EL GLAMOUR
A Manuel Rivas
LA IDA
-¿Usted
es de la Capital, no? -dijo el muchacho de la gasolinera de la ruta-. También
yo tengo un tío por allá. Vea, mi tío se especializa en morirse varias veces, es
un maestro en no morirse totalmente, un verdadero genio en aparecer, después de
un tiempito, trayendo novedades -agregó mientras limpiaba el parabrisas. Yo
estaba ansioso por llegar a la empresa azucarera y casi no le presté atención.
-No
se imagina la elegancia que conserva en el ir y venir, siempre impecable porque
el Tío se muere para estrenar ropa y que se la elogien -siguió apuntando como
si fuera un hecho común morirse y regresar para contar los éxitos de buena
prestancia en la otra vida.
-Un
verdadero señor, con el bigote espeso cortado en puntas, ni siquiera se olvida
de ponerse sombrero –aseguró con un gesto de orgullo. Estiré la mano y, sin
mirarlo, pagué incluyendo la propina a su perorata. Seguí por la ruta hasta
entrar a la ciudad.
Llegué inquieto a la empresa, contrariado por
la demora en la autopista. Tomé el ascensor y mirándome en el espejo me alisé
el pelo con la mano, tratando de acomodar el jopo desordenado sobre la frente.
Yo odiaba mi pelo duro y rebelde y lo culpaba
de todos mis infortunios, de los continuos fracasos de mi vida. Hasta de los
engaños de María.
Para
mi suerte el gerente era un hombre de trato sencillo y la entrevista resultó
exitosa. Bebimos café fuerte y firmamos el acuerdo. Media hora más tarde volví
a desandar el mismo camino hasta la planta baja.
Seguí por la autopista, no paré hasta llegar a
casa. La oscuridad del living me pareció más fría que otras veces.
A la mañana siguiente, mientras me afeitaba,
me acordé del que se moría para que lo piropeasen, el Tío del sombrero y la
elegancia eterna y el recuerdo me llevó a cepillarme el pelo con rabia.
-
Seguro no tiene este pelo –pensé malhumorado.
En
el verano, al término de las vacaciones volví a pasar por la misma estación de
servicio, aquella del muchacho que tenía un tío yendo y viniendo de un mundo a
otro, vestido como un dandi.
Apareció
detrás de los surtidores, cerca de unos autos estacionados. Le hice una seña
con la mano y se acercó con pasos sueltos.
-Hace tiempo que no lo veía -dijo
reconociéndome- ¿Sabe que todavía no volvió el Tío?
-¿Qué
tío? -pregunté temiendo su tertulia pueblerina.
-El elegante, ¿cuál va a ser? El que se muere
para que lo feliciten por el buen gusto.
-Le irá mejor del otro lado -dije con sorna-
quizás allá tiene más éxito con las chicas.
-Podría
ser, el Tío es un tipo pintón. Impecable, vestido como un duque -dijo con
mirada burlona.
-¿Y el pelo, cómo es el pelo? -quise saber.
-Clarito, rubio me parece, no sé. Ahora que lo
pienso, apenas me he fijado en el pelo, es que el Tío siempre lleva sombrero.
Un tipo fenómeno, no crea que no lo extrañamos, pero como a él le gusta vivir
un poco repartido no nos preocupamos mucho. Mire, hace dos años tardó veinte
días en regresar, pero siempre vuelve, sin falta. Seguro en cualquier momento
aparece otra vez –terminó bajando la voz y alejándose para atender.
Al
caer la noche, prepararé un sándwich que comí en el escritorio, después, me
puse a hojear un libro. Pero no podía concentrarme en la lectura y lo aparté.
Cierto
desasosiego me llenaba la cabeza. ¿Y si me moría allí mismo, en ese mismo
instante dentro de un joggings
gastado, la cara sombreada por la barba crecida en el día? ¿Y si la ropa no
fuera la indicada para semejante trance? Y el pelo, ¿qué dirían de mi pelo
cuando me vieran los asesores de imagen de la otra orilla?
Por
eso y sólo por eso, antes de acostarme, puse en una silla del dormitorio lo
mejor que tenía; el traje azul, una camisa de popelín, la corbata bordó.
Y sin proponérmelo me fui habituando a ese
rito.
-Nunca se sabe -pensaba cada noche al sacar de
la cómoda los gemelos de oro y el pañuelo con iniciales, figurándome que era
mejor viajar con identidad, obsesionado para no hacer un papelón en caso de morirme
sin tiempo para la elegancia. Y, hasta conciliaba mejor el sueño al saber que
no haría papelones transitando senderos fantasmales con pantalones de raya
perfecta. Una metódica reflexión que me obligó a aprovechar liquidaciones de
temporada y a invertir aguinaldos en dos trajes oscuros, una traba de corbata
de nácar y otro cinturón con hebilla dorada.
