los tobillos.
Con la mano me alisé el pelo y me fui acercando para que Carlitos pudiera tocarlo; desde la cabeza ladeada escurría un hilo de agua mientras él se llevaba a la boca un mechón húmedo. El perfume era más fuerte cuando Carlitos, como si pasara la lengua por un helado, me mojó el cuello. Un nuevo gesto le abrió la boca y un hilo tibio, transparente, me corrió hasta la cintura.
Lo aparté despacio. Con la mano atraje su mano hasta mi cuerpo.
Sobre mi cuerpo iban resbalando los dedos estirados y duros de Carlitos. En un instante me pareció que iba a decir algo. Esos mismos sonidos que nadie entiende y que se guarda en la cabeza, como la música secreta de las olas.
–Alguna vez los sueños se acercan desde una distancia enorme –dije, y lo ayudé a ponerse de pie. Fuimos hasta mi cuarto. Quieto, sentado en el borde de mi cama, Carlitos esperó a que me vistiera mientras movía la cabeza hacia los lados. 
De la mano lo llevé al lavadero y puse la ropa en el lavarropas, para que mamá no la viera. La mía y la de Carlitos.
–Vamos al living a mirar la tele –propuse, pero ya había terminado la película. Él, con un ademán torpe arrastró una silla para que me sentara y se tiró en el sofá. 
–Ya se fue la película, ¿no ves? Mejor dibujemos –dije. Carlitos siguió mirando la pantalla. 
Estaba oscuro cuando volvió mamá. La ayudé a poner los platos y los cubiertos sobre la mesa. Carlitos seguía con los ojos clavados en el televisor, jugaba con el control remoto. En la pantalla se encimaban las imágenes.
–Vengan a comer –nos llamó mamá mientras revolvía la salsa en la cacerola. 
Lo llevé hasta la cocina y nos sentamos los tres a la mesa. Carlitos se acomodó en la silla meciéndose hacia adelante y no quiso ponerse la servilleta.
Con una cuchara fue levantando uno a uno los ravioles de su plato. Cuando alguno se caía de la cuchara, volvía a levantarlo. Masticaba y tragaba y masticaba hasta que el plato quedó vacío. Mamá le sirvió jugo y bebió de un trago.
–Muy bien Carlitos  –le dijo mamá– ,ahora comé la manzana. 
Carlitos mordió la manzana haciéndola girar entre las manos. Se quitó la gorra y la colgó en el respaldo de la silla. Al rato, como todas las noches después de comer, mientras mamá y yo terminamos de ordenar, Carlitos dio vueltas alrededor de la mesa. 
–Hasta mañana Carlitos –le dije cuando mamá lo llevó al baño para lavarse los dientes. Él levantó una mano y saludó como si estuviera muy lejos, como si nos separara una distancia inmensa. 
Puse el café en el fuego y una taza sobre el mantel.
Oí la voz de mamá mientras lo acostaba, la misma canción hasta que se queda dormido, seguramente para que Carlitos no vuelva a caerse de la cama.
Cuando mamá entró a la cocina, yo había servido el café. Con los codos apoyados en la mesa, como si la espalda le pesara, mamá parecía cansada. Empezó a hablar de cosas de otro tiempo. Cosas lindas de cuando Carlitos era el mismo de la foto que tiene sobre la cómoda, un Carlitos que yo no puedo imaginar sin la gorra verde y los sacudones.
–La semana que viene podés volver al colegio –aseguró mamá –.A Carlitos lo va a cuidar una señora que recomendó la tía –dijo, y siguió revolviendo el café. Después se levantó y se puso a lavar los platos. 
Debajo del chorro de la canilla las burbujas del detergente, como globos, se chocaban y se rompían. Mamá se las quedó mirando mientras el agua corría por la pileta y los vasos parecían barquitos inclinados.
Al entrar a mi cuarto, llegaban los sonidos desparejos, inquietos, de todas las noches.
–Pobre Carlitos, qué será lo que sueña –dijo mamá antes de apagar las luces. 
Quise decirle que yo sabía. Pero los secretos no se dicen. 










DEL GLAMOUR A LA CIÉNAGA, DE MARITA RODRIGUEZ-CAZAUX
CUENTOS (2013)
ILUSTRACIÓN DE CUBIERTA DEL ARTISTA PLÁSTICO NÉSTOR VEGA
EDITORIAL DUNKEN
AYACUCHO 357  CABA

