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viernes, 21 de junio de 2019



EL PÁJARO



Los jueves, en casa de Laura, organizábamos un taller de lectura que remataba con comentarios sobre el texto. Para aquella tarde habíamos concertado leer alguno de los cuentos de Di Benedetto, pero, Laura tenía un compromiso de último momento y postergaba el encuentro. Decidimos llevarlo a cabo en un barcito de Boedo, a pasos del subte para comodidad de todos.

La tarde cerraba con garúa y ese aire húmedo que despeina recuerdos, días en que nadie puede, detrás de cristales de niebla, escaparle al gesto de entrecerrar los ojos, como queriendo mirar hacia adentro.

Al entrar, el café desguazaba las voces propias que tienen los bares porteños. Mal que le pese a muchos, en esta ciudad que el escritor mendocino minimizó por orgullo provinciano y donde el destino impuso que falleciera, los bares invitan a internarse en la bohemia solitaria que manda leer un libro sobre una mesa que, siempre, tiene una pata más corta para desacompasar la inercia del pensamiento.

Alfredo ya estaba sentado a la mesita del rincón. Al verme, hizo una seña, un ademán acompañado de disimulado pudor. Enseguida, llegaron Pilar y Román. O Román y Pilar, porque no parecen habituarse a ser ellos mismos sin la sombra del otro, pegados como un género reversible.

—¿Qué tal, vos más vos?— les dijo Alfredo; ellos, acostumbrados a sus bromas ni le contestaron.

Cuando el mozo traía cuatro pocillos de café, entró Juan. Resulta imprescindible que el mozo disponga los pocillos en la bandeja para que Juan llegue, hemos hecho la prueba. Como siempre, cruzó el salón, apurado, sin aliento, dejó el libro sobre la mesa y se quitó la campera.

—Hermosa sonrisa —dijo Pilar, mirando la tapa. Acercó la mano y pasó los dedos sobre la foto en blanco y negro. Los ojos oscuros, la barba canosa, la boina.

—Media sonrisa —rectificó Juan. Ella hizo un mohín incómodo.

—Dejate de corregir. Te creés el más avispado —lo atacó Román.

—Ya salió el “salva novia” —lo retó Juan impostando la voz.

—Debíamos haberlo leído mucho antes —sentenció Alfredo. Ninguna novedad, Alfredo siempre opina que vamos con retardo, como si él aportara innovaciones.

—Yo lo leí, y vos también —le apuntó Juan que tiene la memoria detenida en aquella época de Filosofía y Letras .—Acordate, hicimos una monografía con el flaquito Ayala, el que tuvo que rajarse.

Juan es un ensayista talentoso, tiene la milagrosa suerte de vivir de la literatura. Su léxico es agudo, tanto, que acierta cabalmente al describir las acciones y los tiempos porque Ayala, en verdad, se fue rajando. La imagen del amigo, su destierro, la tortura, el infortunio de la pérdida, nos llevó otra vez al escritor exiliado.

Pilar tomó el volumen y lo abrió al azar, “Mariposas de Koch” leyó con su voz menuda, de chica rubia.

—Empiezo —dijo alargando la última letra para que pareciera una pregunta. Pilar logra sutilmente que un mandato, una aseveración, aparenten ser subordinada pregunta.

Dicen que escupo sangre, y que pronto moriré. ¡No! ¡No! Son mariposas, mariposas rojas. Veréis. Yo veía a mi burro mascar margaritas y se me antojaba que esa placidez de vida, esa serenidad de espíritu que le rebasaba los ojos era obra de las cándidas flores. Un día quise comer, como él, una margarita. Tendí la mano y en ese momento …—Servime agua —le pidió a Román, y siguió con la lectura.

El cuento fue cerrando un nudo cada vez más apretado. No pude escapar a la imagen del protagonista, su aliento húmedo, repugnante. El olor que despedía su pelo, la ropa. Alfredo sacudió una pelusita del sueter, me pareció que lo hacía con asco, un gesto que tapa otro, pensé mientras la motita verde se balanceaba hasta caer.

—… ciegas, las pobrecitas. Punto final —dijo Pilar. Reclinó los hombros sobre el respaldo de la silla. Juan se quitó los anteojos y volvió a ponérselos.

Callados, se me ocurre ahora que debimos pensar lo mismo, pensamos en aquella mancha roja, pegajosa, que latía en el suelo, aún tibia. Recordé la voz de mi padre diciendo que la guerra era una escupida sepia que volvía sepia a la gente, los árboles, la lluvia, el aire. Al fin, siempre se recuerdan las cosas por un color, afirmaba.

—Léelo otra vez, Pilar —pidió Juan. Noté que Román se estremecía. Pilar volvió sobre las palabras, esta vez su acento tembló dos o tres veces y tropezó en la palabra escupitajos.

Así es como han empezado a aparecer estas mariposas teñidas en lo hondo de mi corazón, que vosotros, equivocadamente, llamáis escupitajos de sangre. Como véis, no lo son, siendo, puramente, leía Pilar, la cara sombreada por la luz de una tulipa de pared. Cuando llegó al final, cerró el libro.

—Pobrecitas …, pobrecitas las mariposas. ¿Te das cuenta? —dijo Juan y me miró —Está obligándonos a sentir lástima por ellas.

—O quiere desviar la lástima —dijo Román —, que ignoremos la proximidad de la muerte, y distrae su propio cuerpo del estertor, la respiración raída, de esa punzada a traición. Quiere que no sepamos del zumbido en los oídos que detona en la almohada cuando, boca arriba, somos un único ojo que mira el cielorraso. Y lo trágico, más que la muerte, la necesidad de inventar mariposas, de volverse loco para morir sin aparentarlo ante la mirada escrutadora, morbosa de los otros.

—Dejate de ver visiones, cortó Alfredo —. Acá la cosa es que el tipo está loco, ¿entendés?, loco total y se pianta creyendo que sus escupidas son mariposas.

—Se las come, igual que se come las flores —dijo Pilar, como si lo que había leído estuviera todavía en su boca como un bocado sin tragar. Noté que el mentón le temblaba y los labios se contraían como si reprimiera un reflujo. Román le acarició la nuca, luego apoyó la mano sobre la de ella.

En la vereda, las luces de neón afilaban los cuerpos. Al llegar a la esquina nos despedimos. Pilar y Román bajaron las escaleras del subte. Juan y yo esperamos a que Alfredo sacara el auto del garaje. Lo vimos doblar en la primera calle, seguimos caminando juntos hasta la esquina de Chile.

—Nos hablamos —dije, y él repitió lo mismo, o algo parecido, no sé.

El jueves siguiente nos reunimos en casa de Laura, leímos un cuento de Marosa Di Giorgio, seguimos la rutina, nos despedidos de la misma manera que siempre. Finalizado el invierno tuve un viaje de trabajo y abandoné el taller hasta el regreso de las vacaciones. Cada tanto hablaba con Juan, sabía que Alfredo había logrado una beca, y que Pilar y Román rentaban una chacrita. Tuvo que llegar abril para encontrarnos nuevamente.

—Cambiaste las cortinas Laura, qué lindas —dije cuando entré. Juan se levantó a saludarme.

—Llegaste temprano… Así me gusta, que empieces el año con buena letra. Él hizo un ademán pícaro —.Siempre el mismo payaso —me reí y me senté junto a Laura.

Sonó el portero eléctrico, Alfredo avisaba que alguien le había abierto, quizá el encargado, y subía directamente. Saludó amable, pero lo noté esquivo. Los chistes que siempre hacíamos al encontrarnos no tuvieron respuesta, se ubicó de costado, cerca de la cabecera de la mesa.

