viernes, 21 de junio de 2019



EL PÁJARO



Los jueves, en casa de Laura, organizábamos un taller de lectura que remataba con comentarios sobre el texto. Para aquella tarde habíamos concertado leer alguno de los cuentos de Di Benedetto, pero, Laura tenía un compromiso de último momento y postergaba el encuentro. Decidimos llevarlo a cabo en un barcito de Boedo, a pasos del subte para comodidad de todos.

La tarde cerraba con garúa y ese aire húmedo que despeina recuerdos, días en que nadie puede, detrás de cristales de niebla, escaparle al gesto de entrecerrar los ojos, como queriendo mirar hacia adentro.

Al entrar, el café desguazaba las voces propias que tienen los bares porteños. Mal que le pese a muchos, en esta ciudad que el escritor mendocino minimizó por orgullo provinciano y donde el destino impuso que falleciera, los bares invitan a internarse en la bohemia solitaria que manda leer un libro sobre una mesa que, siempre, tiene una pata más corta para desacompasar la inercia del pensamiento.

Alfredo ya estaba sentado a la mesita del rincón. Al verme, hizo una seña, un ademán acompañado de disimulado pudor. Enseguida, llegaron Pilar y Román. O Román y Pilar, porque no parecen habituarse a ser ellos mismos sin la sombra del otro, pegados como un género reversible.

—¿Qué tal, vos más vos?— les dijo Alfredo; ellos, acostumbrados a sus bromas ni le contestaron.

Cuando el mozo traía cuatro pocillos de café, entró Juan. Resulta imprescindible que el mozo disponga los pocillos en la bandeja para que Juan llegue, hemos hecho la prueba. Como siempre, cruzó el salón, apurado, sin aliento, dejó el libro sobre la mesa y se quitó la campera.

—Hermosa sonrisa —dijo Pilar, mirando la tapa. Acercó la mano y pasó los dedos sobre la foto en blanco y negro. Los ojos oscuros, la barba canosa, la boina.

—Media sonrisa —rectificó Juan. Ella hizo un mohín incómodo.

—Dejate de corregir. Te creés el más avispado —lo atacó Román.

—Ya salió el “salva novia” —lo retó Juan impostando la voz.

—Debíamos haberlo leído mucho antes —sentenció Alfredo. Ninguna novedad, Alfredo siempre opina que vamos con retardo, como si él aportara innovaciones.

—Yo lo leí, y vos también —le apuntó Juan que tiene la memoria detenida en aquella época de Filosofía y Letras .—Acordate, hicimos una monografía con el flaquito Ayala, el que tuvo que rajarse.

Juan es un ensayista talentoso, tiene la milagrosa suerte de vivir de la literatura. Su léxico es agudo, tanto, que acierta cabalmente al describir las acciones y los tiempos porque Ayala, en verdad, se fue rajando. La imagen del amigo, su destierro, la tortura, el infortunio de la pérdida, nos llevó otra vez al escritor exiliado.

Pilar tomó el volumen y lo abrió al azar, “Mariposas de Koch” leyó con su voz menuda, de chica rubia.

—Empiezo —dijo alargando la última letra para que pareciera una pregunta. Pilar logra sutilmente que un mandato, una aseveración, aparenten ser subordinada pregunta.

Dicen que escupo sangre, y que pronto moriré. ¡No! ¡No! Son mariposas, mariposas rojas. Veréis. Yo veía a mi burro mascar margaritas y se me antojaba que esa placidez de vida, esa serenidad de espíritu que le rebasaba los ojos era obra de las cándidas flores. Un día quise comer, como él, una margarita. Tendí la mano y en ese momento …—Servime agua —le pidió a Román, y siguió con la lectura.

El cuento fue cerrando un nudo cada vez más apretado. No pude escapar a la imagen del protagonista, su aliento húmedo, repugnante. El olor que despedía su pelo, la ropa. Alfredo sacudió una pelusita del sueter, me pareció que lo hacía con asco, un gesto que tapa otro, pensé mientras la motita verde se balanceaba hasta caer.

—… ciegas, las pobrecitas. Punto final —dijo Pilar. Reclinó los hombros sobre el respaldo de la silla. Juan se quitó los anteojos y volvió a ponérselos.

Callados, se me ocurre ahora que debimos pensar lo mismo, pensamos en aquella mancha roja, pegajosa, que latía en el suelo, aún tibia. Recordé la voz de mi padre diciendo que la guerra era una escupida sepia que volvía sepia a la gente, los árboles, la lluvia, el aire. Al fin, siempre se recuerdan las cosas por un color, afirmaba.

—Léelo otra vez, Pilar —pidió Juan. Noté que Román se estremecía. Pilar volvió sobre las palabras, esta vez su acento tembló dos o tres veces y tropezó en la palabra escupitajos.

Así es como han empezado a aparecer estas mariposas teñidas en lo hondo de mi corazón, que vosotros, equivocadamente, llamáis escupitajos de sangre. Como véis, no lo son, siendo, puramente, leía Pilar, la cara sombreada por la luz de una tulipa de pared. Cuando llegó al final, cerró el libro.

—Pobrecitas …, pobrecitas las mariposas. ¿Te das cuenta? —dijo Juan y me miró —Está obligándonos a sentir lástima por ellas.

—O quiere desviar la lástima —dijo Román —, que ignoremos la proximidad de la muerte, y distrae su propio cuerpo del estertor, la respiración raída, de esa punzada a traición. Quiere que no sepamos del zumbido en los oídos que detona en la almohada cuando, boca arriba, somos un único ojo que mira el cielorraso. Y lo trágico, más que la muerte, la necesidad de inventar mariposas, de volverse loco para morir sin aparentarlo ante la mirada escrutadora, morbosa de los otros.

—Dejate de ver visiones, cortó Alfredo —. Acá la cosa es que el tipo está loco, ¿entendés?, loco total y se pianta creyendo que sus escupidas son mariposas.

—Se las come, igual que se come las flores —dijo Pilar, como si lo que había leído estuviera todavía en su boca como un bocado sin tragar. Noté que el mentón le temblaba y los labios se contraían como si reprimiera un reflujo. Román le acarició la nuca, luego apoyó la mano sobre la de ella.

En la vereda, las luces de neón afilaban los cuerpos. Al llegar a la esquina nos despedimos. Pilar y Román bajaron las escaleras del subte. Juan y yo esperamos a que Alfredo sacara el auto del garaje. Lo vimos doblar en la primera calle, seguimos caminando juntos hasta la esquina de Chile.

—Nos hablamos —dije, y él repitió lo mismo, o algo parecido, no sé.