NARRATIVA







LA CAJA




Esta mañana me desperté en esta casa; pero ésta no es mi casa.
No es mi casa porque ni siquiera la ropa del placar es mi ropa. Yo la hubiera reconocido con tocarla aún en la oscuridad, tanteando entre las perchas.
Es lo que digo, no son mis cosas, no es mi casa.
Y lo más desesperante, no está mi caja azul en el estante de siempre.
Tenía esa caja desde que era chica, una caja de cartón forrada de papel azul.
La he tenido siempre a mano y en ella guardaba las figuritas de purpurina, las postales de Navidad, fotos de escapadas al campo y al mar. Las cintas de las tortas quinceañeras rematadas en dijes de lata dorada y un cuaderno Perlita donde escribía versos.
La caja siempre estuvo conmigo, sobreviviendo fiel a veraneos y mudanzas.
Me acuerdo en ésta última de haberla metido en los cestos de la mudadora, pero cuando todos los cestos fueron despojados, la caja no estaba en ellos.
Tampoco entre las valijas de la ropa, ni en la bolsa de los cosméticos, ni en el zapatero. Ni perdida entre diarios abollados.
En los primeros días eran tantas las cosas para ordenar que imaginé, despreocupada, que aparecería más tarde.
Las siguientes semanas ya estaban alineados los libros, los discos en los estantes, las revistas en la mesa baja. La loza distribuida en la alacena y los cubiertos en perfecta fila dentro de los cajones.
Y aunque ahora se haga la distraída y me diga que ese no es su nombre, fue Socorro la que me ayudó a acomodar las mantas, las toallas, los manteles.
Tuve tiempo de colgar cuadros y lámparas y de poner una alfombra debajo del sillón del living.
Pero la caja no apareció.
Planté geranios y un rosal en el jardín cuando llegó el verano. Para la galería del fondo, donde el sol se cuela con fuerza, cosí cortinas con volados y un almohadón para el sillón de mimbre, porque a mamá siempre le gustó sentarse allí en la hora de la siesta.
Porfiada, pensando que podría haberse caído en el apuro de entrar los muebles, llamé a la empresa de la mudanza y declararon no haberla encontrado en el camión ni extraviada entre los cestos.
Revisé nuevamente el cuarto del fondo, debajo de la escalera que conduce a la terraza, y entre los macetones del patio.
Había desaparecido y con ella, los recuerdos.
La carta de la tía, las flores de seda de mamá, el lápiz chato del abuelo ebanista. Un anillo de plata y azabache de Cesures, una libreta de viaje del noventa y cuatro, las estampas del bautismo de mi ahijada.
Me horroricé al recordar que en los últimos tiempos la caja rescataba de los cajones de mis muebles las cosas más sensibles: aquel brevet de piloto de mi padre, la billetera de cuero acartonado con fotos en sepia, una servilletita de La Ópera donde estaban escritos mensajes que fueron envejeciendo como mapas de un tesoro perdido.
Más adelante cuando no encontré el libro de proverbios árabes supe que también estaba en la caja de papel azul.
Desde ese momento, mi único pensamiento fue la caja.
Pero era sólo mío, porque ni siquiera Socorro se preocupaba de que me faltaran los recuerdos y sostenía tercamente que nunca estuvieron en la caja.
Indiferente, sin siquiera responder cuando la llamo, me deja sola, luchando contra ese sentimiento de abandono que contagian las mudanzas.
Con esa ambigüedad de tener que buscar lo mismo en cuatro lugares distintos, de escuchar las campanadas del reloj en un cuarto donde no recordamos haberlo colgado.
Pasillos por los que los pasos retumban por primera vez y suenan desconocidos como los cuadros amurados en paredes aún más desconocidas.
Huérfana de olores propios, de paisajes, apresada en un lugar ignorado, asomándome al abismo del recuerdo mientras todos los otros van haciendo sus vidas, sin importarles mi dolor de no encontrar la caja azul.
Hubo un tiempo en que dejé de dormir muchas noches y me obligaba a seguir el camino de la memoria pensando detenidamente qué hice el primer día, el segundo, el tercero, mientras, inclinada sobre los canastos, sacaba toda la casa para volver a armarla.
En una hoja de papel fui escribiendo lo que recordaba, mirando en cada rincón, fisgando entre las dudas y las verdades que peleaban en mi cabeza.
La caja seguía sin aparecer.
Socorro aseguraba que había pasado bastante tiempo para acordarse de todo pero yo igual insistía en buscarla.
La caja volverá su lugar de siempre, me prometí y seguí destinando un estante del placar para cuando apareciera. Por eso ahora que ni siquiera el estante es el mismo, me ahogo de desesperación.
Tanto que hasta al desconocido que podaba el ligustro del parque le pregunté qué haría si se le perdieran años guardados en una caja y no los encontrara. Me miró y se sonrió con la misma sonrisa de mi nieto y antes de concentrarse otra vez en su trabajo agregó que esas cosas aparecen en el momento menos esperado.
¿Cosas?, pensé enojada, le dice cosas al collar de perlas grises, a las fotos de la abuela y a las cartas de Alejandro.
Alejandro... Pero, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Él sabía que guardaba ahí sus poemas de novios, así que cuando lo vi a la noche en la mesa, le conté que estaba buscando la caja.
-¿Otra vez? ¿No te parece que ya la buscamos demasiado? -susurró con esa voz especial y la mirada mansa con que me recorría últimamente, como esperando que yo me cayera dentro de sus ojos.
-Tenés que ayudarme a buscarla -le impuse con rabia. Acercó su silla a la mía y me sirvió vino blanco en la copa.
-Brindemos por la caja -dijo -,porque aparezca, porque no te olvidés de mí, y bajó los ojos mientras me apretaba la mano.
-Él tampoco, ni siquiera él puede darme una idea sobre el paradero de mi caja- pensé desolada, y no le hablé por días. Vengativa, odiando esa firmeza que tiene de decirme que deje de pensar en la caja. Como Socorro, que para colmo dice que no es Socorro y es tan torpe que no entiende que los sones de una gaita pueden guardarse dentro de una caja azul.
Y ahora todo perdido, la risa de los chicos, las cartas de mis padres.
Un tiempo que ni siquiera puedo recuperar en los espejos.
No se acuerdan de aquella noche, en que me pareció oír la voz de la abuela en la sala y decidí decírselo al día siguiente, a la hora del desayuno.
Temprano, cuando Socorro vino a traerme el té con tostadas de pan negro consideró mejor no preocuparla. Pasé toda la tarde escuchando a la abuela tocar el piano, en espera del momento oportuno para contárselo, sin embargo al atardecer, la abuela subió las escaleras sin preguntarme nada.
Sería mejor indagar a las primas pero no las veo seguido y a mí se me olvidó preguntárselo en aquella fiesta, la misma en que Alejandro puso una nueva estrella plateada en el árbol porque la nuestra estaba en la caja que aún no aparecía. Yo lo dejaba hacer mientras Socorro acomodaba las porcelanas mirándome de reojo, como si quisiera hurgarme los pensamientos.
-¿Te acordás del abanico florentino? -dije apretándome a su costado cuando nos quedamos solos - .Tampoco está en el cajoncito de la mesa de noche, ni las pulseras de nácar, seguro están en la caja,- insistí.
Pero tengo que reconocer que Alejandro sigue muy dedicado a su trabajo y lo único que hizo fue acomodarme la bufanda sobre el cuello mientras me pasaba el brazo por la cintura. Tan sereno como acostumbra, y eso que le juré que no podríamos comer el pavo con cerezas porque la receta está guardada en la caja desaparecida.
Mucho peor esas dos desconocidas, arrugadas y oliendo a lavanda que vienen a aburrirme con su parloteo desmemoriado algunos días, diciendo que son mis amigas y sollozando siempre con hipos al irse, sin siquiera ayudarme a buscar mi caja azul.
Todos se callan, como si fuera tan fácil seguir en esta casa que no es mía y sin la caja.
Me gustaría que mamá se los dijera claramente, ella que siempre me comprendió, así se darían cuenta, pero no bajó de su dormitorio y Socorro contrariándome, aconseja no subir a molestarla.
En la hora de la siesta, cuando la espero en la galería, enseguida aparece una chica, alta y modosita, invitándome a pasear un rato por el parque con la excusa de que mamá está cansada.
Entonces aprovecho para hacerle un inventario de los lugares donde estuve hurgando sin encontrar la caja. Y como es la única que parece oírme, siempre le repito lo mismo.
No sé a quién se le habrá ocurrido que podría tener otra caja y trataron de hacerme entrar en razón, prometiéndome que conseguirían una igual, pero esas cajas no pueden reemplazarse. Es imposible, ninguna va a ser ésa.
La misma donde guardé el cuaderno de poesías y unas figuritas de purpurina.
No pueden comprender que dentro de la caja están todos mis años, todo ese tiempo que ahora debe estar perdido y sin poder orientarse para regresar.
Días de caricias y temblores de despedidas. Besos encerrados y cientos de palabras que fueron alejándose de las voces.
Las cartas y las fotos que quieren volver y no pueden, porque no encuentran la casa y desesperadas irán ahora dando vueltas por jardines y cuartos que son de otras personas. Lo mismo que me pasa a mí.
Porque hasta la casa se perdió también dentro de la caja.
Nuestra casa.
Por eso me dan ganas de llorar y lloro todo el día y doy vuelta los cajones y busco en el fondo del placard, mientras Socorro se queda mirándome con ojos estáticos, ojos de vieja sin sentido.
Menos mal que alguna noche la abuela baja de su cuarto y se sienta a los pies de mi cama y canta despacito la canción que adormecía mi infancia.
Un momento solamente, hasta que vienen otra vez todos los recuerdos a pedirme que los encuentre y los saque de la caja azul. Y yo me empiezo a perder en las calles que se cruzan y se desvían para que no encuentre la huerta soleada ni el taller de papá.
Y me ahogo gritándoles a todos que tengo que encontrar la caja y que no los soporto más y salgo y me siento en el banco del jardín.
Hasta que llegan mamá y la abuela y en silencio nos quedamos esperando que Alejandro regrese para ayudarme a buscar la caja.
Y me repita una, cien, mil veces, como si yo no pudiera entender, que vamos a encontrarla, que aún tenemos el amor. Y que el amor nunca se extravía.
Pobre Alejandro, como si yo no lo supiera.







DE AMORES Y DESAMORES, DE MARITA RODRIGUEZ-CAZAUX
CUENTOS 
EDITORIAL DUNKEN (2010)
AYACUCHO 357


*La imagen de Internet que ilustra el cuento es propiedad de sus autores.
NO PERTENECE AL LIBRO.







