lunes, 23 de diciembre de 2013

POÉTICA GALEGA

CORPO E PATRIA 

Meu fogar ten o xeito do teu corpo.
Nacimento da vida que chea o mundo co seu sopro.

Tí, porta que leva a libertade e máis pasos
que penetran no faiado.
Silandeiro pensamento 
rechouchío da cor . Pegada
escoada no cristal da xanela
na tarde esguízara de quenturas.
Asombro, noite en vela,
saba sen penumbra.

Teu corpo, casa que érguese na estreita
agulla do pombal e a mesma pedra
soterrada do cimento.
Identidade. Pasaporte. Lareira
onde latexa  lingua que murmuria
a verdadeira liturxia.

Teu corpo, eu mesma son, eu miña dentro da tua fronteira.
Fincada na terra bieita,
manancial de verdor, preñada de sonos.

Todala eu, espallada, florida, beatificada
coma espiga do verán.
Soberbia de caudaloso río, pampeano páramo do mar.
Ponte. Chaira. Rañaceos,
vagalume de neón na autoestrada.
Caleidoscopio do mundo conquistado.

Todala eu, e aínda aquela que de min non coñezo,
en festexo
polo teu mapa de amor.
Todala eu, troula no teu corpo.  Toda pobo, 
bico e bandeira.
Corpo e Patria.


CUERPO Y PATRIA 


Mi hogar tiene la forma de tu cuerpo.
Nacimiento de vida que llena el mundo con su soplo.

Vos, puerta que abre libertades y pasos
que penetran en el desván.
Silencioso pensamiento,
trino del color .  Huella
escurrida en el cristal de la ventana,
en tarde delgada de tibiezas.
Asombro, noche en vela,
sábana sin penumbra.

Tu cuerpo, casa que se eleva en la estrecha
aguja del palomar y la misma piedra
soterrada del cimiento.
Identidad. Pasaporte. Hogar
donde late lengua que musita
la verdadera liturgia.

Tu cuerpo, yo misma soy, yo de mí dentro de tu frontera.
Hincada en tierra bendita,
manantial de verdor, preñada de los soles.
Toda  yo,  esparcida, florida, beatificada
como espiga del verano.

Soberbia de caudaloso río, pampeano páramo del mar.
Puente, llanura, rascacielos,
luciérnagas de neón en la autopista.
Calidoscopio del mundo conquistado. 

Toda yo,  y aún aquella que de mí  misma no conozco,
en celebración
por tu mapa de amor.
Toda yo fiesta por tu cuerpo. Toda pueblo,
beso y bandera.
Cuerpo y Patria.


M.R.-C.
Versos de doble faz en el País de la Poesía
Derechos Reservados (2012) 

sábado, 21 de diciembre de 2013

POÉTICA GALEGA

 NADAL NO DESTERRO

 



Pensa túa pena na Patria lexana
e  tristura da auga  vógache no peito.
Espalle no cuarto un recendo esguízaro,
resón silente cómalo  asubío das agonías.

Teus ollos de onte, pardaliños tenros,
fuxen toleados  polas praderías.
No paisaxe túzaro, rabizo, quedan os teus pasos
de neno, pechados.
Preso albor aparca na chuvia raía
e as badaladas que endexamais  calan,
cálanse por sempre.

Non haberá bicos nin agarimos que boten ensoños,
só este gume do puñal na ferida
de saberche alleo.

-A Santa Compaña, dixo vai vir-,
sen embargo, nunca,
sentou a túa mesa.



NAVIDAD EN EL DESTIERRO

Piensa tu pena en la Patria lejana
y tristeza de agua te boga en el pecho.
Extiende en el cuarto un perfume enjuto,
un eco silente como el silbido de las agonías.

Tus ojos de ayer, gorriones tiernos,
huyen enloquecidos por las praderas.
En paisaje huraño se quedan tus pasos
de niño, encerrados.
Preso albor se estaciona en la lluvia rala
y las campanadas que jamás se callan,
cállanse por siempre.

No habrá besos ni caricias que logren ensueños,
sólo este filo del puñal en la herida
de saberte ajeno.

-La Santa Compaña dijo que vendrá-,
sin embargo, nunca,
se sentó a tu mesa.

M.R.-C.
Versos de doble faz - Pasos Desnudos -
Derechos Reservados (2012)