—Tengo que contarles algo —dijo—, murió Román. Me llamó el hermano hace unas semanas. En enero tuvo un ataque, finalmente se complicó.

No sabíamos que Román estaba enfermo, ninguno de nosotros lo hubiese imaginado; en las reuniones del taller, se mostraba sereno, afable, siempre pendiente de Pilar y Pilar de él. Los dos, dentro de un mundo que los demás apenas percibíamos.

Pasado un momento, Laura encendió una lámpara, la luz dividió la habitación en dos, aproximé la silla a la izquierda donde podía ver mejor las letras del texto. A la hora, coincidimos en irnos; en el ascensor, no dijimos palabra.

Seguimos asistiendo al taller, generalmente leía yo, o Laura, pero no era lo mismo, la voz de Pilar tenía un color especial. A la salida, varias veces me prometí, “es la última vez, no vuelvo más”, pero, llegaba el jueves y volvía.

Así pasaron los meses, diciembre iba promediando y era hora de despedirnos hasta el año próximo. Las Fiestas alborotaban las calles, los comercios. Supuse que un libro era un buen regalo para despedir el año en el taller; sabía el gusto de cada uno, no podía equivocarme al elegir. Aproveché el tiempo libre del almuerzo y me llegué hasta la librería.

Había elegido una novela para Juan y un poemario para Alfredo, faltaba encontrar algún libro de Huidobro, el preferido de Laura. Iba recorriendo los anaqueles, cuando la vi. Estaba de espaldas, pero reconocí el pelo rubio, los hombros delgados.

No me acerco, pensé, quizá hasta se moleste si la saludo, pero en ese momento giró hacia el costado y quedamos enfrentadas. Al verme, se acercó con naturalidad; yo tenía entre las manos los libros y la cartera, entonces ella, rodeándome, me abrazó levemente.

—Si estás comprando te espero —dijo.

—Tengo que pagar —contesté y tomé, del estante más cercano, un libro al azar. En la caja pagué, recogí las bolsas transparentes con los libros. Salimos hacia la calle; unos adornos plásticos colgaban de los cables del alumbrado.

—Quería decirte…—se interrumpió como si se arrepintiera de una confidencia —.Estaba enferma cuando empecé el taller, una molestia me había llevado al médico. Agazapado, el mal ya se extendía por mi cuerpo. Al conocer a Román no quise decírselo, más tarde, no pude ocultarlo. Al principio supusimos que era una equivocación, confusiones, errores en los estudios. Luego, no quedaron dudas.

La mirada de Pilar se me antojó clavada en imágenes que no podía describir.

—¿Cómo puede ser que sea más alto, más ancho que mi propio cuerpo?, le preguntaba mirándome al espejo. Creo que fueron esas palabras las que lo tentaron a sentirse tan enfermo como yo.

Quise encontrar alguna de esas frases que, creemos, pueden servir para volver sereno un dolor salvaje. No se me ocurrió ninguna.

—Siento picotazos por dentro, le dije una noche en la que el dolor me doblaba, replegándome sobre el vientre. Es el pájaro, afirmó, pero te beso y me lo trago. ¿Viste qué fácil? Ya no te volverá a despellejar. Y me besaba, una y otra vez, hasta que el dolor iba desapareciendo. Con el tratamiento, fui recuperando el ánimo, me sentía más fuerte. Él, sin embargo, apenas…

—Dejalo, Pilar, mejor no volver atrás —la detuve.

—Ya es atrás.

Bajó la cara, el flequillo rubio, liso, le ocultó los ojos.

—Hace unos meses tuvo un ataque, se descompensó, lo internaron. En la misma noche se agravó. Siempre suponemos que aquello que no tiene explicación le pasa a los demás, para nosotros el destino jamás es inexplicable —dijo Pilar.

—Es tarde, mejor te acompaño —sugerí.

Caminamos hasta la avenida. Detuvo un taxi, nos apuramos a abrazarnos. Antes de subir al auto, un estertor le movió el pecho. Tosió, con la lengua limpió el hilo traslúcido sobre los labios.

Me miró como si una neblina nos separara.

—El pájaro—me dijo en el mismo tono que le era propio —. Qué haré para que vuelva.



***

M.R.-C.
Las amantes son rubias
Cuentos (2106)
EDITORIAL DUNKEN





miércoles, 22 de junio de 2016

NARRATIVA




LAS    MUSAS
                                                                                
                                   





                                                                      
          

