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jueves, 23 de octubre de 2014

DEDICATORIAS






El libro ya está bautizado, tiene nombre. Lo tengo entre las manos, lo peso, lo huelo. Hojeo al azar, me detengo en alguna palabra. Perfecto. Que nadie lo dañe, es casi un hijo.

Pero, el destino del libro -y el de los hijos- es partir. Entonces, habrá que cederle libertades, nuevos rumbos. Presentarlo en sociedad, que se atreva y halle universos de comunicación en vidrieras, anaqueles de librería, estantes de bibliotecas. Sin embargo, antes, hay un espacio entrañable que me pertenece y que tiene perfume mítico: la dedicatoria.

Frente a mí, un par de ojos expectantes. El gesto no admite dudas, quiere llevarse el libro recién dado a luz, y con las palabras que harán que, también, le pertenezca. 

Abro otra vez el libro, la portadilla en blanco. Por un instante, recuerdo aquellas famosas frases de los grandes, “A Pilar, que no dejó que yo muriera” o a Abelardo asegurándole a Sylvia que hay un solo libro incesante y una sola mujer. Me cruza el pensamiento la frase lapidaria de Camilo José Cela, “a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera” y la de Walker, “A la persona más fuerte que conozco, yo”. 

Los ojos enfrentados, parpadean, insisten, me atraviesan. Ayuda, necesito ayuda. Rememoro las palabras de la primera maestra en mi librito de lectura “Para la inquieta niña a quien todo asombra…”. Los ojos siguen en el mismo punto, yo, sin encontrar la palabra justa. Personalizada. Eso es, algo pensado para su inquietud, para su estatura y su tono de voz. Esencialmente personal. Otra vez, el bache, la laguna, y las palabras de Borges en círculos sobre las letras, “De Usted es este libro…”. Salto de imagen en imagen, el dueño de los ojos, se vuelve una interrogación silente.

Necesito luz, inmediata. Un disparador que me lleve al vocablo más adecuado, un término que rodee el universo de los ojos que me miran y haga que se estiren en un mohín de satisfacción.

Pienso que las obras deben revelar la intimidad del autor y que en este caso, el autor tiene que hacerlo notar no solamente en el Pórtico, sino en la dedicatoria. Los ojos me miran como si adivinaran este pensamiento, parecen de acuerdo. Yo también adivino su pensamiento, “La entrega de un libro, además de un delicado obsequio, es un elogio”.

Quizá, deba escribir como Daniel Pennac, que “estamos habitados por libros y por amigos”, porque es justamente lo que siento, ahora, lapicera en mano, apenas apoyada la muñeca derecha en la portadilla.
Sé, sin mirar, que los ojos están sobre mi mano, atisbando el ritmo, la forma de la primera letra. Oigo un suspiro suavecito, retraído,  involuntario. 

Sonrío, todos sonreímos al escribir una dedicatoria, es un gesto obligado porque es un acto feliz,
aunque leer conlleve el milagro de alejarnos de la obligatoriedad de ser felices contra viento y marea y dejarnos ser -hacia adentro-, como nos da la real gana. Nada puede otorgarnos liberación más fecunda que no sea la lectura. Lo repito y me tranquilizo, porque noto que mi voz interior está a punto de sacudir un sonido, es tan expuesto que debe compartirlo también el dueño de los ojos ensimismados en mi mano. Leer la vida, resalto en mi cabeza con el convencimiento de Umbral, leerla y de la manera más profunda.

Cierta tibieza me confirma que sobre mi hombro, a hurtadillas, el cuerpo va acercándose y se estira, se agita, y en ese realismo fantástico que nos circunda, veo mi pulso apretar sobre la hoja la lapicera.

A vos, escribo, y le agradezco; sin él, mi libro sería un hijo huérfano. Apunto la fecha, firmo. Alargo la mano y le entrego el libro. Lo toma, lee, relee, y me mira y se le quedan los ojos como pájaros que están a punto de levantar vuelo.

Tras el abrazo, el libro, se va entre sus manos. Como los hijos, tras un sueño dirigido.


                                                                 
                                                                                   Marita Rodríguez-Cazaux





Foto: DEDICATORIAS:

El libro ya está bautizado, tiene nombre. Lo tengo entre las manos, lo peso, lo huelo. Hojeo al azar, me detengo en alguna palabra. Perfecto. Que nadie lo dañe, es casi un hijo.

Pero, el destino del libro -y el de los hijos- es partir. Entonces, habrá que cederle libertades, nuevos rumbos, presentarlo en sociedad, que se atreva y halle universos de comunicación en vidrieras, anaqueles de librería, estantes de bibliotecas. Sin embargo, antes, hay un espacio entrañable que me pertenece y que tiene perfume mítico: la dedicatoria.