NARRATIVA






EL TAPADO DE MEZCLILLA 




Lo había descubierto en San Telmo, revolviendo en una tienda cualquiera, casi oculto por un echarpe de cachemira. Sin poder resistirme, me lo calcé sobre los hombros.
—Un abrigo italiano, de corte impecable —se apuró a indicar el tendero— Mire los pespuntes en cordoné, los botones dorados, la martingala. Un tapado con presencia. Dígame, ¿usted diría que es verde, azulado o gris? Le resultará imposible porque este tapado tiene el color del estado de ánimo de quien lo use—dijo confidente —.Y fíjese la trama…Ya ve, una pichincha para no perderse—remató con gestos galantes.
Pagué sin regateos, sin entender por qué me atraía un abrigo de mezclilla fuera de moda y salí de la tienda con el tapado colgado en el brazo. Balanceándose al compás de mis pasos por los adoquines, las mangas parecían gesticular sombras azules, verdes y grises en las paredes.
Ya en casa volví a ponérmelo. Mirándome de perfil ante el espejo, me pareció regresar a la infancia, delante del ropero de mamá, probándome su ropa.
Qué tonta, porfié, no necesito tener otro abrigo, y menos si me lleva a esos recuerdos. Claro que no es mala compra, no puede negarse su hechura distinguida, me conformé mientras lo colgaba en una percha.
Una semana más tarde me invitaron al cumpleaños de una prima en la casona de la playa. No quería ir porque la casa rememoraba aquellos días interminables de veranos aburridos, donde daba vueltas por el parque, la sala, los pasillos del corredor. Pero, yo jamás encontraba las palabras que ayudasen a escabullirme de esas reuniones tediosas y acababa por aceptar.
Termino haciendo lo que no quiero, me recriminé mientras guardaba contrariada en la maleta la ropa interior y los zapatos altos, los cosméticos y el vestido negro de lana. Con este frío, protesté al tiempo que ponía todo en el baúl del auto. Entonces, me acordé del tapado de mezclilla jaspeada.
Puedo estrenarlo, pensé, y lo acomodé en el asiento.
A las tres horas cruzaba la tranquera y seguía el camino de pinos hasta llegar a la casona. Estacionados sobre la gramilla, cuatro autos y una moto se alineaban bajo el alero. Adiviné que todos estarían en la sala, junto al hogar de leños. Cuando entré, un fuerte olor a piñas quemadas llenaba el salón.
—Por fin —me recibió la tía, con el tono afectado que creía obligatorio en la gente paqueta y se acercó para besarme.
—Ya nos marchábamos a pasear por el centro —me dijo mi prima al abrazarme. Pensé que el centro no tenía más de cinco cuadras de negocios, un club, el casino venido a menos y la plaza principal.
—Vamos, vamos —ordenó la tía y empezó a distribuirnos por grupos para subir a los autos.
—Está desierto, como todos los inviernos —susurró mi prima y, sonriendo, me empujó para salir.
Poca cosa para estrenarme el tapado, pensé.
En el verano, la playa era invadida durante el día por haraganes ricos con anteojos oscuros que, antes del atardecer regresaban a sus hoteles a cenar y nos dejaban todo el pueblo marinero para nosotros. La gente se reunía en las puertas de las casas y tomaban helados en las veredas, convencidos de que el lugar solamente les pertenecía por entero en los inviernos.
Hacia la medianoche los autos volvían a acercarse a la playa, con los faros encendidos circundaban un espacio donde encendían fogatas mientras las radios sonaban estridentes. Yo los veía detrás de las ventanas, espiando el bullicio de los visitantes, imaginando sus vidas agitadas, sus viajes, sus desbordes. Aventuras tan distantes de mis vacaciones sosegadas.
Caminamos hasta el bar del centro, un viento fresco me obligó a cerrarme sobre el cuello las solapas, mientras un sol delgado resbalaba por el tapado.
—¿Te acordás de Enrique? —cuchicheó mi prima, tocándome el brazo.
Era imposible olvidarme de Enrique. Lo recordaba aún sin proponérmelo.
El año en que mis primos pasaron con los abuelos el verano, los días solitarios sin otro pasatiempo que la hamaca en el árbol y los libros, se volvieron días de alegría y juegos en la playa. Amigo de mis primos, simpático, incansable, era el líder indiscutido. Lo veneré desde su llegada. No perdía oportunidad de estar con él, cabalgando por los médanos, jugando en el mar, organizando guitarreadas alrededor de los fogones.
Juntos siempre, hasta que un mediodía, ella apareció en la playa y el sol se eclipsó sobre su pelo. Perfecta y rubia, paseaba sin prisas por el borde del mar. Enrique dejó de mirarme para mirarla, se fue alejando de todos los momentos que compartíamos para estar pendiente de ella. Quedé más sola que en los veranos anteriores.
Al término de las vacaciones la siguió a Buenos Aires. Más tarde, supe que vivían en San Marino, Enrique había finalizado sus estudios y trabajaba en un buffet importante. Pero la convivencia no resultó fácil y, tras dos años de matrimonio, se separaron. Él, entonces, regresó al campo de sus padres.
Para rematar mi carrera viajé, becada, a Bélgica. Retorné con el inicio de la democracia y conseguí un buen empleo como correctora en una editorial capitalina. A pesar de la relación estrecha con mis primos, no volví a ver a Enrique.
Nos desviamos de la plaza para entrar en el bar. Mi prima comentó que vivía solo, establecido en la chacra familiar.
—Se ha vuelto taciturno —dijo confidencialmente.
Cuando nos sentamos a la mesa, miré en derredor curioseando el salón. La luz raída de las tulipas, se desmoronaba sobre las mesas cercanas. De inmediato, reconocí su nuca, sus hombros apenas recostados en el respaldo en la silla. La tía también lo vio, y poniéndose de pie, alzó la voz para llamarlo. Girando lentamente, Enrique saludó con la mano. Al verme, pareció sorprendido.
Se levantó. Apoyado en la mesa, contestó algunas preguntas de la tía; después se llegó hasta mi sitio.
—¿Puedo sentarme? —dijo, separando la silla.
—Sentate donde quieras —le contesté y corrí el tapado del asiento donde lo había dejado, al tiempo en que él se sentaba.
—Tiempo atrás… —dijo despacio, cruzó los brazos sobre la tabla de madera.
Parece decolorado, como la rubia, me regocijé en secreto al notar las canas en sus sienes y las arrugas leves en la frente.
Sus ojos se detuvieron en los míos, temí que adivinara mis pensamientos y apreté los dientes para no confesarle cuánto había extrañado esa mirada.
No te quiero, no te quiero, llevo media vida aborreciéndote, pensé y sostuve su mirada demostrando una indiferencia que no era real.
—¿El abrigo es tuyo? —preguntó señalando el tapado, como si quisiera alejarlo, mientras yo bebía chocolate dulce, con los ojos fijos en la pared con humedad.
—Lo compré en Londres —mentí. Una mueca le torció los labios.
Cuando nos levantamos para regresar, la tía lo invitó a cenar. Él se negó cortesmente.
—Prometeme que venís a los postres —insistió ella. Enrique, ladeando la cabeza, aceptó casi sin abrir la boca.
Cuando llegamos a la casona, la abuela asaba castañas y las bellotas crepitaban por el calor.
—Pobre Enrique —susurró mi prima antes de ir a cambiarnos, parece que algo lo estaqueara en la tristeza, como si no pudiera ser feliz en ningún lugar. Seguro ni siquiera viene a la noche.
—La tía no debió obligarlo —dije subiendo la escalera.
—Quizá haya sentido lástima por él, Enrique no es el mismo desde que ella lo dejó. Aquella relación fue cruel —agregó mi prima, apurándose en los escalones —, una mujer cínica que solamente perseguía su posición.
—Así son las rubias —contesté molesta, pasando la mano sobre mi flequillo oscuro.
Durante la comida me sentí incómoda, silenciosa. La abuela, solícita, acercaba los platos con castañas almibaradas y los duraznos glaseados del postre.
Después de la cena alguien trajo un álbum de fotos y mientras la tía lo hojeaba todos empezamos a convertirnos en bebés gordos envueltos en mantitas tejidas, en chicos despeinados jugando en la playa, en adolescentes desgarbados.
—Qué lindo sentirse veinte años más joven —dijo la tía. La miré con rabia. Veinte años, eran los que yo tenía cuando me enamoré de Enrique. Nunca pude querer de la misma manera, arrastrando fracaso tras fracaso, enredos y desilusiones que parecían perseguirme.
—Mirá, mirá…, acá estás disfrazada de Pierrot y con medias blancas —gritó mi prima, señalando mis piernas flaquitas de rodillas huesudas.
Yo odiaba las fotos de la abuela porque acercaban ausencias muy dolorosas, días interminables de vacaciones solitarias mientras la familia viajaba al Uruguay y yo, alejada del bullicio de las clases, no tenía otro pasatiempo que la hamaca en el árbol y los libros.
Un motor detenido en la entrada precipitó a la tía a la puerta. Al rato apareció en el salón del brazo de Enrique. Me pareció que él se sentía incómodo.
Increíble volver a verlo y en esta casa, pensé al tiempo que respondía a su saludo.
—¿Viste las fotos? —dijo la abuela mostrándole el álbum —Fijate qué lindas están las chicas —agregó.
Horribles pensé, horribles con esos trajes de baño con voladitos y los sombreros de lona a rayas. Horribles al lado de la rubia impecable, envuelta en un pareo importado y con un escote de envidia.
—Fue una época especial —dijo Enrique sonriendo con ese rictus que diferenciaba su sonrisa de la de los demás.
—¿Por qué? Un verano que pasó de largo y que nadie recuerda, no tiene nada de especial —intervine sabiendo que iba a lastimarlo.
Lentamente se separó del sillón donde la abuela hojeaba las fotografías. Se acercó al ventanal. La tía le alcanzó un pocillo de café. Los vi hablar en voz baja.
El calor de los leños me mareaba. Descolgué el tapado del perchero y salí a fumar un cigarrillo al parque.
Unas pisadas a mis espaldas hicieron que me diera vuelta. Era él.
—Al llegar a San Marino ya la había perdido —dijo como si fueran palabras que hubiesen quedado adeudadas, un secreto que tuviera que develarme —.Fue inútil tratar de retenerla, no pude lograr que me quisiera —agregó sin pudor.
—Nadie puede hacer que lo quieran —silabeé con resentimiento, dispuesta a tirarle en la cara todo el dolor de estos años.
—Volví a encontrarla hace unos meses, sentada a la mesa de un café, abrazaba a un hombre joven. Sus dedos perfectos plegaban para cerrarla sobre su garganta, la seda de una chalina; un gesto que solamente ella podía volver sensual y provocativo. Todavía me pareció hermosa, hermosa como siempre, pero al descubrirme desvió la cara —siguió diciendo como si viera un paisaje más allá del que nos rodeaba.
Se pasó la mano por el pelo que le caía sobre la frente. Su voz era opaca cuando volvió a hablar.
—Recordé el último momento en que la sentí mía. Caminábamos por una calle escalonada, una llovizna imprevista nos apuró los pasos. Ella cerró, en un gesto delicioso, las solapas de su abrigo. Un abrigo jaspeado de color indefinido, con botones dorados, que habíamos comprado juntos en las tiendas de San Giovanni. Un tapado de mezclilla que volvía el tiempo del color que ella mandaba. Verde. Azul. Gris. Un tapado que reconocería inmediatamente.
—Inconfundible —dijo —. Aún en el cuerpo de otra mujer.
Después, por el sendero que circunda los pinos, lo vi marcharse.
El rocío, iba desvaneciéndose espejado de ligustro, cuando metí las manos en los bolsillos de un tapado de mezclilla gris.