viernes, 20 de diciembre de 2013

vEDETTE

                                                                                  Por Marita Rodríguez-Cazaux
Vedette III
          Varias veces espié la llegada de la actriz al dormitorio. Sabía que abría la puerta y, de perfil, pasaba por el vano un cesto repleto de flores blancas.
          El balcón de la pensión era mi palco teatral. Cerca del ocaso de la obra y desde mi cuarto, con la luz apagada, esperaba que la figura alta y vestida con malla de chispas incandescentes actuara sólo para mí.
         Jamás fui a ver la puesta que era un éxito ese verano pero había leído crónicas en revistas donde su foto ocupaba páginas enteras y oía los silbidos de los hombres que la esperaban a la salida por la puerta de actores en autos último modelo.
        Entraba al cuarto, se desprendía de una boa que le cubría los hombros y la arrojaba sobre un sillón destartalado cerca de la ventana sin cortinas.
         Sacudiendo los tobillos tiraba las sandalias doradas, altísimas, con hebillas de estrás.
         Sentada en la silla sin tapizar, frente al espejo, se miraba unos minutos, detenidamente. Iba retirando las pestañas postizas y con un tisú colmado de crema dejaba en su cara una limpieza impiadosa, donde se veían arrugas y flaccideces insospechadas.
         La boca que parecía jugosa y fresca era una línea adelgazada y mustia cuando barría el rouge con fuerza. Ni las mejillas conservaban el brillo que le regalaban los afeites, eran enjutas, grises, relajadas sobre un cuello tristemente plegado.
        Cuando dejaba caer con un movimiento de cabeza el aplique rubio que la coronaba, el pelo aplastado y ralo formaba alrededor de la cara una diadema canosa.
        Se ponía de pie y estiraba un momento la espalda, yo miraba sin poder sacar los ojos de ese rito repetido.
       Poco a poco desprendía el corpiño y me dejaba ver dos copas de champaña desequilibradas y blancas, una más alta que la otra, inesperadas debajo de un sostén de lentejuelas violetas que las elevaba y las volvía redondas. Alguna vez bajé la vista.
      Pasaba cerca del ropero y con una pierna sobre la cama desenvolvía las medias negras hacia las pantorrillas y de allí al pie. Una pierna estilizada, apenas firme, se estiraba para calzarse de memoria unas zapatillas rojas sin taco.
      Fue en ese momento cuando supe que la curiosidad tiene un precio atroz.
       Aquella noche me incliné aún más hacia el cristal de la ventana y me apoyé en la madera del marco.
      Adivinaba que tendría frente a mí la desnudez de una estatua de parque, gastada por el sol y las lluvias, muchas veces maltratada por los muchachones de la esquina.
      Ya sin medias y con un taparrabos mínimo de bataclana se inclinó, subiendo y bajando las piernas por turno y mostrando nalgas sin forma, de líneas derechas, que se frotó antes de avanzar hacia el centro de la habitación.
      Giró despacio, dándose vuelta.
      Una llovizna de luz raída le iluminó el cuerpo y supe que era un hombre. Un hombre viejo.
* * *
Tapa IIcomprar