Frente a mí, un par de ojos expectantes. El gesto no admite dudas, quiere llevarse el libro recién dado a luz, y con las palabras que harán que, también, le pertenezca. 

Abro otra vez el libro, la portadilla en blanco. Por un instante, recuerdo aquellas famosas frases de los grandes, “A Pilar, que no dejó que yo muriera” o a Abelardo asegurándole a Sylvia que hay un solo libro incesante y una sola mujer. Me cruza el pensamiento la frase lapidaria de Camilo José Cela, “a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera” y la de Walker, “A la persona más fuerte que conozco, yo”. 

Los ojos enfrentados, parpadean, insisten, me atraviesan. Ayuda, necesito ayuda. Rememoro las palabras de la primera maestra en mi librito de lectura “Para la inquieta niña a quien todo asombra…”. Los ojos siguen en el mismo punto, yo, sin encontrar la palabra justa. Personalizada. Eso es, algo pensado para su inquietud, para su estatura y su tono de voz. Esencialmente personal. Otra vez, el bache, la laguna, y las palabras de Borges en círculos sobre las letras, “De Usted es este libro…”. Salto de imagen en imagen, el dueño de los ojos, se vuelve una interrogación silente.

Necesito luz, inmediata. Un disparador que me lleve al vocablo más adecuado, un término que rodee el universo de los ojos que me miran y haga que se estiren en un mohín de satisfacción.

Pienso que las obras deben revelar la intimidad del autor y que en este caso, el autor tiene que hacerlo notar no solamente en el Pórtico, sino en la dedicatoria. Los ojos me miran como si adivinaran este pensamiento, parecen de acuerdo. Yo también adivino su pensamiento, “La entrega de un libro, además de un delicado obsequio, es un elogio”.

Quizá, deba escribir como Daniel Pennac, que “estamos habitados por libros y por amigos”, porque es justamente lo que siento, ahora, lapicera en mano, apenas apoyada la muñeca derecha en la portadilla.
Sé, sin mirar, que los ojos están sobre mi mano, atisbando el ritmo, la forma de la primera letra. Oigo un suspiro suavecito, retraído,  involuntario. 

Sonrío, todos sonreímos al escribir una dedicatoria, es un gesto obligado porque es un acto feliz, aunque leer conlleve el milagro de alejarnos de la obligatoriedad de ser felices contra viento y marea y dejarnos ser -hacia adentro- como nos da la real gana. Nada puede otorgarnos liberación más fecunda que no sea la lectura. Lo repito y me tranquilizo, porque noto que mi voz interior está a punto de sacudir un sonido, es tan expuesto que debe compartirlo también el dueño de los ojos ensimismados en mi mano. Leer la vida, resalto en mi cabeza con el convencimiento de Umbral, leerla y de la manera más profunda.

Cierta tibieza me confirma que, sobre mi hombro, a hurtadillas, el cuerpo va acercándose y se estira, se agita, y en ese realismo fantástico que nos circunda, veo mi pulso apretar sobre la hoja la lapicera.

A vos, escribo, y le agradezco, sin él, mi libro sería un hijo huérfano. Apunto la fecha, firmo. Alargo la mano y le entrego el libro. Lo toma, lee, relee, y me mira y se le quedan los ojos como pájaros que están a punto de levantar vuelo.

Tras el abrazo, el libro, se va entre sus manos. Como los hijos, tras un sueño dirigido.

Marita Rodríguez-Cazaux



Artículo publicado por Editorial DUNKEN

domingo, 17 de agosto de 2014

RELATOS


Uno, dos, tres.

