LA CAJA
Esta mañana me desperté en esta casa; pero ésta no es mi casa.
No es mi casa porque ni siquiera la ropa del placar es mi ropa. Yo
la hubiera reconocido con tocarla aún en la oscuridad, tanteando entre las
perchas.
Es lo que digo, no son mis cosas, no es mi casa.
Y lo más desesperante, no está mi caja azul en el estante de
siempre.
Tenía esa caja desde que era chica, una caja de cartón forrada de
papel azul.
La he tenido siempre a mano y en ella guardaba las figuritas de
purpurina, las postales de Navidad, fotos de escapadas al campo y al mar. Las
cintas de las tortas quinceañeras rematadas en dijes de lata dorada y un
cuaderno Perlita donde escribía versos.
La caja siempre estuvo
conmigo, sobreviviendo fiel a veraneos y mudanzas.
Me acuerdo en ésta última
de haberla metido en los cestos de la mudadora, pero cuando todos los cestos
fueron despojados, la caja no estaba en ellos.
Tampoco entre las valijas de la ropa, ni en la bolsa de los
cosméticos, ni en el zapatero. Ni perdida entre diarios abollados.
En los primeros días eran tantas las cosas para ordenar que
imaginé, despreocupada, que aparecería más tarde.
Las siguientes semanas ya estaban alineados los libros, los discos
en los estantes, las revistas en la mesa baja. La loza distribuida en la
alacena y los cubiertos en perfecta fila dentro de los cajones.
Y aunque ahora se haga la distraída y me diga que ese no es su
nombre, fue Socorro la que me ayudó a acomodar las mantas, las toallas, los
manteles.
Tuve tiempo de colgar cuadros y lámparas y de poner una alfombra
debajo del sillón del living.
Pero la caja no apareció.
Planté geranios y un rosal en el jardín cuando llegó el verano.
Para la galería del fondo, donde el sol se cuela con fuerza, cosí cortinas con
volados y un almohadón para el sillón de mimbre, porque a mamá siempre le gustó
sentarse allí en la hora de la siesta.
Porfiada, pensando que podría haberse caído en el apuro de entrar
los muebles, llamé a la empresa de la mudanza y declararon no haberla
encontrado en el camión ni extraviada entre los cestos.
Revisé nuevamente el cuarto del fondo, debajo de la escalera que
conduce a la terraza, y entre los macetones del patio.
Había desaparecido y con ella, los recuerdos.
La carta de la tía, las flores de seda de mamá, el lápiz chato del
abuelo ebanista. Un anillo de plata y azabache de Cesures, una libreta de viaje
del noventa y cuatro, las estampas del bautismo de mi ahijada.
Me horroricé al recordar que en los últimos tiempos la caja
rescataba de los cajones de mis muebles las cosas más sensibles: aquel brevet de piloto de mi padre, la
billetera de cuero acartonado con fotos en sepia, una servilletita de La
Ópera donde estaban escritos mensajes que fueron envejeciendo como mapas de
un tesoro perdido.
Más adelante cuando no encontré el libro de proverbios árabes supe
que también estaba en la caja de papel azul.
Desde ese momento, mi único pensamiento fue la caja.
Pero era sólo mío, porque ni siquiera Socorro se preocupaba de que
me faltaran los recuerdos y sostenía tercamente que nunca estuvieron en la
caja.
Indiferente, sin siquiera responder cuando la llamo, me deja sola,
luchando contra ese sentimiento de abandono que contagian las mudanzas.
Con esa ambigüedad de tener que buscar lo mismo en cuatro lugares
distintos, de escuchar las campanadas del reloj en un cuarto donde no
recordamos haberlo colgado.
Pasillos por los que los
pasos retumban por primera vez y suenan desconocidos como los cuadros amurados
en paredes aún más desconocidas.
Huérfana de olores propios, de paisajes, apresada en un lugar
ignorado, asomándome al abismo del recuerdo mientras todos los otros van
haciendo sus vidas, sin importarles mi dolor de no encontrar la caja azul.
Hubo un tiempo en que dejé de dormir muchas noches y me obligaba a
seguir el camino de la memoria pensando detenidamente qué hice el primer día,
el segundo, el tercero, mientras, inclinada sobre los canastos, sacaba toda la
casa para volver a armarla.
En una hoja de papel fui escribiendo lo que recordaba, mirando en
cada rincón, fisgando entre las dudas y las verdades que peleaban en mi cabeza.
La caja seguía sin aparecer.
Socorro aseguraba que había pasado bastante tiempo para acordarse
de todo pero yo igual insistía en buscarla.
La caja volverá su lugar de siempre, me prometí y seguí destinando
un estante del placar para cuando apareciera. Por eso ahora que ni siquiera el
estante es el mismo, me ahogo de desesperación.
Tanto que hasta al desconocido que podaba el ligustro del parque
le pregunté qué haría si se le perdieran años guardados en una caja y no los
encontrara. Me miró y se sonrió con la misma sonrisa de mi nieto y antes de
concentrarse otra vez en su trabajo agregó que esas cosas aparecen en el
momento menos esperado.
¿Cosas?, pensé enojada, le dice cosas al collar de perlas
grises, a las fotos de la abuela y a las
cartas de Alejandro.
Alejandro. Pero, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Él sabía que
guardaba ahí sus poemas de novios, así que cuando lo vi a la noche en la mesa,
le conté que estaba buscando la caja.
