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viernes, 16 de noviembre de 2018

CUENTO CORTO

María

[Minicuento - Texto completo.]
Kjell Askildsen

Un otoño me encontré por sorpresa con mi hija María en la acera delante de la relojería; estaba más delgada, pero no me costó nada reconocerla.
No recuerdo ya por qué estaba yo en la calle, pero tenía que tratarse de algo importante, porque fue después de que la barandilla de la escalera se hubiera roto, así que en realidad ya había dejado de salir a la calle. Pero fuera como fuera, me encontré con ella, y se me ocurrió pensar: Qué casualidad tan extraña que yo haya salido justamente hoy.
Pareció alegrarse de verme, porque dijo «padre» y me dio la mano. Ella era la que más me gustaba de mis hijos; cuando era pequeña decía a menudo que yo era el mejor padre del mundo. Y solía cantar para mí, por cierto bastante mal, pero no era culpa de ella, lo había heredado de su madre.
-María -dije-, eres realmente tú, tienes buen aspecto.
-Sí, bebo orina y soy vegetariana -contestó.
Me eché a reír, hacía mucho que no me reía; imagínate, tenía una hija con sentido del humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento hermoso.
Pero me equivoqué, qué fastidio que uno nunca consiga quitarse las ilusiones de encima. Mi hija se quedó como embobada y con la mirada perdida.
-Te estás burlando de mí -dijo-, Pero si yo te contara…
-Me pareció haberte oído decir orina -contesté.
-Orina, sí, y me he convertido en otra persona.
No lo dudé ni un momento, era lógico, debe de resultar imposible seguir siendo la misma persona antes y después de haber empezado a beber orina.
-Bueno, bueno -dije en tono conciliador, y con ganas de hablar de otra cosa, tal vez de algo agradable, nunca se sabe.
Entonces me fijé en que llevaba una alianza y le comenté:
-Veo que te has casado.
Ella miró el anillo.
-Ah, lo llevo solo para mantener a raya a los pesados.
Eso sí que tendría que ser una broma, calculé rápidamente que por lo menos tendría unos cincuenta y cinco años, y tampoco era tan guapa. Así que volví a reírme por segunda vez en mucho tiempo, y en medio de la acera.
-¿De qué te ríes? -preguntó.
-Creo que me estoy haciendo mayor -contesté, cuando me di cuenta de que me había equivocado una vez más- conque es así como se hace hoy en día.
Ella no contestó, así que no sé, supongo y espero que mi hija no sea muy representativa de los nuevos tiempos.
Pero ¿por qué he tenido hijos como ella, por qué?
Nos quedamos un instante callados, pensé que ya era hora de despedirse, un encuentro inesperado no debe durar demasiado, pero justo en ese momento mi hija me preguntó si me encontraba bien. No sé lo que quiso preguntar, pero contesté la verdad, que lo único que me molestaba eran las piernas.
-Ya no me obedecen, mis pasos son cada vez más cortos, y pronto no podré moverme.
No sé por qué le hablé tanto de mis piernas, y ciertamente resultó que no debería haberlo hecho.
-Será la edad -dijo ella.
-Desde luego que es la edad -contesté-, ¿qué otra cosa iba a ser?
-Pero supongo que ya no necesitas usarlas tanto, ¿no?
-Si tú lo dices -contesté-, si tú lo dices.
Al menos captó la ironía, diré eso en su favor, y se irritó, pero no consigo misma, porque dijo:
-Todo lo que digo está mal.
No supe qué contestar a eso, ¿qué podría haber contestado? Me limité a sacudir la cabeza inexpresivamente, ya hay demasiadas palabras en circulación por el mundo, y el que habla mucho no puede mantener lo dicho.
-Bueno, tengo que seguir mi camino -dijo mi hija tras una pausa breve, pero lo suficientemente larga-, tengo que ir al herbolario antes de que cierren. Ya nos veremos.
Y me dio la mano.
-Adiós, María -dije.
Y se marchó.
Esa era mi hija. Sé que todo tiene su lógica inherente, pero no siempre resulta fácil descubrirla.
FIN



viernes, 22 de julio de 2016

CUENTO CORTO

E L      S A N T O
                                                             

           




En el pueblo el aguacero entró aún más allá de las casas, fue internándose en cada uno de sus habitantes, sacudiéndolos como si fueran barcas flotando a la deriva tratando de llegar a las costas.

Aguas castañas tapizaban las calles y doblaban en las esquinas con fuerza, salpicando de espuma sucia las paredes, entrando desvainadas por las ventanas bajas, dejando surcos de lodo en sus lamidas.

Así avanzaban las noches y los días oscuros, con chispazos de relámpagos azules iluminando los cielos partidos por truenos aterradores.