LAS AMANTES SON RUBIAS, DE MARITA RODRIGUEZ-CAZAUX

CUENTOS
EDITORIAL DUNKEN (2015)
AYACUCHO 357 - CABA 






La imagen de Internet que ilustra el cuento es propiedad de sus autores.
NO PERTENECE AL LIBRO.

NARRATIVA






FLAMA


Cuando nos enteramos que los rusos estaban penetrando el bosque, mamá dijo que debíamos evitar cualquier incidente con los soldados.
—Habrá que pasar desapercibidas —ordenó.
Mi hermana y yo, nos lavamos el cabello y lo secamos con cuidado. Luego de peinarlo, echamos hacia atrás la melena trenzándola tirante sobre la nuca y atamos el extremo con una cinta.
Resuelta, me senté frente al espejo; sentí el frío de la tijera sobre el cuello y la cabeza más liviana. Al volverme, noté que mi hermana lloraba.
—No tengo pena en perderlo, Gitti. Vamos, siéntate —la apuré. Ella, se ubicó en el banco, nuestra mirada se encontró por un instante en el espejo.
—La guardaré para Enkel —dijo balanceando la trenza de color cobrizo, que caía sobre su espalda.
Enkel y mi hermana, eran el uno para el otro. Desde niños los juegos, la escuela y las escapadas al río, los habían unido. Comprometidos desde jóvenes, estaban organizando su boda cuando se tomó Polonia. Llamado a filas, en un principio se recibían regularmente noticias de Enkel, pero luego se hicieron esporádicas, y en el presente no teníamos ningún contacto con él.
Los rusos entraron al pueblo un sábado por la noche y se instalaron en la alcaldía desocupada. A poco de acostarnos oímos sus voces y los arranques de sus autos desde en el cuarto de la abuela.
El invierno continuaba crudo, las sábanas parecían mojadas y el cuerpo de la abuela, una barra de hielo; abrazadas para darnos calor, Gitti cruzó las piernas sobre las rodillas de la abuela y alcanzó mis pies. Los frotamos una y cien veces entre nosotras, mientras reíamos bajo las cobijas.
Mamá, sentada en un sillón junto a la cómoda, chistaba y nos hacía señas para que dejáramos de reírnos. Poco a poco, el sueño fue cerrándome los ojos.
—Levántate, tenemos que ir a la iglesia —me despertó Gitti.
La abuela, en su mecedora, miraba la pared, perdidos los ojos en las manchas de humedad. Mamá repartía leche en unas tazas, apenas pudo completar la mitad.
—Nos darán otra jarra si la pagamos con ropa, voy a buscar el abrigo de papá —nos avisó antes de entrar a su dormitorio. Cuando volvió, traía un atado oscuro, la manga de un jersey azul, colgaba balanceándose.
Cuando salimos para la iglesia, jóvenes soldados rusos apostados en la esquina, fumaban y reían. Al pasar al lado, uno de ellos susurró sobre mi hombro, mamá me tiró del brazo y cruzamos la calle.
Durante la ceremonia religiosa oímos sus silbidos en medio de nuestros cánticos, mi madre se persignó y nos hizo arrodillar. Gitti fue a encender una vela en el altar de santa Mónica y a rogar por Enkel. Habían pasado más de quince meses sin novedades de su paradero, podría estar herido o haber muerto, pero mi hermana no imaginaba otra escena que el regreso de Enkel, alto y fuerte como cuando se había marchado.
Al salir de la iglesia, dos jeeps se habían instalado en la plazoleta. Bajo la luz adelgazada del mediodía, unos soldados quemaban hojas y se calentaban acercándose al fuego.
Sin detenernos llegamos a la granja. A cambio del atado de ropa, nos entregaron un trozo de carne ahumada y una botella de leche. Mi madre las ocultó con la capa tejida que le cruzaba los hombros y retomamos el camino hasta casa.
Un soldado ruso que manejaba una moto tomó velocidad al pasar, luego regresó y zigzagueó alrededor de Gitti. Ella, asustada, dio vueltas en espiral tratando de no trastabillar, logró salir del círculo y, corrió hasta llegar a casa, mientras mamá y yo la seguíamos. A nuestras espaldas, el ruido de la moto se fue alejando.
Cuando llegó el rumor de una requisa en todas las casas, Gitti se apuró a esconder en los cajones de la cómoda su trenza rubia debajo de unas toallas.
Cerca del atardecer los rusos llamaron a la puerta. Mamá hizo un gesto y nos quedamos a un costado del corredor.
Dos soldados aguardaron en la puerta y tres entraron hasta la sala; uno de ellos pasó al primer dormitorio, luego al baño. El que llevaba charreteras, se sentó en una silla y preguntó algo a la abuela. Sin entenderle, ella sonrió mientras él liaba un puñado de tabaco en papel fino. Al acercar la cerilla, un aroma suave impregnó el ambiente. Cuando levantó la cabeza, detuvo sus ojos en Gitti.
El tercer soldado, al regresar de la huerta, trajo dos plantas mustias por la nieve. Mamá entendió que querían que las cocinara para ellos, y pasamos a la cocina. Allí cortó dos zanahorias y un trozo de calabaza roja. Las lavó en una cazuela con el hielo recogido en la mañana y metiéndolas en la olla, encendió el fuego para que hirvieran. Tardará más de una hora pensé, pero el que estaba fumando, hizo un gesto negativo y mamá apagó la hornalla. Sin dejar de fumar, se dirigió a los que lo acompañaban, al momento los dos soldados salieron. Unos minutos después, uno de ellos regresó con una botella que colocó sobre la mesa. Cuando el que fumaba destapó la botella, mamá trajo varios vasos, sin embargo, él sirvió licor en uno solo. Se acercó a Gitti invitándola a beber. Ella retrocedió, negó con la cabeza, el pelo claro le cubrió los ojos. Con la mano, acomodó el mechón, y, dando unos pasos, se acercó a mamá. Yo quedé frente al soldado, que bebió y volvió a dejar el vaso sobre la mesa. Al momento, hizo una seña al que esperaba apartado y se marcharon.
Gitti comenzó a sollozar, primero suavemente y luego con espasmos, como si sufriera arcadas. Balbuceaba y no pude comprender las palabras sueltas.
Después de la cena, la abuela permaneció ausente, perdida en esos paisajes donde tornaba a un pasado que no conocíamos. Gitti y mamá se quedaron cerca del fuego, bordando un edredón. De a ratos, mi hermana dejaba la costura y se pasaba la mano por la frente, me figuré que intentaba desterrar un mal pensamiento.
Entre las persianas espié la calle, varios soldados hacían guardia repartidos en parejas. Sus risas llegaban hasta la casa.
—Es tarde, vamos a descansar —ordenó mamá.
