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lunes, 21 de septiembre de 2015

PERIÓDICO IRREVERENTES

LOS QUEHACERES DE UN ZÁNGANO: 

“LA DESGRACIA DE TENER 

UNA FAMILIA COMO LA MÍA”

Por Fernando Morote

inFeliz
Se dice que tener una familia es una bendición de Dios. Y en efecto lo es, aun en mi caso.
Para comenzar diré que todos los que vivimos en esta casa somos una sarta de infelices. La convivencia humana no es otra cosa que el acuerdo al que llegan los hombres para vivir mintiéndose unos a otros. Esto es un hecho comprobado.
Mi familia más íntima, con la que vivo actualmente, se compone de una madre, una hermana, dos sobrinos, un cuñado, una abuela, una cocinera, y yo.
Me ocuparé, en primer lugar, de mi madre. No es porque sea mi madre, pero ella es una mujer de excepción. Sin las disculpas del caso, debo decir que en casa, a diferencia de otros hogares, mi madre no es la villana de la película; es la víctima. Mi madre hace de todo por todos y para todos. Por ejemplo, lo único que no hace mi madre por mi hermana es acostarse con su marido. Tiene una vocación de mártir que desespera. Todo lo haces tú, mamá. “Sarna con gusto no pica”, ¿recuerdas? Pero luego vienen las quejas. Todo en ella son sólo quejas, puras quejas, variadas e interminables quejas. ¿Sobre qué fundamento filosófico descansan? Me pregunto si habrá algún pensamiento positivo en la cabeza de mi madre. Cuando aparece alguna labor doméstica pendiente de ejecución, allá va ella, presta y dramática, a poner manos a la obra mientras declara: “Si no lo hago yo, ¿quién?, van a pensar que no quiero ayudar”. Se olvida de que la casa es suya. Si fuera esclava, mi madre se sentiría realizada. Tal vez sería completamente feliz. Pero si fuera negra odiaría a Ramón Castilla por concederle la libertad. Cualquier comentario o deseo expresado inocentemente, ella lo interpreta en el acto como una orden y corre a cumplirla con desesperación. Hasta cuando alguien la despierta inoportunamente de un sueño nocturno, o le interrumpe una reparadora siesta, en vez de amargarse o fastidiarse, ella se preocupa, se sobresalta, se asusta, pide disculpas. Un día que estaba en plena función de gemidos, quejas y lamentos, me provocó decirle: “Mamá, ¿por qué no te pegas un tiro y dejas ya de sufrir tanto?”. Pero no me atreví. En cambio le pregunté otro día: “¿Te consideras feliz, mamá?”, y ella me contestó: “No sabría decirte, hijo. Nunca me he puesto a pensar en eso”. Mi madre tiene un espíritu de mártir que emociona: de haber nacido en tiempos de la Guerra con Chile seguramente habría protagonizado algún acto heroico y quizás se hubiera convertido en una mujer famosa, su figurita saldría hoy en todos los álbumes de Historia del Perú.
“Mi madre es una santa”. Falso. La vida de perros que mucha gente padece se la debe enteramente a su madre. Ellas, por supuesto, tienen sus frases típicas también: “Siempre trato de dar lo mejor a mi hijo, no quiero que sufra lo que yo he sufrido”. Evitar el sufrimiento a un hijo es impedirle su crecimiento, negarle su desarrollo. “Tanto sacrificio y mira cómo me pagas”. Manipulación artera cuyo único propósito es provocar en el hijo incauto un irreprochable sentimiento de culpa que le permita dominarlo a su antojo. Los hijos no tienen nada que pagar a sus madres. Por tal consideración, yo sostengo que la única mujer en el mundo que merece mi respeto es aquélla que está siempre dispuesta a mantenerme: mi madre.