El jueves siguiente nos reunimos en casa de Laura, leímos un cuento de Marosa Di Giorgio, seguimos la rutina, nos despedidos de la misma manera que siempre. Finalizado el invierno tuve un viaje de trabajo y abandoné el taller hasta el regreso de las vacaciones. Cada tanto hablaba con Juan, sabía que Alfredo había logrado una beca, y que Pilar y Román rentaban una chacrita. Tuvo que llegar abril para encontrarnos nuevamente.

—Cambiaste las cortinas Laura, qué lindas —dije cuando entré. Juan se levantó a saludarme.

—Llegaste temprano… Así me gusta, que empieces el año con buena letra. Él hizo un ademán pícaro —.Siempre el mismo payaso —me reí y me senté junto a Laura.

Sonó el portero eléctrico, Alfredo avisaba que alguien le había abierto, quizá el encargado, y subía directamente. Saludó amable, pero lo noté esquivo. Los chistes que siempre hacíamos al encontrarnos no tuvieron respuesta, se ubicó de costado, cerca de la cabecera de la mesa.

—Tengo que contarles algo —dijo—, murió Román. Me llamó el hermano hace unas semanas. En enero tuvo un ataque, finalmente se complicó.

No sabíamos que Román estaba enfermo, ninguno de nosotros lo hubiese imaginado; en las reuniones del taller, se mostraba sereno, afable, siempre pendiente de Pilar y Pilar de él. Los dos, dentro de un mundo que los demás apenas percibíamos.

Pasado un momento, Laura encendió una lámpara, la luz dividió la habitación en dos, aproximé la silla a la izquierda donde podía ver mejor las letras del texto. A la hora, coincidimos en irnos; en el ascensor, no dijimos palabra.

Seguimos asistiendo al taller, generalmente leía yo, o Laura, pero no era lo mismo, la voz de Pilar tenía un color especial. A la salida, varias veces me prometí, “es la última vez, no vuelvo más”, pero, llegaba el jueves y volvía.

Así pasaron los meses, diciembre iba promediando y era hora de despedirnos hasta el año próximo. Las Fiestas alborotaban las calles, los comercios. Supuse que un libro era un buen regalo para despedir el año en el taller; sabía el gusto de cada uno, no podía equivocarme al elegir. Aproveché el tiempo libre del almuerzo y me llegué hasta la librería.

Había elegido una novela para Juan y un poemario para Alfredo, faltaba encontrar algún libro de Huidobro, el preferido de Laura. Iba recorriendo los anaqueles, cuando la vi. Estaba de espaldas, pero reconocí el pelo rubio, los hombros delgados.

No me acerco, pensé, quizá hasta se moleste si la saludo, pero en ese momento giró hacia el costado y quedamos enfrentadas. Al verme, se acercó con naturalidad; yo tenía entre las manos los libros y la cartera, entonces ella, rodeándome, me abrazó levemente.

—Si estás comprando te espero —dijo.

—Tengo que pagar —contesté y tomé, del estante más cercano, un libro al azar. En la caja pagué, recogí las bolsas transparentes con los libros. Salimos hacia la calle; unos adornos plásticos colgaban de los cables del alumbrado.

—Quería decirte…—se interrumpió como si se arrepintiera de una confidencia —.Estaba enferma cuando empecé el taller, una molestia me había llevado al médico. Agazapado, el mal ya se extendía por mi cuerpo. Al conocer a Román no quise decírselo, más tarde, no pude ocultarlo. Al principio supusimos que era una equivocación, confusiones, errores en los estudios. Luego, no quedaron dudas.

La mirada de Pilar se me antojó clavada en imágenes que no podía describir.

—¿Cómo puede ser que sea más alto, más ancho que mi propio cuerpo?, le preguntaba mirándome al espejo. Creo que fueron esas palabras las que lo tentaron a sentirse tan enfermo como yo.

Quise encontrar alguna de esas frases que, creemos, pueden servir para volver sereno un dolor salvaje. No se me ocurrió ninguna.

—Siento picotazos por dentro, le dije una noche en la que el dolor me doblaba, replegándome sobre el vientre. Es el pájaro, afirmó, pero te beso y me lo trago. ¿Viste qué fácil? Ya no te volverá a despellejar. Y me besaba, una y otra vez, hasta que el dolor iba desapareciendo. Con el tratamiento, fui recuperando el ánimo, me sentía más fuerte. Él, sin embargo, apenas…

—Dejalo, Pilar, mejor no volver atrás —la detuve.

—Ya es atrás.

Bajó la cara, el flequillo rubio, liso, le ocultó los ojos.

—Hace unos meses tuvo un ataque, se descompensó, lo internaron. En la misma noche se agravó. Siempre suponemos que aquello que no tiene explicación le pasa a los demás, para nosotros el destino jamás es inexplicable —dijo Pilar.

—Es tarde, mejor te acompaño —sugerí.

Caminamos hasta la avenida. Detuvo un taxi, nos apuramos a abrazarnos. Antes de subir al auto, un estertor le movió el pecho. Tosió, con la lengua limpió el hilo traslúcido sobre los labios.

Me miró como si una neblina nos separara.

—El pájaro—me dijo en el mismo tono que le era propio —. Qué haré para que vuelva.



***

M.R.-C.
Las amantes son rubias
Cuentos (2106)
EDITORIAL DUNKEN





martes, 18 de junio de 2019

ARTÍCULOS SOBRE POESÍA


                                                       Conferencia de Jorge Luis Borges
                                       (Fragmento)

"El panteísta irlandés Escoto Erígena dijo que la Sagrada Escritura encierra un número infinito de sentidos y la comparó con el plumaje tornasolado del pavo real. Siglos después un cabalista español dijo que Dios hizo la Escri­tura para cada uno de los hombres de Israel y por consi­guiente hay tantas Biblias como lectores de la Biblia. Lo cual puede admitirse si pensamos que es autor de la Biblia y del destino de cada uno de sus lectores. Cabe pensar que estas dos sentencias, la del plumaje tornasolado del pavo real de Escoto Erígena, y la de tantas Escrituras como lectores del cabalista español, son dos pruebas, de la ima­ginación celta la primera y de la imaginación oriental la segunda. Pero me atrevo a decir que son exactas, no sólo en lo referente a la Escritura sino en lo referente a cual­quier libro digno de ser releído.

Emerson dijo que una biblioteca es un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados. Despiertan cuan­do los llamamos; mientras no abrimos un libro, ese libro, literalmente, geométricamente, es un volumen, una cosa entre las cosas. Cuando lo abrimos, cuando el libro da con su lector, ocurre el hecho estético. Y aun para el mismo lector el mismo libro cambia, cabe agregar, ya que cam­biamos, ya que somos (para volver a mi cita predilecta) el río de Heráclito, quien dijo que el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el de mañana. Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura de un libro, que cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto. También el texto es el cambiante río de Heráclito.