En el cuarto, Gitti se desvistió en silencio y se metió en la cama.
—Oye, ¿no te dignas darme las buenas noches? —la provoqué con ánimo de broma.
—Algo malo va a pasar —contestó —. Y si pasa, prefiero morirme.
—Nada malo va a ocurrirnos —aseguré —.Será mejor dormir, mañana tenemos que ir a buscar leña.
Gitti se deslizó entre las sábanas y empezó a recitar la oración de la noche. El pelo corto, revuelto y ondulado, le iluminaba la frente.
—Repite conmigo —dijo, y la obedecí.
En la mañana, al despertar, Gitti y mamá no estaban.
—Han ido a la granja, no tenemos harina —explicó la abuela cuando, al entrar a la cocina, pregunté por ellas. Unté un poco de nata en una galleta, y me puse a ordenar mis tareas. Aunque las clases se habían interrumpido tiempo atrás, desde luego me empeñé en completar los ejercicios y repasar las lecciones. Quería entrar en cuanto fuera posible a la universidad.
Cerca de las once, llamaron a la puerta cancel. Era el soldado que, en la noche anterior, fumaba el tabaco perfumado. Hizo señas, entendí perfectamente que preguntaba por mi hermana. Moví la cabeza hacia los costados. Él se acercó y me entregó una lata de carne disecada; luego se marchó. Entré y seguí con los deberes.
Hacia la medianoche, todo era silencio dentro de la casa, solo se oía el respirar endeble que llegaba del cuarto de la abuela y las risas del grupo de rusos que se calentaba en la calle.
Gitti terminó el recamado de unas fundas con puntillas y entredós. Las metió en el baúl de la habitación de mamá, y le tiró unos brotes secos de fresno.
—Pueden desteñir sobre la tela blanca —dije al verla. Ella, entonces, las retiró para arrojar las ramitas a la estufa que apenas boqueaba un fuego lerdo.
Más tarde, al acostarnos, Gitti dijo sus oraciones por Enkel y por el eterno descanso de papá. Estirándose en la cama, se volvió de perfil hacia la pared.
Durante la semana, el soldado nos alcanzó chocolates y un lápiz. Yo me apoderé del lápiz, que era azul y de mina muy blanda.
La iglesia pasó a ser reducto de las tropas que llegaban, y se destinó un aula de la escuela para el culto, pero ese domingo cuando nos disponíamos a salir, dos soldados nos obligaron a entrar otra vez en la casa. Reconocí al mismo que había molestado a Gitti, acelerando la moto y rodeándola. Al hallar los chocolates en la alacena, se volvió a mamá, gesticulando de manera descarada. Mi hermana precipitándose, logró arrebatárselos y los guardó en el bolsillo de su tapado. Él, en un arranque, le metió la mano en el ojal del bolsillo, con tal violencia que rasgó el género. Con el otro brazo, le cercó la cintura, obligándola a arquear el cuerpo. Gitti apartó la cara, moviendo los hombros para librarse del abrazo, pero el ruso le quitó el pañuelo y tomándola del cabello, le llevó la cabeza hacia atrás. Los gritos de mi hermana y de mamá hicieron que el soldado que revisaba las habitaciones regresara a la cocina; en cuanto comprendió la escena interpeló al compañero. Me adelanté y tomé a mi hermana del brazo, ella deslizando su mano hasta la mía, me aprisionó los dedos.
Al pasar la puerta, el soldado de la moto nos hizo un ademán obsceno. Sentí como si estuviera desnuda delante de él.
Para conseguir provisiones, dábamos un rodeo hasta las tiendas o la granja, evitando ser abordadas por los soldados, sin embargo, cualquiera fuera la hora en que salíamos, los descubríamos parapetados en alguna de las esquinas. Gritaban y hacían gestos sucios, algunas veces desabrochándose los pantalones.
Supimos que varias mujeres habían sido abusadas, una prima que estaba encita, había perdido al bebé por un ataque en su propia casa. Mi madre no permitía que saliéramos y teníamos prohibido ir hasta el camino donde empezaba el bosque de abedules.
Una tarde, el calor nos hizo buscar sosiego en la galería. Sentadas a la sombra, mi hermana trajo unas revistas de costura. Atenta a los detalles, deslizaba los dedos sobre las fotos de vestidos de novia, ya pasados de moda.
—Si eliges esos horribles vestidos, Enkel agradecerá la guerra y escapará para siempre —dije sin pensar que era un comentario lapidario. Gitti, quedó estática, con los dedos sobre el modelo anticuado y los ojos en un escenario infranqueable.
—Bueno, fue una broma —me apuré a salvar el mal paso—, para cuando llegue Enkel mamá te hará un vestido de princesa y la iglesia se llenará de flores.
Sin una palabra, mi hermana dejó la revista en la silla, y entró en la casa. Durante la cena, hice todo lo posible por demostrar arrepentimiento, pero ella se mantuvo distante. Mamá la observó varias veces, y también a mí, pero no preguntó nada. Gitti y yo solíamos discutir por naderías, cosas de muchachas que luego olvidaban y volvían a caminar del brazo.
—Mañana no tocarán las campanas por san Kilian —dijo mamá —.En un tiempo íbamos al bosque con candelas, y las primeras muchachas que llegaban veían cumplidos sus deseos.
Antes de acostarme, me dediqué a traducir unos textos. Todo va a seguir siendo como era antes, me prometí.
Al entrar al cuarto, Gitti dormía. Su pelo entre los visos de la cortina, era un haz bermejo sobre la almohada.
Mamá cortaba unos trozos de pan sobre la mesada cuando, temprano, entré a la cocina. La abuela, cubiertas las piernas con una manta, el mentón caído sobre el pecho, dormitaba en la mecedora.
Me sorprendió no ver a Gitti, siempre dispuesta para ayudar a mamá.
—Dense prisa —dijo mamá—.Dile a tu hermana que deje el baño libre, voy a asear a la abuela cuando despierte.
Quise decirle que Gitti no estaba en la cama, tampoco en el baño. Pero no pude. Un reflujo amargo me subió desde el estómago y me llenó la boca. Ella se detuvo como si le extrañara mi silencio. En ese instante, nos sobresaltaron los golpes en la puerta.
El soldado que fumaba el tabaco perfumado, sostenía en brazos, el cuerpo de Gitti.
El camisón, con manchas de sangre, asomaba debajo del abrigo, el prolijo zurcido del bolsillo a la vista. Una media cubría su pie izquierdo. Los ojos opacos, abiertos; la boca herida, como si se hubiera mordido los labios hasta desfigurarlos. El pelo corto, pegado a la frente, era una corona dorada.


