domingo, 29 de marzo de 2015

CUENTO

                  

    LA    CAJA
               

                                                                                             
   

                                                                                                                                                                                                                           
              
                                                                                         
                                                                                                                  
Esta mañana me desperté en esta casa; pero ésta no es mi casa.
No es mi casa porque ni siquiera la ropa del placar es mi ropa. Yo la hubiera reconocido con tocarla aún en la oscuridad, tanteando entre las perchas.
Es lo que digo, no son mis cosas, no es mi casa.
Y lo más desesperante, no está mi caja azul en el estante de siempre.
Tenía esa caja desde que era chica, una caja de cartón forrada de papel azul.
La he tenido siempre a mano y en ella guardaba las figuritas de purpurina, las postales de Navidad, fotos de escapadas al campo y al mar. Las cintas de las tortas quinceañeras rematadas en dijes de lata dorada y un cuaderno Perlita donde escribía versos.
 La caja siempre estuvo conmigo, sobreviviendo fiel a veraneos y mudanzas.
 Me acuerdo en ésta última de haberla metido en los cestos de la mudadora, pero cuando todos los cestos fueron despojados, la caja no estaba en ellos.
Tampoco entre las valijas de la ropa, ni en la bolsa de los cosméticos, ni en el zapatero. Ni perdida entre diarios abollados.
En los primeros días eran tantas las cosas para ordenar que imaginé, despreocupada, que aparecería más tarde.
Las siguientes semanas ya estaban alineados los libros, los discos en los estantes, las revistas en la mesa baja. La loza distribuida en la alacena y los cubiertos en perfecta fila dentro de los cajones.
Y aunque ahora se haga la distraída y me diga que ese no es su nombre, fue Socorro la que me ayudó a acomodar las mantas, las toallas, los manteles.                                              
Tuve tiempo de colgar cuadros y lámparas y de poner una alfombra debajo del sillón del living.
Pero la caja no apareció.
Planté geranios y un rosal en el jardín cuando llegó el verano. Para la galería del fondo, donde el sol se cuela con fuerza, cosí cortinas con volados y un almohadón para el sillón de mimbre, porque a mamá siempre le gustó sentarse allí en la hora de la siesta.
Porfiada, pensando que podría haberse caído en el apuro de entrar los muebles, llamé a la empresa de la mudanza y declararon no haberla encontrado en el camión ni extraviada entre los cestos.
Revisé nuevamente el cuarto del fondo, debajo de la escalera que conduce a la terraza, y entre los macetones del patio.
Había desaparecido y con ella, los recuerdos.
La carta de la tía, las flores de seda de mamá, el lápiz chato del abuelo ebanista. Un anillo de plata y azabache de Cesures, una libreta de viaje del noventa y cuatro, las estampas del bautismo de mi ahijada.
Me horroricé al recordar que en los últimos tiempos la caja rescataba de los cajones de mis muebles las cosas más sensibles: aquel brevet de piloto de mi padre, la billetera de cuero acartonado con fotos en sepia, una servilletita de La Ópera donde estaban escritos mensajes que fueron envejeciendo como mapas de un tesoro perdido.
Más adelante cuando no encontré el libro de proverbios árabes supe que también estaba en la caja de papel azul.
Desde ese momento, mi único pensamiento fue la caja.
Pero era sólo mío, porque ni siquiera Socorro se preocupaba de que me faltaran los recuerdos y sostenía tercamente que nunca estuvieron en la caja.  
Indiferente, sin siquiera responder cuando la llamo, me deja sola, luchando contra ese sentimiento de abandono que contagian las mudanzas.
Con esa ambigüedad de tener que buscar lo mismo en cuatro lugares distintos, de escuchar las campanadas del reloj en un cuarto donde no recordamos haberlo colgado.
 Pasillos por los que los pasos retumban por primera vez y suenan desconocidos como los cuadros amurados en paredes aún más desconocidas.
Huérfana de olores propios, de paisajes, apresada en un lugar ignorado, asomándome al abismo del recuerdo mientras todos los otros van haciendo sus vidas, sin importarles mi dolor de no encontrar la caja azul.
Hubo un tiempo en que dejé de dormir muchas noches y me obligaba a seguir el camino de la memoria pensando detenidamente qué hice el primer día, el segundo, el tercero, mientras, inclinada sobre los canastos, sacaba toda la casa para volver a armarla.
En una hoja de papel fui escribiendo lo que recordaba, mirando en cada rincón, fisgando entre las dudas y las verdades que peleaban en mi cabeza.
La caja seguía sin aparecer.
Socorro aseguraba que había pasado bastante tiempo para acordarse de todo pero yo igual insistía en buscarla.
La caja volverá su lugar de siempre, me prometí y seguí destinando un estante del placar para cuando apareciera. Por eso ahora que ni siquiera el estante es el mismo, me ahogo de desesperación.
Tanto que hasta al desconocido que podaba el ligustro del parque le pregunté qué haría si se le perdieran años guardados en una caja y no los encontrara. Me miró y se sonrió con la misma sonrisa de mi nieto y antes de concentrarse otra vez en su trabajo agregó que esas cosas aparecen en el momento menos esperado.