LA VUELTA
Al tiempo, fui creciendo profesionalmente
y alquilé una oficina en el Microcentro
por cuestiones de comodidad. Un día de agosto decidí almorzar en el Club
Naval. Una mesita al lado de la pared, me pareció ideal para repasar los nuevos
contratos.
Cuando
me disponía a probar el consomé, un hombre medianamente alto y de bigotes
perfectos, de impecable traje Príncipe de Gales, se acercó a mi mesa.
Lamento molestar
dijo atento
tocándose apenas el ala del sombrero y señaló mi abrigo, doblado sobre el
respaldo de la silla.
Quisiera comprarle el abrigo
Me moví
incómodo en el asiento cuando hizo ademán de tocarlo, mientras un olor a jabón
fino me entraba por la nariz.
Me da pudor inquietarlo, pero su abrigo es impecable, las solapas, la
martingala, la calidad del paño. Yo no compro cualquier cosa, me gusta vestirme
bien. No se asombre, la elegancia es lo primero, y no es bueno ser egoísta, no sirve de nada, se lo digo yo que sé de qué hablo
Con el descaro que da la omnipotencia,
se sentó a mi mesa. Un temblor me sacudía la mandíbula, apreté la boca. Él
sonrió.
Hay
ropas que nos obligan a abrazarlas como si nos llamaran y cuando le vi el
abrigo, me tentó el tramado, no hay duda me dije, es un tramado que no pasa de moda,
Yo
lo miraba mientras la sopa se escurría por la cuchara y caía sobre el plato en
una cascada color verde.
¿Qué me contesta? ¿Acepta?
Apoyando los
codos sobre el mantel, entornó los ojos y agazapó la voz.
Es
que en este último paseo me enamoré. No es bueno que el hombre esté solo y
cuando la conocí me di cuenta de que yo estaba demasiado solo ¿Comprende? Demasiado
solo
-Es un regalo de mi hermano -dije por decir
algo, porque no tengo hermanos.
Entonces,
¿no va a ayudarme? Vea, es una situación especial. Piense que uno no se enamora
todos los días, ése es el punto. Si deja pasar la oportunidad, sepa que no
vuelve. No quiero perderla esta vez. Tenemos que llegar a un acuerdo. Usted me vende
su abrigo y yo le presto el sombrero. Le presto, entienda bien porque, de donde
vengo, ya no somos dueños de nada
El
sujeto me pareció centrado, yo también hubiese comprado la luna por conquistar
a María.
No
es un capricho, siempre me alabaron la elegancia y no puedo desentonar. Pocos días
sin abrigo no van a perjudicarlo y puede usar, mientras tanto, mi sombrero. Seré
sincero, su peinado no es nada
distinguido
Maldito pelo, siempre me deja quedar mal,
me mortifiqué bajo su mirada caritativa sobre mi remolino en la frente.
Haría
buen negocio, no tiene idea de lo fabuloso que resulta un sombrero, le aseguro
que hasta se vería más alto,
-Apenas lo conozco, no creo que corresponda
intercambiarnos la ropa –murmuré tímidamente.
Ah,
si es por
eso permítame presentarme. Soy el Tío
Me
di cuenta de que ya lo sabía. Que lo había sabido en el instante exacto en que
se detuvo frente a mi mesa. El tío errante. El que llegaba y partía con una
elegancia admirable, envidia insana de todos los mortales que se morían de una
sola vez y para siempre. Explicó que andaba de paso, y que no abandonaría la
oportunidad de seguir glamorosamente enamorado.
Le
confieso que todo empezó la primera vez que me morí. Estaba dando vueltas sobre
mi propio cuerpo, casi desprendido de todo, cuando advertí lo ridículo de mi
apariencia. Sin embargo tuve que irme, pero a medias, para no desilusionar a
los amigos, a la familia después de tantos gastos. Pero antes de llegar, en la
mitad del camino, me dejaron regresar para acondicionar algunos detalles
El Tío parecía no estar preocupado por el
tiempo y se acomodaba en la silla.
La
suerte quiso que llegara un momentito antes que los deudos pues, aún no habían
hurgado en la ropa guardada en el placar y todavía estaba colgado en la percha
mi traje Príncipe de Gales y mi corbata italiana. Me calcé los zapatos de cabritilla
y estaba perfumándome el bigote con La Franco cuando oí la llave en la cerradura. Atiné
a ponerme el sombrero y me escondí detrás del sillón del living
Estirándose en el respaldo, hizo un guiño
confidente.