LAS AMANTES SON RUBIAS, DE MARITA RODRIGUEZ-CAZAUX

CUENTOS
EDITORIAL DUNKEN (2015)
AYACUCHO 357 - CABA






La imagen de Internet que ilustra el cuento es propiedad de sus autores.
NO PERTENECE AL LIBRO.

jueves, 6 de julio de 2017

NARRATIVA


CITA  

                                                     Por Marita Rodríguez-Cazaux






Decidimos conocernos personalmente en abril, y en la Feria. Era el mejor lugar para dos personas que habían contactado en un taller de Letras por Internet.
Yo apenas sabía algunos datos imprescindibles como su nombre, pero no tenía ninguna duda sobre sus alcances literarios, por supuesto conocía qué libros formaban su biblioteca y que en ese momento mediaba “Sostiene Pereira” mechándolo con una novela de Carver, que hojeaba un poemario de Gelman y que sentía curiosidad por los versos de Huidobro.
Él también conocía mi encantamiento por la lectura de ciencia ficción y mi descaro en querer escribir algún cuentito en ese género. Siempre pensé que la palabra ciencia es impecable hasta para pronunciar, por ese seseo que enfatiza nuestro rioplatense y porque todo vocablo terminado en ciencia, me acerca a la conciencia, y yo tenía muy despierta la conciencia ficcionada. Otra palabra que me parece impecable; a saber, ¿es que existe otra cosa que no sea ficción? Ni siquiera la historia y hasta podría incluir la geografía y la astronomía, no podrá negarse que un paisaje de mundo o de cosmos es una escenografía pasada por la aduana de la imaginación de tantos como lo sueñen. Ni qué decir de las ciencias exactas, quizá la mayor ficción.
Para seguir con el tema, restaba llevar a cabo la cita a las tres de la tarde en la puerta, hacia la izquierda de la entrada, que era el lugar que elegimos para vernos por primera vez.
Dos días antes, traté de no excederme en chocolates y de caminar cuarenta cuadras, compré una chalina colorida y me corté el flequillo. Mientras me vestía para el encuentro se me ocurrió pensar en que uno de los atractivos de la Feria es “caminarla”, entonces, por las dudas, elegí un par de botas de taco mediano. 
La tarde era espléndida, ese airecito alérgico y perfumado, propio de nuestro otoño en Buenos Aires. Llegué a las tres en punto; la Feria ya presentaba el aspecto que la hace diferente a todas las ferias de libros, esa particular magia de luz y voces. 
Me quedé cerca del puesto de Informaciones, la puerta, hacia la izquierda de la entrada, que era el lugar que elegimos para vernos.
A unos pasos, un chico repartía señaladores, dos chicas con viseras que publicitaban una empresa cibernética invitaban a ver una película en una sala vidriada y una señora preguntaba a los gritos el horario de la charla sobre Yoga. 
A las tres y media, para hacer tiempo, caminé hasta el final de pasillo y me detuve en unas mesas, curioseando con la intención de descubrir un poemario de Huidobro y sorprenderlo cuando llegara. Mejor no, pensé al instante, que elija él; entonces volví a la puerta, hacia la izquierda de la entrada que era el lugar que elegimos.
Silbidos de vigorosa alegría acompañaban los aplausos que llegaban desde un rincón. Seguro un mediático, aseguré, pero los aplausos seguían y me tentó acercarme. Exponía un hombre joven sobre los recursos del género fantástico y una muchacha de voz fascinadora empezó a leer fragmentos de Tantalia y un microcuento de George Frost.
Me senté en el borde de la silla de la última fila. Lo imposible podía tocarse, lo irreal se tragaba la realidad. Impecable. 
Miré la hora, cuatro y cinco. Salí disparada a la puerta, hacia la izquierda de la entrada que era el lugar.
Una pareja mayor trataba de conformar a un nene que quería el autógrafo de Superman. Iba a decirles que a metros había dispuesto un centro de entretenimientos y libros para chicos, debieron adivinarme el pensamiento porque los tres se encaminaron hacia el pabellón infantil.
Volví a pasarme la mano por el flequillo y a mirar la hora. Cinco menos veinte. Por los altavoces anunciaron la apertura de una disertación sobre costumbrismos en la literatura. Qué bueno, pensé, allí encontraré la orientación para poder extendernos en la charla sobre García Márquez (que a los dos nos subyugaba) o para analizar El páramo en llamas. Entré.
Una mujer anotaba en un cuadernillo frases sueltas, la buena idea de apuntar las genialidades de las ponencias me obligó a sacar mi agenda. Allí escribí palabras que me parecieron orientadoras, vocablos que dejamos caer con descuido en las charlas y que luego quisiéramos volver a recordar. 
Un cafecito me vendría bien, me dije y salí hacia la cafetería. La cordialidad de la chica que me atendió, el señor que leía en la mesa contigua y me prestó una silla, los dos extranjeros que se levantaron para dejarme paso, no me sorprendió. Un café en la Feria, es otra cosa; toda la gente tiene onda. 
Volví a la puerta, hacia la izquierda de la entrada, pero un grupo entusiasmado de jóvenes, cruzó el pasillo. Hablaban entre ellos, alguien dijo ROI, y me fijé en el programa. Presentaban Letras del Face. Justamente era la hora, así que subí a la Sala Victoria Ocampo. El público colmaba la sala, muchos sacaban fotos, otros se filmaban junto al cartel anunciador del evento. Una chica alta y bonita organizaba, corría al micrófono, arreglaba los sitios de la mesa, apilaba libros a un costado. Iba y venía, sobre tacos de obelisco con una sonrisa encantadora. Dos muchachas con acento entrerriano me ofrecieron un lugarcito entre ellas. “Está buenísimo, hay gente de la capital y de las provincias”, me dijeron. 
ROI, resultó ser una iniciativa de Editorial Dunken, y Letras del Face llegaba al décimo cuarto de los volúmenes compilados por escritores argentinos, estudiantes de edición y talleristas ligados a la cultura. Esta novedad incluía narrativa y poesía en concursos absolutamente gratuitos a autores noveles, editando una antología de obras inéditas. 
No pude escapar a la calidez de los integrantes de la mesa, mucho menos a la alegría que reinaba en el auditorio. Los trabajos que leyeron los autores me decidieron, compré tres ejemplares para regalar.
Bajé hasta la puerta, hacia la izquierda de, pero nadie parecía esperarme. Ya había anochecido y la Feria resplandecía de luces. 
Volví sobre mis pasos, entré a dos o tres stands, crucé el pabellón azul compré un libro de Gelman. Paseé por el amarillo. En el verde, descubrí “Relato de un náufrago”, la brillante crónica escrita por el colombiano en 1955. Imposible resistirse. Más adelante, “El Futuro que fue” de Cáceres, recordó que el cumple de mi sobrina se avecinaba. Oportuna elección. 
Crucé el pasillo, desde un escaparate entreabierto, Benedetti me invitaba a amores con solo extender la mano. 
-¿Se lo envuelvo? -preguntó la cajera.
-Los libros no se envuelven -dijo una voz antes de que pudiera contestarle. Al girar, un hombre de pelo castaño me miraba sonriente.
-Es para regalar, todos los regalos deben envol…, -aseguré terciando.
-No creas, y mucho menos los libros de poemas. Sería como amordazarlos. Si te sobran unos minutos -invitó-, nos sentamos y lo discutimos. 
Nos sentamos bajo unas sombrillas de lona, en un patio donde el olor a asadito se mezclaba con el aroma de la tinta. En la pared de un pabellón, el reloj daba las nueve de la noche pero no se me ocurrió ni pensar en la puerta, hacia la. Por el contrario, me pareció justicia no taparle la boca a los versos, al fin las palabras son “… flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer corno piedras opacas…corno monedas gastadas, signos vivos, pañuelos de bolsillo, como zapatos usados, esperanzas y decisiones, que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia. Sabemos muy bien cuáles son esas palabras en las que se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras. Y ahí están otra vez esta noche, aquí las estamos diciendo porque debemos decirlas…”. Cortázar lo sabía, y el mayor milagro, yo también lo había descubierto. 
Era tarde cuando nos despedimos con la promesa de un nuevo encuentro, en la puerta, hacia la izquierda de la entrada. Y esta vez -la Feria por testigo-, puntualmente.