A Lidia le gustaba hablar de sus viajes.
Nos reunía para contarnos las caminatas, los paseos, el descubrimiento de lugares fantásticos y nos mostraba las fotos para que no dudáramos ni un instante, de las maravillas a las que se accede siendo rico. Tal como ella decía, siendo pudiente.
Si había algo que nos distanciaba de Lidia eran sus veraneos, lugares que jamás pisaríamos según sus cálculos, y que nos mostraba misericordiosa para que no ignoráramos la dicha de semejante experiencia.
Todos los años, en el mes de febrero Lidia partía con sus padres de vacaciones.
A principios de marzo, cuando regresaba, nos ubicábamos en la gran mesa del comedor de su casa, sobre la carpeta de liencillo, para contemplar absortas museos, palacios, puentes, jardines, avenidas, rascacielos, tiendas, restaurantes y aeropuertos. Pedazos de un mundo que existía para nosotras, solamente, en el álbum de Lidia.
Una a una, pasaba las hojas de cartulina donde en cada foto ella aparecía radiante, esmerándose en señalarnos detalles que debían quedar grabados en nuestras pupilas por ser irrepetibles, paisajes que en nada se asemejaban a nuestras incursiones por Mar de Ajó o las piletas de Ezeiza.
Una tarde calurosa, nos quedamos en el patio detrás de la galería y la madre nos trajo bebidas frescas en vasos altos. Lidia bajó la escalera envuelta en un vestido blanco con volados en las mangas y una cinta de seda en la cintura.
- Mirá - me dijo al oído Marcela - parece un ángel - y se estiró la remerita que lavados frecuentes habían llevado a dos talles menores.
Hermosa, sentada en la hamaca forrada de granité, Lidia movía las piernas y sus zapatos charolados reflejaban las luces que se colaban inquietas por la parra. Todas nos miramos los zapatos cuando Lidia cruzó sus piernas.
- Andá a buscar las fotos de Grecia - le dijo la madre, mientras servía unas galletitas confitadas.
- Límpiense las manos en las servilletas - nos mandó Lidia al regresar con el álbum de tapas verdes.
Yo me apuré a tragar las galletas y mi hermana pasó sobre su falda de algodón floreado los dedos almibarados para ser la primera en ver las divinidades que Lidia atesoraba.
Cuando abrió el álbum sobre sus rodillas, fijamos la mirada sobre las fotos.
A mi lado, Mirta que era miope, se inclinaba sobre las estampas, acodada sobre la mesa tapando con sus rulos alborotados el paisaje de ensueño que yo apenas podía adivinar, ubicada en la esquina del sofá de mimbre.
Sobre mis hombros, empujándome la espalda con su peso, Adela, dejaba caer su aliento de sorpresa incontenible y me entibiaba la nuca.
- Miren qué figuras - apuntaba la madre, con la jarra de refresco en la mano - Asombrosas, ¿cierto? Vean lo que es el placer de poder viajar - decía mientras llenaba los vasos.
- Ésta es Hera, esposa de Zeus, el rey de los dioses - contó sabihonda Lidia - y Poseidón, con el tridente - agregó disfrutando nuestros gestos alucinados.
- ¿Qué es un tridente? - se preocupó Susy, apretando temerosa los labios sobre el aparato de ortodoncia que enrejaba sus dientes.
La madre de Lidia se rió piadosa y siguió sirviendo el refresco mientras su pulsera de dijes dorados chocaba contra la jarra de cristal.
- Vayamos a jugar - dijo Marcela aburrida, pero la voz chillona de Lidia tapó su súplica.
- ¡Dejá de tocar las fotos! - le gritó enérgica a Mirta que pasaba sus dedos irrespetuosos sobre los monumentos en ruinas, tal vez porque sus ojos apenas los adivinaban.
Mirta se acomodó los anteojos y me miró mortificada por encima de los cristales gruesos, como hacía siempre que buscaba mi apoyo. Los labios le temblaban.
- Juguemos a las estatuas - dije, devolviéndole la mirada a Mirta - Juguemos a que somos las estatuas del álbum de Lidia.
- ¿Sos loca? Antes tenemos que elegir los personajes del Olimpo, ¿no mamá? - dijo Lidia ladeando el cuello con una gracia estudiada.
- Claro, claro, Lidita, vos podés ser Afrodita, la diosa de la belleza.
Todas miramos la cara de Lidia, los ojos claros, la nariz recta, la dentadura perfecta, la melena ondulada sobre hombros menudos, las piernas de pantorrillas estilizadas y su cintura de bailarina.
- ¿Y yo? - preguntó Marcela, que no sabía de dioses porque sus padres eran ateos.
- Tal vez diosa menor, - la tranquilizó la madre de Lidia, mirando la cara redonda de Adela que poco se parecía a una Nereida.
- Ni siquiera Sirenas - susurró deteniendo con compasión sus ojos delineados en los brazos delgaditos de mi hermana.
Ahí fue cuando sentí que la cara me ardía y por el pecho me subía un calor que iba a convertirse en lágrimas, pero por obra de algún ser mitológico, el agua de mis ojos se detuvo milagrosamente, evitando el papelón.
- Serán Musas - dijo decidida Lidia Afrodita, con cierto aire piadoso, - Yo las nombraré mis musas, las Musas de Afrodita.
Entonces, Mirta se llamó Clío; mi hermana, Talía; Adela, Urania; Susy, Polimnia; Marcela, Terpsícore y yo, Melpómene.
La madre explicó que las Musas eran deidades que habitaban el Parnaso y nos indicó las funciones que debíamos representar.
- ¡Qué lío! - se quejó mi hermana, que odiaba las clases de historia, mientras Marcela ensayaba pasos de baile sobre las baldosas de la galería, con sus zapatillas acordonadas.
Cada una eligió un lugar en el jardín para posar.
Susy se recostó en el ligustrito del cantero, Mirta entre dos limoneros, Adela cerca de los rosales, Marcela y yo, pegadas a la fuente de los enanos y mi hermana al lado del pino que acostumbraban adornar en Navidad.
Tiesas, inmóviles, esperábamos que Lidia Afrodita, dejara caer su mano divina sobre nuestra cabeza y partíamos raudas hasta el tronco que tenía destino de trono, al que teníamos que tocar antes de que ella lo hiciera, para seguir siendo musas.
Las piernas esbeltas de Lidia la ayudaban en la carrera. Adela fue la primera en perder su pobre reinado, dolor que trató de olvidar devorando un alfajor de dulce de leche, sentada en una hamaca de cretona.
- ¡Pido… pido! Licencia para ir al baño - vociferó Marcela y desapareció por la galería saltando apresurada las baldosas en damero, sin dejar de danzar.
La madre de Lidia aplaudía cuando Mirta perdió el ritmo de la carrera por agacharse a recuperar los anteojos y resbaló en las lajas, quedando fuera de juego.
- ¡Una menos, una menos! - se alegró soberbia Lidia Afrodita, apoyada en el tronco - La venganza es el placer de los dioses - sentenció desdeñosa mirando a Mirta que, ya sin jerarquía alegórica, se arrastraba con la palma de la mano las lágrimas por la cara.
Mi hermana había elegido un lugar cercano al trono, para acortar distancias, pero Lidia Afrodita, ignorándola, prefería perseguirnos a Susy y a mí.
- Vos sos muy chica - le dijo la madre de Lidia, cuando mi hermana protestó acalorada porque ella también se sentía una Musa y quería jugar.
- Mejor otro día - la consoló tratando de canjear por un bizcocho la impotencia de mi hermana, inocente de haber nacido dos años más tarde.
- ¡Corré, corré…! - grité varias veces a Susy, pero creo que tenía ganas de abandonar la corona real y beberse otro refresco. Caminando despacio, llegó resignada hasta el trono de la más bella de las diosas, y la dejó ganar.
Atardecía, el sol cayendo sobre la pared del oeste se partía en líneas rosadas.
- Vengan a comer torta a la sala, Lidita, veni a tocar el piano.¡Chicas, a la sala que es tarde! - nos apuró la madre de Lidia, toda dulzura, moviendo las manos de uñas cuidadas y rojas.
- Lidia, Lidia… sigamos nosotras - le dije con odio, cuando quedamos solas en el jardín.
- Es tarde - me contestó seca, sin mirarme - seguimos mañana.
- ¡No, ahora! ¡Hasta el tronco! Te juego que llego antes.
- Está bien, pero apenas dos minutos - me conformó Lidia Afrodita con voz de diosa.
Levantó la cabeza, alargó un brazo, estiró la espalda, se acomodó la melena y con los ojos entrecerrados, se puso en pose, preparada para ganar, calculando que en dos minutos entraría triunfal a la sala para tocar “Claro de luna” mientras yo masticaría una porción de torta con gusto a derrota.
Las dos nos miramos un momento antes de alargar las piernas en un salto y correr hasta el tronco, pero adelantándome, crucé rápida delante de ella y la empujé. Cayó sobre el césped, que empezaba a cubrirse del rocío de la noche.
Trató de erguirse, tambaleante, asustada.
- Lidia Afrodita, te olvidaste de que los dioses me protegen - le dije con una voz desconocida - no quiero ser Melpómene, porque no quiero ser nada que vos decidas. Quiero ser una diosa más fuerte que vos y que mi poder te convierta en piedra.
Sorprendida, inquieta, perdiendo la estética que había elegido, quedó a unos pasos del tronco, que había sido su trono divino durante el juego.
Ni la miré; me di vuelta saltando sobre las lajas grises del jardín, crucé la galería y entré en la sala.
- Apurate, ¿dónde estabas? Por jugar te quedaste sin torta - me dijo mi hermana mientras la madre nos despedía con un beso esquivo para no despintarse.
Doblando un poco la cara vi sobre un plato de guardas azules, media torta rellena con chocolate.
- No me importa - le dije bajando la voz - La venganza es el placer de los dioses. Mi hermana levantó los dos hombros en un movimiento de indiferencia.
Al atravesar la puerta oímos la voz de la madre llamando a Lidia.
- ¡Vení Lidita, vení! ¿Qué hacés todavía en el jardín? - gritaba la madre mientras cruzábamos la calle para subir a la vereda.
Cuando todas nos separamos, los gritos nos llegaron como cristales rotos.
- ¡Lidia!..¡.Lidia…! - Los aullidos de la madre parecían estirar el nombre.
Pero Lidia no podía moverse.
La cara blanca, las piernas paralizadas, los ojos secos.
Hermosa; más hermosa aún que Afrodita, era un trozo de piedra sobre el césped.