Con las miradas perdidas en la lluvia, apretujados en el lugar más alto, los vecinos, ateridos, sostenían en los brazos lo que no podían permitir que se llevara el agua: chicos arropados en mantas, fotos, documentos, herramientas, algún ahorrito, gallinas, corderos recién paridos.

Siempre olvidados, abandonados a su suerte bajo un cielo cruel y rotundo, veían pasar frente a sus ojos, animales muertos, árboles tronchados, enseres de faena, tranqueras, carros, cobertizos. Todo lo que poseían se les iba cayendo dentro de la mirada llena de agua, casi sin espacio para la ira.

La inundación llevó oleadas de tinta a los diarios. Los noticieros mostraron las zonas devastadas sobrevolando en helicóptero el pantano.

Las asociaciones humanitarias aprontaron médicos y fármacos. Desde su oratoria radial los políticos altruistas, anunciaron que la ayuda iría en camino y dentro de sus impermeables italianos para no desentonar con el pronóstico climático, daban órdenes por sus celulares con la intención caritativa de una inmediata solución. Alguno de ellos hasta recorrió solidario dos calles con su escolta partidaria, que lo cubría con un protocolario paraguas importado.

El más noble de los ejecutivos dejó un momento su lobby para cerciorarse de que las chapas de cinc y los colchones llegaran a destino.

Una multinacional envió calzado deportivo de última moda para los chicos y un exitoso grupo de rock donó parte de la recaudación del festival que fue aplazado por mal tiempo.

Todo parecía bien encaminado en medio de tanta pérdida cuando, navegando por el lodazal, cubierta de ramas, apareció una talla. A media distancia, podía advertirse que la figura se apoyaba en un cayado y tenía la diestra extendida.

Al verla, las viejas se santiguaron y alargaron los brazos hacia la imagen que en remolinos aparecía y desaparecía en medio del barro chirlo.

De un salto el hijo del gringo de la chacra, estirándose sobre la alfombra resbaladiza se colgó de un cable desatado y de un manotazo la rescató.

Todas las voces se alzaron en preces mientras una de las maestras la abrazaba sobre su pecho liso y le pasaba un pañuelo mojado para limpiarla.

De las manos de la señorita a las manos de todos fue la imagen y a medida que los brazos se tendían para tocarla, como por milagro la lluvia torrencial iba volviéndose más fina, adelgazándose hasta caer como garúa luminosa.

No dudaron un instante. La talla de madera tosca que había llegado por la cuesta, en medio de los desechos, era un Santo. Un Santo que ponía sobre ellos su mano de bendiciones.

Y la bendición llegaba, como siempre llegan las bendiciones, desde ese gesto de alzada mano derecha, mostrando la ruta de los justos, extendida hacia el claro lugar donde se goza del paraíso prometido.

Bajo la llovizna fueron descendiendo y en procesión hasta la iglesia, descargaron sobre sus puertas cerradas, enardecidos golpes de fe y entraron con el Santo, exaltados y cantando, chorreados de agua.

Pronto el cura organizó ceremonias y súplicas, un manto de incienso opacó las velas de sebo mareándolos de misticismo.

Dejaron al Santo en el altar mayor, todavía patinado de bruma olorosa y salieron al campo bajo un cielo de cuarzo, donde las nubes, indiferentes a semejante aparición, se tornaban más oscuras hacia el norte y empecinadas, volvían a descargarse.

A medida que la noche iba avanzando un sentimiento desconocido se esparcía; cada paisano era como una llama titilante a la intemperie, en espera de que dejara por fin de llover porque ya nada les quedaba.

Amaneció frío y gris, con chispazos metálicos que se fueron apagando en las primeras horas de la tarde, mientras la tierra chupaba los charcos y aparecían manchones brillantes de pasto.

Había dejado de llover.

El milagro era real. El Santo los había salvado del diluvio y de las olas barrosas, devolviéndolos a la luz.

No había duda. Pero, ¿quién de tantos santos, era el Santo? se preguntaron.

La hija del farmacéutico, siempre en éxtasis, dijo que debía ser patrono de tempestades, la catequista aseguró que era un mártir de los primeros tiempos y el librero juró que pertenecía a devociones medievales de romanos conversos, tal vez recordando algún libro de historia celta.

La superiora del colegio de monjas opinó que por su aspecto ascético se trataría de un anacoreta trapense, un ermitaño cisterciense, un monje consagrado y sugirió llamarlo “El Bien Llegado”, nombre que sonó a todos oportuno.

El Santo sería entronizado solemnemente. Para tal celebración el obispo prometió concurrir apenas bajaran las aguas y el patrón de la estancia, arrepentido de sus pecados carnales, se comprometió a pagar los gastos que generan siempre los milagros inesperados.

Hábil conocedor de su oficio, el ebanista se ofreció a restaurar la imagen y a pesar de su fama de distraído, aceptaron la propuesta.

Así llegó el día de la fiesta.

Apenas abierta la mañana, “El Bien Llegado” salió de la iglesia en andas hasta el lugar donde lo habían descubierto.