También tengo una hermana. Aunque demasiado convencional para mi gusto, no puedo dejar de reconocer y agradecer lo mucho que me ha ayudado. Hay ciertas cosas, sin embargo, que no puedo dejar de decir. Por ejemplo, se levanta a las siete de la mañana. Apurada, toma desayuno por toda la casa. A su paso van quedando platos sucios, pelos tirados, partes de su pijama. Es una mujer muy abnegada. Tiene una cara de sacrificio materno que no se puede superar. Prepara la leche para sus hijos. Pone los biberones a enfriar en un balde con agua. Entra al baño. Perfuma el ambiente evacuando digestiones atrasadas. Sale. Sigue con su cara de sacrificio materno que no se puede superar. Corre rapidito del dormitorio al baño, del baño a la cocina, de la cocina al baño de nuevo, del baño a la lavandería, de la lavandería a la cocina otra vez. En el camino se le salen las sayonaras. Saca los biberones del balde. Bota el agua. Abre el caño para llenar nuevamente el balde, y se va. Se va. Deja el caño abierto para que¼¿Para qué, por favor? ¿Para quién? Precioso detalle. Sacrificio materno que no se puede superar.
Mi hermana es una madre muy abnegada. Sabe freír huevos. Los tira a cinco metros de distancia y, dando saltitos de pánico, se aleja de la sartén. Los deja. Qué abnegación, por mi madre. Da de comer en la boca a sus hijos, pero no lava los platos, ni limpia la mesa, ni barre el piso. El comedor queda como si hubiera sido escenario de una reyerta carcelaria. Baña y acuesta a sus hijos, pero no lava los pañales ni tiende las camas. Es una experta en crianza de niños. Ha leído un libro titulado “Mi bebé y yo”, así que está todo resuelto, quédense tranquilos.
Una clase de educación impartida por mi hermana a sus hijos es como sigue:
—¡A ver, niños! —dice muy animada, batiendo ambas manos— ¡A bañarse! ¡Ustedes ya saben que es muy bueno bañarse!
Y, a renglón seguido, muy intelectualmente, agrega:
—Para que huelan rico.
Lo cual echa por tierra los lápices, las carpetas, el salón y hasta el colegio entero. La vitalidad que surge de un estimulante baño, y que predispone la energía para el estudio y los deportes, es un concepto absolutamente ignorado por mi hermana. A ella sólo le interesa que sus hijos huelan rico. Es secretaria ejecutiva. Trabaja en una oficina. “Mujer entrenada para consumir”, según palabras de mi cuñado. Sus hijos son para ella un juguete con el que se entretiene cada tarde al llegar del trabajo. Pero se ofende cuando alguien se los devuelve los fines de semana por la mañana, después de que los echa del cuarto para que la dejen dormir en paz. Dios me libre de llegar a ser un día el marido de una mujer como mi hermana.
Observemos ahora a mi cuñado. Aunque político y adoptado, no original como los demás, éste es otro caso serio dentro de mi familia. Yo, sinceramente, recomendaría el divorcio. Mi cuñado sólo es agradable cuando paga las chelas o invita los tiros. Tipo grandote e hidropésico, torpe para hablar, bruto para entender. Conserva todavía algunos rasgos humanos, pero en el fondo sigue siendo un animal. Todo lo que toca se jode. O se pierde. Como nada es suyo, ni le duele. Después tiene el descaro de hablar de abnegación, de responsabilidad, de sacrificio personal. Farsante típico. Uno de los más detestables ejemplares masculinos que haya conocido en mi vida.
Cierta noche que me quedé cuidando a sus hijos, sonó el teléfono a eso de las diez. Era él.
—¿Cómo están los mellizos? —preguntó.
—Bien, bien —le dije apurado, para cortarlo rápido— ¿A qué hora vas a venir?
—Ya voy, hermano, no te desesperes; dentro de un ratito estoy por la casa. Acabo mi último trago y arranco.
—Sí, pero no te demores —le recalqué.
—¿Por qué, ah? —me preguntó, con toda la concha del mundo.