viernes, 13 de diciembre de 2013

IRREVERENTES


                el héroe encubierto


    Cuento

                                                                                     Por Marita Rodríguez-Cazaux

Poeta II


El casting prometía un papel protagónico en la obra, exigía un parlamento de memoria, una actuación disciplinada sobre un tema libre y una improvisación.
Cuando llegué, la fila a la puerta del teatro doblaba la esquina y serpenteaba revuelta por la vereda. Un hombre nervioso anotaba los nombres, nos daba un número y nos hacía pasar al salón.
Sentados en las butacas de la platea, esperando ser llamados por el asistente, escuchábamos en silencio el trabajo de los otros en el escenario.
Yo había estudiado teatro desde joven, sin lograr trabajar en mi vocación por el momento y estaba en la edad en que empezamos a preguntarnos si vale la pena seguir soñando sueños. Tenía un matrimonio fracasado y vivía una relación tironeada por una madre de edad avanzada, un arrastre de culpa que mi psicoanalista trataba de achicar y un malhumor empedernido.
Con este equipaje y desconfiando de mi desempeño, esperaba nervioso repasando mentalmente una y otra vez el diálogo que había elegido.
Era un espacio tensionado de “Casa de muñecas”; cuando el marido discute furibundo con Nora y la acusa groseramente. El mismo momento en que prefiere perderla sin importarle la falsedad de la sociedad que los rodea.
Ensimismado, yo iba y venía por la piel del hombre autoritario cuando me sacudió un grito de espanto.
“¡Ten los garfios del odio siempre activos y al echarte en la caja de los muertos, menosprecia los llantos de los vivos!”. Se hizo un silencio en la sala y miré sorprendido hacia donde venía la voz.
En el escenario, un muchacho flaco recitaba parado con las piernas un poco entreabiertas y los ojos elevados hasta las molduras del cielo raso.
Todos, creo que hasta Almafuerte, sacudidos todavía por su acento, seguimos expectantes los ademanes destemplados.
El tipo movía los brazos largos para los costados como queriendo abrazar a una muchacha, atrayéndolos después sobre el pecho y liberándolos al momento. Alucinado continuaba, “el sitio donde nada ocurre, es un trapo sobre la costa: están arrumbadas las paciencias…” y clamaba y se detenía para tomar aire y se lanzaba otra vez sobre los versos de Armani…"mientras que sus pasos suenan sabe que lo único posible está ocurriendo lejos…”
El asistente le habló por lo bajo a un hombre de traje sentado en la tercera fila. Desde ese mismo lugar, le indicó con un gesto que era suficiente y le dio las gracias, pero el muchacho seguía “…con tal que no sea al pobre, robá hermano sin medida,…el mañana es un grupo ¡tras cartón está la muerte!” y se pasaba la mano por el pelo que le caía sobre la frente, como lo hubiera hecho el personaje de Carlos de la Púa.
El hombre de traje se revolvió en su asiento. El asistente corrió al pie del escenario y le gritó que se callara. Fue inútil. Por la boca del flaco salía ahora otra chorrera de versos, esta vez Neruda “desde el fondo de ti arrodillado, un niño triste como yo nos mira”, y él mismo se arrodillaba y se estiraba sobre la madera, poniendo cara de desamparado.
La rubia que estaba al lado mío me codeó y se tapó la boca pintada de rojo.
-Está reloco -dijo y como era linda y parecía lanzada, ya estaba dispuesto a darle la razón, mientras el muchacho en el escenario, casi moqueando se atragantaba con las penas de Moraes “¿Qué amigo será tan amigo, que en el ataúd esté conmigo?
-¡Basta! -bramó el que parecía el productor -. Sáquenlo de ahí.
Un grandote de pelo corto subió las escaleras y se abalanzó sobre el muchacho que, como si viviera en otro mundo, se había sentado en la única silla del decorado y desgranaba “No toquéis esta tierra si no tenéis la sangre dispuesta a ser antorcha viva” y subía y bajaba por los versos de Romero con un magnetismo que emocionaría al mismo paraguayo.
El gordito de cara pecosa se retorcía de risa y la rubia se mordía los labios siliconados mientras el asistente del director echaba dragones por la boca y fuera de sí, maldecía como si estuviera en una cancha.
-¡Que lo borren, que lo borren o los despido a todos! -vociferaba el director, cuando el flaco sin acatar órdenes, seguía con su cantinela. Desde las butacas llegaban las risotadas de todos.
La cosa terminó con el productor levantándose y dejando el lugar de mala manera, con el director apaleando sin piedad al asistente, un electricista desparramado en el piso quebrándose la mandíbula en un ataque de risa, la rubia huyendo por el pasillo detrás del productor, con nosotros despedidos y saliendo en fila india.
Y por si era poco, con el flaco llorando poesía a lágrima viva mientras le explotaban por la boca versos de González Tuñón “…poca cosa deja el muerto terminada su función, todo cabe en una caja, música de barracón…” y seguía el calvario de la supuesta muerte de Juancito Caminador, hasta que lo sacaron entre tres arrastrándolo por el pasillo.
-La pucha que está tocado -me dijo el gordo de las mejillas pecosas mientras chupaba un caramelo y traspasábamos la salida. No le contesté.
Por aquél tiempo vivía en Versalles y tenía un trecho largo de regreso desde el Centro, así que la bronca me cegaba cuando caminé hacia la parada del colectivo.
Lo que sigue se puede creer o tener la libertad de ponerlo en tela de juicio, pero mis ojos lo vieron o por lo menos me pareció verlo. Cuando subí al colectivo, el flaco estaba ahí.
No era un tipo parecido, era el mismo de la prueba, el poeta, el culpable del fracaso del casting, el que me hizo perder la tarde de trabajo, por quien se me resbaló el levante de la rubia escotada y la posibilidad de acceder a un contrato.
Sentado en el segundo asiento, pegado a la ventanilla, el flaco ahora nos contaba la historia del antiguo almacén “A la Ciudad de Génova” y nos paseaba por Cangallo y Ombú, nos fiaba las copitas y confesaba que su madre lo había acunado cantándole “…yo soy la morocha, la más agraciada” y a voz en cuello entonaba el poema de Olivari.
Lo mato, pensé, lo mato y me bajo. Pero, nunca fui muy decidido y el flaco me imponía; al llegar a Lisboa y antes de doblar me acerqué a la puerta trasera y toqué el timbre para bajar.
