lunes, 21 de mayo de 2012

EQUIVOCADO

En un verano 
 
hablamos una tarde

de la rosa y el mar y la llovizna.

Y del perfume traicionero de la espina. 
 
Hablamos de nosotros y tenía

total y clara coincidencia la palabra.

No hubo báscula más justa en mi existencia

que aquella que pesó nuestra certeza

de saber lo que sentía

- exacto, exacto-

el corazón que apenas se asomaba

al inexacto encuentro con la vida.



Hoy sé que ni siquiera

era el mismo paisaje el que mirábamos

aquella misma tarde de verano.

Ni el mismo mar, ni la misma lluvia.

Ni la rosa era la misma. 
 
Ni la herida.





domingo, 20 de mayo de 2012

ENSAIO "OS CRUCEIROS ATOUPADOS NO CAMIÑO" - LINGUA GALEGA

Milagre que atóupanos no camiño. Sortilexio que veñe él a xunta de nos, sen imaxinar tal sorte, celeste maxia, e o cruceiro. O mellor, os cruzeiros que atóupanos polo camiño galego, como santa compaña, como bendicións do Apóstol, como agarimo da Virxen. Que isas mesmas formas teñen.


Imos de saber que istas pedras traballadas son esculturas feitas para apoio do peregrinar. Non soamente no camiñar santiagués en busca de paz, -que iso e chegar e bicar-lo Santo - sino en tódolas nosas andainas, que moitas son e de mar rixo.
Chegar ao cruceiro non teñe peaxe, e tan ceibe como o vento, que recende incenso. [...]

Dereitos Reservados. M.R.-C.