Iba adornado con flores y puntillas, dando tumbos apoyado en hombros de cofrades de una hermandad recién estrenada, que lo mecían según sus estaturas y su cansancio.

Venidos del pueblo cercano y de la cañada que cruza el río, lugareños y curiosos enterados de sus proezas, envarados en filas prolijas por la carretera que circunda las huertas y el vivero, llegaron a la cima.

Un calor húmedo, casi divino, los mecía mientras escuchaban ensimismados las palabras del cura, apiñados para ver al Santo de cerca, para rogarle, para tocarlo, para sentir sobre ellos las bendiciones que caían de su mano derecha.

Balanceándose, agobiado de tanto adorno y almidón, “El Bien Llegado” pareció detenerse un instante frente a la maestra de piano que confortada por el agricultor correntino, lagrimeaba emocionada.

Aquietando apenas la marcha como para tomar aliento, el Santo los acarició a los dos a un mismo tiempo con una brisa piadosa, perfumada de tomillo. Sin entender, se abrazaron fuertemente, ella llevándose el pañuelo a los ojos, él cabizbajo.

Sobre el lado de las fincas que rodeaban los colmenares, el farmacéutico envalentonado por primera vez contra las burlas de su amor de viejo, sostenía el brazo de la chica de la mercería, estirando el cuello para que el Santo lo iluminara en medio de tal gentío, sintiendo que el pecho se le ensanchaba con una respiración más fresca.

Junto al herrero, su mujer con la blusa suelta sobre el vientre redondo, desviaba miradas agradecidas al Santo, pensando bautizar al hijo con un nombre que resumía hermosamente tantos años de esperanza.

El capataz del criadero miró de reojo la imagen que ya entraba en un arco de flores y juró correr el alambrado que cada mes estiraba un palmo sobre terreno ajeno, si el Santo lo escuchaba en sus plegarias, que no eran otras que acrecentar sus tierras de pastoreo.

Hasta el dueño del almacén, anarquista irreverente, en un impulso impensado sumergió en los bordados que como azucenas abiertas salían de la túnica del Santo, al boyerito de pelo hirsuto, que miraba la figura de madera con ojos brillantes como hojas de ligustro.

Debajo de la glorieta de alelíes, mientras las campanas doblaban agigantadas por la distancia, el Santo enfrentado a todos, parecía fatigado.

Al momento, un viento zumbón movió las ramas de los álamos y los ceibos de la lomada, el cielo se puso plomizo y hombres, mujeres y chicos, miraron unas nubes rosadas y gordas que aparecieron por el cerro.

Temeroso de que el mal tiempo hiciera nuevos estragos, el cura los amotinó alrededor de “El Bien Llegado” y arracimados partieron, bajando casi corriendo con el Santo a cuestas, cuando caían las primeras gotas.

En la iglesia lo dejaron, coronado de clavelinas y con expresión extenuada.

Cuando volvían, dispersos por los caminos, el techo de cinc del corralón se iluminó de un gris metálico que hizo vibrar los postes del alumbrado y una lluvia pareja y cenicienta empezó a deshacerse sobre la tierra.

-El agua…- susurró el pocero y todas las voces se le unieron, asustadas de los chispazos verdosos sobre el valle.

-La lluvia, la lluvia -recitaba la maestra y le hacían coro las monjas del asilo, pegados los velos negros sobre las cabezas, acordándose aterradas del chapoteo sobre los pastos, con los chicos en fila, las piernas enterradas en el barro, hasta llegar salvos a la estación.

Inquietos, volvían a vivir el temor pesado de aquella noche cuando se desplomó sobre el pueblo el aguacero feroz que desdibujó las hileras de los primeros ranchos y las acacias.

Recordaron la cortina de penumbra que se había cerrado hacia el sudeste y tapando los silos y el molino, se rasgaba en desparejas cuchilladas.

Mirando el cielo, se acordaron del Santo.

Mojada, unida a la cadencia de la misma lluvia, una voz empezó a cantarle preces y, como si la letanía se les metiera a todos en la boca, un coro de voces atronó los campos.

Encerrados en un miedo acostumbrado, encogidos, les resultaba difícil imaginar que las lluvias cesarían, sin embargo el agua fue adelgazándose hasta convertirse en una llovizna inofensiva, tan leve como un murmullo.

Descubrieron sobre las chacras una garúa débil que caía oblicua y mansa sobre los aleros. El celeste acerado del cielo iba atenuándose gradualmente con resplandores quebrados sobre la silueta del terraplén.

Inmóviles, advirtieron que las nubes de herrumbre se deshacían y un ocaso luminoso emparejaba el horizonte donde un arco iris perfecto se arqueaba.

Apurando el paso se abalanzaron a la iglesia y entraron en corrillo, prontos a darle al Santo muestras de gratitud.

