sábado, 30 de noviembre de 2013

POÉTICA



MUDEZ



Los dos sabemos que no hay palabra cierta.
Que no hay modo de echar a andar
un vocablo que contenga
este ultramar de cuerpos que nos ata.
De cuerpos y de vísceras, de alma,
de lo recóndito, lo oscuro y luminoso
que batalla en la existencia.

Los dos sabemos que vamos al silencio.
Que no hay para nosotros lengua alguna
que pueda presentir siquiera.

Sabemos, a verdadera ciencia,
irremediablemente,
que hoy,  mañana 
o dentro de mil años,
nos hemos de perder.
Y tampoco existirá palabra que lo cuente.



M.R.-C. 
Pasos desnudos

POÉTICA



                               MARGINAL



                            “Sean realistas. Pidan lo imposible”

                                                                        Mayo francés, 1968



Este chico que apenas sabe de la vida
nada más que el hambre,
en una esquina duerme de penurias.
Se arropa en un cartón, y su cabeza
sobre un atado de harapos, sueña.
Sueña que es pájaro y que vuela.
Y todo el cielo es un aeropuerto.
Sueña que es flor y en cálida mañana
a la dicha de caricias se abre.
Sueña que es niño y brinca y ríe y canta.
Que es un palomar su pecho flaco
y de arrullos estalla el corazón.

Este chico que apenas sabe de la vida
nada más que el hambre,
ha cerrado los ojos para siempre.

M.R.-C.
PASOS DESNUDOS 
Poemario (2012)