-¿Otra vez? ¿No te parece
que ya la buscamos demasiado? -susurró con esa voz especial y la mirada mansa
con que me recorría últimamente, como esperando que yo me cayera dentro de sus
ojos.
-Tenés que ayudarme a
buscarla -le impuse con rabia. Acercó su silla a la mía y me sirvió vino blanco
en la copa.
-Brindemos por la caja
-dijo -,porque aparezca, porque no te olvidés de mí, y bajó los ojos mientras me apretaba la mano.
-Él tampoco, ni siquiera él
puede darme una idea sobre el paradero de mi caja- pensé desolada, y no le
hablé por días. Vengativa, odiando esa firmeza que tiene de decirme que deje de
pensar en la caja. Como Socorro, que para colmo dice que no es Socorro y es tan
torpe que no entiende que los sones de una gaita pueden guardarse dentro de una
caja azul.
Y ahora todo perdido, la risa de los chicos, las cartas de mis
padres.
Un tiempo que ni siquiera puedo recuperar en los espejos.
No se acuerdan de aquella noche, en que me pareció oír la voz de
la abuela en la sala y decidí decírselo al día siguiente, a la hora del
desayuno.
Temprano, cuando Socorro vino a traerme el té con tostadas de pan
negro consideró mejor no preocuparla. Pasé toda la tarde escuchando a la abuela
tocar el piano, en espera del momento oportuno para contárselo, sin embargo al
atardecer, la abuela subió las escaleras
sin preguntarme nada.
Sería mejor indagar a las primas pero no las veo seguido y a mí se
me olvidó preguntárselo en aquella fiesta, la misma en que Alejandro puso una
nueva estrella plateada en el árbol porque la nuestra estaba en la caja que aún
no aparecía. Yo lo dejaba hacer mientras Socorro acomodaba las porcelanas
mirándome de reojo, como si quisiera hurgarme los pensamientos.
-¿Te acordás del abanico florentino? -dije apretándome a su
costado cuando nos quedamos solos - .Tampoco está en el cajoncito de la mesa de
noche, ni las pulseras de nácar, seguro están en la caja,- insistí.
Pero tengo que reconocer
que Alejandro sigue muy dedicado a su trabajo y lo único que hizo fue
acomodarme la bufanda sobre el cuello mientras me pasaba el brazo por la
cintura. Tan sereno como acostumbra, y eso que le juré que no podríamos comer
el pavo con cerezas porque la receta está guardada en la caja desaparecida.
Mucho peor esas dos desconocidas, arrugadas y oliendo a lavanda
que vienen a aburrirme con su parloteo desmemoriado algunos días, diciendo que
son mis amigas y sollozando siempre con hipos al irse, sin siquiera ayudarme a
buscar mi caja azul.
Todos se callan, como si fuera tan fácil seguir en esta casa que
no es mía y sin la caja.
Me gustaría que mamá se los
dijera claramente, ella que siempre me comprendió, así se darían cuenta, pero
no bajó de su dormitorio y Socorro contrariándome, aconseja no subir a
molestarla.
En la hora de la siesta, cuando la espero en la galería, enseguida
aparece una chica, alta y modosita, invitándome a pasear un rato por el parque
con la excusa de que mamá está cansada.
Entonces aprovecho para hacerle un inventario de los lugares donde
estuve hurgando sin encontrar la caja. Y como es la única que parece oírme,
siempre le repito lo mismo.
No sé a quién se le habrá ocurrido que podría tener otra caja y
trataron de hacerme entrar en razón, prometiéndome que conseguirían una igual,
pero esas cajas no pueden reemplazarse. Es imposible, ninguna va a ser ésa.
La misma donde guardé el cuaderno de poesías y unas figuritas de
purpurina.
No pueden comprender que dentro de la caja están todos mis años,
todo ese tiempo que ahora debe estar perdido y sin poder orientarse para
regresar.
Días de caricias y temblores de despedidas. Besos encerrados y
cientos de palabras que fueron alejándose de las voces.
Las cartas y las fotos que quieren volver y no pueden, porque no encuentran la casa y desesperadas
irán ahora dando vueltas por jardines y cuartos que son de otras personas. Lo
mismo que me pasa a mí.
Porque hasta la casa se perdió también dentro de la caja.
Nuestra casa.
Por eso me dan ganas de llorar y lloro todo el día y doy vuelta
los cajones y busco en el fondo del placard, mientras Socorro se queda
mirándome con ojos estáticos, ojos de vieja sin sentido.
Menos mal que alguna noche la abuela baja de su cuarto y se sienta
a los pies de mi cama y canta despacito la canción que adormecía mi infancia.
Un momento solamente, hasta que vienen otra vez todos los
recuerdos a pedirme que los encuentre y los saque de la caja azul. Y yo me
empiezo a perder en las calles que se cruzan y se desvían para que no encuentre
la huerta soleada ni el taller de papá.
Y me ahogo gritándoles a todos que tengo que encontrar la caja y
que no los soporto más y salgo y me siento en el banco del jardín.
Hasta que llegan mamá y la abuela y en silencio nos quedamos
esperando que Alejandro regrese para ayudarme a buscar la caja.
Y me repita una, cien, mil veces, como si yo no pudiera entender,
que vamos a encontrarla, que aún tenemos el amor. Y que el amor nunca se
extravía.
Pobre Alejandro, como si yo no lo supiera.
M.R.-C.
De amores y desamores (Cuentos)
Editoria Dunken
M.R.-C.
De amores y desamores (Cuentos)
Editoria Dunken
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