Esto puede llevarnos a la doctrina de Croce, que no sé si es la más profunda pero sí la menos perjudicial: la idea de que la literatura es expresión. Lo que nos lleva a la otra doctrina de Croce, que suele olvidarse: si la literatura es expresión, la literatura está hecha de palabras y el len­guaje es también un fenómeno estético. Esto es algo que nos cuesta admitir: el concepto de que el lenguaje es un hecho estético. Casi nadie profesa la doctrina de Croce y todos la aplican continuamente.

Decimos que el español es un idioma sonoro, que el in­glés es un idioma de sonidos variados, que el latín tiene una dignidad singular a la que aspiran todos los idiomas que vinieron después: aplicamos a los idiomas categorías estéticas. Erróneamente, se supone que el lenguaje corres­ponde a la realidad, a esa cosa tan misteriosa que llamamos realidad. La verdad es que el lenguaje es otra cosa.

Pensemos en una cosa amarilla, resplandeciente, cam­biante; esa cosa es a veces en el cielo, circular; otras veces tiene la forma de un arco, otras veces crece y decrece. Alguien —pero no sabremos nunca el nombre de ese al­guien—, nuestro antepasado, nuestro común antepasado, le dio a esa cosa el nombre de luna, distinto en distintos idiomas y diversamente feliz. Yo diría que la voz griega Selene es demasiado compleja para la luna, que la voz in­glesa moon tiene algo pausado, algo que obliga a la voz a la lentitud que conviene a la luna, que se parece a la luna, porque es casi circular, casi empieza con la misma letra con que termina. En cuanto a la palabra luna, esa hermosa palabra que hemos heredado del latín, esa her­mosa palabra que es común al italiano, consta de dos sí­labas, de dos piezas, lo cual, acaso, es demasiado. Tenemos lua, en portugués, que parece menos feliz; y lune, en fran­cés, que tiene algo de misterioso.

Ya que estamos hablando en castellano, elijamos la pa­labra luna. Pensemos que alguien, alguna vez, inventó la palabra luna. Sin duda, la primera invención sería muy distinta. ¿Por qué no detenernos en el primer hombre que dijo la palabra luna con ese sonido o con otro?.

Hay una metáfora que he tenido ocasión de citar más de una vez (perdónenme la monotonía, pero mi memoria es una vieja memoria de setenta y tantos años), aquella metáfora persa que dice que la luna es el espejo del tiempo. En la sentencia “espejo del tiempo” está la fragilidad de la luna y la eternidad también. Está esa contradic­ción de la luna, tan casi traslúcida, tan casi nada, pero cuya medida es la eternidad.

En alemán, la voz luna es masculina. Así Nietzsche pudo decir que la luna es un monje que mira envidiosamente a la tierra, o un gato, Kater, que pisa tapices de estrellas. También los géneros gramaticales influyen en la poesía.

Decir luna o decir “espejo del tiempo” son dos hechos estéticos, salvo que la segunda es una obra de segundo grado, porque “espejo del tiempo” está hecha de dos uni­dades y “luna” nos da quizá aun más eficazmente la pala­bra, el concepto de la luna. Cada palabra es una obra poética.

Se supone que la prosa está más cerca de la realidad que la poesía. Entiendo que es un error. Hay un concep­to que se atribuye al cuentista Horacio Quiroga, en el que dice que si un viento frío sopla del lado del río, hay que escribir simplemente: un viento frío sopla del lado del río. Quiroga, si es que dijo esto, parece haber olvidado que esa construcción es algo tan lejano de la realidad como el viento frío que sopla del lado del río. ¿Qué percepción tenemos? Sentimos el aire que se mueve, lo llamamos vien­to; sentimos que ese viento viene de cierto rumbo, del lado del río. Y con todo esto formamos algo tan complejo como un poema de Góngora o como una sentencia de Joyce. Volvamos a la frase “el viento que sopla del lado del río”. Creamos un sujeto: viento; un verbo: que sopla; en una ­circunstancia real: del lado del río. Todo esto está lejos de la realidad; la realidad es algo más simple. Esa frase aparentemente prosaica, deliberadamente prosaica y común elegida por Quiroga es una frase complicada, es una estructura.

Tomemos el famoso verso de Carducci “el silencio verde de los campos”. Podemos pensar que se trata de un error, que Carducci ha cambiado el sitio del epíteto; debió haber escrito “el silencio de los verdes campos”. Astuta o retóricamente lo mudó y habló del verde silencio de los campos. Vayamos a la percepción de la realidad. ¿Qué es nuestra percepción? Sentimos varias cosas a un tiempo. (La palabra cosa es demasiado sustantiva, quizá.) Sen­timos el campo, la vasta presencia del campo, sentimos el verdor y el silencio. Ya el hecho de que haya una palabra para silencio es una creación estética. Porque silencio se aplicó a personas, una persona está silenciosa o una cam­paña está silenciosa. Aplicar “silencio” a la circunstancia de que no haya ruido en el campo, ya es una operación esté­tica, que sin duda fue audaz en su tiempo. Cuando Car­ducci dice “el silencio verde de los campos” está diciendo algo que está tan cerca y tan lejos de la realidad inme­diata como si dijera “el silencio de los verdes campos”

Tenemos otro ejemplo famoso de hipálage, aquel insu­perado verso de Virgilio Ibant obscuri sola sub nocte per umbram, “iban oscuros bajo la solitaria noche por la som­bra”. Dejemos el per umbram que redondea el verso y to­memos “iban oscuros [Eneas y la Sibila] bajo la solitaria noche” (“solitaria” tiene más fuerza en latín porque viene antes de sub). Podríamos pensar que se ha cambiado el lugar de las palabras, porque lo natural hubiera sido decir “iban solitarios bajo la oscura noche”. Sin embargo, trate­mos de recrear esa imagen, pensemos en Eneas y en la Sibila y veremos que está tan cerca de nuestra imagen decir “iban oscuros bajo la solitaria noche” como decir “iban solitarios bajo la oscura noche”.

El lenguaje es una creación estética. Creo que no hay ninguna duda de ello, y una prueba es que cuando estu­diamos un idioma, cuando estamos obligados a ver las pa­labras de cerca, las sentimos hermosas o no. Al estudiar un idioma, uno ve las palabras con lupa, piensa esta palabra es fea, ésta es linda, ésta es pesada. Ello no ocurre con la lengua materna, donde las palabras no nos parecen ais­ladas del discurso.