Pero no lo encontraron en el altar, ni en el púlpito, ni en la sacristía. No estaba en los resquicios de los confesionarios ni en los ángulos de las columnas. No estaba detrás del armonio ni en el coro.

¿Dónde estaba el Santo? ¿Cómo iba a abandonarlos? ¿Acaso no había llegado para quedarse, para colmarlos de bendiciones con su enhiesta mano derecha?

“El Bien Llegado” era de ellos. Era ellos mismos.

Era sus casas, sus sembrados, su futuro. El Santo era sus sueños, no podían permitir que desapareciera, imposible vivir sin sus intervenciones beatíficas.

Esperaron arrimados al altar, sin moverse de la puerta, sentados en los bancos, atisbando agazapados cada rincón, pensando que no existen temporadas de descanso para los santos.

Montaron guardia por si a “El Bien Llegado” se le ocurría regresar a horas destempladas, acostumbrado como estaba a aparecer imprevistamente, pero la ausencia persistía y una tristeza lánguida iba cayendo sobre el pueblo.

No querían, no podían esperar más. Algo había que hacer para recuperar los milagros.

Decidieron entonces tratar el tema con gente versada y formando un comité de gestiones urgentes se reunieron en la cantina del entrerriano.

Bajo los oficios estratégicos del comisario, el justo consejo del estanciero, la opinión autorizada del cura y la discreta participación del ebanista, se concretó la idea.

“El Bien Llegado” estuvo otra vez sobre su altar.

Su presencia mística, llenó de chicos el hogar del herrero, llevó justicia a las tierras apropiadas, casó al farmacéutico con su novia, el boyero heredó el almacén, la maestra de piano supo de amores entonados por chamamés correntinos.

Volvieron a ver los campos arados, las hojas de los árboles reverdeciendo y las chacras peinadas con ondas de sembradío.

Y en la hornacina de la iglesia, bajo una arcada de flores y luces, anunciando que todo es posible si lo deseamos, el Santo recuperado.

“El Bien Llegado” con el rústico cayado a un lado y la mano izquierda tendida y bendiciendo.

Brillante de barniz, ahogado de puntillas. Por siempre milagroso.


M.R.-C.
DEL GLAMOUR A LA CIÉNAGA
CUENTOS (2013)
EDITORIAL DUNKEN




















CUENTO CORTO







SECRETOS





Carlitos no entiende nada. No entiende nada desde que se cayó de la cama, cuando era chico. Eso dice mamá y asegura que poco a poco va a ir aprendiendo, pero Carlitos ahora es más alto que yo y sigue sin entender nada.

Ni siquiera habla, apenas unos ruidos como hipos, que se vuelven insoportables a la noche, mientras duerme y no pueden entenderse porque no son palabras, son sonidos como el ruido que hace el papel de los regalos cuando se rompe.

-Pobre Carlitos, está soñando, -dice mamá cuando los ruidos nos despiertan - seguí durmiendo, yo me quedo un ratito con él.

Yo sé que el ratito va a durar toda la noche y cuando me levante, mamá estará casi lista para salir porque el nuevo trabajo queda lejos de casa y el viaje en colectivo es largo. Antes, mamá tenía más tiempo para estar en casa y era ella la que se ocupaba de Carlitos, pero hace dos semanas que soy yo la que lo despierta y después de vestirlo, le calienta la leche.

Me cuesta ponerle las medias y las zapatillas, no se queda quieto y se mueve hasta que se le salen otra vez y tengo que volver a ponérselas. Por suerte aprendí a atarle los nudos ajustados.

-Sacate la gorra Carlitos, que te tengo que peinar -le pido, pero no quiere y sigue con la gorra verde en la cabeza todo el día.

Una mañana le acerqué el tazón de leche, lo tiró de un manotazo, pasó la lengua por el mantel de nailon y se quedó mirándome. Por el mantel un reguero blanco caía hasta las baldosas.

-Sos un idiota -le grité llorando de rabia, de ganas de decirle que por su culpa tengo que faltar al colegio y no puedo hablar más tiempo con mamá.

Me puse a limpiar el piso con un trapo, Carlitos empezó a moverse arrastrándose, se daba golpes contra la pared y pateaba el marco de la puerta; después se quedó quieto, con la cabeza hacia atrás. Salí de la cocina y no le hablé en todo el día. Cuando a la noche nos sentamos a comer con mamá, tampoco le puse la servilleta para que no se manchara.

Después de cenar, fue a su cuarto y volvió con la caja de lápices. Las puso en la mesa y con el dedo empezó a hacer rayas imaginarias, como hace siempre esperando mis dibujos coloreados. Con brusquedad, aparté los lápices. Al desviar la vista, la mirada de mamá tambaleó sobre la mía, colgada de un trapecio tenso y, como si Carlitos se hubiese vuelto invisible, las dos nos quedamos solas en medio de la cocina, sin más compañía que este dolor repartido.