M.R.-C.
DE AMORES Y DESAMORES - CUENTOS (2010)
EDITORIAL DUNKEN
AYACUCHO 357  













jueves, 19 de mayo de 2016

CUENTO




M A M Á





Cuando él llegó todo fue distinto.

Poco a poco se hizo dueño de la casa, y de mamá.

Tuve que dejar la bici en el patio de tierra para que él acomodara la moto en el garaje y cederle mi estante de juguetes para sus discos de rock.

Mamá se tiñó el pelo y empezó a comprarse pantalones dos talles más chicos. Así, apretada y llamativa caminaba colgada de su brazo, mientras yo, unos pasos apartado de ellos, me moría de vergüenza.

De puro quisquilloso él no permitía que nadie se sentara a la mesa en su lugar y mamá era la única que lo tuteaba. A mí me había prohibido semejante familiaridad y lo llamaba tío.

No me quiso nunca, lo supe en cuanto lo vi.

Me mandaba de aquí para allá y cada tanto tenía que esquivarle un manotazo, mientras mamá parecía vivir en otro mundo, pegada a él.

En mis sueños yo le disparaba, lo atropellaba, lo envenenaba y rescataba a mamá, para que ella se quedara a mi lado, como había sido antes.

Pero en la mañana, al despertar, él seguía siendo el rey de la casa, desayunando feliz mientras mamá le untaba las tostadas con dulce casero.

Soportarlo toda la semana me agotaba, pero los sábados era peor.

Desde la mañana mamá se arreglaba el pelo, se pintaba las uñas, se probada diez veces las blusas y se depilaba las cejas.

Después de cenar iban al club a bailar y yo apenas existía para ella cuando antes de salir, me daba un beso apurado para no desprenderse el brillo de los labios.

De madrugada, cuando volvían, oía los pasos de los dos hacia su dormitorio, la puerta al cerrarse, la risa burlona de él galopando sobre el murmullo de mamá, que se iba perdiendo de a poco, hasta que unos gemidos entrecortados le apagaban la voz.

Por toda la casa se iba extendiendo ese susurro sofocado de mamá, apenas un aleteo, como si hubieran entrado pájaros por la ventana. Era ése el momento en que más lo odiaba.

Una tarde pasé por el kiosco de diarios y vi la revista. Una chica rubia, apenas tapada por una nube de espuma, apoyaba sus manos sobre los pechos altos y redondos. Ahí me acordé de lo celosa que era mamá.

La había sorprendido algunas veces escuchando inquieta cuando él hablaba por teléfono, hurgando en los bolsillos de su campera, revisando sus cajones.

Recordé la furia de mamá cuando en el televisor aparecía una mujer hermosa, su boca apretada mientras él entrecerraba los ojos, pasándose la lengua por los labios.

Tres veces fui y volví, mirando la revista de reojo, inquieto, pero como yo era el que todos los días iba a comprar el diario el muchacho no dudó en vendérmela.

Lo demás resultó fácil. La escondí entre las carpetas del colegio y más tarde, recorté prolijamente todas las fotos de chicas desnudas que me parecieron más lindas.

Altas, maquilladas hasta la exageración. Vestidas de bebitas, de hadas, de mucamas. Calzadas con botas doradas y sandalias con tiras. Envueltas por tules transparentes, acostadas en alfombras, cabalgando sobre caños, con la espalda arqueada y de rodillas.

Algunas ni siquiera mostraban la cara, pero también las recorté.

Esperé ansioso a que salieran para hacer compras en el centro y desparramé los recortes en el botiquín del baño donde él guardaba la crema de afeitar, entre sus compacts y en el estante de sus camisas.

Esa noche los oí cuchichear como siempre, después la risa tenue de mamá, el aleteo inquieto y los ronquidos asquerosos de él.

En la cama, imaginé a mamá, roja de rabia, tirándole la ropa en la vereda, y gritando que se fuera, que no quería verlo nunca más y me metí en un sueño donde todo volvía a ser como había sido hasta que él llegó.

Al día siguiente, espié a mamá, pero mamá lavó la ropa y cantó mientras planchaba. Ni rastros de un ataque de celos.

-Habrá que esperar hasta el viernes, -pensé, porque los viernes mamá se dedicaba a limpiar la casa, desde el cielo raso hasta los pisos, sin dejar de pasar el plumero por cada rincón.

-Cuando mamá descubra los recortes -,me repetía a cada momento, -estallará de celos y aquellos pájaros nocturnos no van a desvelarme más.

Él llegó a la tardecita, yo preferí quedarme por el fondo, haciéndome el distraído.

Después de acomodar la moto, entró.

En la cocina a esa hora, los dos acostumbraban a tomar unos matecitos.

Me asomé apenas, apoyándome en la puerta. Estirada sobre la mesa y rodeándole los hombros mamá le acomodaba el pelo sobre la frente. Él chupaba la bombilla con los ojos cerrados.

Después mamá bajó la voz y acercándose cada vez más le susurró en la oreja. No pude oír pero la mirada de él me pareció más oscura.

- Mirá qué turro, que guachito turro -dijo con los labios casi cerrados -esperá que lo agarre, no le van a quedar ganas de hacerse el vivo conmigo.

Mamá acomodó la espalda en la silla y sonrió.

- Ya vas a ver cuando lo vea, ya vas a ver -repitió él y se levantó con un movimiento lento.

Yo salí por la puerta del patio y me fui hasta la plaza. Una fatiga me apretaba el pecho. Ahí me quedé mientras la tarde se iba poniendo más fría y los faroles se encendían.

Regresé contando las baldosas de la vereda. Al dar la vuelta a la esquina lo vi. Parado en la entrada y fumando.

Cuando levantó la vista, tiró el cigarrillo, lo aplastó con el pie y se acercó. Sin moverme, entre las piernas sentí que me corría agua.

Tomándome del pelo descargó un golpe sobre mi cara. Después otro, y otro, y otro.

Por la nariz hasta la boca, me llegaba un sabor casi dulce, me dolía el cuello y caí.

- Hijo de puta -dije desde el suelo, pero él ya no podía oírme.

Su espalda ancha y su nuca se fueron inclinando dentro de mis ojos cuando traté de levantarme de costado, apoyándome en los codos.

Delante de la puerta, encendió con calma otro cigarrillo, el humo se volvió denso, rodeándolo mientras entraba.

Mi pantalón y los zapatos estaban mojados. La cara me latía.

Pasé por la cocina, mamá preparaba la cena.

- ¿Viste, no?, te lo tenés merecido por insolente, -dijo y siguió batiendo huevos en un plato hondo.

En la mesa, él ni me miró. Y mamá tampoco.

Después de comer, yo llevé los platos a la cocina, ella los apiló en la pileta de la mesada.

- Mamá, - le dije en voz baja, pero mamá puso la cafetera en el fuego y sacó dos tazas de la alacena.

- Salí, - dijo - salí del medio -. La voz de mamá me dolió más que los golpes.

Más tarde, ni siquiera me dio las buenas noches.

Supe entonces que era tanto el odio, que era demasiado para odiarlo solamente a él.

Cuando al día siguiente me levanté, ya lo había decidido.

Él, en el patio, aceitaba la moto. Con silbidos desparejos repetía la música de la radio.

Mamá, le tiró un beso breve antes de entrar al lavadero. Al minuto salió llevando la escalera para limpiar el baño.

Ella odiaba las manchas verdes de la humedad, así que antes de repasar uno a uno los azulejos, mamá frotaba una esponja con lavandina por el techo del baño.

Entré en el momento en que estaba con la esponja en la mano y el olor a lavandina era una oleada picante.