El tipo me miró, diría que me sonrió y antes de que pusiera los pies en los escalones, a manera de despedida recitó “el día está a las puertas, no vendrá otra mañana” mientras yo, incrédulo, desorientado, saltaba los dos peldaños.
Cuando de chico iba al cine del barrio a ver películas de terror sin que mi vieja lo supiera, volvía mirando para los costados, asustado de las sombras de los faroles de la calle, inquieto y apurado hasta doblar la esquina del almacén Viva Galicia.
Así me sentí cuando caminé esa noche las dos cuadras hasta mi casa, el mismo chico acobardado y tembloroso que salía del cine con la mirada llena de miedo, mientras la boca se volvía seca y áspera.
No, no, me dije, esto lo debí imaginar porque no puede ser cierto. Y para darme valor saqué las llaves del bolsillo y empecé a contar de tres en tres hasta llegar al edificio. En el ascensor traté de respirar acompasadamente.
Como vivo solo siempre encuentro mensajes en el contestador. Pulsé la techa.
Mi amigo Pablo me invitaba a un asado para el domingo. Mi madre recriminaba mis indiferencias semanales, y un vendedor de seguros me dejaba los datos de su estudio. Mi novia no había llamado.
Barrí los mensajes, y me fui directo a la cocina a hacerme un café. Puse la radio y me senté a hojear el diario.
Los acuerdos y desacuerdos con el agro y el índice de la canasta familiar eran la información que mi cansancio procesaba con dificultad cuando otra mano se alargó sobre la mesa para servirse café.
Sentado frente a mí, acomodando su espalda en la silla, estaba el flaco del teatro. El de los versos, el mismo del colectivo. Sentado ahora a mi mesa bebiendo café y mirándome risueño.
“En la puerta de la cocina popular nuestros hermanos los que no se atreven a morirse de hambre esperan su ración” dijo y se bebió el café, sin pensar que César Tiempo podía estar escuchándolo.
Después se levantó despacio y se recostó en el sillón del living, yo lo seguí con pasos quebrados.
Él, desplomándose en el almohadón puso cara de amante herido, mostró un perfil de nariz pequeña y con acento suave, despidiéndose de la nodriza, pidió que le bajara la lámpara y empezó a caminar por la playa.
Apagué las luces y en penumbras lo vi. Una ola le llegó a los pies y después otra y otra, hasta subirle la espuma por la pierna fina, absolutamente femenina. Juro que lo vi internarse en un mar que cubría la alfombra de mi living.
Así, adentrándose en el agua, se fue.
No es una fantasía de actor fracasado, tengo como testigo al portero que destapó el baño porque una cascada caía en el techo del vecino y a la muchacha de la limpieza que despotricaba en guaraní mientras limpiaba las marcas arenosas en la pared.
Cinco días después de la desaparición del flaco, la telefonista del trabajo me pasó una llamada, levanté el tubo y la voz de Carrera Andrade me paralizó, “…el ser que ama revive o vive doblemente”.
Desde ese momento para mí nada fue igual.
A la mañana siguiente mientras me afeitaba mi voz se alzó poderosa, “¿…quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón…” y hasta pude oír los aplausos a mis espaldas mientras Fito me sonreía desde el espejo.
Con un humor desconocido comí las tostadas sin prisa y el café fuerte me reanimó para vestirme con un optimismo desacostumbrado, pensando que viajar hasta la oficina no era tan desesperante como siempre me había parecido.
Antes de salir llamé a Laura para invitarla al cine.
-…"Desde que te alejaste, cuantos lugares se han tornado vanos y sin sentido” – dijo con tono enamorado mi voz.
-¿Sos vos Hernán? -contestó Laura, pero ya una nueva voz en mí, le estaba dedicando dulzuras eróticas de Lugones.
-¡Siempre el mismo loco! -se rió; me pareció que colgó divertida después del acuerdo de la cita.
Al salir del ascensor la encargada barría la vereda, “un silencio nocturno le trepa por las trenzas y oscurece la arcilla de sus manos morenas”, la piropeé al cruzar la puerta; ni siquiera me contestó el saludo. Se quedó con la rejilla a mitad de camino hacia los bronces, con la cara sonrosada. Yo estaba exultante, me sentía divinamente.
La expresión hostil y amargada del jefe poco me importó.
“¿Qué es la vida? ¡Un frenesí,… una ilusión!”, aventuré al pasar al lado, mientras él, boquiabierto, levantaba el teléfono con la cara blanca y planchada como la camisa.
Con los muchachos fue más fácil y hasta el mozo del buffet se atrevió a entonar conmigo unas letras de Discepolín, los dos entrando y saliendo en el Cambalache de la vida.
Lo mejor fue ver que los otros se contagiaban y poco a poco estábamos todos compartiendo mensajes llenos de color, sin importarnos que el día hubiera amanecido nublado y el pronóstico meteorológico aseguraba lluvias. “…es un sentimiento que está por encima de los demás, una fuerza que no puede resistirse…”, citaba el compaginador que era fanático de Strindberg, rematando con labios temblorosos a tiempo justo para que la secretaria del gerente, que leía a Nietzsche, susurrara con su boca perfecta “siempre hay un poco de locura en el amor, pero hay una razón en la locura”.
Mientras bajaba las escaleras del subte para encontrarme con Laurita, una garúa eufórica caía sobre el pavimento, deshecha en espejos luminosos.
No quiero ahondar en intimidades pero, esa noche, Laura fue una reina y yo debí parecerle Superman porque la rutina que nos desteñía desapareció, mágicamente. Entre los versos de Bernárdez, volvimos a subirnos a la ola que habíamos dejado tiempo atrás arrinconada y fuimos ese anochecer los únicos seres de la creación, “mineros del amor, hasta hallar el filón del infinito”, los elegidos de los dioses.
Estoy convencido de que algo dentro de mí estaba esperando “torcerle el cuello al cisne de engañoso plumaje, que no siente el alma de las cosas ni la voz del paisaje…” y aquél muchacho flaco del casting me ayudó a encontrarlo.
Vuelvo a verlo, huesudo y poseído, despegado del hartazgo cotidiano, volando con alas invisibles, tratando de sostenerse en el abismo de lo imposible, contagiándome la necesidad de “seguir soñando los deseos”. Y, agazapada en medio de la rutina que atenaza, oigo su voz como un eco de Brulat, “basta un instante para ser un héroe”.