Los
vi cuando abrieron los cajones, las alacenas, el botiquín de baño, corrieron a
los muebles, revisaron los estantes, sacaron la ropa, vaciaron los bolsillos.
Yo apenas respiraba, no quería que me vieran. Salí y cerré la puerta sin ruido,
mientras ellos repartidos por la casa seguían metiendo mano en todos los
rincones. Llegué retrasado pero no me
culparon porque a tanta distancia ya no hay leyes horarias. Allí, no fue
difícil aclimatarme, siempre me gustaron las experiencias nuevas y me trataban
dulcemente
Sin
dar mucho detalle contó que había conocido a la chica de puro milagro y que se
había enamorado sin medir consecuencias. Ella estaba caminando por una plaza en
el momento en que el Tío la cruzaba, con los paquetes de Harrod´s bajo el brazo. Al enfrentarse, una simpatía inesperada los
había acercado.
Y
como a ella poco le importa el Juicio Final pero admira el juicio estético,
mejoré aún más mi apariencia y logré que me permitieran entrar y salir para
lustrarme los zapatos, cambiarme la camisa, renovar las corbatas
Al
hablar de ella lo rodeaba una cadencia emocionante. Coincidí con él en que no
se podía andar vestido de cualquier forma, sin prestar atención a la ropa, y
menos por lugares importantes.
Créame, la ropa desnuda. La apariencia
nos antecede; nadie insulta a un tipo con abrigo inglés, ninguna mujer se
resiste ante una corbata de seda
Pensé en María. En sus manos subiendo y
bajando por mi pecho como caricias sobre corbatas que yo jamás usaba.
Nadie es elegante dentro de un mal traje. Usted también haría negocio
con el intercambio, podría ocultar el jopito rebelde, mejorar el estilo,
De reojo me miré en el espejo ancho del
salón. El Spencer de fibrana había perdido su prestancia y la camina tenía un
vértice del cuello doblado. El Tío, no necesitaba argumentar mucho para
convencerme.
¿Qué somos desnudos? Ninguna novedad, nada originales. Por eso mismo lo
que nos destaca, lo que nos identifica
son las tonalidades, el diseño, el gusto. Glamour, amigo, glamour. Acierto en
la elección, hallazgo de las formas. El riesgo del color. Y la fuerza del amor, claro, traspasando la ropa
El
Tío conocía del tema y se explayaba con agudeza sobre el imprescindible “buen
parecer” que destaca del común denominador a los mortales y los vuelve únicos, irreemplazables. Oyéndolo, se me llenó otra
vez la cabeza de María. Volví a sentirla pegada a mi costado, inclinada sobre
las solapas pespunteadas de mi abrigo, abrazada a mi espalda, arrugándome la
martingala de botones redondos.
-Está bien -concedí vulnerable-Después de todo,
ya se está yendo el invierno.
El
Tío se levantó con un movimiento ligero, como si flotara sobre las baldosas en
damero del piso, recogió el abrigo de la silla, se lo calzó en los hombros y
dejó sobre la mesa el sombrero de fieltro gris.
Ha sido un placer. No faltará oportunidad de volver a encontrarnos.
Sonrió y, sin mirar hacia atrás, traspasó la
puerta de vidrios biselados.
Llamé
al mozo, pagué la cuenta. Con el sombrero en la mano, caminé hasta la
oficina. Llamadas, firmas y resoluciones
me ocuparon hasta el anochecer. Al salir, los letreros reflejaban en las
vidrieras milagros de colores y, sobre los maniquíes, caía un haz de
perfección. Debajo de ese brillo de marquesinas, entendí que la ropa es la que
nos desnuda.
La que le cuenta a los otros como somos. La
que revela nuestros secretos más escondidos. La que cubre los miedos, la que
nos libera. La primera que nos delata. La que dice si estamos enamorados. O
tristes. O extenuados.
IDA Y
VUELTA
La última vez que supe de El Tío, fue
doblando una esquina de Corrientes. El neón de los letreros se repartía en
flechas de colores. Los escaparates tentaban a la liquidación de invierno, a la
levedad de las telas, a los colores excitantes.
El Tío, transitaba la vereda par. Impecable.
Distinguido. Del brazo de María.
***
M.R.C.
Del glamour a la ciénaga (2013)
Editorial DUNKEN
Editorial DUNKEN
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