Un dolor que se amansa a veces, cuando salimos al patio y Carlitos se estira debajo del sol, con la gorra verde sombreándole la frente, y se queda en silencio, sin esos ruidos horribles que hace cuando quiere decir algo. Roto en bastones, el sol hace que los ojos de Carlitos, parezcan más claros. Entonces, le doy una galleta y la muerde hasta ablandarla.

- Carlitos –le digo –comé bien, mirá que cuando venga mamá se lo cuento.

Él sigue lamiéndose los dedos y me pone tan nerviosa que pienso decírselo a mamá en cuanto aparezca por la puerta, pero después me arrepiento y no le cuento nada.

Prefiero que mamá no sepa. Tampoco lo de ayer.

Ya estaba nervioso al levantarse. Lo noté enseguida porque tiró la gorra y la pisó hasta arrugarla. Mamá le dio varios besos antes de irse, pero Carlitos siguió moviendo los brazos, revoleándolos para los costados.

Encendí el televisor, era una película hermosa y lo llamé.

Pero él se tiró en la alfombra. De perfil, vi que empezaba a llorar sin ruido, porque Carlitos no hace ruido cuando llora. Abrió la boca y la cara se le deformó en una mueca muda. De pie, se quitó de un tirón el buzo abrigado.

-Te vas a resfriar –le dije tratando de ver la película, pero siguió sacándose la remera y se desprendió el pantalón.

En la pantalla un paisaje de playas y casas blancas, me recordó un verano que pasamos cerca del mar. En la arena, Carlitos se doblaba hasta parecer un ovillo y le gustaba el ruido de las olas. Mamá dice que las olas se mueven con una música secreta que solamente se oye si estamos vacíos de otros pensamientos.

-Mirá Carlitos, qué hermoso suena el mar, como a vos te gusta –le dije. Él pareció no oírme y sacudiéndose, con el pantalón caído, enrollado, trataba de sacarse las zapatillas.

-Sos loco, mirá lo que estás haciendo -grité viendo que seguía tirándose del pantalón -No te doy más galletas Carlitos –lo amenacé, pero no se enojó. Al contrario, se le ocurrió abrazarme. Tanto me apretó que me faltaba el aire y tuve que darle un empujón, porque me dolía.

Él volvió a abrazarme más fuerte y juntando su cuerpo al mío me tocó la cara y los hombros. Una y otra vez, me pasó las manos por los brazos y por la blusa.

Las manos de Carlitos son duras. No son blandas como las mías o las de mamá. Son manos casi cuadradas, de dedos pesados y tan torpes que rompen todo.

-Vestite pronto que te va a dar tos –dije retándolo, pero Carlitos siguió bajándose el calzoncillo como si quisiera mostrarme que lo podía hacer solo, sin ayuda y delante de mí, casi desnudo, se puso de pie. Con rapidez, se frotó entre las piernas.

Un líquido espeso lo fue mojando hasta las medias. Con las manos pegajosas, acercándose, volvió a tocarme la cara.

Desde el televisor el ruido de las olas pareció detenerlo un momento. Tal vez estará escuchando la música secreta, pensé, pero Carlitos siguió pasándome las manos húmedas por el pelo y la blusa.

-Mirá cómo me manchaste -lo acusé y fui soltándome de su abrazo -Vamos, tenés que estar limpio antes de que venga mamá.

Los dos fuimos al baño. Le saqué el resto de la ropa y lo ayudé a meterse en la bañadera para frotarlo con la esponja. Desnudo, silencioso, Carlitos parecía un bebé grande mientras lo secaba.

Le puse las medias y un jogging azul, le até las zapatillas. Él se acomodó la gorra sin darse cuenta de que estaba al revés y se le veía la etiqueta.

-Ahora me tengo que bañar yo -le dije. Carlitos se quedó inmóvil, sentado en la tabla del inodoro, las manos sobre las rodillas. Me descalcé, abrí la ducha, corrí la cortina y me metí debajo del agua. Me enjaboné el cuerpo, me sequé y me envolví en la toalla. Él seguía sentado en el inodoro. Al mirarlo vi que la cara de Carlitos estaba deformada.

-Está llorando -pensé-, está triste sin remedio -y un sentimiento extraño me dio escalofríos. Entonces, delante del espejo, me desprendí la toalla. Tomé el frasco de perfume de mamá y me lo fui desparramando por los brazos, por la espalda. Un serpenteo fresco me recorrió las piernas hasta los tobillos.

Con la mano me alisé el pelo y me fui acercando para que Carlitos pudiera tocarlo; desde la cabeza ladeada escurría un hilo de agua mientras él se llevaba a la boca un mechón húmedo. El perfume era más fuerte cuando Carlitos, como si pasara la lengua por un helado, me mojó el cuello. Un nuevo gesto le abrió la boca y un hilo tibio, transparente, me corrió hasta la cintura.

