Siempre soñé sueños continuos; es decir, historias empalmadas como capítulos en una novela, eslabones consecutivos, noche
tras noche.
El sueño llegaba el lunes con personajes y situaciones que se repetían
sin falta el martes y se deslizaban en un camino sin baches, retomando el hilo
de una madeja que aseguraba continuidad el miércoles, el jueves, el viernes, y
por supuesto el sábado y el domingo, como en una rueda sin fin, hasta el lunes
siguiente.
Durante
el día todo era absolutamente rutinario en mi vida. Algo insegura, enemiga de
licencias y libertades, transitando por caminos limitados, sin abismos ni
riesgos, siempre pensando que la ruta del héroe nunca se cruzaría en mi ruta.
Distante de esa monotonía descolorida, cuando apoyaba la cabeza en la
almohada y poco a poco entraba en la sombra de los sueños, mi existencia se
volvía mágica, alborotada, libre, como jamás me había sentido despierta.
Lo
que fue una conducta propia de la infancia pasó a ser una fantasía para una
adolescente imaginativa, pero cuando más tarde se convirtió en rutina, oculté
mi secreto nocturno: debajo de las sábanas despertaba al mundo de mis propios
sueños.
Así
vivía hasta aquella noche en que salí del baño y arrebujada en la bata fui a la
cocina a prepararme la cena. Sentada en la silla, una sensación desconocida me
fue acercando a voces y risas de gente agrupada, pasos apresurados, corridas,
silbidos.
Sin
darme cuenta fui quedándome dormida, reclinada la espalda en el asiento duro de
un tren, acunada en un vagón de luz opaca, los campos envueltos en neblina y
una llovizna tenaz salpicando los vidrios de mi ventanilla.
Cuando el tren se detuvo en El Palmar, bajé y caminé hacia el centro,
pero la lluvia me empapaba los zapatos y me hundía el sombrerito amarillo.
Entré en un bar de mesas cuadradas y sillas altas para tomar algo caliente.
A la
noche siguiente todavía me sacudía el frío del vagón donde había regresado,
envuelta en el abrigo preferido en mis sueños invernales, leyendo una novela de
Jerzy Kosinski, cuando lo conocí.
-
¿No le molesta? -dijo, mientras una sonrisa ensanchaba sus mejillas.
Incómoda levanté los ojos, mi mirada se cruzó con unos ojos marrones de
brillos amarillentos debajo de cejas tupidas. Apenas encorvado para leer las
letras minúsculas del libro, dobló las piernas y se sentó al lado.
Fastidiada, sobre la falda dejé el libro cerrado; no quería compartir
con nadie las sensaciones que me contagiaba el personaje; mi desvalido
personaje apresado en un jardín. Crucé los brazos y sin contestar desvié la mirada hacia la ventanilla,
mientras pasaban apurados retazos de campo como remiendos parejos, casas bajas,
jardines caseros.
-
Me encantó su sombrero, era el sol bajo la lluvia, nadie tiene en este pueblo
un sombrero tan amarillo -agregó bajando la voz con acento casi burlón.
Después se acomodó en el asiento ladeando la cabeza sobre el respaldo de su butaca.
Cuando de reojo me atrevía a meterme en su perfil reflejado en la
transparencia del vidrio, lo descubría también mirándome, casi cómplice, como
si adivinara mis pensamientos.
Al
llegar a El Palmar se despidió, lo vi bajar y doblar en la esquina de
ligustros, sin darse vuelta ni un momento.
La
noche del miércoles volví a tomar el tren de las once y diez sobre el andén de
la izquierda y me senté en el asiento pegado al pasillo.
En
la penúltima estación me levanté y bajé las escaleritas de hierro, saltando
sobre los tacones de los zapatos acordonados, calzándome los guantes de muaré y
apretando la cartera de gamuza debajo del brazo.
Caminé hasta la calle principal. En la plaza estuve esperando sentada en
un banco y cuando el reloj de la iglesia dio dos campanadas, lo vi llegar con
pasos derechos, sacudiendo la gramilla del sendero, con las manos en los
bolsillos de una campera de gabardina.