"Del glamour a la ciénaga"




Publicado e ilustrado por Periodicoirreverentes. 



IRREVERENTES


                    UNA INTUICIÓN


MICROCUENTO  



Benito Tejeda

“Paso a revelar en esta libreta por qué pienso que  voy a ser asesinado. La guardaré en la caja fuerte de mi oficina. Será de utilidad  para  la policía.
En esa oficina, situada en la zona de Tribunales, me dedico a operaciones inmobiliarias. Cerca de allí, Ana, mi esposa, tiene su consultorio médico. Trabaja, además, los turnos de Guardia, a la noche, en un hospital privado. Estamos orgullosos de nuestro único hijo y, en principio, se podría decir que formamos  una familia feliz.
Hace un año ocurrió un hecho que cambió nuestras vidas. Mi cuñado Francisco se ocupaba de una pizzería en la calle Corrientes en sociedad con un amigo. Una tarde, en la parte de atrás del local,  ambos socios discutieron: los mozos oyeron sus gritos. De pronto, sonaron dos disparos, y cuando acudieron se toparon  con sus cadáveres: el de Francisco tenía una Beretta en una mano.
La policía llegó a la conclusión de que mi cuñado había matado al socio por cuestiones de dinero y en el mismo momento se pegó un tiro.
Ana desconfió de esta explicación: suponía que  debía haber algo pasional. Y  recurrió a  un detective privado, un tal Benito Tejeda, que demostró ser eficiente, pues no tardó en  informarle que la esposa de Francisco andaba con el socio, y unos celos incontenibles acosaron a mi cuñado.
Al enterarme de esto, algo pasó en mi interior, me desequilibré y entré en paranoia. Como Ana, algunas veces regresaba tarde del hospital, sospeché que me engañaba.
Decidido a terminar con estos tormentos, contraté a un detective privado. ¡Cómo estaría de perturbado  que acudí a Benito Tejeda!
Por supuesto que se asombró cuando le dije que debía seguir a Ana. Le di un adelanto para gastos y, eficaz como siempre, a la semana  presentó  su informe acompañado de fotos. En todas ellas, Ana aparecía  entrando con un tipo a un hotel.
El hombre era un agente de bolsa exitoso y muy reconocido en plaza, casado y con dos hijos.
Me contuve: yo no iba a cometer ningún crimen. Sin embargo, mis  rollos continuaron: ahora pensaba que tal vez Tejeda le informaría a Ana que yo sabía sobre su affaire, la que a su vez se lo diría  al amante. Éste, tendría miedo de que yo pudiera comunicar su  adulterio a una publicación sensacionalista o, como Francisco, cometer alguna locura. Una manera de sacarse de encima a su esposa y a mí, era matándonos y montando una tortuosa historia:  éramos amantes, y yo, desequilibrado, me había quitado la vida después de asesinarla a ella”
-Hallamos al rematador despatarrado en el sillón, frente a su escritorio y con un tiro en la nuca.
-Inspector, ¿cómo localizó la libreta?
-Fue muy fácil: estaba en su caja fuerte. Lo demás consistió en interrogar a las personas allí citadas. Lo curioso es que Ana y el amante se abatataron e incurrieron en muchas contradicciones.
-Cuénteme lo del insólito asesino.
-Los amantes apelaron a un sicario. ¡Y fue nada menos que Benito Tejeda! Durante el interrogatorio titubeó como un adolescente y metió la pata. Claro, ¡era la primera vez que mataba por dinero!
* * *

GermánII
*Germán Cáceres:  Escritor, ensayista  y dramaturgo argentino. 
Recibió de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires  Mención de Honor en Cuento y el 1er. Premio Especial “Eduardo Mallea”. Obtuvo cuatro “Fajas de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores” y la Mención de Honor en el Concurso Internacional de Ficción sobre Gardel (Montevideo). En 2002 fue premiado en el concurso de cuentos “Atanas Mandadjiev”, celebrado en Sofía, Bulgaria, y nombrado Gran Maestro del Misterio.
Fue incorporado en 2010 al Diccionario razonado de la Literatura y la Crítica Argentina. La Academia de Letras e Artes do Nordeste Brasileiro lo nombró miembro correspondiente. Jurado en el Festival de cine Buenos Aires Rojo Sangre. Es Miembro de Número de la Academia Argentina de Literatura Infantil y Juvenil.
Varios de sus relatos fueron traducidos al italiano y al portugués.
Publicado por Irreverentes 12/12/2013
                                                                                      * * *

jueves, 12 de diciembre de 2013

POÉTICA

CLARIDAD

Allí,
donde el idioma es la Babel
y el silencio es la lengua que se oye.
En ese mismo espacio donde se toca el todo
del cosmos absoluto de la nada.
Allí,
donde el hombre se vuelve soberano
y se torna en sí mismo más pequeño.
En ese mismo espacio donde nunca se olvida
sin que exista memoria que lo guarde.

Allí,
esta vaguedad que nos contiene
 y que antes de nosotros ya existía,
nos quedará a las claras, transparente.