Lo aparté despacio. Con la mano atraje su mano hasta mi cuerpo.

Sobre mi cuerpo iban resbalando los dedos estirados y duros de Carlitos. En un instante me pareció que iba a decir algo. Esos mismos sonidos que nadie entiende y que se guarda en la cabeza, como la música secreta de las olas.

-Alguna vez los sueños se cumplen -dije, y lo ayudé a ponerse de pie. Fuimos hasta mi cuarto. Quieto, sentado en el borde de mi cama, Carlitos esperó a que me vistiera mientras movía la cabeza hacia los lados.

De la mano lo llevé al lavadero y puse la ropa en el lavarropas, para que mamá no la viera. La mía y la de Carlitos.

-Vamos al living a mirar la tele -propuse, pero ya había terminado la película. Él, con un ademán torpe arrastró una silla para que me sentara y se tiró en el sofá.

-Ya se fue la película, ¿no ves? Mejor dibujemos -le dije. Carlitos siguió mirando la pantalla.

Estaba oscuro cuando volvió mamá. La ayudé a poner los platos y los cubiertos sobre la mesa. Carlitos seguía con los ojos clavados en el televisor, jugaba con el control remoto. En la pantalla se encimaban las imágenes.

- Vengan a comer -dijo mamá mientras revolvía la salsa en la cacerola.

Lo llevé hasta la cocina y nos sentamos los tres a la mesa. Carlitos se acomodó en la silla meciéndose hacia adelante y no quiso ponerse la servilleta.

Con una cuchara fue levantando uno a uno los ravioles de su plato. Cuando alguno se caía de la cuchara, volvía a levantarlo. Masticaba y tragaba y masticaba hasta que el plato quedó vacío. Mamá le sirvió jugo y bebió de un trago.

-Muy bien Carlitos, -le dijo mamá - ahora comé la manzana. Carlitos mordió la manzana haciéndola girar entre las manos. Se quitó la gorra y la colgó en el respaldo de la silla. Al rato, como todas las noches después de comer, mientras mamá y yo terminamos de ordenar, Carlitos dio vueltas alrededor de la mesa.

-Hasta mañana Carlitos -le dije cuando mamá lo llevó al baño para lavarse los dientes. Él levantó una mano y saludó como si estuviera muy lejos, como si nos separara una distancia enorme.

Puse el café en el fuego y una taza sobre el mantel.

Oí la voz de mamá mientras lo acostaba, la misma canción hasta que se queda dormido, seguramente para que Carlitos no vuelva a caerse de la cama.

Cuando mamá entró a la cocina, yo había servido el café. Con los codos apoyados en la mesa, como si la espalda le pesara, mamá parecía cansada. Empezó a hablar de cosas de otro tiempo. Cosas lindas de cuando Carlitos era el mismo de la foto que tiene sobre la cómoda, un Carlitos que yo no puedo imaginar sin la gorra verde y los sacudones.

-La semana que viene podés volver al colegio -aseguró mamá –A Carlitos lo va a cuidar una señora que recomendó la tía -dijo, y siguió revolviendo el café. Después se levantó y se puso a lavar los platos.

Debajo del chorro de la canilla las burbujas del detergente, como globos, se chocaban y se rompían. Mamá se las quedó mirando mientras el agua corría por la pileta y los vasos parecían barquitos inclinados.

Al entrar a mi cuarto, llegaban los sonidos desparejos, inquietos, de todas las noches.

-Pobre Carlitos, qué será lo que sueña -dijo mamá antes de apagar las luces.

Quise decirle que yo sabía. Pero los secretos no se dicen.




Imagen Internet





lunes, 14 de septiembre de 2015

PERIÓDICO IRREVERENTES

LA CASA DE INQUILINATO


Por Loretta Maio*

Inquilinato


                                            “El pasado nunca se muere, ni siquiera es pasado.” W. Faulkner

Treinta y dos peldaños. Los conté muchas veces. Peldaños de mármol amarillento y una curva pronunciada que me obligaba a tomarme del pasamano hasta el umbral sin puerta. A uno y otro lado de la entrada se hallaban un par de habitaciones con techos altos, y viejos pisos de pino que mi madre emblanquecía con viruta de acero y soda cáustica. A la izquierda, un pasillo largo y penumbroso concluía en un pequeño cuarto; frente a él otro de igual tamaño dividido por un cortinado. A unos cinco pasos se abría un gran patio con paredes olvidadas y baldosas color naranja. Estaba bordeado por dos habitaciones, una cocina, un fregadero de cemento, un patético baño y un cantero de ladrillos con malvón, oreja de elefante, gomero, y sobre él un mudo canario.