La poesía, dice Croce, es expresión si un verso es expre­sión, si cada una de las partes de que el verso está hecho, cada una de las palabras, es expresiva en sí misma. Ustedes dirán que es algo muy trillado, algo que todos saben. Pero no sé si lo sabemos; creo que lo sentimos por sabido porque es cierto. El hecho es que la poesía no son los libros en la biblioteca, no son los libros del gabinete mágico de Emerson.

La poesía es el encuentro del lector con el libro, el descubrimiento del libro. Hay otra experiencia estética que es el momento, muy extraño también, en el cual el poeta concibe la obra, en el cual va descubriendo o inventando la obra. Según se sabe, en latín las palabras “inventar” y “descubrir” son sinónimas. Todo esto está de acuerdo con la doctrina platónica, cuando dice que inventar, que des­cubrir, es recordar. Francis Bacon agrega que si aprender es recordar, ignorar es saber olvidar; ya todo está, sólo nos falta verlo.

Cuando yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Parto de un concepto general; sé más o menos el principio y el fin, y luego voy descubriendo las partes intermedias; pero no tengo la sensación de inventar­as, no tengo la sensación de que dependan de mi arbitrio; las cosas son así. Son así, pero están escondidas y mi deber de poeta es encontrarlas.

Bradley dijo que uno de los efectos de la poesía debe ser darnos la impresión, no de descubrir algo nuevo, sino de recordar algo olvidado. Cuando leemos un buen poema pensamos que también nosotros hubiéramos podido escri­birlo; que ese poema preexistía en nosotros. Esto nos lleva a la definición platónica de la poesía: esa cosa liviana, alada y sagrada. Como definición es falible, ya que esa cosa liviana, alada y sagrada podría ser la música (salvo que la poesía es una forma de música). Platón ha hecho algo muy superior a definir la poesía: nos da un ejemplo de poesía. Podemos llegar al concepto de que la poesía es la experiencia estética: algo así como una revolución en la enseñanza de la poesía.

He sido profesor de literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y he tratado de prescindir en lo posible de la historia de la literatura. Cuando mis estudiantes me pedían bibliografía yo les decía: “no importa la bibliografía; al fin de todo, Shakespeare no supo nada de bibliografía shakespiriana”. Johnson no pudo prever los libros que se escribirían sobre él. “¿Por qué no estudian directamente los textos? Si estos textos les agradan, bien; y si no les agradan, déjenlos, ya que la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda tanto valdría hablar de felicidad obligatoria. Creo que la poesía es algo que se siente, y si ustedes no sienten la poesía, si no tienen sentimiento de belleza, si un relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, el autor no ha es­crito para ustedes. Déjenlo de lado, que la literatura es bastante rica para ofrecerles algún autor digno de su aten­ción, o indigno hoy de su atención y que leerán mañana”.

Así he enseñado, ateniéndome al hecho estético, que no requiere ser definido. El hecho estético es algo tan evi­dente, tan inmediato, tan indefinible como el amor, el sabor de la fruta, el agua. Sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o una bahía. Si la sentimos inmediatamente, ¿a qué diluirla en otras palabras, que sin duda serán más débiles que nuestros sentimientos?

Hay personas que sienten escasamente la poesía; gene­ralmente se dedican a enseñarla. Yo creo sentir la poesía y creo no haberla enseñado; no he enseñado el amor de tal texto, de tal otro: he enseñado a mis estudiantes a que quieran la literatura, a que vean en la literatura una forma de felicidad. Soy casi incapaz de pensamiento abstracto, ustedes habrán notado que estoy continuamente apoyándo­me en citas y recuerdos. Mejor que hablar abstractamente de poesía, que es una forma del tedio o de la haraganería, podríamos tomar dos textos en castellano y examinarlos.

Elijo dos textos muy conocidos porque ya he dicho que mi memoria es falible y prefiero un texto que ya está, que ya preexiste en la memoria de ustedes. Vamos a considerar aquel famoso soneto de Quevedo, escrito a la memoria de don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna. Lo repetiré lentamente y luego volveremos a él, verso por verso

Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna.

Lloraron sus invidias una a una
con las propias naciones las extrañas;
su tumba son de Flandres las campañas,
y su epitafio la sangrienta Luna.

En sus exequias encendió al Vesubio
Parténope y Trinacria al Mongibelo;
el llanto militar creció en diluvio.

Dióle el mejor lugar Marte en su cielo;
la Mosa, el Rhin, el Tajo y el Danubio
murmuran con dolor su desconsuelo.

Lo primero que observo es que se trata de un alegato jurídico. El poeta quiere defender la memoria del duque de Osuna, que según él dice en otro poema “murió en prisión y muerto estuvo preso”.

El poeta dice que España debe grandes servicios milita­res al duque y que le ha pagado con la cárcel. Estas razones carecen de todo valor, ya que no hay razón alguna para que un héroe no sea culpable o para que un héroe no sea castigado. Sin embargo,

Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna,

es un momento demagógico. Conste que no estoy hablando a favor ni en contra del soneto, estoy tratando de ana­lizarlo.

Lloraron sus invidias una a una
con las propias naciones las extrañas.

Estos dos versos no tienen mayor resonancia poética; fueron puestos por la necesidad de elaborar un soneto: están, además, las necesidades de la rima. Quevedo seguía la difícil forma del soneto italiano que exige cuatro rimas. Shakespeare siguió la más fácil del soneto isabelino, que exige dos. Agrega Quevedo:

su tumba son de Flandres las campañas,
y su epitafio la sangrienta Luna.

Aquí está lo esencial. Estos versos deben su riqueza a su ambigüedad. Recuerdo muchas discusiones sobre la inter­pretación de estos versos. ¿Qué significa “su tumba son de Flandres las campañas”? Podemos pensar en los campos de Flandres, en las campañas militares que libró el duque. “Y su epitafio la sangrienta Luna” es uno de los versos más memorables de la lengua española. ¿Qué significa? Pensamos en la luna sangrienta que figura en el Apocalip­sis, pensamos en la luna debidamente roja sobre el campo de batalla, pero hay otro soneto de Quevedo, dedicado también al duque de Osuna, en el cual dice: “a las lunas de Tracia con sangriento / eclipse ya rubrica tu jornada”. Quevedo habrá pensado, en principio, el pabellón otoma­no; la sangrienta luna habrá sido la medialuna roja. Creo que todos estaremos de acuerdo en no descartar ninguno de los sentidos; no vamos a decir que Quevedo se refirió a las jornadas militares, a la foja de servicios del duque o a la campaña de Flandres, o a la luna sangrienta sobre el campo de batalla, o a la bandera turca. Quevedo no dejó de percibir los diversos sentidos. Los versos son felices por­que son ambiguos.