—¡Porque son tus hijos, pues huevón! ¡Tienes que venir tú a cuidarlos! —tuve que contestarle, para que reaccionara.
Adoro las actitudes de mi cuñado. ¡Qué rico huevón! Abre todas las puertas, enciende todas las luces, y se larga. Es un tipo estupendo, la personificación del amor al prójimo. Es también un padre muy abnegado. Cada vez que puede, cuando nadie lo ve, o nadie le dice nada, acaba con las ollas. Al llegar a la hora que sea sólo hay un nombre que se le viene a la cabeza: no es, obviamente, el de mi hermana.
—¿Mamá?…¿mamita?….¿mami?….¿ma? —dice.
Y mi madre desgarrada, desde algún rincón de la casa, responde con voz de drama:
—¡Aquí estoy, hijo!
—¡Hola! —contesta el otro. Y prosigue:— ¿No habrá comidita, mami?….¿un poquito de salsita?…. ¿habrás preparado tecito heladito con limoncito?….¿tendrás sopita?….¿quedará pancito?….¿con cafecito?….¿no habrá un poco más de estito?….¿puedes servirme otrito?
Y mi madre desgarrada, aunque no haya nada, a todo responde con voz de drama:
—¡Sí hay, hijo!
Mi cuñado, después de haber arrasado la comidita y eructado brutalmente el postrecito, se acuerda de que existe sobre el planeta una mujer que se casó con él. Recién entonces pregunta:
—¿Y mi esposa, mami?
Y mi madre desgarrada, sin importarle la hora, responde con voz de drama:
—¡Está durmiendo, hijo!
Pero luego sucede también este episodio a la inversa. Completamente a la inversa. Mi madre, entusiasmada, a media mañana, se dirige a su yerno y le dice:
—Hijo, más tarde, cuando te desocupes, ¿podrías por favor recogerme del mercado? Estas bolsas de paja pesan cuando están llenas.
Entonces mi cuñado se paraliza:
—Eh¼.., eh¼., eh¼¼—balbucea.
—¿Puedes o no puedes? —insiste mi madre, 50% menos entusiasmada.
—¿A qué hora? —pregunta mi cuñado.
—Dentro de una hora, más o menos —dice mi madre.
—Dentro de una hora¼.—repite él— Dentro de una hora¼.dentro de una hora¼.—pone cara de hombre muy ocupado, golpetea la mesa con el dedo, hace como que piensa cosas importantes, revisa mentalmente su agenda, diagrama su ruta y la dibuja en el aire con la mano.
—¿No podría ser un poco más tarde, mami? —inquiere finalmente.
—No, es que más tarde¼.—dice mi madre, 0% de entusiasmo, fastidiada incluso— Ya no importa, hijo. Olvídate. Me regreso sola. Gracias.
Y mi madre desgarrada, trágica y dramática, se va, dos bolsas de paja en cada mano, rumbo al mercado. Asunto resuelto. Favor devuelto. Lo más ridículo que pudo haberme dicho alguna vez mi cuñado es: “Soy un universo de entendimiento”.
Con respecto a mi abuela, basta decir que es el resultado de una juventud vivida sin reflexión. La expresión de su rostro denota que a lo largo de los años todo lo que ha hecho es envejecer. Con ella cerca no necesito casarme. Es omnipresente: todo pide, todo pregunta, todo vigila. No es que sea aficionada a los deportes o tenga algún interés particular en la política; sólo le encanta ver por televisión cuando los hombres se agarran a trompadas. La noche de Navidad confesó que deseaba fuera la última. Se le veía cansada, aburrida. La longevidad sin placer no es más que un dolor alargado.
Finalmente llegamos a quien lleva más de treinta años atendiéndonos, cambiando de humor cada minuto. Alguien que al parecer ha reservado sólo para mí el privilegio de sus sorpresas repetidas: ¡Un pelo en la sopa! ¡Y en el guiso! ¡Y en la ensalada! ¡Y en el postre! ¡Y en todos los platos de comida que me tocan en gracia! ¿Por qué, Señor? ¿Por qué he de ser yo siempre el elegido, entre todos los comensales que se sientan a la mesa familiar, para descubrir en plena fuga los pelos rebeldes de la cocinera? ¡Bah! Debo rendirme ante la evidencia: tengo un destino descabellado.