Me dijeron que la casa de arriendo aún se eleva orgullosa y persiste en la esquina de aquel pasaje que quedó anclado en el tiempo. Sus calles empedradas conservan numerosas historias. Los corroídos balcones con sus voces apagadas revelan crónicas de más de un siglo. Al recordar sus muros, aún varias décadas después, la piel se me eriza: me resurgen fantasmas, memorias de tiempos que fueron sellados por la adversidad, historias de vida que no fueron color de rosa y sueños que no llegaron a ser más que sueños. Pretendía ser artífice de mi destino, imaginando ser la feliz protagonista de una película hollywoodense de los años cincuenta. Me llevó poco tiempo descubrir que la realidad no empataba con mis fantasías. Por algún motivo, ese no parecía ser mi sitio en el mundo.

El inquilinato de Vieyra no podía ocultar (por sus parches en los zócalos) la profusa cantidad de invasores que lo habitaban. Los bichos merodeaban en la oscuridad y carcomían la madera con admirable insistencia. Cuántas noches me cubrí la cabeza con las sábanas por temor a que mordieran mis orejas. Pero un día casi aprendí a convivir con ellos: comprendí que también les era menester un lugar, un hogar…






*Loreta Maio (Laura Mastracchio Delponte) artista plástica, escritora y poeta argentina

jueves, 13 de agosto de 2015

CUENTO CORTO





LAS   AGUAS

  
   
       Otra vez —dijo el polaco y plegó el cuerpo sobre la abertura de la puerta del frente —.Ya siento el olor Lucía. Traé los chicos.
    La mujer entró al cuarto sin ventana, levantó a un chico de la cuna y sacudió a otros dos que dormían juntos en una cama.
    Un olor denso cruzó la puerta abierta y se metió hasta la cocina, donde ella se apuró a guardar  galletas caseras en una bolsa.
    Cuando salieron hacia el camino de las chacras el viento les dobló la cara sobre el pecho y los chicos se apiñaron estremecidos.
     Al dejar atrás el galpón, el agua caía como cimbronazos sobre ellos. Nubes violetas flotaban en una corriente inquieta que precipitaba aún más agua.
     —Tenemos que llevar el arado —dijo el polaco a la mujer.
    Retrocediendo unos palmos llegó a la huerta. Lo arrastró hasta la tranquera, se lo colgó de los hombros.
    El cielo de herrumbre disparó serpentinas que le achicaron las pupilas grises. Todo crepitó de fuego y los árboles se doblaron como campesinos al sol.
    La mujer apretó al chico sobre a su pecho empapado, los otros dos al lado, asidos a la falda que se le pegaba en las piernas.  
    Escarbando los charcos, el polaco, caminaba detrás de ellos. Amalgamado al arado, sus pies se hundían en el lodo.
    No podemos perderlo, pensó debajo del hachazo del agua. 
    Estampidos y fulgores le cegaban el camino. La lluvia, se le clavaba en la cintura, le agarrotaba el cuello. Casi no veía, pero sabía que las sombras que caminaban adelante, eran su familia.
    A ratos llegaba un llanto menudo, podía escucharlo a pesar del zumbido que retumbaba dentro de su cabeza como el galope de los zainos arriados hacia el monte.
    La estación, en el alto, se recortaba en el camino, rodeada de una negrura brumosa con sus techos de cinc pintados de amarillo.
    Al doblar la esquina un caballo pasó al galope, pero el polaco no divisó quién lo montaba. Un estallido frío volvió a mojarlo y a llenarle la boca de algo espeso. Todo el campo era un pantano.
   El mismo infierno, pensó el polaco bajo la lluvia rotunda, inclinado por el peso, desajustado como un espantapájaros apretado al arado.
     Un calambre inesperado y atroz le adormeció los hombros.
     Por la ruta que llevaba a la colonia, nadaban en canales marrones ramas tronchadas, pedazos de cobertizos, tranqueras astilladas.
     En medio de tanta pérdida, el hombre oyó como un ronquido su propia respiración, un jadeo desconocido, cada vez más pesado, que le subió por la garganta.
     Pasos adelante, la mujer y los chicos llegaron a la loma. Apenas podía verlos, desdibujados en el anochecer sepia. Allí se detuvieron, adivinó que se abrazaban. Su imagen resquebrajada le entró en los ojos.
     Un viento fuerte sobre la nuca lo hizo caer de bruces sobre el lodo y un resplandor rojo lo estremeció. 
      Se le aflojaron los brazos y el arado rodó un trecho por el barro y resbaló por el declive,  precipitándose hasta el puente y de allí a las aguas.
      El polaco no lo supo.
                        