M:R:-C.
Pasos Perdidos - Poemario (2012)


PERIODICOIRREVERENTES




REGGIO PARNASO


                                                                                                   Por Marita Rodríguez-Cazaux
Amante Hércules
            Higinio Todomanzo había llegado al pueblo en los días de la huelga de los ferroviarios. Vino en el sulky de los frailes cistercienses que vendían licores y quesos en el pueblo y se las arregló para que le dieran asilo en la fábrica de hilados, a cambio de trabajo.
             Allí estuvo Higinio el tiempo exacto para enamorar a la viuda del dueño del almacén “Reggio Parnaso” y amarrado de su brazo, sentados los dos en la plaza a la hora más concurrida, hacer público el romance.
              Hábil, la convenció de reincidir en las dichas del matrimonio y el día del casamiento, él mismo se encargó, trepado a una escalera, de agregar su apellido en el letrero de latón colgado de la fachada del almacén, que pasó a llamarse “Reggio Parnaso Todomanzo”, ahorrando imaginación y esfuerzo, pues si algo se destacaba en Higinio era su inclinación a la economía y un orgullo terco, incontrolable, por haber nacido hombre.
              Para él, la vida de todos los días necesitaba de los atributos viriles; la fuerza y la potencia en la voz, los gestos, las posturas propias de su sexo y aborrecía cualquier manifestación que no los pusiera de relieve. Aborrecía todo lo que no era, según él, el ímpetu varonil, o mejor aún, el espíritu del macho.
              La crisis de los dos años siguientes al casamiento despertó su codicia y buscando siempre la ruta de la riqueza, tuvo la genial idea de prolongar en el mostrador un escritorio para atender quiebras y préstamos. Aquella política clara, de cuentas más claras y más políticas, lo inspiró a ofrecerse como garante sobre los pagarés de los paisanos endeudados, una maniobra que cerraba el círculo a su favor en épocas de sequías o de lluvias y que él, ladino, capitalizaba sin que su conciencia  se lo reprochase.
              Al cabo, la usura hizo que en el almacén, artículos y enseres ocuparan menos espacio que su despacho de prestamista.
              La viuda, engordando de gula, seguía de cerca los adelantos de su marido y enamorada de su astucia, aceptó agregar descendencia masculina en el letrero del almacén apenas confirmado su embarazo y cuando aún se desconocía el sexo de la criatura.
             Higinio volvió a subirse a la escalera. “Reggio Parnaso Todomanzo e Hijo” resultó el punto de partida de todas las bromas, pero Higinio, sin ofenderse, prometía pícaro que de no ser esta vez un varón, intentaría las necesarias hasta que el letrero lo diera por cierto.
            No hizo falta porque, una madrugada de octubre, nació Hércules Todomanzo, que heredó por mandato paterno el nombre de su abuelo.
            -Para que sea igual a mi padre, grandote, robusto, enérgico. Duro como el hierro -sentenció Higinio, apretándolo entre los brazos, pavonéandose con el chico por la vereda, los dos debajo del letrero, mientras Hércules con el flaco dedito erguido, parecía señalar las letras que iban a identificar sus fuerzas manifestando ya, según Higinio, un carácter varonil y una fuerte inclinación al dinero.
             El amor propio del padre crecía sin límites a la par que los estirones que daba el chico y, hasta le parecía descubrir en sus berrinches protestas airadas cuando acostado en su cochecito, se fastidiaba al oír la voz floja de los paisanos agotados por deudas, derrumbados de miseria.
           -Ya podré morirme tranquilo –le decía a su mujer, viendo a Hércules dar sus primeros pasos sobre la gramilla de la plaza. Intuía que su hijo iba a seguir sus proyectos, siendo más rico cada día sin escatimar recursos ni medir sacrificios, destacándose en el viril gobierno del comercio.
            El muchacho, simple y dócil, siguió el mandato impuesto por su padre. Sin embargo, secretamente, a Hércules se le antojaba que un destino especial sorprendería su rutina y lo adivinaba lejos de los reclamos familiares. Un destino inesperado, de leyenda, que deseaba en la intimidad, encarcelado en la sumisión y sin encontrar el modo de liberarse.
          La madre, con la vanidad comprensible de agregar doctorados en el cuadrado de latón sobre la pared del almacén, trató de convencerlo para que estudiara. Pero fue inútil. A contrapelo del resto de sus compañeros, Hércules se aburría con los libros y resultó un alumno retacón. Su físico menudo, su timidez, lo alejaron de los deportes y quedó fuera de los grupos de muchachos arrogantes y decididos que pululaban en el pueblo. Ni hablar de los desdenes que le propinaban las chicas, ellas ni siquiera lo tenían en cuenta.
           Frente a esta realidad Higinio, sin amilanarse siguió tercamente sus propósitos, obstinado en el proyecto de ver a su hijo en un puesto de importancia, un cargo social que pudiera comprar con dinero y para el que no se necesitasen ni luces ni memoria.
          Sabía por experiencia propia, que las trampas se ocultan mejor con otras trampas y que no es imposible llegar a la cima, usando el antifaz que más conviene. Imperativo, postulaba a su hijo para cargos que le parecían trascendentes, llegando en su delirio de hombre tosco, a imaginar a Hércules sentado en el sillón de la Intendencia, multiplicado su apellido por nietos fieros contando monedas.