- Sos vos, - me dijo al oír mis pasos - ya habrás aprendido, así que,

Antes de continuar fue doblando la cabeza para mirarme de frente.

- entrometido, y cuidate, cuidate ¿entendés?, porque la próxima voy a -decía la voz de mamá subida en el último peldaño y raspando los hongos del techo.

Yo ya no la escuchaba.

Me acerqué a la escalera y con toda la fuerza de mi cuerpo, empujé.

Mamá fue perdiendo la forma de un cuerpo erguido, con las manos tratando de agarrarse a la barra de la cortina.

Vi como se iba resbalando sobre los azulejos de la bañadera. Al caer chocó contra el lavatorio.

Su cabeza golpeó contra el inodoro.

Sobre la frente, le iba manchando el pelo un hilo espeso, de color amarronado.

Movió un brazo, y me pareció que iba a levantarse, pero mamá siguió tendida en las baldosas, mirando con los ojos fijos, el techo con humedades.

Salí al patio y lo llamé. Se acercó con las manos sucias, y esa mirada oscura que me aterrorizaba. Por un momento pensé que iba a sacudirme una cachetada, por haberlo molestado.

- Es mamá, tío. Lo espera en el baño.

Él caminó hasta el baño, dejando sobre el parquet el barro chirlo del patio.

Antes de entrar al baño, se detuvo en la puerta, un sonido de espanto le subió desde el pecho. Agachado sobre el cuerpo de mamá le sacudió los hombros, manchándole el vestido de grasa negra.

En un último abrazo, la cabeza de mamá colgaba hacia atrás y la cara de él era una mueca deformada.

Fui hasta el teléfono, marqué el número.

- Fue él - dije, y colgué.



M.R.-C.
DE AMORES Y DESAMORES

Editorial Dunken









CUENTO




EL ESPÍRITU EN LA BOTELLA 




Viví con don Severo Linares desde chico.

Don Severo me llevó de boyero y aprendí con el tiempo a cuidar potros y ensillar caballos; hasta que una tarde perdido entre los sueños que alcanzaba bebiendo, se fue despacio, metiéndose en la botella, mirándome desde adentro, con ojos de despedida.

Yo había obedecido siempre a don Severo, por eso no lo contradije y ahí quedó, dentro de la botella, arrugado y callado como siempre.

Pensé que era un buen lugar para descansar y a nadie molestaba, así que lo dejé sobre el estante del armario, cerca del fogón de ladrillos, en la penumbra de la tapera.

Lo dejé ahí y me olvidé de la botella y de don Severo Linares hasta que apareció el Lucio Santos.

El Lucio no faltaba al baile de los sábados y desde la tardecita gustaba entonarse con unos traguitos antes de que la orquesta subiera al escenario, por eso, cuando lo vi venir por la lomada a esa hora, me sorprendí.

A las zancadas y encorvado, bajó por la calle de los ligustros, abrió la tranquera y se me quedó mirando, y yo a él, todavía con la sorpresa abriéndome la boca.

-La Blanca -dijo -. No me da ni cinco.

-Qué decís, si la Blanca es un abrojo, siempre en la puerta de la casa con cara de lechuza, mirando para todos lados, esperando que alguno doble la esquina; entrá nomás Lucio y tomate conmigo unos mates antes de ir al baile.

¡Que lo tiró!, justo la Blanca, me repetí para mis adentros al pasar la puerta de la cocina porque sabía de ciertas andanzas de la chica.

-Estás destornillado -me dijo el Lucio- Cómo voy a ir a bailar con la tristeza que tengo. ¿No ves que se me caen las lágrimas, grandes como higos?

Y siguió hablando y hablando, pero tan bajito que yo apenas lo escuchaba mientras trataba de medir el tamaño de sus lágrimas.

La pucha, pensé, ahora qué le digo al Lucio, porque la verdad, no soy muy versado y en cuestiones de mujeres entiendo poco, pero el Lucio ya se estaba sentando a la mesa de la cocina y estiraba la espalda en la silla, acomodando los pies sobre la tierra apisonada, con trazas de quedarse para largo.

-Te pico un poco de salame y queso -dije mirándolo de reojo y acerqué el mate y la pava, dispuesto a escuchar las quejas del Lucio, que es lo que hago cuando un tipo me habla de mujeres esquivas.

-Mate no quiero, dame algo fuerte; grapa, dame grapa -dijo el Lucio, con los ojos entornados, desajustándose el nudo sobre el cuello, arrugando las iniciales bordadas en celeste, entrelazadas en el pico del pañuelo.

-Grapa no tengo, pero mirá, tomemos este vinito que compré en Chajá y todavía no probé, parece bueno, por la botella digo, mirá que color brillante -le alcancé a contar, pero el Lucio, se había levantado y curioseando descubrió en el armario la botella donde guardaba su paso por esta vida don Severo.

-Dejá Lucio, no toqués esa botella -quise frenarlo, porque el respeto es el respeto y cada uno elije donde quiere ser enterrado, pero el Lucio, ya la estaba destapando y se servía un trago en el vaso.

De un soplo se lo bebió. Vi como paladeaba el vino dulzón de la mejor cosecha de aquel año.

Volvió a servirse. Enderezando el codo, inclinó la cabeza hacia atrás y por la garganta le bajó hasta la última gota del líquido rojizo.

-Se emborracha el Lucio, me dije para mis adentros, se cae redondo, lo tengo que acostar en el catre, o se pone loco y rompe la silla y el farol. O empieza a gritar, o canta, o se larga a reír con esos dientes cuadrados que tiene. Pero el Lucio se sentó otra vez y se acomodó el sombrero sobre la nuca, con tal destreza que el ala le sombreó los ojos, apenas caída sobre un costado.

Carancho que el Lucio es lindo, pensé, con esos bigotes rubiones, parecidos a los de don Severo, y la mirada verdosa como filtrada de sol. Y hasta me pareció que me adivinaba el pensamiento cuando se levantó tranquilo y, sonriendo, se sacudió el pantalón abullonado.

Salió del rancho cuando el horizonte iba cayendo como un rebencazo sobre los lapachos.

Pasó la tranquera. Sin cerrarla, siguió camino hasta el cruce de la vía muerta. Al bajar la lomada, lo vi desaparecer.

Apurado manoteé la botella de don Severo y por si acaso se le ocurría volver al Lucio, la escondí detrás del botijo del agua. Pero, el Lucio no volvió.

Después de un tiempo, me enteré que había cambiado mucho y traía para el pueblo unos zainos comprados en Chasquito.

Es loco el Lucio, seguro los cuatrereó, supuse sabiendo cómo le tiraban los naipes y que nunca tenía plata.

Un atardecer, cuando menos lo hubiera imaginado, el Lucio llegó montado en un overo potrillo, con botas de empeine repujado y un faconcito plateado acomodado en la cintura.

Sentados los dos en un banco bajo, a la sombra del alero, apurando un matecito perfumado con cáscaras de naranja, me contó que pensaba comprarle al Gringo, las tierras del cauce.

-Estás tomado, Lucio -le contesté- ¿Con qué dinero? No te habrás metido en líos allá, cuando te fuiste mareado porque la Blanca ni te miraba.

-No entendés, te digo que todo es bien parido, no hay nada raro. Voy a comprarme las tierritas porque me vino buena la mano, siempre quise quedarme acá y la granja del Gringo me gustaba de antes.

También a don Severo Linares, las tierras del Gringo le parecieron siempre las mejores por el cauce que entraba en la hondonada y por la orientación del terreno.