jueves, 28 de noviembre de 2013

PERIÓDICO IRREVERENTES

Ella era todas las mujeres

                                                                                  Por Marita Rodríguez-Cazaux


Mujer II
         


Nos habíamos conocido en otoño, un abril frío que ella se empeñaba en volver tibio, simplemente desprendiéndose la chalina turquesa sobre el cuello.
Los dos trabajábamos en un estudio de abogados; cerca del único ventanal de la oficina, su escritorio se enfrentaba con el mío. Llegaba unos minutos después del horario, con la cartera colgada del hombro, rodeada aún de la neblina de la calle. Su voz sonaba somnolienta cuando al entrar, con el pelo enredado por el viento, apenas me miraba.
Su actitud me parecía natural, mientras la veía acomodar las carpetas en el escritorio.
Acostumbrado a tener poca suerte con las mujeres, a ser el perdedor en todas las conquistas, yo dedicaba mis feriados a caminar por los barrios alejados o llegarme hasta el Centro y detenerme a curiosear en las librerías de Corrientes. Me tentaban los estantes menos frecuentados, los de los poetas. Más tarde, regresaba a casa, leyendo en el subte, todavía envuelto en ese sentimiento de penumbra que contagia la poesía, esa sensación de ventana a medio cerrar, de mirilla por donde se espían pozos interiores.
Me era fácil adueñarme de la inspiración de los otros, de atarla a mi rutina silenciosa, de acercarme a los amores claros de Benedetti, a la urgencia erótica de Lugones. Sin embargo, era en los versos de Neruda donde cobijaba mi soledad, donde me asomaba más íntimamente a mis secretos.
Navegando los mares de sus versos, deslizaba mis dedos por la espalda de todas sus enamoradas y mi deseo se extendía en un paisaje sin fronteras. Metidas en mi cabeza, yo estrechaba una y otra vez, a esas mujeres por las que los hombres matan o se mueren.
En esa voracidad transcurría mi vida, de estrofa en estrofa, unas veces subiendo, otras bajando, hasta que ella apareció.
Sentí que un olor a mar me mareaba cuando coincidimos en el ascensor y bajamos los dos en el mismo piso. Era su primer día en el estudio y desde entonces, espié cada gesto suyo, la forma de encender el cigarrillo, de arreglarse la falda, de echar azúcar en el café.
Pendiente de la frescura de su voz, de la corriente femenina que la rodeaba, yo vivía respirando su aire con tal intimidad que, al oír sus pasos, al percibir el repique sobre el piso de sus zapatos altos, adivinaba si estaba triste o feliz.
Y me repetía una, mil veces, que para mí, ella era todas las mujeres.
Un mediodía al regresar de Tribunales, pareció cansada. Apoyada sobre el respaldo de la silla, se quitó los zapatos y puso los pies descalzos sobre la alfombra. Como si la hubiera sorprendido desnudándose, una turbación me llenó la cabeza.
Ella se estiró, los pies perfectos, tensados en un arco simétrico fueron reptando sobre la alfombra hasta alcanzar las sandalias.
Tus pies de hueso arqueado, tus pequeños pies duros. Una corriente me recorrió la espalda, una pasión incontrolada que inesperadamente había llegado a mi alma desde sus pies. Yo sé que te sostienen y que tu dulce peso sobre ellos se levanta. Y supe que me había enamorado.
Una mujer con esos pies, hubiera hecho que Alejandro se los besara antes de partir, como a un talismán, llevado por la pasión hasta la tierra conquistada, me repetía sin poder apartar la mirada de ellos, cuando los cruzaba apoyando uno sobre otro, como al descuido. Porque no eran sus pies solamente, sino la pasión que prometían.
Y no importaba que al llegar, después de saludarme indiferente, ella colgara la cartera y se sentara al escritorio, con la cara inclinada, las manos apilando papeles. No importaba porque, en un golpe de magia, sus piernas se estiraban, se mecían, se doblaban para mí. Yo iba pasando los labios por los dedos perfectos hasta llegar a las rodillas, subiendo por sus muslos, sintiendo el olor a sándalo del cuerpo desnudo que guardaba en mi cabeza.
Mientras ella atendía el teléfono, tecleaba formularios, ordenaba fichas, yo me sacudía amarrado a su cadera, besaba su vientre y entraba en sus murallas, como un fantasma nocturno.
De perfil, la curva de su nuca casi se ahogaba en la chalina turquesa que anudaba la garganta cuando mis ojos, descendiendo hasta sus pies, se llenaban de ella y la cubrían.
Era mía. Aún antes de haber existido para otros, aún después de haber amado a muchos. Yo era el dueño de aquel temblor imperceptible que me pertenecía, sin haber pertenecido a nadie.
Con el pecho cargado de asombro, me figuraba que ella entraba en mi propia mirada, como si mi abrazo impalpable la regresase a un abrazo que ella había esperado siempre. Poco a poco, como un nuevo hombre empecé a columpiarme sin red, sobre la misma distancia que nos separaba.
En algunos momentos me negaba a tenerla en mi cabeza pero, como los sueños que nunca se tocan y sin embargo esperan silenciosos como animales mansos a que pasemos la mano sobre ellos, ella esperaba mi caricia, recostada en mi pensamiento.
A veces, antes de dormir y precisamente para dormir, pensaba en ella. La imaginaba llegando a la oficina, con el pelo suelto y la blusa amarilla, los pasos ligeros acercándose a mí.
Derrumbada sobre mi camisa blanca y mi corbata oscura, abierta a mis deseos, toda ella se iba rompiendo en mis brazos. Entonces cerraba los ojos y me la guardaba adentro, hasta el día siguiente, cuando el ruido de sus tacos por el pasillo la precedía y su perfume entraba antes que su saludo.
Un jueves, decidido a decirle que ya no podía estar sin ella, que no entendía la vida sin esta pasión, esperé atento el chirrido de las puertas del ascensor y el taconeo por el pasillo.
En el desvelo de la noche había estudiado las palabras que le diría, las confesiones de caricias repetidas, esta manera silenciosa de amarla. Estaba seguro de que ella misma ya lo sabría, una mujer siempre adivina esas cosas. Me levanté para salir a su encuentro.
Tiré de la puerta en el momento exacto en que ella empujaba el picaporte y Gelman, como un apuntador invisible estallaba en mis oídos. Seré tu pie, tu mano, seré lo que debiera, quise decirle, pero mi boca, quedó sellada y las palabras entraron en un túnel de silencio.
-¿Qué te pasa? Salí, salí del medio -dijo aparándome y corrió su silla para sentarse.
Quise abrazarme a sus piernas, jurarle que por fin sus pies me habían encontrado, pero quedé paralizado. Inclinada sobre su escritorio, volvió a mirarme y un gesto extraño que no le había descubierto antes, le adelgazó la mirada.
La vi tomar el teléfono. Debajo de la tabla de su escritorio, sus piernas ya no eran mías. Plegadas, reclinaron hacia atrás los pies perfectos y un susurro de versos cercenados, perdidos, terminó de separarnos.
Hasta ayer, cuando la lluvia demoró mi viaje y la casualidad quiso que entráramos los dos, al mismo tiempo, en el ascensor. Sin pronunciar palabra, se acercó al espejo. En una imagen que la invertía, la vi desabrocharse la blusa, el cuello inclinado hacia un lado. De perfil, al erguir la cabeza, su mirada de filo me entró por los ojos. Dos pasos la acercaron, el pelo liso que le cubría la frente me rozó los labios y, pegada a mi cuerpo, se balanceó lentamente. Duplicada sobre el cristal, su cuerpo inquieto latía de espaldas entre mis muslos, sus piernas unidas a las mías. Sobre los hombros, la chalina turquesa tapaba apenas un corpiño de encaje.
Dejó caer un zapato. El pie desnudo se estiró una y otra vez, subiendo con más fuerza sobre mi pierna. Respirando sobre mi cuello, era un nudo retorcido entre mis brazos.
El botón luminoso se apagó en el piso once.
Cuando salí y empecé a andar el corredor estrecho hasta el estudio, ella ya abría la puerta y dejaba caer en la silla su cartera. Como todos los días. Como siempre.