los quehaceres de un zangano[2]
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viernes, 21 de agosto de 2015

PERIÓDICO IRREVERENTES

CITA A CIEGAS EN BELGRANO

Por Alberto Ernesto Feldman
Cita

Nunca creí que Mecha acudiría a la cita. En la época en que los chicos se conocen chateando, como dicen, nos habíamos vinculado gracias a una llamada telefónica y por un teléfono de línea, ni siquiera por un celular, MSM; ninguna de esas cosas raras.
No fue una equivocación, yo, viejo milonguero solterón, estaba en banda y buscaba un ligue. Entonces llamé al 2780-6011, me atendió una voz femenina y le canté, entonando: “¿Belgrano, 6011?…, quisiera hablar con René”.
Ella, más rápida que un bombero, completó el tango y lo terminamos a dúo, nos reímos y me di cuenta sumando datos, que teníamos más o menos la misma edad. La cosa venía bien barajada y congeniamos.
Quedamos en encontrarnos en el aljibe, al lado de la pérgola de las Barrancas de Belgrano, al atardecer del viernes. Estábamos recién a lunes, pero comencé a hacerme la película. Me la imaginé canosa, redondita, con anteojos y, si fuera posible, con cara de galleguita.
Me seguí dando manija y la ansiedad me hizo llamarla dos veces más en la semana, para que no se olvide. La segunda vez me preguntó, muerta de risa, si quería una declaración jurada o una certificación por escribano, y ahí me di cuenta de que me estaba “yendo de mambo”.
Me gustaban mucho su risa y su voz, así que igual no pude evitar llamarla por tercera vez, el viernes por la mañana, y recordarle la cita de la tarde. Llegué nervioso y transpirado, se me hizo un poco tarde, como cuarenta minutos. Perdí mucho tiempo eligiendo la ropa apropiada para un viejo milonguero; no encontraba el pañuelo blanco para el cuello.
El 60 no venía, tomé cualquier “bondi” que fuera derecho por Cabildo y me bajé en Juramento, corrí como un loco las últimas cuatro cuadras, pero llegué, crucé sin mirar Echeverría, casi me revienta un auto, pero allí estaba ella, apoyada en el aljibe, y tal como me la había imaginado: canosa, pulposa y con cara de galleguita. Sonriendo, me hizo una seña con la mano para que me acercara, y cuando me presenté y nos dimos la mano, salieron de atrás de la pérgola cinco pibes, de entre cinco y doce años, sus nietos, e hicieron una ruidosa ronda alrededor nuestro, saltando y gritando: “¡Porqué no van a cantarle a Gardel!” Todos nos reímos. Igual, suerte que estaba oscureciendo.
¡Parece mentira la rapidez que tienen los pibes ahora!… después que hicieron su gracia, saludaron, y muertos de risa, le dijeron a su abuela: “¡Portate bien Mecha!…” Y por fin nos dejaron solos.


NOTA: Ver en la Página de periódico IRREVERENTES el vídeo que acompaña al texto.

