EL DESIERTO Y SU SEMILLA
Por Germán Cáceres
En su ilustrativo prólogo, Nora Avaro se pregunta: “¿qué pasó?, ¿por qué
pasó? Y, sobre todo, ¿cómo ha podido pasar?”.
En la familia de Raúl Barón Biza se produjeron cuatro suicidios: él era un
millonario bon vivant argentino, que se
casó en Venecia con la actriz suiza Myriam Stefford. Cuando la pareja se radicó
en la Argentina,
ella se volcó apasionadamente a la aviación hasta que, en 1931, murió a los 26
años en un accidente al caer su avión en San Juan. El viudo en su honor construyó un
mausoleo de 82 m
de altura en la ruta provincial 5 de la Provincia de Córdoba.
Posteriormente, en 1935, Raúl contrajo matrimonio con Clotilde Sabattini,
prestigiosa educadora –que escribió el primer Estatuto del Docente-, veinte
años menor que él e hija del caudillo radical cordobés Amadeo Sabattini. Fue un
matrimonio conflictivo y, en 1964, decidieron separarse y concurrieron con sus
abogados al departamento que Barón Biza tenía en Buenos Aires, y, en forma
inesperada, él arrojó un vaso con ácido a la cara de Clotilde, desfigurándola; luego
fue hasta su dormitorio, tomó whisky y, por último, se disparó un tiro en la
sien.
Y en este punto preciso, con los nombres cambiados, comienza la novela,
es decir el relato de los esfuerzos que realizó Eligia (Clotide) para intentar
recomponer sus facciones. Su hijo Mario (Jorge Barón Biza, 1942-2001) la acompañó
tanto en su convalecencia en Buenos Aires como en su posterior traslado a una
clínica de Milán. El tratamiento al que se sometió en la ciudad italiana fue
escalofriante: “la piel del brazo que se empleó para reconstruir el párpado
derecho se empleó incorrectamente. (…) Ahora los vellos están creciendo del
lado interno del párpado (…) todo lo que hace falta es, cada diez o quince
días, dar vuelta el párpado con la mano, y con una pinza arrancar los pelitos
que empiezan a nacer”.
Jorge Barón Biza se demora en la descripción de un rostro desfigurado que
se corrompía a medida que la herida del ácido continuaba con sus efectos devastadores
(en el prólogo, Nora Avaro comenta que el autor escribió que “la novela es
obviamente autobiográfica pero no es confesional”). Su apelación a colores y
connotaciones pictóricas puede resultar morbosa, ya que parecía estar fascinado con la nueva imagen de su madre:
“Como las zonas de color se escondían en las cavernas que abrían los médicos,
estudiaba de cerca los abismos de la mejillas para observar su evolución y
desear que de esas miradas rebrotase la armonía”. La suya es una meditación profunda
(“la idea de que el mal no era un tema al alcance de la voluntad”), que se
sumerge en los precipicios de la locura. Así, su sensibilidad se inclina hacia
el horror, la desesperación y la certeza de su propio destino (se suicidó en la
ciudad de Córdoba en 2001; Eligia, en 1978, se había tirado por una ventana del
departamento del que fue su marido).
La de Jorge Barón Biza es una prosa magnífica, clara y segura, de
exquisito equilibrio: poseía un don especial para la descripción precisa, que
se muestra tanto cuando detalla las caras de los personajes –incluso los
secundarios- como los paisajes. Su barroca y exuberante reseña de un cuadro,
“El jurisconsulto”, de esa rareza renacentista de la pintura que fue Arcimboldi (1527-1593),
es asombrosa. El cuerpo desnudo de Dina, su amiga prostituta de Milán, está
descrito en todos sus matices, volúmenes, rasgos y tensiones de piel. Mario, que
durante su estada en Italia cayó en la pasividad, la vagancia y un alcoholismo
avanzado, había empezado a dar muestras de una crueldad similar a la de su
padre.
Un meritorio emprendimiento de Eterna Cadencia Editores es este rescate de
la única novela -se había editado en
1998- de Jorge Barón Biza, de quien póstumamente, en 2010, se publicó Por dentro todo está permitido, una colección
de sus trabajos periodísticos.
Ha sido permitida la inclusión de esta reseña literaria en el presente blog.
"EL DESIERTO Y LA SEMILLA", de
Jorge Barón Biza
Eterna
Cadencia Editora, Buenos Aires, 2013 - (224 páginas)
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