Luego:

En sus exequias encendió al Vesubio
Parténope y Trinacria al Mongibelo.

O sea que al Vesubio lo encendió Nápoles y Sicilia al Etna. Qué raro que haya puesto estos nombres antiguos que parecen alejar todo de los nombres tan ilustres de entonces. Y

el llanto militar creció en diluvio.

Aquí tenemos otra prueba de que una cosa es la poesía y otra el sentir racional; la imagen de los soldados que lloran hasta producir un diluvio es notoriamente absurda. No lo es el verso, que tiene sus leyes. El “llanto militar”, sobre todo militar, es sorprendente. Militar es un adjetivo asombroso aplicado al llanto.

Luego;

Dióle el mejor lugar Marte en su cielo.

Tampoco, lógicamente, podemos justificarlo; no tiene sentido alguno pensar que Marte alojó al duque de Osuna junto a César. La frase existe por virtud del hipérbaton.

Es la piedra de toque de la poesía: el verso existe más allá del sentido.

la Mosa, el Rhin, el Tajo y el Danubio
murmuran con dolor su desconsuelo.

Yo diría que estos versos que me han impresionado durante años son, sin embargo, esencialmente falsos. Que­vedo se dejó arrastrar por la idea de un héroe llorado por la geografía de sus campañas y por ríos ilustres. Sentimos que sigue falsa; hubiera sido más verdadero decir la ver­dad, decir lo que dijo Wordsworth, por ejemplo, al cabo pie aquel soneto en que ataca a Douglas por haber hecho talar una selva. Y dice, sí, que fue terrible lo que hizo Douglas con la selva, que había derribado una noble horda, “una fraternidad de árboles venerables”, pero sin embar­go, agrega, nosotros nos dolemos de males que a la natu­raleza misma no le importan, ya que el río Tweed y las verdes praderas y las colinas y las montañas conti­núan. Sintió que podía lograrse un mejor efecto con la verdad. Diciendo la verdad, nos duele que hayan talado esos hermosos árboles, pero a la naturaleza nada le im­porta. La naturaleza sabe (si es que existe un ente que se llame naturaleza) que puede renovarlos y el río sigue corriendo.

Es verdad que para Quevedo se trataba de las divini­dades de los ríos. Quizá hubiera sido más poética la idea de que a los ríos de las guerras del duque no les importara la muerte del de Osuna. Pero Quevedo quería hacer una elegía, un poema sobre la muerte de un hombre. ¿Qué es la muerte de un hombre? Con él muere una cara que no se repetirá, según observó Plinio. Cada hombre tiene su cara única y con él mueren miles de circunstancias, miles de recuerdos. Recuerdos de infancia y rasgos humanos, de­masiado humanos. Quevedo no parece sentir nada de esto. Había muerto en la cárcel su amigo, el duque de Osuna, y Quevedo escribe este soneto con frialdad; sentimos su esencial indiferencia. Lo escribe como un alegato contra el estado que condenó a prisión al duque. Parecería que no lo quiere a Osuna; en todo caso, no hace que lo queramos nosotros. Sin embargo, es uno de los grandes sonetos de nuestra lengua. Pasemos a otro, de Enrique Banchs. Sería absurdo decir que Banchs es mejor poeta que Quevedo. Ademas, ¿qué significan esas comparaciones?

Consideremos este soneto de Banchs y en qué reside su agrado

Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo
como un claro de luna en la penumbra.

Pompa le da en las noches la flotante
claridad de la lámpara, y tristeza
la rosa que en el vaso agonizante
también en él inclina la cabeza.

Si hace doble al dolor, también repite
las cosas que me son jardín del alma
y acaso espera que algún día habite

en la ilusión de su azulada calma,
el Huésped que le deje reflejadas
frentes juntas y manos enlazadas…

Este soneto es muy curioso, porque el espejo no es el protagonista : hay un protagonista secreto que nos es re­velado al fin. Ante todo tenemos el tema, tan poético : el espejo que duplica la apariencia de las cosas:

donde a ser apariencia se acostumbra el material vivir…

Podemos recordar a Plotino. Quisieron hacerle un re­trato y se negó : “Yo mismo soy una sombra, una sombra del arquetipo que está en el cielo. A qué hacer una sombra de esa sombra.” Qué es el arte, pensaba Plotino, sino una apariencia de segundo grado. Si el hombre es delez­nable, cómo puede ser adorable una imagen del hombre. Eso lo sintió Banchs; sintió la fantasmidad del espejo.

Realmente es terrible que haya espejos: siempre he sentido el terror de los espejos. Creo que Poe lo sintió tam­bién. Hay un trabajo suyo, uno de los menos conocidos, sobre el decorado de las habitaciones. Una de las condiciones que pone es que los espejos estén situados de modo que una persona sentada no se refleje. Esto nos informa de su temor de verse en el espejo. Lo vemos en su cuento William Wilson sobre el doble y en el cuento de Arthur Gordon Pym. Hay una tribu antártica, un hombre de esa tribu que ve por primera vez un espejo y cae horrorizado.

Nos hemos acostumbrado a los espejos, pero hay algo de temible en esa duplicación visual de la realidad. Vol­vamos al soneto de Banchs. “Hospitalario” ya le da un rasgo humano que es un lugar común. Sin embargo, nunca hemos pensado que los espejos son hospitalarios. Los espe­jos están recibiendo todo en silencio, con amable resignación.

Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo
como un claro de luna en la penumbra.

Vemos el espejo, también luminoso, y además lo com­para con algo intangible como la luna. Sigue sintiendo lo mágico y lo extraño del espejo: “como un claro de luna en la penumbra”.

Pompa le da en las noches la flotante
claridad de la lámpara…

La “flotante claridad” quiere que las cosas no sean de­finidas; todo tiene que ser impreciso como el espejo, el espejo de la penumbra. Tiene que ocurrir en la tarde o en la noche. Y así

… la flotante
claridad de la lámpara, y tristeza
la rosa que en el vaso agonizante
también en él inclina la cabeza.

Para que todo no sea vago, tenemos ahora una rosa, una precisa rosa.