martes, 18 de agosto de 2015

PERIÓDICO IRREVERENTES

CHÁCARA

                                                                                                             Por Mariana Ruíz
abuela-y-nieta
Piedras derrochadas.
Magnas casonas de flores marchitas e inmóviles figuras, engalanan las callecitas empedradas.
Múltiples errantes perdidos sin rumbo. Ni fin.
Esplendorosas avenidas de perdurables horizontes, en las cuales los rayos del sol no permiten distinguir con visibilidad dónde termina y empieza el camino.
Mansa brisa despeja las hojas caídas de vigilantes árboles enraizados por el paso del tiempo que apartan con gracia la vía a seguir.
Pájaros cantores y sonidos matinales acompañan el inicio de una hermosa mañana.
Sabemos por dónde ir, tan solo deberemos buscar los indicios que indiquen los lugares en los cuales detenerse: la arboleda que da sombra, las nacientes flores que en primavera adornan el silencioso y profundo descanso, la madera tallada, perfecta y pulida, rodeada de rocas de granito, entradas subterráneas de oscuros y frescos pasillos.
Inclinamos nuestras cabezas y con los ojos cerrados hacemos la persignación, una leve sonrisa en la comisura de la boca exterioriza un pensamiento agradable y nostálgico, una pequeña oración, una florcita de regalo, y a seguir.
A través de las fotos y relatos que mi abuela me contaba, iba creciendo en mí la curiosidad por conocer las vivencias y costumbres de aquellos familiares no reconocidos. Registraba en cada lugar el nombre y la anécdota.
Luego de las frenadas obligadas, continuábamos andando y el paseo comenzaba a ponerse interesante. En ese punto, las dos sentadas en un banco, en medio del gran terreno, rodeadas de árboles y un extenso panorama, miraba a mi abuela con benevolencia y me preguntaba si sabría qué calle tomar, mientras tanto, ella, observaba con gran atención la senda a seguir.
Un paso de mi abuela correspondía un trotecito mío y, unida a su mano, escuchaba con atención las historias de viejas películas de los años cuarenta y cincuenta, leyendas de actores, además de escucharla susurrar la melodía de algún anticuado tango.
A medida que nos aproximábamos al extendido panteón, las inmóviles estatuas de cera, de ojos sostenidos y miradas derramadas, invitaban a estas dos extrañas a entrar a su sagrada morada.
El eterno cigarrillo prendido. La inmortal sonrisa.
Devoción hacia el mar. Semblante apenado.
Mirada pícara. Sombrerito desvariado.
Las manos que eternizan en las pinturas las costumbres de una vieja Buenos Aires.
Y en medio de tanta quietud, el silbido de la melodía de un viejo bandoneón.
Reunidos en un solo lugar, cada uno con su cualidad más distinguida, la que en vida los consagró y los caracterizó.
Todos ellos, en espera de una visita, una sonrisa al pasar, una anécdota, una canción. Todos ellos, recuerdo vivo…
Y así la excursión llegaba a su fin, junto al sol que no dejaba de deslumbrar, escoltaba a esta persona, que alguna vez fue una niña inquieta e indagadora, a mi abuela presumida, que me ilustraba lo maravilloso de la época dorada del cine nacional. De esta manera, de a poquito, iba naciendo en mi interior la fascinación y el fanatismo por la historia de la imagen en movimiento y los comienzos de estas proyecciones a través del cinematógrafo.
De repente, sentí que me trasladaba sin escalas a aquel paseo. En ese instante exacto, el Canal Volver estaba emitiendo una película de Luis Sandrini. Como si llegara desde los paisajes del ayer, volví a oír la voz de mi abuela narrando el argumento y algún que otro chismecito, mientras sus manos preparaban arroz con pollo para almorzar.