-Hacés bien, pero vos no podés pagar lo que valen.

-¿Quién te dijo? -me interrumpió el Lucio-. Para algo tengo la plata en el banco.

Recordé que don Severo llevaba los ahorros al banco. “Una moneda sobre la otra”, me aconsejaba.

-Me gustaría una casa con ventanas sobre el lado del norte, sobre el cauce que da a la quinta, por la orientación, ¿sabés? Ayuda a amainar los vientos -siguió diciendo Lucio Santos y se relamía los labios, acomodándose el pañuelo sobre la camisa de cuello recién planchado.

-La Blanca está engordando, quien iba a decirlo, ¿no? Ella, toda mía, y de chiripa un gurí; cosas que pasan -y acariciaba la hebilla del cinto trenzado, cerrando apenas los ojos.

“Cosas que pasan”, decía de fijo don Severo mientras armaba un cigarro en el patio, cuando volvía de visitar a la Blanca.

-Ojala el gurí tenga sus ojos -se entusiasmó el Lucio -del mismo color del romero dulce.

-Ojos de romero dulce –repetí, acordándome de que así piropeaba a la Blanca don Severo, cuando ella pasaba ondulando sus andares por delante de la chacras.

Y ahí nomás, me memorié del espíritu de don Severo Linares añejado en la botella y del día en que el Lucio Santos se lo bebió de un trago, desesperado de amor por la Blanca.

Volví a fijarme en las letras bordadas en el pañuelo.

La L . La S.
La S. La L.





M.R.-C.
DE AMORES Y DESAMORES
Editorial Dunken

jueves, 3 de marzo de 2016

LAS AMANTES SON RUBIAS 

“EL TAPADO DE MEZCLILLA”