Un
viento sereno le despeinaba el pelo de la frente. Más tarde, volvimos juntos
por la vereda de magnolias del barrio inglés.
Compré el boleto de ida y regresé a casa, mientras él se quedaba estático,
de pie en la estación, al lado de las escaleras de cemento.
En la
cita del jueves nos encontramos en la puerta del Teatro Municipal, los dos
estuvimos mirándonos sin decir palabra, sin apartar los ojos, como si con
candados nos hubieran abrochado las miradas.
En la penumbra de la sala me besó.
De regreso caminamos por un barrio de casas blanqueadas,
portones de rejas simples y patios con canteros, uno al lado del otro, las dos
sombras impresas en las medianeras.
Recordé haber caminado ese mismo trecho de paredes húmedas, pero
entonces, mi sombra iba siempre desnuda y sola, marcada apenas en la orilla de
la calle, como encerrada dentro de mi propio jardín, sin poder salir a las
estampidas de mis sueños.
La
noche del viernes el tren se había demorado y llegué tarde. Cuando bajé, el
andén estaba desierto y una sensación de intemperie me acompañó mientras lo
recorría. Crucé hasta la plaza y desde allí a la calle de los ombúes.
Un sollozo me tambaleaba en la boca y me
cerraba el pecho, ahogándome.
Volví sobre mis pasos mirando hacia atrás, creyendo oír por momentos
pisadas apuradas sobre los adoquines. Me senté en el banco viejo de la plaza y
quedé allí, iluminada apenas por la luz del farol, con
las manos apoyadas sobre la falda, y los ojos internados en la soledad de la estación.
Asomadas detrás del muro de ladrillos que separaba el cruce de las vías,
caras burlonas parecían espiar el desencuentro y los árboles desnudos a lo
largo de la galería, eran figuras que desde lejos lo nombraban.
Subí
al tren, tres pitadas sordas acompañaron el arranque.
- No
ha venido, no ha venido -repetía mi cabeza durante el viaje de vuelta, en un
tiempo que me pareció interminable y donde yo misma podía verme como en un
espejo, hundida en el asiento, con el collar de coral rodeándome la garganta
contrastando con las mejillas sin color, apretando con las manos el cuello del
abrigo gris.
En
la madrugada del sábado lo encontré a la salida del pueblo, donde las casas se
aíslan y la campiña bajo el rocío, se vuelve más verde. Era un día que
amenazaba tormenta, las nubes caían por el hueco de las lomas y se perdían al
fondo, cerca del río.
Él
estiró el brazo y me rodeó los hombros, yo apuré los pasos para seguir su ritmo
y cuando su cuerpo rozó el mío, me replegué y quise soltarme, pero su abrazo me
retuvo y su voz era tan cálida, que un tibio airecito me templó la frente.
-
¿Dónde estuviste? -preguntó- Te esperé
apoyado en la pared del terraplén, la que baja hasta el muelle y por allí
caminé, sin encontrarte, hasta la alameda, mientras los árboles repetían tu nombre y caras burlonas parecían
perseguirme.
Subimos los escalones de madera de la casa; en el umbral nos detuvimos
un instante para mirar el cielo que en ese momento se rompía en relámpagos
azules.
En
ese abrazo quedé, hasta que el ruido de la lluvia entró por la ventana,
colándose por la persiana del dormitorio hasta la orilla de mis ojos.
- Ya
debe ser el mediodía, -pensé- es domingo y me voy a levantar malhumorada, voy
a salir de la cama, pedalear cincuenta abdominales antes de bañarme, lavarme la
cabeza, ponerme la máscara refrescante, buscar los anteojos y leer el diario.
Pero
mi cuerpo se quedó estirado sobre las sábanas mientras la radio que se oía
desde la cocina, tocaba un fox.
En
duermevela, su figura se recortó en el vano de la puerta, con una mano en el
marco y la sonrisa ancha sobre sus mejillas barbadas. Desde la cocina llegaba
un olor a pan tostado, un perfume a vainilla y bizcocho.
Sentados en la cocina, tomamos café y tostadas con miel.
Él se
estiró en la mesa y con la mano alisó mi pelo despeinado.
Desde
ese domingo, no desperté.
* * *
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