miércoles, 5 de agosto de 2015

UNA DEFORMACIÓN PROFESIONAL

                                                                                                       Por Alberto Ernesto Feldman
Me adelanté a mi secretaria, que estaba respondiendo un llamado telefónico, y le abrí la puerta. Me impactó al instante, la debo haber comido con los ojos, porque bajó tímidamente los suyos. Con un impulso irreflexivo, levanté suavemente su mentón con dos dedos y le dije que siguiera mirándome siempre, sin pensar que pudiera enojarse, dar media vuelta, y desaparecer.
Eran los ojos más hermosos y expresivos que había conocido en toda mi vida, puestos como la frutilla de la torta en una mujer bella por donde se la mirase, y nos quedamos los dos como hipnotizados o, mejor dicho, yo hipnotizado y ella sorprendida, hasta que mi buena secretaria rompió el encanto ladrando: – ¡Doctor, haga pasar a esa chica y cierre la puerta que hay mucha corriente!
Entramos al consultorio y me volví a solazar en esos prados verdes con manchitas grises. Entonces supe que su mirada iba a encontrar muchas veces la mía. Habría muchas consultas; esas lesiones sumadas de cristalino, iris y retina exigirán tratamientos prolongados y controles periódicos. El proceso está tan avanzado que se lo puede diagnosticar a simple vista, pero igual voy a confirmarlo con instrumental y pruebas de Laboratorio. Finalmente, y sin garantizar resultados, seguro que va a ir a cirugía, pero hay mucho que hacer antes, esto no es frecuente ni ha sido muy estudiado, exige muchos cuidados. Ojalá que se pueda detener la evolución. Mis ojos y los suyos van a estar mirándose muchas veces en ambos extremos de alguno de los tantos aparatos que la tecnología nos ofrece a los oculistas. Hermosa criatura: todo lo que pueda hacer por ti, lo haré, y no me detendré hasta que se borre la angustia de tu rostro tenso y una sonrisa se instale en forma permanente.
¡Maldita sea la deformación profesional, que me impide disfrutar totalmente de la belleza de los ojos de esta mujer al ver tan claramente su Patología!

                                                                                                 ***

NARRATIVA

LOS QUEHACERES DE UN ZÁNGANO: “TOCCATA Y FUGA (PRE Y POST HISTORIA DE UNA CACHADA BRAVA)”