"Cuentos de Ferias"

sábado, 3 de diciembre de 2016

NARRATIVA




BAILE

Por Julio M. Scarinci *

Sube el telón al mismo tiempo que comienza la música.
 Siete compases. Los voy contando. Mi cuerpo inmóvil  aguarda.
 La posición ayuda a que pueda mirar a los espectadores, pero no los veo. Ellos sí.
Siete. Escucho la música y comienzo a moverme. Cierro los ojos. Me contraigo. La música me alcanza y  acaricia mi piel, la esquivo, pero sigue sin tocarme, se adelanta, espera. Ya no resisto, me dejo alcanzar y… se produce el encuentro. Dibujo con mis movimientos y pinto con el color de mi piel. Me quedo inmóvil. La música hace que  mi cuerpo se mueva. Me hamaco. Se  clava en mí y recorre mis venas. Me sacudo, extiendo los brazos hacia adelante; ahora  envuelve mi torso desnudo y me acuna. La dejo. Siento su abandono y la persigo. Se detiene dos silencios y se deja alcanzar. Nos abrazamos, giramos, nos separamos, extiendo los brazos en un salto,  tenso mis músculos y corremos. Nos encontramos. Calla.. La quietud  recorre todo mi ser, la música me vuelve a rodear y se desliza por mi espalda, acaricia mi nuca, inclino la cabeza. Me vuelve a dejar. Desde lejos  mide mi actitud; me enlaza el cuello. Le ofrezco mis manos y mis brazos. Se mece en ellos. Me contraigo, me acompaña, se retuerce, la acompaño y… despego.  Sostiene con suavidad mi salto y me lanza,  recibe mi cuerpo, me lleva, corremos juntos y nos elevamos. Descendemos, descendemos, nos detenemos.
Silencio. Uno, dos, tres.
Soy huracán, brisa, mar, estatua, granito.
La gente me mira. No veo. Un cerrado aplauso premia mi entrega.
Cae el telón. No veo. Una nube me va envolviendo y la paz me invade.
Camino lentamente hacia mi camarín temblando con placer por la felicidad que encontré en el escenario. Me siento frente al espejo. Con una toalla seco mi rostro y corre por mi mente todo lo vivido. Cierro los ojos y descanso. Cuando los abro me doy cuenta que ha pasado el tiempo. No sé cuanto, pero estoy solo.  Abro la ducha y siento el agua que recorre mi cuello, mi espalda y lentamente va deslizándose por todo mi cuerpo envolviéndome sensualmente como las caricias de cien manos. Escucho el golpeteo de las gotas sobre el metal de la canilla como una sinfonía que me invita al último baile. Termino. Me visto, apago la luz y camino hacia la salida pasando por el escenario. Me detengo, la sala está vacía. Sólo una luz testigo permite adivinar entre las sombras, los palcos, las butacas y los ornamentos, cuando desde uno de los palcos, me atraen unos ojos que brillan en la oscuridad. Un suspiro atraviesa mi pecho, y presiento quién es la que noche a noche asiste a mi espectáculo como si aguardara agazapada un momento especial para encontrarnos.
Me acerco y le digo:
        Veo un hilo de vida en el mar del bosque.
        Al fin lo encontraste, pero lo sepultaste apresuradamente antes que el escorpión lo incorpore a su izquierda.
         El sol estalla y me cachetea con dulzura. Quiero compartirlo con el niño que con su llanto asoma del hueco de un caracol gris, mientras una bota rompe una hoja en las nubes.
        Es fraude.
        ¿O es delirio? ¿No ves el camino que entra a la roca que humea sangre?
        Es fraude.
        Humea vida. Explota la roca y aparece un obispo comiendo el ojo de un pescado.
        Es fraude, porque tus manos tocaron cuando ya las dejó el tacto.
        Todo parece tan absurdo como una píldora violeta, pero con el delirio absurdo de éste fraude, podríamos encender un fósforo bajo el agua.
        Es fraude. Podrías si bajaras sin prontuario, sin abuelos, como piel de frío, de risa, de hippie. Esa  imagen rueda hasta la vereda, quiere gritar pero se ahoga en un pozo de risa.
        Intentemos salir del pozo mordiendo las paredes, que vas a encontrar tres pares, tres vidas, tres mundos, un espejo. Un camino.
        Encontrás poco, hay mil pares, mil vidas, mil mundos, mil espejos y un coraje.
        La noche corcovea y parece darte la espalda. Abrirse es el camino. Encima de la roca hay una pecera con una sonrisa adentro. Hagamos explotar la roca sin derramar la sonrisa.
        Fraude.
        Lady Godiva cabalga la sorpresa. Todos los intentos tratan de alcanzar el canto universal. Quizá se encuentre en cada uno y para cada uno sea diferente. Pero no discutamos más, hace varias noches que te veía en la oscuridad y siempre desaparecías, el fraude resultastes vos.
        Quise dejar que terminaras tu última función, eres mi mejor cliente. Hoy, te vienes conmigo.

Bs.Aires. 3 diciembre/2016


*Tallerista Biblioteca Carlos Sanchez Viamonte.
Coordinador del taller literario Carlos Penelas


martes, 29 de diciembre de 2015

PERIÓDICO IRREVERENTES

MAR ATROPELLADO

Por Leonardo Vinci
Gaviota
Tanto mar atropellado. Dicen que los pájaros no lloran; que las gaviotas celan el agua como si fuese el perfume de la tierra; que en la noche, ellas mantienen los cauces, adoctrinan a los astros, y forjan sobre las bigornias del cielo la mirada prematura del mundo. Pero su llanto, es lo que al vuelo las rutas del espacio sin eones, y el pedernal a los estigmas en cada uno de los infiernos del alma. Sus ojos se cierran, y viajan sin tiempo cuando la luz se aquieta; la lágrima, nunca es vista en su condición de lágrima, pero la noche toda se hace un silencio de charco. Y planean sus penumbras, como barriletes prohibidos de vidas pasadas, sobre el aire duro de troqueles y espuma, de par en par abiertas sobre las olas sus tristezas detenidas. Tanto mar atropellado que embiste y ama, voraz, con sus ojos invisibles, dejando marcas en el agua.

