jueves, 14 de noviembre de 2013

PEDIME LA LUNA por Marita Rodríguez-Cazaux *



                   CUENTO


Se sentó en un rincón, en ese lugar era más fácil desprenderse del ruido del bar. Un momento más y haría el llamado. Le pareció que la observaban. Recorrió el salón con la vista; el hombre de la mesa contigua desvió los ojos al diario. Vio acercarse al mozo, un tipo de espaldas agobiadas y peinado prolijo.-Un café con crema -pidió. Sintió que sobre ella llegaba, otra vez, la mirada del hombre. Una mirada escrutadora que se multiplicaba en los espejos del Salón-Familias. El mozo avanzó desde el mostrador, la bandeja, una espada redonda sobrepasando la altura de las cabezas. Se le antojó pensar que caería en cualquier momento, degollándolos. Dos cucharitas de azúcar no engordan, pensó para sacarse de la cabeza algunos pensamientos que la inquietaban.
Miró el reloj. La risa de una chica, sentada cerca de la ventana, la llevó a su propia risa y a Juan.
Los dos trabajaban en Belgrano y coincidían en la parada del colectivo. Ella tomaba el ómnibus hasta su casa de Almagro, él vivía con una tía en las afueras y esperaba el micro rápido. Poco a poco fueron acercándose; gestos, sonrisas cómplices, comentarios, ganas de verse, de estar bien juntos.
Se pusieron de novios, se casaron.
Compraron una casa, después un auto, tuvieron un hijo, ella accedió a una licencia larga, arreglaron la casa. Juan fue ascendido en el estudio jurídico, nació otro hijo, cambiaron el auto por un modelo actual. Murió la tía de Juan, se mudaron de barrio, nació la hija. Hicieron un viaje al exterior, se enfermaron los padres, ella renunció al trabajo y, para no perder ritmo, se puso a estudiar psicología. El hijo mayor partió becado a una universidad estadounidense y la nena fue seleccionada en el ballet del Colón. Una vida exitosa, prolija, perfecta, envidiada por primas y cuñadas.
Todo eso se le mezclaba en la cabeza mientras bebía el café y el hombre dejaba de leer el diario, la miraba, volvía sobre el diario dando vuelta las hojas sin apuro. Le pareció que él penetraba sus pensamientos. Trató de tranquilizarse, en unos minutos llamaría llamar por teléfono.
“Sentimiento genuino no es ofensa”, repitió en silencio. Lo había aprendido en la clase del profesor Brandeiro, en el curso de sociales. Y en la misma clase había conocido a Rodolfo.
Muchas tardes en el café de la facultad y algunas en su casa repasando juntos los parciales, las lecturas preferidas. El cine, las caminatas por Barracas, por Almagro, mientras discutían tratamientos contenedores y la necesidad del afecto. Estar con Rodolfo se le fue volviendo necesario y a Juan no parecieron importarle sus ausencias.
Por ese tiempo Rodolfo le habló de amor y, sorprendentemente, a ella esas palabras le sonaron nuevas. Nuevas aún, frente al espejo.
La mirada de Rodolfo se le metía por los ojos y tanto la llenaba que se apuraba a cerrarlos para retenerla y que nadie lo notase; le avergonzaba confesar que lo quería como si fuera joven.
Tenerlo cerca era una necesidad mayor cada día pero, qué hacer para no lastimar a los suyos, cómo desatar los nudos de las culpas. Sabía que Juan merecía la verdad; sin embargo la inquietud y la compasión le cerraban la boca, por momentos pensaba que no tenía derecho a ese amor milagroso y en otros se felicitaba de poseer ese milagro.
-Pedí la luna, pedí la luna…, desde donde yo esté te la voy a traer…-la apremiaba Rodolfo como si la luna pudiera alcanzarse. Así era él, un perseguidor de sueños brillantes. Y, amándola, la convenció de que felicidad no era una utopía.
Impostergable sincerarse con Juan. Las llamadas precipitadas y las escapadas eran injustas para ellos y para Juan, para los chicos que ya estaban crecidos y para los padres de Rodolfo que ya estaban muy viejos. Y así estaban las cosas, cuando Rodolfo se convirtió en una sombra.
Durante días había ido hasta la casa, había llamado a la oficina y al hospital en el que trabajaba, había preguntado en la facultad donde daba clases. Recordando su manera especial de ver la vida se alarmaba por su ausencia, un presentimiento vago la mareaba.
Revolvió en la cartera. Por fortuna tenía un número de teléfono que le habían pasado clandestinamente. Era hora de llamar, pensó y calculó los pasos hasta la cabina de Entel.
El griterío la sobresaltó. En el televisor que colgaba de la pared del bar, miles de fanáticos se abrazaban en un estadio, sepultados por papelitos blancos y celestes. Unos muchachos treparon sobre las sillas, agitando banderines de plástico. Voces destempladas coreaban estribillos pegadizos.
El hombre apoyó los codos en la tabla de la mesa y estiró la espalda en el respaldo de la silla. La miró, desvió la vista, volvió a mirarla.
Lo mejor será hacer la llamada, se dijo. El día anterior, en el Tigre, alguien le había pasado datos de dos monjas francesas que conocían a un muchacho rubio que podría ayudarla. Era confiable y sensible, un buen tipo que participaba de las búsquedas.
El hombre dejó un billete sobre la mesa, impulsó el cuerpo hacia adelante. Lo vio acercarse.  
-Pensá en la luna -dijo-, no es seguro hablar con el ángel, el velero está protegido, dale tiempo a las olas para que lo regresen a la playa. Seguí pensando en la luna -terminó en un susurro y, sin volver la cabeza, salió del bar.
Desde el estómago le iba subiendo un sollozo ronco que la dejó sin voz. Apenas podía moverse cuando dejó el bar y cruzó la avenida.
Vio a través de un cristal empañado a los que en la calle saltaban desenfrenados, los autos detenidos en las esquinas, las banderas colgadas de los balcones. Miles de serpentinas se despeñaban desde las ventanas de los edificios.
Rompió el papel con el número escrito en lápiz, los trocitos arrugados fueron cayendo en la vereda y rodaron un trecho calle abajo.
-…Pedí tres deseos, los imposibles, los inalcanzables…Pedí la luna… ¡Y pedímela a mí! -le decía la voz querida cuando bajó las escaleras del subte.- Desde donde esté te la voy a traer.


"Del glamour a la ciénaga"
Editorial Dunken - Ayacucho 357 - CABA


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* Escritora y poeta en lengua castellana y gallega nacida en Buenos Aires.

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