                                                                                                               Por Fernando Morote
metronomo
A Metrónomo siempre le había gustado. Pluscuanperfectamente, incluso, en alguna época de su vida, él había llegado a amarla. Pero ahora se trataba de todo lo contrario. Los rechazos continuos, aunque siempre sutiles, y no siempre sinceros, de Leydú, habían terminado por cansarlo. Y eso que él lo tenía todo, convencionalmente hablando, para conquistarla. A propósito de esos rechazos, un día Metrónomo escribió en su diario: “He decidido no tener relaciones, a menos que sean sexuales y además promiscuas, con las mujeres”. Entonces resolvió emular a Ramsés II y a Huayna Cápac, dos de los héroes máximos de la fornicación mundial: 82 hijos el primero, más de 100 el segundo. Metrónomo, en cuestión de tretas, era silencioso, pero mortal; como los mejores pedos. Iniciaría su periplo por los cuerpos femeninos, lógicamente con Leydú, quien esa mañana, vaya Dios a saber por qué motivo, había finalmente aceptado su invitación; quizás para que nunca más se volviera a repetir.
º   º   º   º   º
El alcohol es un buen sustituto de los libros. Esto por fin lo entendió Metrónomo cuando terminó de preparar su primera conferencia, que ofrecería precisamente esa misma noche. Se sirvió una copa de vino y la saboreó malévolamente dirigiendo sus pensamientos hacia Leydú: ella lo había rechazado hasta ahora porque se jactaba siempre de ser muy recta, muy moral, casi mística; pero él sabía que en el fondo también le gustaba lo otro. Llegada la hora, se peinó concienzudamente. Para él eso era muy importante; se fracturó la cabeza con una raya enérgica ubicada entre lo que sería una raya al medio y otra al costado; una miradita al espejo, y afuera.
Metrónomo y Leydú pasearon esa tarde. Recorrieron parques y hospitales, visitaron enfermos desconocidos y rezaron por ellos. Leydú era muy recta, muy moral, casi mística. Ante la insistencia de Metrónomo, ella aceptó tomar un trago. Bebieron vino y después cerveza. Se sintieron más próximos, más cercanos. Hablaron sobre las obras de caridad que Leydú practicaba y sobre la inmensa pena que a ella le causaban los mendigos en la calle. Pero a pesar de su ascetismo, el vino empezó a perturbarla. Metrónomo lo notó y aprovechó la oportunidad para tirarse de golpe a la piscina: le propuso ir a un hostal. Inmediatamente después esperó los puñetazos en la cara, pero éstos nunca llegaron. Ella, luego de un remilgo algo forzado, finalmente accedió. Las sospechas de Metrónomo fueron confirmadas.
º   º   º   º   º
Suben a la habitación del hostal. Metrónomo apaga las luces, es casi de noche, se sientan ambos al borde de la cama y allí, sin decirse nada, se tocan, se excitan¼.
—Me gusta tu barba —dice ella.
—¿En serio?
—En serio.
—Pues a mí no —replica él.
—¿No?
—No. Como ves, no es en realidad una barba. Son más bien unos cuantos pelos adheridos a mi mentón.
En efecto, la barba de Metrónomo, más que real parecía pintada con crayola.
—Además —prosigue él—, tampoco me queda bien; de eso estoy plenamente seguro.
—Entonces, ¿por qué no te la afeitas?
—Porque es un símbolo de desprecio, una forma de burlarme del supuesto buen gusto de los demás.
Ella sonríe piadosamente.
—Quítate la ropa —le susurra él al oído y se recuesta, vestido aún, en la cabecera de la cama, mientras la contempla desnudarse, lentamente, frente al espejo.
Leydú no poseía una belleza estruendosa, pero sí una parte posterior fascinante; su perfil tampoco era tan agradable como su frontis; su cabeza en realidad era un corcho, pero si bien no podía negar aquellos coágulos que sobresalían de su cerebro, allí estaba ella; pasaba con once. Ya al natural, ella se da la vuelta y se acerca a la cama, descorre la colcha estampada con “Los Girasoles” de Van Gogh y cubre a Metrónomo con su cuerpo desnudo, luego lo besa, lo muerde…“Obviamente se me paró el miembro”, escribiría después él en su diario. Al primer contacto surgen los piropos mutuos:
—¡Qué maravillosa protuberancia! —dice ella, palpándole el órgano.
Y él contesta, grueso pero conciso:
—¡Siempre supe que tenías un buen par de omóplatos!
Se suceden una y otra vez los inquietantes mordisqueos de Leydú sobre el cuello de Metrónomo.
—Espera —le dice él, apartándola suavemente de sí; se levanta y corre a encender la luz.
La luz encendida recién desnuda de verdad a Leydú; se cubre los senos con ambas manos. Metrónomo va hasta la mesita de noche, abre el cajón y saca el famoso libro que, al llegar, y sin que ella se diese cuenta, escondió allí.
