miércoles, 22 de mayo de 2013

LA HORA DEL SILENCIO



                        
 
                                                                                          “Caín y Abel parí, parí la guerra”. 
                                                                                                                   Carmen Conde
                                                                                    
                                                                                                                                           
      

Me costó ser chico. Tal vez por la voz áspera, esquiva, de mi padre o por aquel paso menudo de mamá, apenas, una sombra.
Hubiera sido mejor que la infancia no durara tantos años y tuve rabia por el tiempo inútil esperando ser fuerte solamente porque los fuertes no necesitan compañía y yo me sentía solo. Como apartado de mí mismo.
Hasta que un día, mientras cruzaba la plaza, lo encontré.
Parecía que él también me hubiera estado buscando y sin hablar adivinamos la necesidad de tenernos.
Podíamos pasar horas en silencio, encontrando juntos las respuestas cruzadas. Ése era el secreto entre los dos.
Él llegaba cuando las voces se iban callando desde adentro para oírse mejor, algo así como cuando el sol se esconde y, sin embargo, el día tiene más luz. El momento de suspenso de uno mismo, esa sensación especialmente oculta, el instante suspendido que nos acompaña justo antes de vernos en un espejo.
Por eso, sentado debajo del alero, a la hora de la siesta, esperaba sabiendo que él también elegiría ese mismo momento para llegar.
Y nos quedábamos mirándonos sin que importara no tener nada que contarnos.
Tampoco en la escuela le hablaba, no quería que los otros se metieran en lo nuestro y él estuvo de acuerdo.
En los días de lluvia lo aguardaba en el cuarto del fondo para mostrarle mis figuritas. Una a una, las iba sacando y las ponía sobre el piso de tierra con mucho cuidado, formando pilas de colores para que él las viera porque sabía que le gustaban tanto como a mí. Como los dibujos a carbonilla que no le mostraba a nadie, sólo a él.
Poco a poco, esperarlo fue parte de mí.
A veces, venía en la noche, mientras el sueño peregrinaba por el patio. Era como un eco de mis pensamientos, con su respiración pegada a la mía.
Así pasamos juntos el tiempo hasta que crecimos y llegó la guerra. Un temblor de miedo nos hizo más cercanos.
Fui destinado al sur donde aún se resistía.
Viajamos en el mismo tren, cientos, miles como nosotros, sin saber todavía que la guerra ya nos enfermaba la juventud.
Agazapado, con el fusil al hombro, casi inadvertidamente, fui perdiendo la hora del silencio y empecé a perderme a mí mismo en un sentimiento siniestro.
Eran días en que recostado sobre mi bolsa, con los borceguíes puestos, no me importaba nada que no fuera la mañana siguiente, tratando de dormir un rato, desesperado por ocultarme de los relámpagos que sobrevolaban los hangares.
Apenas tenía tiempo de sentir.
Una noche de junio la fiebre me llevó hasta el puente. Ahí, volví a encontrarlo.
Se sentó pegado a mí, sin perturbarle los infiernos que me rodeaban.
Yo extendí la manta para que se calentara y estuvimos en silencio hasta que un sol esquivo me hizo sombra en los pies.
No le dije cuánto lo había necesitado porque no hacía falta y al salir del campamento, íbamos, otra vez, los dos juntos.
Ataque, contraataque, ataque.
Un calor húmedo, interminable, caía a la noche más intenso aún que durante las caminatas con el estómago contraído. En el invierno, apiñados en cuclillas dentro de las trincheras, con la espalda entumecida, nos agobiaba el frío.
Cuando bajábamos, saltando los alambrados en busca de frutas, adivinaba en él, la misma repugnancia que yo sentía.
Un mediodía, cuando el sol emparejaba los troncos de los castaños, un rumor de agua inquieta nos guió hacia la izquierda y pasando una casa de piedra descubrimos la angostura de un río.
Me desnudé. Lo vi hacer lo mismo mientras en el agua se reflejaba la imagen.
Delgado y con una cicatriz en la pierna, los brazos musculosos, la cintura estrecha. Desde la frente le caía el agua hasta el pecho mientras con la mano estiraba el pelo oscuro hacia atrás. Él detuvo un momento su mirada en mi pelo oscuro y mi pierna herida.
Nos miramos con compasión, tres años de combate nos habían desterrado los sueños. Pero todavía nos teníamos el uno al otro.
Una tarde, un jeep se detuvo entre las carpas. Cuando el capitán bajó, nos adelantamos. Así supimos que nos habíamos rendido.
Nunca entendimos bien quién había ganado. Todos parecíamos iguales.
La orden era dispersarse, trepamos entonces por el monte.
Mareado, caí una o dos veces. Él iba a mi costado, como tirando de mis propias fuerzas.
Esa misma noche un grupo que patrullaba, nos rescató. Crucé la frontera, él siempre conmigo.
En el hospital me acostaron en una cama.
Sobre la almohada lo veía cada vez más delgado, más débil. Las manos abatidas debajo de las sábanas. Las piernas parecían haberle anclado el cuerpo y lo mismo que a mí, una opresión le cerraba el pecho, obligándolo a incorporarse para respirar.
Cuando un dolor filoso dejaba en penumbras el cuarto yo encontraba sus ojos y su mirada entraba en los míos como en una casa conocida.
El tiempo seguía pasando en un reloj que los dos habíamos inventado. Un reloj que marcaba luz y sombra según el ardor de la espalda y los zumbidos en los oídos.
Un reloj donde las horas iban corriendo para los dos de la misma manera, en el mismo lugar.
Hasta que apenas pude moverme. Quise decírselo pero él ya lo sabía.
Asomándome al hueco que tenían sus ojos, fui entrando en ellos como si fuera un camino abierto.
Es la hora del silencio, pensé. Y nos abrazamos.

M.R.-C.

"De amores y desamores" (2010)

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