miércoles, 4 de noviembre de 2015




DEDICATORIAS

                                                                                    Por Marita Rodriguez-Cazaux


El libro ya está bautizado, tiene nombre. Lo tengo entre las manos, lo peso, lo huelo. Hojeo al azar, me detengo en alguna palabra. Perfecto. Que nadie lo dañe, es casi un hijo.
Pero, el destino del libro -y el de los hijos- es partir. Entonces, habrá que cederle libertades, nuevos rumbos, presentarlo en sociedad, que se atreva y halle universos de comunicación en vidrieras, anaqueles de librería, estantes de bibliotecas. Sin embargo, antes, hay un espacio entrañable que me pertenece y que tiene perfume mítico: la dedicatoria.
Frente a mí, un par de ojos expectantes. El gesto no admite dudas, quiere llevarse el libro recién dado a luz, y con las palabras que harán que, también, le pertenezca.
Abro otra vez el libro, la portadilla en blanco. Por un instante, recuerdo aquellas famosas frases de los grandes, “A Pilar, que no dejó que yo muriera” o a Abelardo asegurándole a Sylvia que hay un solo libro incesante y una sola mujer. Me cruza el pensamiento la frase lapidaria de Camilo José Cela, “a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera” y la de Walker, “A la persona más fuerte que conozco, yo”.
Los ojos enfrentados, parpadean, insisten, me atraviesan. Ayuda, necesito ayuda. Rememoro las palabras de la primera maestra en mi librito de lectura “Para la inquieta niña a quien todo asombra…”. Los ojos siguen en el mismo punto, yo, sin encontrar la palabra justa. Personalizada. Eso es, algo pensado para su inquietud, para su estatura y su tono de voz. Esencialmente personal. Otra vez, el bache, la laguna, y las palabras de Borges en círculos sobre las letras, “De Usted es este libro…”. Salto de imagen en imagen, el dueño de los ojos, se vuelve una interrogación silente.
Necesito luz, inmediata. Un disparador que me lleve al vocablo más adecuado, un término que rodee el universo de los ojos que me miran y haga que se estiren en un mohín de satisfacción.
Pienso que las obras deben revelar la intimidad del autor y que en este caso, el autor tiene que hacerlo notar no solamente en el Pórtico, sino en la dedicatoria. Los ojos me miran como si adivinaran este pensamiento, parecen de acuerdo. Yo también adivino su pensamiento, “La entrega de un libro, además de un delicado obsequio, es un elogio”.
Quizá, deba escribir como Daniel Pennac, que “estamos habitados por libros y por amigos”, porque es justamente lo que siento, ahora, lapicera en mano, apenas apoyada la muñeca derecha en la portadilla.
Sé, sin mirar, que los ojos están sobre mi mano, atisbando el ritmo, la forma de la primera letra. Oigo un suspiro suavecito, retraído, involuntario.
Sonrío, todos sonreímos al escribir una dedicatoria, es un gesto obligado porque es un acto feliz, aunque leer conlleve el milagro de alejarnos de la obligatoriedad de ser felices contra viento y marea y dejarnos ser -hacia adentro- como nos da la real gana. Nada puede otorgarnos liberación más fecunda que no sea la lectura. Lo repito y me tranquilizo, porque noto que mi voz interior está a punto de sacudir un sonido, es tan expuesto que debe compartirlo también el dueño de los ojos ensimismados en mi mano. Leer la vida, resalto en mi cabeza con el convencimiento de Umbral, leerla y de la manera más profunda.
Cierta tibieza me confirma que, sobre mi hombro, a hurtadillas, el cuerpo va acercándose y se estira, se agita, y en ese realismo fantástico que nos circunda, veo mi pulso apretar sobre la hoja la lapicera.
A vos, escribo, y le agradezco, sin él, mi libro sería un hijo huérfano. Apunto la fecha, firmo. Alargo la mano y le entrego el libro. Lo toma, lee, relee, y me mira y se le quedan los ojos como pájaros que están a punto de levantar vuelo.
Tras el abrazo, el libro, se va entre sus manos. Como los hijos, tras un sueño dirigido.

*M.R.-C. escritora y poeta argentina.
Trabajo publicado en el Face del GLA.

jueves, 30 de julio de 2015

RESEÑAS

Entrada nueva en Fernando Veglia

“La corza blanca”, de G.A. Bécquer

by fernandoveglia
2013-04-04-16-44-07
Supongo que la mayoría de los lectores conocieron a Gustavo Adolfo Bécquer en la escuela. No fui la excepción; debía leer las Leyendas. Como en el hogar no las tenía, fui a la librería. Conseguí un pequeño libro, que contenía un resumen cronológico de la vida del autor, el prólogo, cinco leyendas, una guía de trabajos prácticos –nunca la hice-, juicios críticos y, en la contratapa, un retrato pintado por su hermano, Valeriano Bécquer.
No esperé la hora de literatura para zambullirme en el librito. En ese entonces, me resultó llamativa la amarga vida de G. A. Bécquer. Huérfano a corta edad, fue acogido, junto con su hermano, por un tío. Persiguió su vocación, sufriendo privaciones y cambiando de empleo a menudo. Padeció una terrible enfermedad. En 1857 publicó, en colaboración con Juan de la Puerta, Historia de los templos de España. Muchos de sus textos aparecieron en“El contemporáneo” y “La ilustración de Madrid”. Poco tiempo después de su muerte, los amigos reunieron su obra y la publicaron con el título Obras de Gustavo A. Bécquer, dándole la gloria que la fortuna le negara en vida.
Fue un escritor posromántico. En sus textos hallé el gusto por el misterio y lo oculto, estaban presentes las pasiones, observé una naturaleza mágica y seductora y percibí un ambiente medieval.
En “Maese Pérez, el organista”, el alma del viejo organista retornaba a Santa Inés y ejecutaba su instrumento, causando pavor a los presentes. En “Los ojos verdes”, el porfiado Fernando de Argensola desatendió el consejo de Íñigo, un montero, y persiguió  al ciervo que hirió hasta la fuente de los Álamos, hasta hallar la perdición en unos bellos ojos verdes. En “La ajorca de oro”, el capricho de María Antúnez acabó con la cordura de Alfonso de Orellana; ella le pidió la ajorca de oro de la Virgen del Sagrario de la Catedral y él, ciego de amor, intentó robarla. En “El rayo de luna”, Manrique, un noble amante de la soledad, juzgó ver, a medianoche y en un paraje solitario, la blancura del traje de una dama; suponiendo que era la mujer de sus sueños, la persiguió hasta descubrir que todo había sido una mera ilusión.
“La corza blanca” me fascinó. En un lugar de Aragón, vivía un caballero llamado Dionís; había servido al rey en la guerra contra los infieles y gozaba de un merecido retiro. Cierta vez, había salido de caza acompañado por su hija, Constanza, a la que, por su blancura y hermosura, llamaban Azucena. Él y sus monteros estaban descansando cuando vieron a un pastor, llamado Esteban, y lo invitaron a contar sus extrañas aventuras. El pastor dijo que un grupo de corzas, reunidas cerca de una cañada, hablaban con voz delgada, que se habían burlado de él -llamándolo “Bruto”- y que la más bella era blanca. Dionís, Constanza y los monteros rieron a carcajadas. Garcés, un joven montero, decidió cazar la corza blanca y ofrecérsela, como prueba de amor, a Constanza. El joven recibió las burlas de su pretendida y de Dionís. Aguijoneado su orgullo y aprovechando la noche, fue a la cañada y buscó un buen lugar para disparar. El sueño lo venció hasta que unos cantos lo despertaron; supuso que era víctima de la palabrería de Esteban. Cuando las corzas atravesaron el monte y llegaron a orillas del río, buscó una mejor posición y vio un espectáculo increíble; los animales habían desaparecido y un grupo de bellísimas mujeres jugueteaban y cantaban en las aguas. Constanza estaba allí. No resistió y, de un salto, apareció entre ellas. En instantes, todo se desvaneció y las corzas huyeron hacia el monte. La blanca, la que deseaba ofrecerle a su pretendida, estaba atrapada entre unas madreselvas. Apuntó y, cuando estaba por disparar, la bestia lo forzó a desistir, hablándole con la voz de la joven. Liberada de las madreselvas, huyó riendo. Garcés, ofendido, disparó. Cuando llegó hasta la presa herida, observó a la bella Constanza, revolcándose sobre un charco de sangre.
En la clase de literatura me sentía un campeón; había leído el librito y estaba  preparado para mostrar lo que sabía.  Sin embargo, mi ánimo cayó al suelo en segundos; los libros de mis compañeros, titulados “Rimas y leyendas”, eran mucho más gordos y la profesora había comenzado la clase hablando de “El beso”. Rojo de vergüenza, pedí ayuda y, al día siguiente, regresé a la librería.

“La corza blanca” es una de las obras que componen Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), escritor español.

Fernando Veglia p/fernandoveglia