Por Fernando Veglia
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En un edificio oscuro y avejentado, recostado sobre la calle Sarmiento, estaba el estudio jurídico “Gutiérrez y Asociados”. En un pequeño ambiente, destinado a la recepción, atendía llamadas telefónicas y clientes Omar Güero, un hombre de cuarenta años, que trabajaba, hacía por lo menos dos décadas, para la adinerada familia Gutiérrez.
El estudio jurídico estaba al mando del hijo menor de don Gutiérrez, Óscar. Un muchacho, haciendo sus primeras armas en la profesión, asociado al abogado de su padre, Juan Carlos Bedart.
Los clientes no eran amables, ni cordiales, eran personas con problemas por resolver. Los había de toda clase, desesperados, violentos, llorones, irónicos. Omar Güero, con su inagotable paciencia, los contenía y comprendía. Lo que no comprendía, acostumbrado al trato respetuoso de don Gutiérrez, eran las actitudes de los abogados y, a veces, las de Óscar y Bedart.
Nueve de la mañana. Omar llegó al estudio, encendió algunas luces y el ordenador del despacho. Sonó el teléfono.
—Estudio Gutiérrez y Asociados, ¿en qué puedo ayudarle?
—Hola, buenos días, ¿está el doctor Gutiérrez?
—No se encuentra, ¿quién habla?
—El doctor Viti. ¿A qué hora llega?
—En media hora.
—Dígale que es urgente, por favor. Que me llame. ¿Tiene mis teléfonos?
—Sí, doctor. Hasta luego.
—Hasta luego.
Nueve y media de la mañana. Omar leía los titulares del periódico matutino, mientras bebía té. Sonó el teléfono.
—Estudio Gutiérrez y Asociados ¿En qué puedo ayudarle?
—¿Llegó el doctor Gutiérrez?
—No ha llegado. ¿Quién habla?
—El doctor Viti. Ayer, me dijo que llamara a las nueve. ¿Usted sabe si está en la  casa?
—No lo sé. Todavía no llegó al estudio. Seguramente está por llegar.
—Por favor, dígale que me llame. Es urgente.
—Sí, doctor. Hasta luego.
—Hasta luego.
 Diez de la mañana. Omar ordenó la agenda del día, comenzó a redactar unos escritos. Óscar Gutiérrez ingresó al estudio.
—Buen día, Omar. ¿Llamadas?
—Buen día, señor Gutiérrez. El doctor Viti llamó dos veces. Pidió que lo llamara, con suma urgencia.
—Si vuelve a llamar, dígale que no estoy.
El doctor Gutiérrez, encerrado en su despacho, comenzó a realizar llamadas.
Diez y media de la mañana. Omar estaba a punto de irse; debía realizar un depósito bancario. De pronto, el timbre del teléfono lo interrumpió.
—Estudio Gutiérrez y Asociados, ¿en qué puedo ayudarle?
—¿Llegó el doctor Gutiérrez o no me quiere atender? —preguntó Viti con fastidio e ironía.
—El doctor no ha llegado –contestó Omar con calma.
El silencio invadió la conversación telefónica.
—¡Usted me está tomando el pelo! ¿Sabe o no sabe a qué hora llega? –preguntó Viti a voz en cuello.
Omar, revestido de la concentración que envuelve a los cirujanos antes de realizar una intervención, contestó: – A las nueve y media, tenía entendido, iba a estar aquí. Pero debe estar retrasado, porque no se ha comunicado conmigo…
—¡Dígale que me llame! –Gritó Viti
La comunicación concluyó abruptamente. Omar, algo molesto, fue al banco.
Dieciséis horas. El doctor Bedart ingresó al estudio jurídico.
—Buenas tardes, Omar ¿Cómo le va?
—Bien doctor. El señor Óscar está en el despacho. El doctor Viti llamó reiteradas veces.
Bedart hizo un gesto de alarma, miró el rostro de Omar agresivamente y su color de piel lechoso mutó en el rojo intenso de una brasa, hasta que su boca expulsó fuego en un grito: –¡Me tiene que avisar al teléfono móvil!
—Señor, yo…
—Señor nada. ¿Hace cuánto que trabaja acá?
—Hace seis meses, pero permítame explicarle…
—¡No me explique nada!