Si hace doble al dolor, también repite
las cosas que me son jardín del alma
y acaso espera que algún día habite

en la ilusión de su azulada calma,
el Huésped que le deje reflejadas
frentes juntas y manos enlazadas…

Aquí llegamos al tema del soneto, que no es el espejo sino el amor, el pudoroso amor. El espejo no espera ver reflejadas frentes juntas y manos enlazadas, es el poeta quien espera verlas. Pero una suerte de pudor lo lleva a decir todo eso de manera indirecta y esto está admirable­mente preparado, ya que desde el principio tenemos “hos­pitalario y fiel”, ya desde el principio el espejo no es el espejo de cristal o de metal. El espejo es un ser humano, luego es hospitalario y fiel y luego nos acostumbra a que vea­mos el mundo apariencial, un mundo apariencial que al final se identifica con el poeta. El poeta es el que quiere ver al Huésped, el amor. Hay una diferencia esencial con el soneto de Quevedo, y es que sentimos de inmediato la vívida presencia de la poesía en aquellos dos versos

su tumba son de Flandres las campañas
y su epitafio la sangrienta Luna.

He hablado de los idiomas y de lo injusto que es com­parar un idioma con otro; creo que hay un argumento que es suficiente y es que si pensamos en un verso, una estrofa española por ejemplo, si pensamos

quién hubiera tal ventura
sobre las aguas del mar
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan,

no importa que esa ventura fuera un barco, no importa el conde Arnaldos, sentimos que esos versos sólo pudieron haberse dicho en español. El sonido del francés no me agra­da, creo que le falta la sonoridad de otros idiomas latinos, pero ¿cómo podría pensar mal de un idioma que ha per­mitido versos admirables como el de Hugo,

L’hydre-Univers tordant son corps écaillé d’astres,

¿cómo censurar a un idioma sin el cual serían imposibles esos versos?

En cuanto al inglés, creo que tiene el defecto de haber perdido las vocales abiertas del inglés antiguo. Sin em­bargo, ello posibilitó a Shakespeare versos como:

And shake the yoke of inauspicious stars 
From this worldweary flesh,

que malamente se traduce por “y sacudir de nuestra carne harta del mundo el yugo de las infaustas estrellas”. En español no es nada; es todo, en inglés. Si tuviera que ele­gir un idioma (pero no hay ninguna razón para que no elija a todos), para mí ese idioma sería el alemán, que tiene la posibilidad de formar palabras compuestas (como el inglés y aún más) y que tiene vocales abiertas y una música tan admirable. En cuanto al italiano, basta la Co­media.

Nada tiene de extraño tanta belleza desparramada por di­versos idiomas. Mi maestro, el gran poeta judeo-español Ra­fael Cansinos-Asséns, legó una plegaria al Señor en la que dice “Oh, Señor, que no haya tanta belleza”; y Browning: “Cuando nos sentimos más seguros ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos.”

La belleza está acechándonos. Si tuviéramos sensibilidad, la sentiríamos así en la poesía de todos los idiomas.

Yo debí estudiar más las literaturas orientales; sólo me asomé a ellas a través de traducciones. Pero he sentido el golpe, el impacto de la belleza. Por ejemplo, esa línea del persa Jafez: “vuelo, mi polvo será lo que soy.” Está en ella toda la doctrina de la trasmigración: “mi polvo será lo que soy”, renaceré otra vez, otra vez, en otro siglo, seré Jafez, el poeta. Todo esto dado en unas pocas palabras que he leído en inglés, pero no pueden ser muy distintas del persa.

Mi polvo será lo que soy es demasiado sencillo para haber sido cambiado. Creo que es un error estudiar la literatura histórica­mente, aunque quizá para nosotros, sin excluirme, no pueda ser de otro modo. Hay un libro de un hombre que para mí fue un excelente poeta y un mal crítico, Marce­lino Menéndez y Pelayo, que se titula Las cien mejores poesías castellanas. Encontramos ahí : “Ande yo caliente, y ríase la gente.” Si ésa es una de las mejores poesías cas­tellanas, nos preguntamos cómo serán las no mejores. Pero en el mismo libro encontramos los versos de Quevedo que he citado y la “Epístola” del Anónimo Sevillano y tantas otras poesías admirables. Desgraciadamente no hay nin­guna de Menéndez y Pelayo, que se excluyó de su anto­logía.

La belleza está en todas partes; quizá en cada momento de nuestra vida. Mi amigo Roy Bartholomew, que vivió algunos años en Persia y tradujo directamente del farsí a Omar Jaiam, me dijo lo que yo ya sospechaba: que en el Oriente, en general, no se estudian históricamente la literatura ni la filosofía. De ahí el asombro de Deussen y Max Müller, que no pudieron fijar la cronología de los autores. Se estudia la historia de la filosofía como diciendo Aristóteles discute con Bergson, Platón con Hume, todo simultáneamente.

Concluiré citando tres plegarias de marineros fenicios. Cuando la nave estaba a punto de hundirse —estamos en el primer siglo de nuestra era—, rezaban alguna de esas tres. Dice una de ellas

Madre de Cartago, devuelvo el remo,

Madre de Cartago es la ciudad de Tiro, de donde pro­cedía Dido. Y luego, “devuelvo el remo”. Hay aquí algo extraordinario: el fenicio que sólo concibe la vida como remero. Ha cumplido su vida y devuelve el remo para que otros sigan remando.

Otra de las plegarias, más patética aún:

Duermo, luego vuelvo a remar.

El hombre no concibe otro destino; y asoma la idea del tiempo cíclico.

Por último, ésta que es harto conmovedora y que es dis­tinta de las otras porque no implica la aceptación del des­tino; es el hecho desesperado de un hombre que va a morir, que va a ser juzgado por terribles divinidades y dice:

Dioses, no me juzguéis como un dios
sino como un hombre
a quien ha destrozado el mar.

En estas tres plegarias sentimos inmediatamente, o yo siento inmediatamente, la presencia de la poesía. En ellas está el hecho estético, no en bibliotecas ni en bibliografías ni en estudios sobre familias de manuscritos ni en volú­menes cerrados.

He leído esas tres plegarias de marineros fenicios en el cuento de Kipling “The Manner of Men“, un cuento sobre San Pablo. ¿ Son auténticas, como malamente se diría, o las escribió Kipling, el gran poeta? Después de formularme la pregunta sentí vergüenza, porque ¿qué importancia pue­de tener elegir? Veamos las dos posibilidades, los dos cuer­nos del dilema.

En el primer caso, se trata de plegarias de marineros fenicios, gente de mar, que sólo concebían la vida en el mar. Del fenicio, digamos, pasaron al griego; del griego al latín, del latín al inglés. Kipling las reescribió.

En el segundo, un gran poeta, Rudyard Kipling, se ima­gina a los marineros fenicios; de algún modo, está cerca de ellos; de algún modo, es ellos. Concibe la vida como la vida del mar y lleva puesta en su boca esas plegarias. Todo ocurrió en el pasado: los anónimos marineros fe­nicios han muerto, Kipling ha muerto. ¿Qué importa cuál de esos fantasmas escribió o pensó los versos?.