                                                                                                                                         Por Marita Rodríguez-Cazaux
Caminante solitario
Lo había descubierto en San Telmo, revolviendo en una tienda cualquiera, casi oculto por un echarpe de cachemira. Sin poder resistirme, me lo calcé sobre los hombros.
—Un abrigo italiano, de corte impecable —se apuró a indicar el tendero— Mire los pespuntes en cordoné, los botones dorados, la martingala. Un tapado con presencia. Dígame, ¿usted diría que es verde, azulado o gris? Le resultará imposible porque este tapado tiene el color del estado de ánimo de quien lo use—dijo confidente —.Y fíjese la trama…Ya ve, una pichincha para no perderse—remató con gestos galantes.
Pagué sin regateos, sin entender por qué me atraía un abrigo de mezclilla fuera de moda y salí de la tienda con el tapado colgado en el brazo. Balanceándose al compás de mis pasos por los adoquines, las mangas parecían gesticular sombras azules, verdes y grises en las paredes.
Ya en casa volví a ponérmelo. Mirándome de perfil ante el espejo, me pareció regresar a la infancia, delante del ropero de mamá, probándome su ropa.
Qué tonta, porfié, no necesito tener otro abrigo, y menos si me lleva a esos recuerdos. Claro que no es mala compra, no puede negarse su hechura distinguida, me conformé mientras lo colgaba en una percha.
Una semana más tarde me invitaron al cumpleaños de una prima en la casona de la playa. No quería ir porque la casa rememoraba aquellos días interminables de veranos aburridos, donde daba vueltas por el parque, la sala, los pasillos del corredor. Pero, yo jamás encontraba las palabras que ayudasen a escabullirme de esas reuniones tediosas y acababa por aceptar.
Termino haciendo lo que no quiero, me recriminé mientras guardaba contrariada en la maleta la ropa interior y los zapatos altos, los cosméticos y el vestido negro de lana. Con este frío, protesté al tiempo que ponía todo en el baúl del auto. Entonces, me acordé del tapado de mezclilla jaspeada.
Puedo estrenarlo, pensé, y lo acomodé en el asiento.
A las tres horas cruzaba la tranquera y seguía el camino de pinos hasta llegar a la casona. Estacionados sobre la gramilla, cuatro autos y una moto se alineaban bajo el alero. Adiviné que todos estarían en la sala, junto al hogar de leños.               Cuando entré, un fuerte olor a piñas quemadas llenaba el salón.
—Por fin —me recibió la tía, con el tono afectado que creía obligatorio en la gente paqueta y se acercó para besarme.
—Ya nos marchábamos a pasear por el centro —me dijo mi prima al abrazarme. Pensé que el centro no tenía más de cinco cuadras de negocios, un club, el casino venido a menos y la plaza principal.
—Vamos, vamos —ordenó la tía y empezó a distribuirnos por grupos para subir a los autos.
—Está desierto, como todos los inviernos —susurró mi prima y, sonriendo, me empujó para salir.
Poca cosa para estrenarme el tapado, pensé.
En el verano, la playa era invadida durante el día por haraganes ricos con anteojos oscuros que, antes del atardecer regresaban a sus hoteles a cenar y nos dejaban todo el pueblo marinero para nosotros. La gente se reunía en las puertas de las casas y tomaban helados en las veredas, convencidos de que el lugar solamente les pertenecía por entero en los inviernos.
Hacia la medianoche los autos volvían a acercarse a la playa, con los faros encendidos circundaban un espacio donde encendían fogatas mientras las radios sonaban estridentes. Yo los veía detrás de las ventanas, espiando el bullicio de los visitantes, imaginando sus vidas agitadas, sus viajes, sus desbordes. Aventuras tan distantes de mis vacaciones sosegadas.
Caminamos hasta el bar del centro, un viento fresco me obligó a cerrarme sobre el cuello las solapas, mientras un sol delgado resbalaba por el tapado.
—¿Te acordás de Enrique? —cuchicheó mi prima, tocándome el brazo.
Era imposible olvidarme de Enrique. Lo recordaba aún sin proponérmelo.
El año en que mis primos pasaron con los abuelos el verano, los días solitarios sin otro pasatiempo que la hamaca en el árbol y los libros, se volvieron días de alegría y juegos en la playa. Amigo de mis primos, simpático, incansable, era el líder indiscutido. Lo veneré desde su llegada. No perdía oportunidad de estar con él, cabalgando por los médanos, jugando en el mar, organizando guitarreadas alrededor de los fogones.
Juntos siempre, hasta que un mediodía, ella apareció en la playa y el sol se eclipsó sobre su pelo. Perfecta y rubia, paseaba sin prisas por el borde del mar. Enrique dejó de mirarme para mirarla, se fue alejando de todos los momentos que compartíamos para estar pendiente de ella. Quedé más sola que en los veranos anteriores.
Al término de las vacaciones la siguió a Buenos Aires. Más tarde, supe que vivían en San Marino, Enrique había finalizado sus estudios y trabajaba en un buffet importante. Pero la convivencia no resultó fácil y, tras dos años de matrimonio, se separaron. Él, entonces, regresó al campo de sus padres.
Para rematar mi carrera viajé, becada, a Bélgica. Retorné con el inicio de la democracia y conseguí un buen empleo como correctora en una editorial capitalina. A pesar de la relación estrecha con mis primos, no volví a ver a Enrique.
Nos desviamos de la plaza para entrar en el bar. Mi prima comentó que vivía solo, establecido en la chacra familiar.
—Se ha vuelto taciturno —dijo confidencialmente.
Cuando nos sentamos a la mesa, miré en derredor curioseando el salón. La luz raída de las tulipas, se desmoronaba sobre las mesas cercanas. De inmediato, reconocí su nuca, sus hombros apenas recostados en el respaldo en la silla. La tía también lo vio, y poniéndose de pie, alzó la voz para llamarlo. Girando lentamente, Enrique saludó con la mano. Al verme, pareció sorprendido.
Se levantó. Apoyado en la mesa, contestó algunas preguntas de la tía; después se llegó hasta mi sitio.
—¿Puedo sentarme? —dijo, separando la silla.
—Sentate donde quieras —le contesté y corrí el tapado del asiento donde lo había dejado, al tiempo en que él se sentaba.
—Tiempo atrás… —dijo despacio, cruzó los brazos sobre la tabla de madera.
Parece decolorado, como la rubia, me regocijé en secreto al notar las canas en sus sienes y las arrugas leves en la frente.
Sus ojos se detuvieron en los míos, temí que adivinara mis pensamientos y apreté los dientes para no confesarle cuánto había extrañado esa mirada.
No te quiero, no te quiero, llevo media vida aborreciéndote, pensé y sostuve su mirada demostrando una indiferencia que no era real.
—¿El abrigo es tuyo? —preguntó señalando el tapado, como si quisiera alejarlo, mientras yo bebía chocolate dulce, con los ojos fijos en la pared con humedad.
—Lo compré en Londres —mentí. Una mueca le torció los labios.
Cuando nos levantamos para regresar, la tía lo invitó a cenar. Él se negó cortésmente.
—Prometeme que venís a los postres —insistió ella. Enrique, ladeando la cabeza, aceptó casi sin abrir la boca.
Cuando llegamos a la casona, la abuela asaba castañas y las bellotas crepitaban por el calor.
—Pobre Enrique —susurró mi prima antes de ir a cambiarnos, parece que algo lo estaqueara en la tristeza, como si no pudiera ser feliz en ningún lugar. Seguro ni siquiera viene a la noche.
—La tía no debió obligarlo —dije subiendo la escalera.
—Quizá haya sentido lástima por él, Enrique no es el mismo desde que ella lo dejó. Aquella relación fue cruel —agregó mi prima, apurándose en los escalones —, una mujer cínica que solamente perseguía su posición.
—Así son las rubias —contesté molesta, pasando la mano sobre mi flequillo oscuro.
Durante la comida me sentí incómoda, silenciosa. La abuela, solícita, acercaba los platos con castañas almibaradas y los duraznos glaseados del postre.
Después de la cena alguien trajo un álbum de fotos y mientras la tía lo hojeaba todos empezamos a convertirnos en bebés gordos envueltos en mantitas tejidas, en chicos despeinados jugando en la playa, en adolescentes desgarbados.
—Qué lindo sentirse veinte años más joven —dijo la tía. La miré con rabia.             Veinte años, eran los que yo tenía cuando me enamoré de Enrique. Nunca pude querer de la misma manera, arrastrando fracaso tras fracaso, enredos y desilusiones que parecían perseguirme.
—Mirá, mirá…, acá estás disfrazada de Pierrot y con medias blancas —gritó mi prima, señalando mis piernas flaquitas de rodillas huesudas.
Yo odiaba las fotos de la abuela porque acercaban ausencias muy dolorosas, días interminables de vacaciones solitarias mientras la familia viajaba al Uruguay y yo, alejada del bullicio de las clases, no tenía otro pasatiempo que la hamaca en el árbol y los libros.
Un motor detenido en la entrada precipitó a la tía a la puerta. Al rato apareció en el salón del brazo de Enrique. Me pareció que él se sentía incómodo.
Increíble volver a verlo y en esta casa, pensé al tiempo que respondía a su saludo.
—¿Viste las fotos? —dijo la abuela mostrándole el álbum —Fijate qué lindas están las chicas —agregó.
Horribles pensé, horribles con esos trajes de baño con voladitos y los sombreros de lona a rayas. Horribles al lado de la rubia impecable, envuelta en un pareo importado y con un escote de envidia.
—Fue una época especial —dijo Enrique sonriendo con ese rictus que diferenciaba su sonrisa de la de los demás.
—¿Por qué? Un verano que pasó de largo y que nadie recuerda, no tiene nada de especial —intervine sabiendo que iba a lastimarlo.
Lentamente se separó del sillón donde la abuela hojeaba las fotografías. Se acercó al ventanal. La tía le alcanzó un pocillo de café. Los vi hablar en voz baja.
El calor de los leños me mareaba. Descolgué el tapado del perchero y salí a fumar un cigarrillo al parque.
Unas pisadas a mis espaldas hicieron que me diera vuelta. Era él.
—Al llegar a San Marino ya la había perdido —dijo como si fueran palabras que hubiesen quedado adeudadas, un secreto que tuviera que develarme —.Fue inútil tratar de retenerla, no pude lograr que me quisiera —agregó sin pudor.
—Nadie puede hacer que lo quieran —silabeé con resentimiento, dispuesta a tirarle en la cara todo el dolor de estos años.
—Volví a encontrarla hace unos meses, sentada a la mesa de un café, abrazaba a un hombre joven. Sus dedos perfectos plegaban para cerrarla sobre su garganta, la seda de una chalina; un gesto que solamente ella podía volver sensual y provocativo. Todavía me pareció hermosa, hermosa como siempre, pero al descubrirme desvió la cara —siguió diciendo como si viera un paisaje más allá del que nos rodeaba.
Se pasó la mano por el pelo que le caía sobre la frente. Su voz era opaca cuando volvió a hablar.
—Recordé el último momento en que la sentí mía. Caminábamos por una calle escalonada, una llovizna imprevista nos apuró los pasos. Ella cerró, en un gesto delicioso, las solapas de su abrigo. Un abrigo jaspeado de color indefinido, con botones dorados, que habíamos comprado juntos en las tiendas de San Giovanni. Un tapado de mezclilla que volvía el tiempo del color que ella mandaba. Verde. Azul. Gris. Un tapado que reconocería inmediatamente.
—Inconfundible —dijo —. Aún en el cuerpo de otra mujer.
Después, por el sendero que circunda los pinos, lo vi marcharse.
El rocío, iba desvaneciéndose espejado de ligustro, cuando metí las manos en los bolsillos de un tapado de mezclilla gris.
——
Cuento del libro “Las amantes son rubias“, de Marita Rodríguez-Cazaux
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viernes, 26 de febrero de 2016

PERIÓDICO IRREVERENTES

LAS AMANTES SON RUBIAS

“LA MEIGA”