DEL GLAMOUR A LA CIÉNAGA (2014)
M.R.-C
DUNKEN


                                                                                                

miércoles, 4 de febrero de 2015

EMILIO DÍAZ VALCÁRCEL



LA MUCHACHA DEL TIEMPO


Cuento corto


                                                                                             A Ana Lydia Vega

Todas las tardes, la pareja de ancianos esperaba en la pantalla del televisor a la muchacha del tiempo, sentados en el decrépito sofá que olía a orina de perro: era ése el más claro recordatorio de Blaqui; con su muerte, ocurrida hacía cuatro años, habían sufrido más que nunca el vacío de la soledad, el cansancio de los años que sobrevivían con resignación; hasta que un buen día tocó en su puerta el hombre joven que habían mimado de niño con irreprimible vocación de abuelos. 
Su última carta - incomprensible, incoherente - había arribado hacía diez, quince años: imposible recordarlo con certeza.
A los pocos meses se fueron acostumbrando a las curiosidades de la nueva experiencia: algunos días, cuando amanecía murmurando palabras raras, el nieto vestía uniforme de campaña verde oliva con diseños que simulaban ramas y hojas, y lucía en la muñeca derecha un brazalete plateado con su nombre, número de soldado y un nombre de mujer en lengua desconocida. 
Los abuelos le reservaron un sitio ante el televisor y, desde entonces, los tres permanecían mudos frente a la pantalla, con excepción de breves comentarios sobre la implacable sequía de ese año. Pasaban horas contemplando programas que se sucedían entre innumerables comerciales, pero el momento que con leve ansiedad esperaban era el noticiario de la tarde, donde la muchacha del tiempo se compadecía de su público cuando tenía que informarle, programa tras programa, que no habría en los próximos días la más mínima señal de lluvia; pelinegra, de ojos rasgados, la muchacha no tendría más de veinte años. 
Los meses de sequía habían provocado una crisis: la multitud languidecía entre la sed, el calor y los malos olores; el ganado moría en los campos secos que se encendían de nada; los frutos se secaban en las ramas ya sin hojas; los ríos exhibían sus lechos de piedras y barro cuarteado; ahora que los embalses habían bajado sus niveles hasta alcanzar el ras de tierra y la gente temía desaparecer bajo las llamas del sol, la muchacha del tiempo parecía más atribulada que nunca, avergonzada y dolida de no poder ofrecerle a la ansiosa multitud las esperadas buenas nuevas. 
Una tarde, la muchacha no pudo soportar las malas noticias que debía comunicarle a su público, así que, saliéndose del libreto, exclamó: «¡Juro que yo no tengo la culpa, simplemente les comunico los informes que recibo del Servicio Meteorológico!», y su rostro se plegó a punto de llorar.
«Sufre mucho», dijo el abuelo. «Sí», contestó la abuela; permanecían inmóviles en la penumbra de la sala, que olía a orina de perro, sin mirarse.
Como otros días, el nieto se había levantado murmurando palabras raras, y andaba por esas calles de Dios con su uniforme de combate (regresaba generalmente antes de los noticiarios); él tampoco tenía muchas cosas que decir: se limitaba a un sí o un no y a veces repetía las palabras del abuelo, inmóvil detrás de ellos: «Sufre mucho». 
Ese jueves - pudo ser otro día, desde luego, puesto que nada habría evitado los hechos - los abuelos se enteraron en silencio de múltiples accidentes en las carreteras, actos de pillaje, asesinatos, ciudadanos que solicitaban ayuda para sus enfermos, corrupción en el Gobierno; casi sin que los abuelos se dieran cuenta, la muchacha del tiempo había comenzado su informe; tenía los ojos enrojecidos llenos de lágrimas: no se vería alivio en los próximos meses, las reservas de agua de los embalses durarían sólo cuatro días...; de pronto, la muchacha miró espantada hacia su izquierda - derecha de la pantalla - y retrocedió un paso seguida por la cámara; solitarios, quietos en la oscuridad de la sala - que olía a la orina de Blaqui - los ancianos vieron cómo un revólver niquelado entraba por el lado izquierdo de la pantalla. 
De primera instancia no pudieron comprender esa absurda composición de objetos - había elementos que no pertenecían a la rutina de tantos años televisivos, era como ver un bolígrafo dentro de un zapato - y mecánicamente acercaron sus rostros a la pantalla; pero fue la detonación y la visión del rostro destrozado de la muchacha - que se desplomaba fuera de pantalla - lo que los alertó definitivamente y los obligó a ver que la mano que esgrimía el revólver mostraba en su muñeca un brazalete plateado con inscripciones imposibles de leer a esa distancia.

                                                                                                                (1995)


Trujillo Alto, 1929 / San Juan, 2015 

Narrador, dramaturgo, ensayista, periodista y profesor universitario puertorriqueño.
Se lo sitúa en los puestos cimeros  de la literatura contemporánea, destacado novelista de la denominada "Generación del 45" y en la "Generación del 70".
Cultivador consumado en la narrativa breve, su prosa se singulariza por su hábil descripción de los paisajes característicos de su isla natal, como por la utilización del lenguaje popular de su isla natal.


Fuente<.www.mcnbiografias.com



Para Biografía y Obra: www.mcnbiografias.com