Bedart dio por terminada la conversación, encerrándose en el despacho donde estaba Óscar Gutiérrez. Estalló un griterío.
Omar, con los ojos envenenados, abrió el primer cajón de su escritorio, tomó las llaves de su hogar, la billetera y una pequeña agenda. Se fue sin saludar a nadie. Su alma y su cuerpo contenían una carga de odio enorme y temía derramarla, por accidente, sobre otra persona. Necesitaba llegar a su departamento, a un refugio.
Caminar lo relajaba, no le interesaba volver a la oficina, disculparse con Óscar y Bedart o, lo que era peor, volver a escuchar al doctor Viti. Sentía amargura, le habían faltado el respeto. Concentró los pensamientos en su esposa; la sorprendería llegando temprano. Ese día, como tantos otros, necesitaba contención.
Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido. Sin decir palabra, ni siquiera pedir una explicación, entró en la sala, caminó hasta el balcón y, parándose en la baranda, gritó: “¡Gutiérrez, la madre que te parió!” Ante la sorpresa de sus dos únicos espectadores, saltó al vacío.
Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido. Corrió hacia el extraño y lo golpeó hasta que no presentó ninguna resistencia. Lo había matado. Buscó a su esposa con la mirada; hablaba por teléfono entre lágrimas y jadeos. Seguramente estaba pidiendo socorro a la policía. La derribó de un golpe, dejándola inconsciente. La arrastró hasta el balcón y la arrojó al vacío. Sólo restaba vengarse de Óscar y Bedart.
Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido. Saludó cordialmente a ambos. La mujer le presentó al marido de Anita, vecina del octavo “A”. Anita estaba en la cocina. Compartió con ellos el infortunio que lo había desequilibrado y, para su beneficio, la pareja le ofreció trabajo, con un sueldo que doblaba al que tenía.
Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido. Rompió en llanto. El amante de su esposa, aprovechando el momento de debilidad, escapó. Ella sólo atinó a abrazarlo y a explicarle lo sucedido.
Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido…
La hoja, transformándose en una pantalla, permitió que el escritor observase la situación, como quien mira un programa de televisión. Omar, el personaje, lo miró fijamente, estiró sus brazos y tapó la hoja pantalla.
El escritor, incrédulo, volvió a escribir: “Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido” La hoja volvió a transformarse en una pantalla. Omar, paralizado, miró al escritor y gritó: “¡No me hagas la vida infeliz! Estoy cansado de ser tu personaje, de tu manoseo ¿Quién te pensás que sos? ¿Cuántos malos posibles finales escribirás?
—Yo escribo el final que quiero –contestó el escritor, sorprendido y fastidiado.
—¡No! Vos vas a escribir el final que yo quiera. Mi esposa está esperándome, desea consolarme, amarme. El hijo de don Gutiérrez, Óscar, muere. Mátalo como quieras. Recibo, de parte de don Gutiérrez, una generosa donación. Bedart y Viti mueren infartados o del peor modo posible…
—Me niego a escribir ese final, es pésimo… Tú eres mi capricho…
—¡Vete al diablo! –Gritó Omar.
—Claro, sí…  –contestó el escritor, enfurecido y a punto de destruir la hoja haciéndola un bollo.
—¿Me querés matar? ¡Asesino!
Omar extrajo un revolver de su cintura y, sin dudarlo, disparó.
En una habitación solitaria, un cadáver tapizaba el suelo y una hoja continuaba descansando sobre un escritorio; en los cuatro renglones finales, podía leerse: “Estimado lector, escribe Omar Güero, esta narración ha finalizado. Ha sido una ficción demencial con rasgos de realismo. Todo lo que puede ser y no ser, expresión de algo es”.