Meiga

Te oigo como si las palabras fueran inesperadas, irreconocibles. Como salidas de otra boca que no fuera tu boca. Debiera aullar, abalanzarme, golpearte con los puños cerrados. Llorar, atragantarme de furia. Escupir odio. Sos un bastardo, hijo de perra, eso mismo tendría que decirte, pero me ahogo y abro de par en par las celosías del balcón. El gato, los ojos solferinos, parece erizarse de frío.
Tu confesión es una marejada que me asfixia, se extiende fuera de la casa, corre por las rúas, entra en el bar donde, tiempo atrás, nos conocimos. Vuelvo a escuchar tu acento provinciano, la deliciosa manera de rasgar las erres, la simpatía de tus ojos.
En el exilio, amigos comunes habían armado un punto de encuentro. Cierta empatía natural nos llevó a olvidarnos del grupo, aislarnos del bullicio, hablar de nosotros. A la salida del bar, caminamos juntos por la calle del Príncipe. Desde los altos de una casa vieja, llegó hasta la acera un alalá. Nos detuvimos en silencio, la canción nos sonó creada solo para los dos.
—Nos regaló su color—dijiste al fin, tomándome del brazo—, todas las voces guardan un color.
—Es cierto… Entonces, decime… ¿de qué color es mi voz? —quise saber. Te reíste, y contestaste que era magenta. Me conformó, no me gustaban ni el azul ni el verde, el gris me producía nostalgia. Siempre odié los tonos pasteles, tan poco osados, como la gente sin definirse. Un pensamiento desordenado me sacude, mi cabeza retrocede, distingo la neblina de Cangas, el hotel México, el piso antiguo que elegimos. Seguí con mis clases y vos acoplaste traducciones a tu tarea periodística. No querías postergar la escritura de tu primera novela, un proyecto que te desvelaba.
Me acerco a la ventana. El perfume de tu tabaco se arrima, me retiro. Bajo la luz entornada del cuarto, adivino la tensión en tu boca. En silencio, aplastás la colilla en el cenicero. La escuadra de tu espalda entra por mis ojos. Recuerdo detalles precisos de tu forma de hacer el amor, la boca entreabierta, la agitación.
La novela seguía sin gestarse; era como esas mujeres estériles que acuden al almanaque, tildan la fecha una y mil veces,  palpándose el vientre, oliéndose la ropa íntima. También para vos la novela significaba ese desquicio, el insomnio. Horas y horas frente a la máquina de escribir, y, al llegar la noche, el desencanto, la desesperanza, el olor del papel que se chamuscaba, arrugado y maldecido entre los leños de la chimenea. La visión se cierra como una trampa, te veo sentado nuevamente frente a la máquina.
—El personaje se me escapa… Haría cualquier cosa por encontrarla…
—¿Encontrarla? Ah, es una mujer… ¡Te descubrí! —dije acercándome—.Pero me preferís a mí, ¿verdad? —agregué abrazándote.
Tuviste oportunidad de viajar, proyectos en París, dos conferencias, un seminario. Destinos imprevistos que se volvieron reiterados y te mantuvieron alejado una semana. Al regreso, te sumergiste en nuevos capítulos, la trama iba tomando carnadura.
Un sábado, mientras regaba las plantas del balcón percibí que se había detenido el ritmo constante de tu máquina. Me volví. Estabas mirándome de una manera especial.
—La Meiga —te oí decir. Acudiendo a tu gesto dejé el balcón —. Acaba de llegar —concluiste.
—Un nombre extraño, como si no le perteneciese a una sola mujer. Debiera tener un nombre más concreto, uno como el mío por ejemplo —te contrarié, sin poder ocultar cierta desilusión.
—La Meiga es todos los nombres —me cortaste.
—Me refiero a nombres que identifican, que son la talla, el color de ojos,  un rictus propio.
—También los tiene —dijiste.
Esa noche brindamos por la novela. El vino dulce, la mansedumbre de la llovizna pontevedresa. La noche. Qué ironía, nada más perfecto que nuestros cuerpos balanceándose en un hilo invisible.
En la semana siguiente teníamos planeado un paseo en barco por el Berbés, pero un compromiso de última hora te desvió. Lamenté que tuvieras que estar ausente en las fiestas de fin de año. Dos semanas parecieron una eternidad.
—¿De qué color es la voz de La Meiga? —pregunté mientras cenábamos en una marisquería de Coia, a tu regreso.
—Muchos, porque tiene muchas voces —dijiste. Sentí celos de la proximidad de esa mujer invisible que pertenecía a un mundo que recreaba tu letra redonda, esa miríada de sensaciones estallando en un instante. Con ella asistías a la ceremonia de acomodar el puzzle de palabras, una rayuela irreverente, un modelo para armar que no respetaba normas.
El gato trepa la silla de tu escritorio, se estira sobre el almohadón. Algo me empuja a aquel espacio de aroma verde, la pleamar agitada. El exilio, el alalá. Yo misma, un gato, enredada a tus piernas, la cabeza recostada en tu regazo.
Las luces se apagan a medias sobre la tarde. A esa misma hora, muchas tardes, esperé tu regreso, las horas sin el sonido de tus dedos sobre las teclas. Hasta que llegabas y yo me rompía contra tu pecho, y vos, poseído, apresurabas hojas y hojas penetrando los colores de su cuerpo, toda ella metida en tus entrañas.
  —Para ser La Meiga, tiene que ser muchas mujeres —confesaste una noche, expulsando el humo del cigarrillo lento después del amor.
—¿Muchas?  ¿A quién se le ocurre que en una mujer quepan muchas? —rebatí.
 —Es a la inversa—corregiste—.En muchas, está La Meiga.
Te asomás al balcón, tus manos sobre la barandilla. Rememoro O Grove, el puente, las corridas bajo soportales románicos. Los compromisos te distanciaban por semanas. Al volver, tu necesidad por meterte en la atmósfera de la trama, como si te apremiase hacer palpable cada acto que tu cabeza guardaba. La Meiga recuperaba la curva de la cintura, el arco del pie, los gozosos olores femeninos.
—¿Qué te parecen unos días en la playa? —reclamé al llegar el verano —. Podríamos visitar A Toxa.
Desviaste la idea, la novela llegaba al final, era mejor esperar los primeros días del otoño. Se apilan detalles como si fueran imágenes atropelladas, disparadas por un flash.
Regresás a la sala, gotitas redondas sobre tu suéter parecen lunares rosados.  Pasás la mano por el pelo para sacudir las filigranas del agua. Afuera, la poalleiradesmenuza reflejos de peltre sobre las piedras. Tropiezo con el recuerdo,  Carretera de Padrón, Caldas, Cesures.
En las tardes de sol, llegábamos hasta el muelle, recorríamos la rambla. Al anochecer,  un aire salado y fresco, amuchaba a las gaviotas en las cornisas, una junto a la otra.
Encendés un cigarrillo, servís café.  El humo bordea la taza, desdibuja la mano que tendés al ofrecérmelo y sube hasta tu cara. Sin moverme, desvío la vista. Oigo que volvés a dejar la taza sobre la mesa, salís del cuarto.
Desde la habitación contigua llega el rumor de las bisagras del ropero, adivino que acomodás ropa en una valija. Imagino tus camisas sin doblar, hechas un bollo enredado, puestas en desorden. Suena la cerradura al bajar la tapa sobre la ropa apretada.
Cuando regresás, tus pasos apenas se apoyan sobre los tirantes avejentados del piso.
—El tren pasa a las once —decís desde el vano de la puerta. Calculo que falta una hora, quizá un poco menos. La opresión del tiempo, otra de las cosas que habíamos perdido. El tic tac del reloj, ahora, es un golpe. Me recuesto en el almohadón. Se intensifica el rumor del tránsito. El gato, indiferente, se encarama al sofá, se estira.
Te acercás a la salida, apoyás la valija al costado de la puerta. Estás en ese cuadro que limita la puerta y el angosto corredor hacia las escaleras.
Te miro más allá de esta pesadilla, más allá de tu cuerpo, el esqueleto dentro de la americana y el pantalón marrón. Veo tu hígado y tus vísceras, el flujo de la sangre agolpándose en las sienes, los tendones del cuello, la saliva que pasa por la tráquea. El deseo vital, la libido. Puedo ver tu pasión satisfecha.  Te veo entrando y saliendo de todas las mujeres, que son como las gaviotas amuchadas en la cornisa. Una al lado de la otra. El gato rasguña la funda del almohadón. El crujido de la seda lo alarma, su maullido nervioso tapia el timbre de tu voz. La despedida se desvanece en el hueco de la puerta. Ya no estás. Y sé que nunca, nunca, el perdón.

Cuento del libro “Las amantes son rubias“, de Marita Rodríguez-Cazaux
Editorial Dunken, Ayacucho 357 CABA
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