                                                                    * * *

Publicado por Periodico Irreverentes  28/11/2013 - Narrativa - Ensayo - Cuentos -

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Editorial Dunken - Ayacucho 357 - CABA

EL ORIENTE DE LAS AVES





En los paisajes que narran las tradiciones, en aquellas primeras canciones, en los primitivos cuentos que llegan a través de pinturas, las aves son las que transportan el mensaje místico, la buena nueva. Ellas son las que descubren los paraísos, la tierra de promesas, llevan con sus trinos hacia el lugar de frescura y placer. 
Observar su vuelo,  su retorno, su nidos, fue en todos los tiempos, frecuente ocupación de sabios y santos. Las menores avecillas hay sido guías de pueblos en éxodo y de animales que, atisbando su vuelo, encontraron sustento para mantener la especie.
La Poética los ha preferido, aún en mayor escala que a las flores y a los astros sobre otras imágenes y ya desde el Renacimiento,  fue el ave y su lenguaje inspiración en toda trama literaria-musical.
Es justo recordar el poema de sublimes tropos del mexicano Cuauhtémoc* cuyo nombre significa singularmente “el águila que desciende”, en el que refiere a una de las aves más bellas, el faisán.

Canto de primavera 
En la casa de las pinturas
Comienza a cantar, 
Ensaya el canto,
Derrama flores, Alegra el canto. 
Resuena el canto, 
Los cascabeles se hacen oír, 
A ellos responden 
Nuestras sonajas floridas. 
Derrama flores, Alegra el canto. 
Sobre las flores canta 
El hermoso faisán, 
Su canto despliega  
vuelo es redondel 
En el interior de las aguas.



Oportuno es el análisis de notable percepción sobre la magnitud de la figura del ave  y los símbolos y visiones que presenta su significado,  escrito por Leonardo Vinci.



“No por nada los pájaros, su vuelo, o el símbolo de una entidad con el poder de gravitar en el espacio abierto, como dioses. La libertad, creo que es nada menos que eso, el valor que se le asigna tan reiteradamente en la escritura al citar pájaros; quizás, la representación terrestre más afín a lo que cada uno pueda imaginar como ángeles, o entidades capaces de flotar y levitar como el mismo pensamiento, trasladándose como por magia de un lugar a otro en un cielo azul.  El ansia de libertad, su búsqueda, una proclama. Porque después de todo, creo, la letra es una cosa encerrada, está dentro, es una constante lucha por exonerar, por rebelarse; y no sólo escribimos para tal fin entonces, sino que incluimos esta figura casi como parte de una obsesión o algo parecido, para que quede claro, y explícito.


Como corolario de El oriente en las aves, comparto a continuación la obra "Hoy", que integra "Al ras del trino", antología poética editada por Dunken.


                                                                           
                                                                                
                                                                                      HOY

           
                                                                                           Por Leonardo Vinci


Otros hombres tendrán sed mañana, y yo seré entonces la piedra del camino primero de borde agudo y después romo. Bajo la rueda de quien invierte la rueda, el fango que no tiene tiempo me cubrirá en lo profundo después de las lluvias. Sol, agua y ciclos con la pura tristeza del devenir, no habrá puentes que acorten distancias, ni lacayos de color sepia y obsecuentes. Será la extraña sensación de sentirse humano en el recuerdo y en los tendones doblegados; de alojar en cada recodo de la historia y el cuerpo un llamador de puerta, de bronce timpánico y con forma de puño que golpea. Quizás nadie barrerá el polvo ni recopilará letras cargadas como armas; muchos acariciarán con ternura el olvido; y los días se sucederán como amapolas que florecen sin memoria. Queda el hoy y la antigua invención de la ballesta con el deber de su tirantez, sus flechas de dos puntas son el carbón que traza líneas en el cielo, escribe un nombre, un insulto, una dedicatoria, un cato breve de pájaro llamando a otro pájaro en su lenguaje indescifrable.





                                                              * * *




M.R.-C. agradece al escritor Leonardo Vinci el haber autorizado la inclusión de sus obras en el presente blog literario. Asimismo, todos los derechos y atribuciones le pertenecen al Autor.




 * Rey y jefe de armas, último emperador azteca, antes de la toma de Tenochtitlan por Cortés y sus tropas.
Imagen: Internet