Relato incluido en el libro Líneas (Ed. de los Cuatro Vientos, 2005)
publicado en fernandoveglia 
Al Autor  pertenecen todos los derechos y atribuciones.

domingo, 6 de julio de 2014

RELATO

 

Joven caballero

by fernandoveglia
2013-03-16-22-18-33
         
Bla, ble, bli, blo, blu, ¡Bla! ¡Blablá! Hace mucho, mucho tiempo, conocí una doncella. Desde la almena de la torre en la que estaba prisionera me gritó: “Caballero, los hombres hacen de las palabras que conocen sus inexpugnables castillos”. Sorprendido por aquella declaración, grité: “No se preocupe hermosa doncella, he venido a liberarla”. Desmonté, me quité la pesada armadura y escalé la torre dificultosamente. La doncella no estaba contenta de mi heroica acción, miraba mis ojos con odio de huérfana. Desconcertado pregunté: “¿Qué pasa? En tus ojos sólo veo odio. Arriesgué mi vida escalando esta torre ¿Acaso no deseabas ser rescatada? ¿No eres víctima de un hechizo? ¿Prisionera de un dragón?” Con más odio me miró, dijo enfurecida: “Acaso no has escuchado lo que he dicho. No estoy en esta torre para ser rescatada. La he levantado con mis palabras, desde aquí veo el mundo sin necesidad de viajar en todas direcciones” No respondí; avergonzado, herido en el orgullo, me fui.
Cabalgué largas horas a través de un hermoso valle, los margaritones alegraban mis ojos y el cielo mostraba su mejor rostro. “Buena señal”, me dije. Era un joven caballero, el desaire de una doncella no desanimaría fácilmente mi férrea voluntad. Abandoné el frustrante episodio en el laberinto de la memoria, y juré acudir al primer pedido de socorro sin vacilar.
Un poderoso castillo, clavado en la cima de una colina, invitábame a probar mi valentía. El puente levadizo estaba bajo, las inmensas puertas de madera abiertas de par en par, un enorme foso vacío rodeaba la construcción. Nadie me recibió, ni anunció mi llegada. Deduje que el lugar estaba abandonado a causa de una peste, o de una invasión enemiga.
Desmonté en el patio principal, dispuesto a explorar cada dependencia a pie, pero un grito misterioso me obligó a desenfundar la espada: “¿Quién eres?” “Soy un caballero que ha jurado hacer el bien. ¿Tú quién eres?”, pregunté. Las puertas del establo crujieron al abrirse lentamente. Un hombre, de un metro cincuenta de estatura, pelirrojo, barbudo y vestido con una capa que envolvía todo su cuerpo, me sorprendió, exigiendo: “Inclínate ante el rey de Yolosé”. No cuestioné su pedido, arrodillado ante el pequeño hombre, besé su mano.
―¿Qué ha pasado con tu reino? ― pregunté.
― Este es mi reino ¿No lo ves? Lo he construido con mis propias palabras, desde los cimientos…
― Pero no hay súbditos, juglares, nobles… ¿Y tu reina?
― Mi reina vive en su castillo. No necesito súbditos, nobles, ni juglares. No necesito sus palabras…
― No entiendo ¿Qué valor puede tener tu palabra si no la compartes con nadie? Eres el rey de un reino muerto…
― Joven caballero… mi reina, los nobles, los súbditos y los juglares han construido sus moradas… algunos tienen castillos y otros humildes casas. Todo depende de las palabras ―contestó con impaciencia.
― Comprendo…  pero eso no explica la soledad de este reino…
― ¡Tras los muros de nuestras palabras juzgamos el mundo! ―respondió con fastidio y señaló la puerta, invitándome a salir de su castillo.
Me fui sin saludar, pensando en no regresar jamás. Una doncella que no quería ser rescatada, un rey sin reina, ni reino. Era demasiado. Sentencié porfiadamente que el día no culminaría sin que yo, Pedro Della Cabeza, realizara una buena acción.
El camino de la montaña era estrecho y tortuoso, cuando llegué al llano agradecí la fidelidad de mi caballo, ambos necesitábamos descansar. Caminé entre los inmensos robles de un bosque interminable, hasta que vi las chozas de lo que parecía un mísero poblado. Supuse que era acosado por un recaudador de impuestos. Me presenté ante el primer hombre que crucé, le propuse me diera albergue y alimento a cambio de mis servicios. Todos los habitantes del lugar me rodearon; el jefe, un hombre robusto, de rulos negros como el carbón y mirada bondadosa, me dijo:
― No te necesitamos, caballero.
― ¿Por qué? Están vestidos con harapos, sus chozas son de paja. Este pueblo parece una aldea bárbara…
― Lo que ves es lo que hemos podido construir, el recaudador de impuestos nos quita demasiado oro por pocas…
― Pídeme que haga justicia y le cortaré la cabeza, con el oro que ahorrarán levantarán una ciudad…
― No, joven caballero. Eso sería una locura, el recaudador a cambio del oro nos da las palabras, con las cuales construimos nuestros hogares. Somos ignorantes, si lo matas ¿Quién nos dará palabras? ¿Tú? Otro recaudador vendrá…
― Pídeme que lo castigue para que el pago sea justo…
― Entonces, cuando te vayas, nos dará palabras vulgares, condenándonos a la ignorancia. Vete, caballero; no hay lugar para ti…
Al borde de la ira, caminé hasta un claro del bosque y encendí una fogata. Enterré la pesada armadura al pie de un roble. Quité todas las ataduras a mi fiel caballo y lo liberé dándole un chirlo en las ancas. En el centro del claro, señalé el cielo con la espada y la clavé en el suelo, gritando: “Me has engañado, ¿de qué sirve ser un caballero errante, que por obra debe hacer el bien, si no hay doncellas que rescatar, reinos que salvar o campesinos que ayudar?”. Lloré abrazado a mi espada y una lágrima corrió por su afilada hoja hasta sumergirse en la tierra herida.
De la herida nació una dama blanca como la nieve, de rostro calmo y mirada celeste, desenterró la espada y dijo: “Joven caballero, nadie te ha engañado, toma esta flauta, ve de reino en reino, recitando los versos que tu corazón manda y verás cómo, en poco tiempo, logras hacer el bien sin tu espada”.
Así fue: rescaté bellas doncellas de sus palabras, regalé cuanta palabra pude a los campesinos de todos los feudos, las distancias de un reino a otro se acortaron con mis versos y hasta los prejuicios huyeron.
                                                                                     * * *


Relato incluido en el libro Líneas 
Editorial de los Cuatro Vientos, (2005)
publicado por fernandoveglia /