miércoles, 9 de mayo de 2012

ES LA ROPA QUIEN DESNUDA

                                                                                                                              A Manuel Rivas  
LA IDA
 
        - ¿Usted es de la Capital, no? - dijo el muchacho de la gasolinera de la ruta - También yo tengo un tío por allá. Un especialista en morirse varias veces, un maestro en no morirse totalmente, un verdadero genio en aparecer después contando novedades - agregó con afabilidad mientras limpiaba el parabrisas.
Yo estaba ansioso por llegar a la empresa azucarera y casi no le presté atención.
- No se imagina la categoría que tiene para estar casi muerto, qué elegancia, sí señor, qué elegancia para morir sin morir, porque el Tío se muere para estrenar ropa y que se la elogien - dijo naturalmente, como si fuera un hecho común morirse y regresar para contar los éxitos de buena prestancia en la otra vida.
- Una prestancia eterna, un verdadero caballero, con el bigote espeso cortado en puntas, ni siquiera se olvida de ponerse sombrero - aseguró con gesto de orgullo y estiró la mano para recibir la propina. Nos despedimos y yo seguí por la ruta hasta entrar a la ciudad.
Llegué inquieto a la empresa, contrariado por la demora en la autopista. Tomé el ascensor y mirándome en el espejo me alisé el pelo con la mano, tratando de acomodar el jopo desordenado sobre la frente.
Yo odiaba mi pelo duro y rebelde y lo culpaba de todos mis infortunios, de los continuos fracasos de mi vida. Hasta de los engaños de María.
Para mi suerte el gerente era un hombre de trato sencillo y la entrevista resultó exitosa. Bebimos café fuerte y firmamos el acuerdo. Media hora más tarde volví a desandar el mismo camino hasta la planta baja.
Seguí por la autopista, no paré hasta llegar a casa. La oscuridad del living me pareció más fría que otras veces.
A la mañana siguiente, mientras me afeitaba, me acordé del que se moría para que lo piropeasen. Seguro no tiene este pelo, pensé malhumorado delante del espejo y el recuerdo me llevó a cepillarme el pelo con rabia. 
Pasados unos meses, al término de las vacaciones volví a pasar por la misma estación de servicio, aquella del muchacho que tenía un tío yendo y viniendo de un mundo a otro, vestido como un dandy.
Apareció detrás de los surtidores, cerca de unos autos estacionados. Le hice una seña con la mano y se acercó con pasos sueltos.
- Hace tiempo que no lo veía - dijo reconociéndome - ¿Sabe que todavía no volvió el Tío?
- ¿Qué tío? - pregunté temiendo su perorata pueblerina.
- El elegante, ¿cuál va a ser? El que se muere para que lo feliciten por el buen gusto.
- Le irá mejor del otro lado - dije con sorna - quizás allá tiene más éxito con las chicas.
- Podría ser, el Tío es un tipo pintón. Impecable, vestido como un duque - dijo con mirada burlona.
- ¿Y el pelo, cómo es el pelo? - quise saber.
- Clarito, rubio me parece, no sé. Ahora que lo pienso, apenas me he fijado en el pelo, el Tío siempre lleva sombrero, es su toque, el detalle. Un tipo fenómeno, no crea que no lo extrañamos, pero como a él le gusta vivir un poco repartido no nos preocupamos mucho. Mire, hace dos años tardó veinte días en regresar, pero siempre vuelve, sin falta. Seguro en cualquier momento aparece otra vez – terminó bajando la voz y alejándose para atender.
Llegué a casa al caer la noche. Después de comer, tirado en el sillón del escritorio me puse a hojear un libro. Pero no podía concentrarme en la lectura y lo aparté.
Cierto desasosiego me recorrió la espalda. ¿Y si me moría de pronto y la ropa no fuera la indicada para semejante trance? Y el pelo, ¿qué dirían de mi pelo cuando me vieran los asesores de imagen de la otra orilla?
Por eso y sólo por eso, antes de acostarme, puse en una silla del dormitorio lo mejor que tenía; el traje azul, una camisa de poplín, la corbata bordó.
Y sin proponérmelo me fui habituando a ese rito.
Nunca se sabe, pensaba cada noche sacando de la cómoda los gemelos de oro y el pañuelo con iniciales, figurándome que era mejor viajar con identidad, obsesionado con el Tío, obligándome a seguir con esa rutina para no hacer un papelón en caso de morirme sin tiempo para la elegancia.
Creo que hasta conciliaba mejor el sueño, sabiendo que no haría mal papel al salir sin previo aviso, con tantos mirándome con ojo crítico, mientras yo caminaba por senderos misteriosos con pantalones de raya perfecta.
Una reflexión metódica que me obligó a aprovechar liquidaciones de temporada y a invertir aguinaldos en dos trajes oscuros, una trabita de corbata de nácar y otro cinturón con hebilla dorada.