Una curiosa metáfora de un poeta hindú, que no sé si puedo apreciar del todo, dice : “El Himalaya, esas altas montañas del Himalaya [cuyas cumbres son, según Ki­pling, las rodillas de otras montañas], el Himalaya es la risa de Shiva.” Las altas montañas son la risa de un dios, de un dios terrible. La metáfora es, en todo caso, asom­brosa.

Tengo para mí que la belleza es una sensación física, algo que sentimos con todo el cuerpo. No es el resultado de un juicio, no llegamos a ella por medio de reglas; sentimos la belleza o no la sentimos.

Voy a concluir con un alto verso del poeta que en el siglo diecisiete tomó el nombre extrañamente poético, real, de Angelus Silesius. Viene a ser el resumen de todo cuanto he dicho esta noche, salvo que yo lo he dicho por medio de razonamientos o de simulados razonamientos: lo diré primero en español y después en alemán, para que lo oigan ustedes

La rosa sin porqué florece porque florece.

Die Rose ist ohne warum; sie blühet wed sie blühet."


Fuente: Internet

jueves, 13 de junio de 2019

APORTES CULTURALES

Invitación a transitar el blog literario 
del poeta Gustavo Tisocco

https://mispoetascontemporaneos2.blogspot.com/

martes, 11 de junio de 2019

POÉTICA GALEGA


  
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Pobriño afiador



Vai andando lixeiro trala roda e o esmeril.
seu rechonchío pola corredoira.
Leva nas costas o paraguas onte mendado.

Na praza ista mañán
polo paraguas e mais polo que faga
daranme bós cartiños.
E mercaré entón ao meu neno unha manzán,
unha manzán bermella
e tamén unha estreliña de cartón.
Volas chevar apertadas no peito.



E imaxina, pobriño, os ollos do rapaz
espallados de brillo.


Non sabe aínda,
que mortiño de fame,
o filliño bota derradeiros suspiros.



***


  Pobrecito afilador

 Marcha ligero tras la rueda y el esmeril
su silbido por las corredoras.
Lleva a la espalda el paraguas que ayer remendó.

En la plaza esta mañana
por el paraguas y por lo que trabaje
me darán buenos billetes.
Y compraré entonces a mi nenito una manzana,
una manzana colorada
y también una estrellita de cartón.
Las voy a llevar abrazadas en el pecho.

E imagina, pobriño, 
los ojos del chico esparcidos de brillo.

No sabe todavía,
que muertito de hambre,
el hijito echa los últimos suspiros.




M.R.-C.
POÉTICA GALEGA                                                     

lunes, 10 de junio de 2019

POETAS AMERICANAS


MARÍA DEL MAR ESTRELLA



 Buenos Aires, República Argentina




GENTE DE LETRAS


Hay gente de palabra necesaria
que es necesario agradecer
gente de letras que celebran la vida hombro con hombro,
camaradas de verbo sustantivo
que extienden sus manteles de metáforas
sobre la mesa de la noche
para dar de comer a los hambrientos.

Camaradas de sueños
que un día se reúnen alrededor de un nombre
y lo ungen de pródigo prestigio
de honorable celebración
como un abrazo fraternal que mece
los pasos peregrinos del viajero.

Es la gente que posa su mirada
sobre las huellas invisibles
y las hacen visibles de repente
conceden el cetro del poeta
la corona de espinas transmutadas en mérito.

A esa gente
va la lámpara humilde de estos versos
mi camarada corazón de tribu
y esta honda emoción de pertenencia
este fuego sagrado donde todas las voces se entrelazan.


*A la Asociación “Gente de Letras”(2010)



EL CAMARADA


Voy a morir. Pero será de frente.
Mi rebeldía mirará a los ojos.
El miedo me dirá que soy un niño
amedrentado por su propia sombra.
Me acordaré del sueño adolescente,
y los amigos que dejé marchando,
y de aquel sol cuadrado y pequeñito
que se colaba entre las rejas.
Ya ningún odio azotará mis lágrimas.
Toda luz madrugará conmigo
cuando espere, de pie, llegar la noche.





Poeta, Maestra de maestros, compositora y declamadora destacada, autora de numerosa y notable obra literaria.
Hija del eximio literato Prof. Fermín Estrella Gutiérrez y hermana de la talentosa poeta Alba Estrella Gutiérrez.

Entre sus obras publicadas destacan “Corazón habitado”, “El Poblador”, “Pueblo de Caín” y “Los dioses mutilados”, prologado por Ernesto Sábato.
Galardonada desde su juventud por el Premio Prosa Poética en los Juegos Florales de San Miguel, (cuyo jurado integró Jorge Luis Borges), el Premio Nacional Iniciación dela Dirección General de Cultura por su obra “El poblador”, Premio Internacional de Poesía “Pablo Neruda” en Perú, Premio Nacional Roberto Themis en Perú, Mención especial del Fondo Nacional de las Artes por su libro “Corazón habitado”.

jueves, 6 de junio de 2019

POETAS AMERICANAS



VIOLETA LUNA





                                                      Guayaquil, República de Ecuador 

Poeta, narradora, crítica literaria, ensayista y catedrática ecuatoriana.



Cuando pienses mí


Cuando pienses mí
encuéntrame en las cosas
más sencillas
en esas cosas leves y profundas
encuéntrame en el viento
y en el arco celeste de la tarde
y llénate de estrellas las mejillas.

Seguramente es algo que se tiene
en el recuerdo
seguramente es algo que se tiene
entre las manos
seguramente es tu mirada
dejándose querer como la música.
***

Y cuando caminemos
y el aire nos divida
o se extravíe el miedo
serán tus ojos únicos
los que me den la mano.



***
(Fragmento)

Nos habita esta ciudad
con un idioma de alas y de barcos
esta ciudad azul tiene
un costado ardiente
y tiene mil esquinas
donde se han amado nuestros pasos.


***

Dejadme por favor vivir mi vida,
amándola,
mosdiéndola,
quitándole el veneno,
limpiándola.