—Esto es lo que vamos a hacer —dice— Vamos a leer la Biblia.
Ella se desconcierta, él insiste:
—¿No es acaso esto lo único que te interesa hacer en la vida? ¡Ah, y por cierto! ¿Cómo es posible que tú, una mujer tan pura, tan noble, estés así, completamente desnuda y mojada frente a un hombre que ni siquiera se ha quitado los zapatos? ¡Serías más atractiva si fueras más inteligente!
A Leydú le entró el julepe. Brincó de la cama y, haciendo equilibrio sobre sus zapatos recién puestos (Metrónomo observó con desencanto que un zapato feo -los de Leydú lo eran- destroza, aniquila, la sensualidad de una mujer), se aventó contra Metrónomo, le apretó los testículos y le mordió los ojos; Metrónomo ofreció cierta resistencia, forcejeó un rato, pero al final perdió; Leydú lo llevó de nuevo hasta la cama, lo desvistió, le arrancó brutalmente cada una de sus ropas y lo envolvió, esta vez sí definitivamente, con su cuerpo desnudo.
El primero fue un ayuntamiento salvaje, ensordecedor. Sólo hubo un pequeñísimo momento de pausa, cuando ella se quedó inerte sobre la cama esperando la agresión inmisericorde de Metrónomo, por lo que éste tuvo que protestar, diciendo:
—¡Ah, no! ¡Aquí también tiene que haber actividad femenina!
Entonces Leydú se mostró más humana; dejó de ser una simple tabla penetrable para convertirse en un organismo vivo, participante activo de la experiencia. Para el segundo asalto, Metrónomo encendió el radio: hicieron el amor esta vez al ritmo de una sinfonía clásica; Metrónomo le insertó el miembro en el cuarto movimiento. Y después de esa movida fenomenal, le asestó a Leydú un duro golpe; le preguntó:
—¿Dónde quedó ahora tu espiritualidad, mi amor?
Leydú, helada. Entonces Metrónomo encontró la inspiración y la oportunidad; extrajo su diario del bolsillo y escribió: “Quiero sentir algo más serio por las mujeres. No he conocido todavía ninguna que pudiera mejorar mi concepto respecto a ellas. Nada hacen de extraordinario para que esto suceda: corren dando saltitos, gritan enloquecidas, patalean, miran de soslayo, suspiran enamoradas, hablan bajito, miran al cielo, estudian secretariado, suben a los autos, abren las piernas, lloran, tienen hijos, después amantes (que pueden ser sus hijos), escriben a máquina, salen casi desnudas a barrer la entrada de sus casas, y mueren. Sencillamente. Mueren sin grandeza, como los seres humanos”. Antes de guardar el diario recordó algo que anotó enseguida para no olvidarlo. Agregó: “Yo necesito una mujer que haya sufrido, pero que no haya sufrido en vano”. Leydú trató de detener a Metrónomo cuando vio que éste se ponía la ropa y alistaba sus cosas para largarse de allí sobre la marcha. No pudo lograr mucho, sin embargo, pues él volvió a paralizarla: lo contempló escribir, y luego pegar en la ventana de la habitación, un cartel que decía en grandes letras de imprenta: “SE DICTAN CLASES DE MORAL. LLAMAR AL TELÉFONO 2004-1992. PREGUNTAR POR EL SR. METRÓNOMO CABIEDES”. Segundos después lo vio partir con su cuerpo y su andar de hombre bueno, pero sometido.
 º   º   º   º   º
Metrónomo tenía que ofrecer una conferencia esa noche. Su primera conferencia. Estaba ya sobre la hora. Llegó apuradísimo al auditorio. Su ropa no era la apropiada; esto era muy importante para él, así que se tomó un tiempo para cambiar de aspecto. Pidió un terno prestado, muy elegante y serio, pero con el apuro y el nerviosismo…Metrónomo sale al escenario con la bragueta abierta y el miembro expuesto. El auditorio se escandaliza. Se oyen risas y llantos.
—¡Oh! —dice Metrónomo, al comprobar su descuido— Disculpen. Olvidé ponerme la corbata.
Abandona corriendo el proscenio y al rato regresa con la corbata impecablemente arreglada, pero igualmente con la bragueta abierta y el miembro expuesto. El auditorio estalla en más risas y en más llantos. Metrónomo baja la cabeza y experimenta en ese momento una intensa y extensa sensación de dolor. No sabe cómo reaccionar. No se le ocurre nada, una salida ingeniosa, divertida, o lo que sea. Él nunca supo sortear con habilidad situaciones como ésa. Y es que Metrónomo era abogado; un buen abogado, pero nada más. No era mucho, realmente. Por fin intenta algo: sin mover la cabeza, torvamente cambia la dirección de su mirada y encuentra que¼
º   º   º   º   º
Leydú seguía en la habitación del hostal aquel y estaba nuevamente acompañada.
—Amor —le dice ella a su amante, en la penumbra íntima—, sé amable conmigo. Ya sabes a lo que me refiero.
Entonces Amor Gutiérrez se arrodilla sobre la cama, soba suavemente los muslos de Leydú y le rasca con fruición las plantas de los pies.
los quehaceres de un zangano[2]