LA VUELTA

Al tiempo, fui creciendo profesionalmente y alquilé una oficina en el Microcentro por cuestiones de comodidad. Un día de agosto decidí almorzar en el Club Naval. Una mesita al lado de la pared, me pareció ideal para repasar los nuevos contratos.
Cuando me disponía a probar el consomé, un hombre medianamente alto y de bigotes perfectos, se acercó a mi mesa.
Lamento molestar,
dijo atento tocándose apenas el ala del sombrero,
pero quisiera comprarle el abrigo, En el mismo instante miré mi abrigo tirado sobre la silla y recorrí la figura distinguida dentro de un traje Príncipe de Gales.
me da pudor inquietarlo, pero su abrigo es impecable, las solapas, la martingala, la calidad del paño. Yo no compro cualquier cosa, me gusta vestirme bien. No se asombre, la elegancia es lo primero,
Me moví incómodo en la silla, un olor a jabón fino me entraba por la nariz.
no es bueno ser egoísta, no sirve de nada, se lo digo yo que sé de qué hablo,
y con el descaro que da la omnipotencia, se sentó a mi mesa. Apreté la boca, un temblor me sacudía la mandíbula.
hay ropas que nos obligan a abrazarlas como si nos llamaran y cuando le vi el abrigo, me tentó el tramado, no hay duda me dije, es un tramado que no pasa de moda,
Yo lo miraba mientras la sopa se escurría por la cuchara y caía sobre el plato en una cascada color verde.
¿Qué me contesta? ¿Acepta?,
Y entornando los ojos agazapó la voz.
es que en este último paseo me enamoré. No es bueno que el hombre esté solo y cuando la conocí me di cuenta de que yo estaba demasiado solo ¿Comprende? Demasiado solo,
- Es un regalo de mi hermano - dije por decir algo, porque no tengo hermanos.
entonces, ¿no va a ayudarme? Vea, es una situación especial,
precisó apoyando los codos sobre el mantel.
piense que uno no se enamora todos los días, podríamos llegar a un acuerdo. Usted me vende su abrigo y yo le presto el sombrero. Por un tiempito, nada más,
El sujeto no me pareció muy centrado, pero yo también hubiera comprado la luna para conquistar a María.
no es un capricho, sucede que siempre me alabaron la elegancia y no puedo desentonar. Unos días sin abrigo no lo van a perjudicar y puede usar, mientras tanto, mi sombrero. Para ser sincero, su peinado no es nada distinguido,
Maldito pelo, siempre me deja quedar mal, me mortifiqué bajo su mirada caritativa sobre mi remolino en la frente y mis patillas hirsutas.
haría buen negocio, no tiene idea de lo fabuloso que resulta un sombrero, hasta se vería más alto,
- Apenas lo conozco, no creo que corresponda intercambiarnos la ropa – murmuré tímidamente.
si es por eso permítame presentarme. Soy El Tío,
Me di cuenta de que ya lo sabía. Que lo supe en el instante exacto en que se detuvo frente a mi mesa. El tío errante. El que llegaba y partía con una elegancia admirable, envidia de todos los mortales que se morían de una sola vez y para siempre.
Explicó que andaba de paso, y que no tenía intenciones de abandonar la oportunidad de vivir otra vida bien vestida.
le confieso que todo empezó la primera vez que me morí. Estaba dando vueltas sobre mi propio cuerpo, casi desprendido de todo, cuando advertí lo ridículo de mi apariencia. Sin embargo tuve que irme, pero a medias, para no desilusionar a los amigos, a la familia después de tantos gastos. Pero antes de llegar, en la mitad del camino, me dejaron regresar para acondicionar algunos detalles,
El Tío parecía no estar preocupado por el tiempo y se acomodaba en el asiento.
la suerte quiso que llegara un momento antes de que hubieran sacado la ropa guardada en el placard, todavía estaba colgado en la percha mi traje Príncipe de Gales y mi corbata italiana. Me calcé los zapatos de cabritilla y estaba perfumándome el bigote con La Franco cuando oí la llave en la cerradura. Atiné a ponerme el sombrero y me escondí detrás del sillón del living,
Estirándose en el respaldo, hizo un guiño confidente mientras un olor almibarado llegaba hasta mí.
los vi cuando abrieron los cajones, las alacenas, el botiquín de baño, corrieron al placard, revisaron los estantes, sacaron la ropa, hurgaron los bolsillos. Yo apenas respiraba, no quería que me vieran. Salí y cerré la puerta sin ruido, mientras ellos repartidos por la casa seguían metiendo mano en todos los rincones. Llegué retrasado pero me recibieron sin reproches porque un día es mil años y allí, poco valen relojes y horarios. Y no fue difícil aclimatarme, siempre me gustaron las experiencias nuevas,
Y sin dar mucho detalle contó que había conocido a la chica de puro milagro y que se había enamorado sin medir consecuencias ni distancias. Ella estaba caminando por una plaza en el momento en que el Tío la cruzaba, con los paquetes de Harrod´s bajo el brazo. Al enfrentarse, una simpatía inesperada los había acercado.
y como a ella poco le importa el Juicio Final pero admira el juicio estético, mejoré aún más mi apariencia y logré que me permitieran entrar y salir para lustrarme los zapatos, cambiarme la camisa, renovar las corbatas,
A El Tío lo rodeaba una cadencia emotiva, un aura celestial al hablar de ella, así que coincidí con él en que no se puede andar vestido de cualquier forma, sin prestar atención a la ropa, y menos por lugares importantes, cuando se está enamorado.
la vestimenta es más que un estado de ánimo. La ropa no tapa el cuerpo, es el cuerpo. La apariencia nos antecede, nadie insulta a un tipo con abrigo inglés, ninguna mujer se resiste ante una corbata de seda,
Pensé en María. En sus manos subiendo y bajando por mi pecho como buscando corbatas que yo jamás usaba.
nadie es elegante con un buen físico y un mal traje. Usted también haría un negocio con el intercambio, podría ocultar el jopito rebelde, mejorar el estilo,
De reojo me miré en el espejo del salón. Un plumazo crespo caía sobre mis cejas. El Tío, con una sapiencia celestial, argumentaba casi sin aliento,
¿Qué somos desnudos? Nada novedoso, ya sabemos como somos desnudos. Y los demás también se lo imaginan. y más de lo que usted se imagina. Lo que nos diferencia, lo que nos destaca de los otros son las tonalidades, el diseño, el gusto. El acierto en la elección. El hallazgo de las formas. El riesgo del color. Y el amor,
Y se explayaba en comentarios agudos para explicarme el secreto del laberinto cosmético que nos vuelve únicos, excitantes. Oyéndolo, se me llenó, otra vez, la cabeza de María.
Volví a sentirla pegada a mi costado, inclinada sobre las solapas pespunteadas de mi abrigo, abrazada a mi espalda, arrugándome la martingala de botones redondos.
- Está bien - accedí vulnerable - después de todo ya se está yendo el invierno.
El Tío se levantó con un movimiento ligero, como si flotara sobre las baldosas en damero del piso, recogió el abrigo de la silla, se lo calzó en los hombros y dejó sobre la mesa el sombrero de fieltro gris.
ha sido un placer, no faltará oportunidad de volver a encontrarnos. Se lo haré llegar oportunamente.
Sonrió y sin mirar hacia atrás traspasó la puerta de madera de vidrios biselados.
Llamé al mozo, pagué la cuenta. Con el sombrero en la mano, caminé hasta la oficina. Llamadas y resoluciones me ocuparon hasta el anochecer. Al salir, los letreros reflejaban en las vidrieras milagros de colores y, sobre los maniquíes, caía un haz de perfección. Debajo de ese brillo de marquesinas, impasibles, estáticos, parecían hombres y mujeres reales. Y cada uno, dentro de la ropa, contaba su propia historia. Entonces entendí que la ropa es la que nos desnuda. La que cubre los miedos. La que le cuenta a los otros cómo somos. La que revela nuestros secretos más escondidos, la que nos antecede. 
La primera que nos delata. La que dice si estamos enamorados. O tristes. O perdidos.