            Inescrupuloso, conocedor del cinismo que contagia la ambición, dirigió su campaña contra los competidores y ya vislumbraba la figura de Hércules como la de un prócer entronizado, cuando comprendió la prioridad de mejorar el aspecto físico del muchacho para disfrazarle torpezas; cubrir con un buen traje los hombros poco anchos, los brazos debiluchos, el andar desmañado. Y como en el pueblo no había dignos sastres, viajaron a la Capital.
           Apenas llegados, la mujer se detenía en las vidrieras con la ilusión de tornar elegante la estampa de su hijo, mientras Higinio, más sensato pero tan pendiente como ella de sueños de grandezas, disponía el bolsillo para los gastos que iban a traerle a Hércules fama, familia y fortuna.
           El único que estaba desprendido de tal ansiedad era el propio Hércules;  libre de expectaciones su chatura intelectual carecía de ideales y no se ocupaba más que de salir a dar vueltas por las calles del Centro.
           Aburrido, una mañana entró en una galería de arte. Se le antojó parecida al museo regional de su pueblo y se sentó en un banco tapizado, perdidos los ojos en paisajes enmarcados.
            En esa postura le hubiera gustado quedarse por horas, clavado en un silencio melancólico parecido al de la siesta, si una sombra cruzándose frente a él, no le tapara los trazos del cuadro y una cara de adolescente se metiera dentro del marco de su mirada.
            Con movimientos elásticos el joven se sentó pegado al costado de Hércules y con voz suave, frágil, casi femenina, le contó que era modelo y señaló un mural donde se veía su cuerpo perfecto, desnudo como un efebo, entre nubes ambarinas.
           Hércules, embelesado, no pudo decir que estaba de paso y que debía volver al pueblo para seguir rutas de prepotencia machista, toda su voz se había detenido en una exclamación turbada, sacudido por tanta belleza.
           Descubrió que se enfrentaba a su verdadera existencia tan precipitadamente que por la tarde no regresó al hotel y, al anochecer, se habían convertido en amantes.
            Cuando volvió, casi de madrugada, despojado de su inocencia, Hércules, ya no era Hércules.
          Los padres, agobiados de cansancio, lo esperaban en vela. Con ojos anochecidos de placer, Hércules oyó los reproches de su madre y las risitas encubiertas del padre, que suponía destrezas de pasión portentosa en la escapada.
         -Vamos, vamos, no es para tanto, son cosas de hombres -silabeaba Higinio, mientras  apuraba el regreso.
         El viaje mantuvo entretenidos a los padres contabilizando facturas. A Hércules en cambio, se le hizo largo el trayecto mientras una emoción desconocida corría paralela al paisaje. Apoyado en la ventanilla, su único pensamiento eran los abrazos multiplicados en el espejo de un cuarto de hotel capitalino. Los abrazos y el aliento de una boca que aún lo mareaba, prometiéndole amor y abriendo un dique donde se hizo océano toda su verdadera identidad.
         Higinio y su mujer bajaron del tren con bolsas y cajas, todavía ajenos a la transformación de su hijo, pero, dos días después la inquietud los empezó a martirizar. 
        Hércules se negó a subirse a las tribunas políticas contrariando los esfuerzos de su padre  y no apareció por el almacén pese a los berrinches de la madre. Se inscribió en un curso de grabado y dibujo de la Escuela estatal y, sin culpas, impregnó la casa de olor a barniz y pintura.
         A todo momento iba y venía por su cuarto, sorteando maquetas apoyadas sobre el piso, en las paredes, en las sillas; pasaba horas tratando de lograr un color, mejorando trazos de carbonilla en los croquis inconclusos con un placer turbulento.
         Contagiado de un ardor desconocido, encaramado a la escalera, trazó en el letrero del almacén un círculo surrealista, tapando con líneas y arabescos las antiguas letras y, renunciando a la herencia impuesta, pintó con delicada filigrana un nuevo nombre, “Divino Hiacinto”.
         Al pie de la escalera lo esperaba Higinio, los brazos en jarras y la cara arrebatada. Enterado de la prosapia del personaje que coronaba el letrero su enfado se fue convirtiendo en estupor y luego en orgullosa soberbia. Supuso que un descendiente de individuos principales debía enaltecer la rama de los Todomanzo, la vanidad le llenó el pecho y consideró entonces que bajo esa advocación divina se orientarían inmejorables pronósticos.
         Encerrado en un delirio sin fronteras, Hércules seguía trazando jacintos de pétalos abiertos y tallos perfectos delante de su caballete. Dibujaba desde los cuatro puntos cardinales aquel recuerdo amoroso de la ciudad que no podía desterrar de su cabeza, aquella figura desnuda con la que se desvelaba entre sábanas.