Violeta Luna, realizó sus estudios primarios y secundarios en la ciudad de San Gabriel, provincia del Carchi. Ingresó a la Universidad Central del Ecuador, en Quito donde obtuvo el título de Licenciada en Castellano y Literatura y un Doctorado en Ciencias de la Educación. Ejerció la cátedra de Lengua y Literatura, durante veinte y cinco años, en varios colegios y universidades del país.
Desde 1990 a 2001 residió en Estados Unidos y México. En junio del 2003 representó al Ecuador en el XII Festival Internacional de Medellín y en la I Cumbre Mundial de la Poesía por la Paz de Colombia. Ha sido miembro de importantes organizaciones e instituciones como: "Círculo de Prensa del Ecuador", "Sociedad de Escritores Ecuatorianos", Asociación de Artistas e Intelectuales del País.
Actualmente es miembro de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, y del Grupo Cultural América, entre otros. Ha ejercido el periodismo y colaborado con diarios, revistas y radiodifusión en el área de la crónica y el guión cultural.
Su obra consta en antologías y diccionarios literarios nacionales y extranjeros.

Premios

Premio "A los mejores cuentos", 1969 Premio Nacional de Poesía Ismael Perez Pazmiño. Diario El Universo, Guayaquil, 1970.
Premio Diario El Comercio a los diez mejores cuentos, 1974.
Premio Nacional de Poesía "Gente Joven", 1975.
La "Lira Guayaquileña", conferido por la Asociación de Periodistas del Guayas.1985
Premio Nacional Femenino Oswaldo Guayasamín, 1987.
Premio Nacional Jorge Carrera Andrade, al mejor libro de poesía del año. Municipio del Distrito Metropolitano de Quito, 1994.

Obras publicadas

Poesía universitaria (Quito, 1964)
El ventanal del agua (Quito, 1965)
Y con el sol me cubro (Quito, 1967)
Posiblemente el aire (Quito, 1970)
Ayer me llamaba primavera (Quito, 1973)
La sortija de la lluvia (Guayaquil, 1980)
Corazón acróbata (Quito, 1983)
Memoria del humo (Quito, 1987)
Por culpa de los números
Las puertas de la hierba (Quito, 1994)
Una sola vez la vida (Quito, 2000)
La oculta candela (Quito, 2005)
Poesía Junta (Quito, 2005)​
Los pasos amarillos - Cuentos (Quito, 1970)
La lírica ecuatoriana actual - Ensayo (Guayaquil, 1973) 

Antologías:
Lírica ecuatoriana contemporánea (Bogotá, 1979)
Diez escritoras ecuatorianas y sus cuentos (Guayaquil, 1982)
Poesía viva del Ecuador (Quito, 1990)
Between the Silence of Voices: An Anthology of Contemporary Ecuadorean Women Poets (Quito, 1997)
Antología de narradoras ecuatorianas (Quito, 1997)
Poesía erótica de mujeres: Antología del Ecuador (Quito, 2001)

miércoles, 5 de junio de 2019

POETAS AMERICANAS


CARMEN IRIONDO




Buenos Aires., República Argentina

Poeta y Licenciada en Psicología por la Universidad Nacional de Mar del Plata. Profesora de danza clásica y contemporánea.
Autora de las letras e intérprete de Me da la gana (CD, 1994).
Ha publicado los libros de poesía: Casa propia (1988); Rara vez (1995); La niña pandereta (1997); Por el miedo te digo (2000); Egle y suertes virgilianas (2002); Syl & Ted (2003); Animalitos del Cielo y del Infierno (2004); Prosas de dormida (2005) y Vuelo de fiebre (2007).




LUNES I



Sobre el colchón grumoso como sopa de sémola
un día sabemos que el amor se muere.
Que la conífera muestra frente al patio una rama
de oro asomado, una estrella marchita.

De arriba a abajo así mata el amor,
los besos de ceniza y el polvo de mentiras.
Se arruga la piel como roca de luna
y la mortaja vira al tenue lila.




LABORES



Una brizna de hilo, eso soy cuando tiemblo,
me sorprende mi voz. Hilillo que se enhebra
en pasados remotos y cose el dobladillo con
puntadas en cruz. No sé pedirle al paño que
ignore mis pinchazos, o a tus pestañas frágiles
que barran cada punto y limpien el error.
Ama de llaves, pido, no utilices tus dientes
para cortar el largo bordado del adiós.


ALERGENOS



Me pican las espigas de tu trigo, áspero,
amarillo. Asomaron blandísimos ayer
llorisqueando los pastos de tu infancia.
Una fila de hierba tierna, eterna, mansa
marcha de soldados infinitos muy lejos
se chocan en los surcos de terrones revueltos.
Parecen los alumnos de la escuela hace siglos
dormidos de pie cantando a la bandera blanca.
¿Se morirán de sed antes de empujar la tierra
tus brotes de frágil resistencia?
La luna sin lobo llama a la lluvia aullando
apenas penas.





En "Prosas de dormida" reúne un conjunto de ensayos publicados por primera vez en 2005. De prosa poética, semejan fragmentos o retazos de una conversión ya iniciada, la que sigue a la lectura y el cavilar sobre algunos temas, como si fuera entramando en voz alta significados asociados en falsa errancia: las relaciones entre ideas proponen nuevos sentidos, los clausuran, los vuelven extraños, los iluminan.

Estos breves ensayos emergen desde la noche, desde el sueño: "Por la noche se duerme. Se pierde lo mejor de la vida, pero se duerme". Se duerme para olvidar, para que el sueño permita recuperar recuerdos o inspire nuevas páginas. Y también se olvida para poder dormir. A través de una cantidad de citas, decenas de poetas -Ovidio, Robert Graves, Matsuo Basho, Alberto Girri, Jorge Luis Borges entre tantos otros- se inscriben en los hilos que sutilmente enhebran ideas insistentes acerca de la noche, la muerte, la cruz de la existencia, los suicidas -Virginia Woolf, Plath, John Berryman, Anne Sexton, Alfonsina Storni-, el cuerpo, el goce, la imagen. "La evidencia de la narración onírica -se lee- es umbral de lo que no se va a poder olvidar: el sonido apagado de los gritos profundos". La poesía que no miente, sino que vela, vela el lenguaje hablado, tiene una tarea: "Tendremos que despertar a nuestro destino, esta vez con poesía".


Imagen y Fuente: Internet

sábado, 1 de junio de 2019

POETAS AMERICANAS


DULCE MARÍA LOYNAZ  
(La Habana, 1902-1997)


Literata de obra magnífica a quien se otorgó el Premio Cervantes en 1992, considerada entre las principales figuras de la lírica cubana y universal.


SI ME QUIERES, QUIÉREME ENTERA


Si me quieres, quiéreme entera,
no por zonas de luz o sombra...
Si me quieres, quiéreme negra
y blanca. Y gris, y verde, y rubia,
y morena...
Quiéreme día,
quiéreme noche...
¡Y madrugada en la ventana abierta!

Si me quieres, no me recortes:
¡Quiéreme toda... O no me quieras!