¿Cosas?, pensé enojada, le dice cosas al collar de perlas grises,  a las fotos de la abuela y a las cartas de Alejandro.
Alejandro. Pero, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Él sabía que guardaba ahí sus poemas de novios, así que cuando lo vi a la noche en la mesa, le conté que estaba buscando la caja.
   -¿Otra vez? ¿No te parece que ya la buscamos demasiado? -susurró con esa voz especial y la mirada mansa con que me recorría últimamente, como esperando que yo me cayera dentro de sus ojos.
 -Tenés que ayudarme a buscarla -le impuse con rabia. Acercó su silla a la mía y me sirvió vino blanco en la copa.
  -Brindemos por la caja -dijo -,porque aparezca, porque no te olvidés de mí,  y bajó los ojos  mientras me apretaba la mano.
 -Él tampoco, ni siquiera él puede darme una idea sobre el paradero de mi caja- pensé desolada, y no le hablé por días. Vengativa, odiando esa firmeza que tiene de decirme que deje de pensar en la caja. Como Socorro, que para colmo dice que no es Socorro y es tan torpe que no entiende que los sones de una gaita pueden guardarse dentro de una caja azul.
Y ahora todo perdido, la risa de los chicos, las cartas de mis padres.
Un tiempo que ni siquiera puedo recuperar en los espejos.
No se acuerdan de aquella noche, en que me pareció oír la voz de la abuela en la sala y decidí decírselo al día siguiente, a la hora del desayuno.
Temprano, cuando Socorro vino a traerme el té con tostadas de pan negro consideró mejor no preocuparla. Pasé toda la tarde escuchando a la abuela tocar el piano, en espera del momento oportuno para contárselo, sin embargo al atardecer,  la abuela subió las escaleras sin preguntarme nada.
Sería mejor indagar a las primas pero no las veo seguido y a mí se me olvidó preguntárselo en aquella fiesta, la misma en que Alejandro puso una nueva estrella plateada en el árbol porque la nuestra estaba en la caja que aún no aparecía. Yo lo dejaba hacer mientras Socorro acomodaba las porcelanas mirándome de reojo, como si quisiera hurgarme los pensamientos.
-¿Te acordás del abanico florentino? -dije apretándome a su costado cuando nos quedamos solos - .Tampoco está en el cajoncito de la mesa de noche, ni las pulseras de nácar, seguro están en la caja,- insistí.
 Pero tengo que reconocer que Alejandro sigue muy dedicado a su trabajo y lo único que hizo fue acomodarme la bufanda sobre el cuello mientras me pasaba el brazo por la cintura. Tan sereno como acostumbra, y eso que le juré que no podríamos comer el pavo con cerezas porque la receta está guardada en la caja desaparecida.
Mucho peor esas dos desconocidas, arrugadas y oliendo a lavanda que vienen a aburrirme con su parloteo desmemoriado algunos días, diciendo que son mis amigas y sollozando siempre con hipos al irse, sin siquiera ayudarme a buscar mi caja azul.
Todos se callan, como si fuera tan fácil seguir en esta casa que no es mía y sin la caja.
 Me gustaría que mamá se los dijera claramente, ella que siempre me comprendió, así se darían cuenta, pero no bajó de su dormitorio y Socorro contrariándome, aconseja no subir a molestarla.
En la hora de la siesta, cuando la espero en la galería, enseguida aparece una chica, alta y modosita, invitándome a pasear un rato por el parque con la excusa de que mamá está cansada.
Entonces aprovecho para hacerle un inventario de los lugares donde estuve hurgando sin encontrar la caja. Y como es la única que parece oírme, siempre le repito lo mismo.
No sé a quién se le habrá ocurrido que podría tener otra caja y trataron de hacerme entrar en razón, prometiéndome que conseguirían una igual, pero esas cajas no pueden reemplazarse. Es imposible, ninguna va a ser ésa.
La misma donde guardé el cuaderno de poesías y unas figuritas de purpurina.
No pueden comprender que dentro de la caja están todos mis años, todo ese tiempo que ahora debe estar perdido y sin poder orientarse para regresar.
Días de caricias y temblores de despedidas. Besos encerrados y cientos de palabras que fueron alejándose de las voces.
Las cartas y las fotos que quieren volver y no pueden,  porque no encuentran la casa y desesperadas irán ahora dando vueltas por jardines y cuartos que son de otras personas. Lo mismo que me pasa a mí.
Porque hasta la casa se perdió también dentro de la caja.
Nuestra casa.
Por eso me dan ganas de llorar y lloro todo el día y doy vuelta los cajones y busco en el fondo del placard, mientras Socorro se queda mirándome con ojos estáticos, ojos de vieja sin sentido.
Menos mal que alguna noche la abuela baja de su cuarto y se sienta a los pies de mi cama y canta despacito la canción que adormecía mi infancia.
Un momento solamente, hasta que vienen otra vez todos los recuerdos a pedirme que los encuentre y los saque de la caja azul. Y yo me empiezo a perder en las calles que se cruzan y se desvían para que no encuentre la huerta soleada ni el taller de papá.
Y me ahogo gritándoles a todos que tengo que encontrar la caja y que no los soporto más y salgo y me siento en el banco del jardín.
Hasta que llegan mamá y la abuela y en silencio nos quedamos esperando que Alejandro regrese para ayudarme a buscar la caja.
Y me repita una, cien, mil veces, como si yo no pudiera entender, que vamos a encontrarla, que aún tenemos el amor. Y que el amor nunca se extravía.
Pobre Alejandro, como si yo no lo supiera.




M.R.-C.
De amores y desamores (Cuentos)
Editoria Dunken




No hay comentarios:

Publicar un comentario