          Con sensibilidad avasallante rememoraba los músculos simétricos, la cintura estrecha, las caderas magras, mientras Higinio y su mujer veían desmembrarse en acuarelas la fortuna ahorrada. Sin embargo, pese a que el desencanto se les atragantaba como un mal sorbo, no se dieron por vencidos intuyendo que Hércules estaba poseído por la genialidad y el camino del arte iría paralelo al del dinero. Esa seguridad los impulsó a construir sobre el terreno contiguo al almacén un espacio donde se resguardara la gloria creativa de su hijo, un amplio lugar donde el muchacho trabajaba amontonando lienzo sobre lienzo, inspirado siempre en angélicos efebos.
         El pueblo, carente de destacados ejemplos artísticos, veía el atelier como un laboratorio científico y eran muchos los que metían la cabeza entre los atriles temblando de júbilo frente a los cuadros, sin lograr siquiera interpretar las formas y seguros por eso mismo, de que las obras de Hércules debían ser magistrales. Se formó alrededor del hijo de Higinio por conveniencia o ignorancia, un corrillo de obsecuentes que coronaron a Hércules Todomanzo con dones casi sobrenaturales.
      Con semejante destino, a los padres se les figuró escasa la trascendencia pueblerina y pagaron a una curadora francesa la organización de la primera muestra pictórica, acontecimiento que no tuvo parangón en el pueblo.
        Se iluminó el Club Rural hasta el pararrayos, trajeron alfombras, colgaron cortinados, lustraron los bronces de la araña del salón y cuando todo estuvo dispuesto, allá se encaminó la flor y nata del lugar a inaugurar la exposición.
         Sabiendo que lo incomprensible provoca éxito, la astuta parisina publicitó en   los medios de difusión la muestra, y, como los destinos no se tuercen, quisieron los dioses que apareciera entre el gentío que colmaba el Club, aquel Hiacinto fresco y hermoso que había enamorado a Hércules Todomanzo en la Capital.
         Más bello aún que en los recuerdos de Hércules, el joven avanzó por la puerta principal. Rubio, atlético, perfecto, no pasó inadvertido entre los lugareños y un murmullo filoso como un facón, fue penetrando en el recinto.
          Al ver a Hércules, el muchacho atravesó el salón con paso grácil y una sonrisa de labios temblorosos. A Higinio se le hizo arroyo el piso y su mujer se sentó para no caerse cuando, frente a frente, los dos se unieron en un abrazo. Un abrazo detenido, profundo, un verdadero abrazo de amantes, como si bailaran una música que solamente ellos oían. Estrechados, los cuerpos pegados, empezaron a recorrer cada una de las pinturas.
       Hércules, olvidado de fogonazos de cámaras y reporteros, señalaba a su amante  torsos y piernas en postura lujuriosa, nucas de perfiles licenciosos pintadas con fervorosa memoria exacta. En el cenit de su encandilamiento, se apretaba a la espalda de líneas sensuales sin advertir los hipos de la madre que parecía agonizar en un rincón, tirada sobre una poltrona.
        Pero Higinio no era hombre de aceptar tales contradicciones a su machismo y en el mismo momento en que su hijo acercaba la cara para besar la boca del otro, una oleada de calor le arrebató el genio y con los ojos entrecerrados bajo de las cejas duras, adelantó los hombros y estirando el cuello de bestia, arremetió contra el Hiacinto.
        Todo el peso del cuerpo de Higinio cayó sobre el joven. Éste, perdiendo el equilibrio, quiso asirse de las manos de Hércules, pero, tambaleando, resbaló de bruces. Un golpe seco le quebró el perfil apolíneo.
        Cubriendo el piso en redondo, una mancha roja como las amapolas que Hércules había pintado en corona sobre rostros de pureza refinada, fue extendiéndose por las baldosas.
         Todavía aletargado, el modelo quiso incorporarse. Higinio le adivinó la intención y con la pierna derecha le cruzó la cara, la boca del joven se torció en una mueca de espanto y sus dientes perfectos cerraron un grito de dolor.
          Casi desvanecido, Hércules, en cuclillas, pasaba sus dedos por la cara desfigurada como si quisiera cerrar la grieta de la herida.         De esa postura lo levantaron los brazos férreos del padre, y sacudiéndolo lo arrastró hasta la puerta del Club, dejando detrás de sus tropezones, los lamentos de Hiacinto.
         Poco le importó a Higinio el desenlace fatal del amorío. Inflexible, vio como partía en un tren sin regreso el amor desterrado de su hijo y supo que nada iba a interponerse en sus dominios.
          El almacén, sin el letrero pintado por las genialidades de Hércules, se convirtió nuevamente en lo que siempre había sido, un lugar de compra y venta. Aprisionado en la arrogancia de su padre, Hércules se dedicó a  atender los compromisos de pagos y préstamos usureros que continuaron acrecentando la fortuna sin pensamientos que lo transportaran a deíficos cuerpos.
          Desahuciado, fue opacándose debajo de la luz mortecina del mostrador, perdiendo la magia del destino que creía pactado con los dioses.
         El letrero, abigarrado de jacintos frescos y azucenas castas, fue llevado en hombros por los hermanos Montebaldío que, sobre los pasantes de su gallinero, le encontraron el espacio justo.
           Allí, las lluvias y los soles, lo fueron oxidando.
                                                                                     * * *
M.R.C.  "Del glamour a la ciénaga"
Publicado por Periodico Irreverentes el 12/12/13 

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