IDA Y VUELTA

La última vez que supe de El Tío, fue doblando la esquina de una calle iluminada por el brillo de carteles sobre escaparates.
Lo vi a lo lejos, del brazo de María.













MIENTRAS CAMINAS HASTA EL MICROCENTRO

 Temprano, la mañana contra el reloj 
en duermevela y volver a verse
 como llegando desde Ítaca al espejo.
Después, se pierde la restante
cuerda del tiempo repitiendo
la gimnasia de vestirse apresurado.
Al salir, la vereda duerme todavía
de luz anochecida en los portales,
esa pátina fría y mortecina
que tiene la alborada avanzando
sobre la cara de nuestro Buenos Aires.
El colectivo, el subte, la llegada al bar.
El café que se bebe paseando los ojos
sobre los otros ojos en escuadra inclinados
por el goce inconfesado de los sueños.
Envueltos en la misma cotidiana oferta
todos tragan el sabor impersonal
de la rutina somnolienta.
Cruzar la Plaza en diagonal
y a la derecha, doblar dos metros,
subir once escalones.
Saludos sin mirarse, sin siquiera
innovar los repetidos gestos de oficina.
Los mismos pasos. El mismo decorado
entrando por el ancho ventanal metálico.
Costumbre sin alteraciones
mientras caminas hasta el Microcentro
y te metes en escenografías
deshabitadas de todo conato de amor.
Para vivir tu día, rígido, concreto, analítico,
sin que sientas,
la necesidad de pensar en mí. Ni un momento.