jueves, 28 de mayo de 2015

Narrativa







D U E R M E V E L A 


Siempre soñé sueños continuos; es decir soñaba historias que continuaban hasta empalmarse como capítulos de una novela, en eslabones consecutivos, noche tras noche.
El sueño llegaba el lunes con personajes y situaciones que se repetían sin falta el martes y se deslizaban en un camino sin baches, retomando el hilo de una madeja que aseguraba continuidad el miércoles, el jueves, el viernes, y por supuesto el sábado y el domingo, como en una rueda sin fin, hasta el lunes siguiente.
Durante el día todo era absolutamente rutinario en mi vida. Algo insegura, enemiga de licencias y libertades, transitando por caminos limitados, sin abismos ni riesgos, siempre pensando que la ruta del héroe nunca se cruzaría en mi ruta.
Distante de esa monotonía descolorida, cuando apoyaba la cabeza en la almohada y poco a poco entraba en la sombra de los sueños, mi existencia se volvía mágica, alborotada, libre, como jamás me había sentido despierta.
Lo que fue una conducta propia de la infancia pasó a ser una fantasía para una adolescente imaginativa, pero cuando más tarde se convirtió en rutina, oculté mi secreto nocturno: debajo de las sábanas despertaba al mundo de mis propios sueños.
Así vivía hasta aquella noche en que salí del baño y arrebujada en la bata fui a la cocina a prepararme la cena. Sentada en la silla, una sensación desconocida me fue acercando a voces y risas de gente agrupada, pasos apresurados, corridas, silbidos.
Sin darme cuenta fui quedándome dormida, reclinada la espalda en el asiento duro de un tren, acunada en un vagón de luz opaca, los campos envueltos en neblina y una llovizna tenaz salpicando los vidrios de mi ventanilla.
Cuando el tren se detuvo en El Palmar, bajé y caminé hacia el centro, pero la lluvia me empapaba los zapatos y me hundía el sombrerito amarillo. Entré en un bar de mesas cuadradas y sillas altas para tomar algo caliente.
A la noche siguiente todavía me sacudía el frío del vagón donde había regresado, envuelta en el abrigo preferido en mis sueños invernales, leyendo una novela de Jerzy Kosinski, cuando lo conocí.
- ¿No le molesta? - dijo, mientras una sonrisa ensanchaba sus mejillas.
Incómoda levanté los ojos, mi mirada se cruzó con unos ojos marrones de brillos amarillentos debajo de cejas tupidas. Apenas encorvado para leer las letras minúsculas del libro, dobló las piernas y se sentó al lado.
Fastidiada, sobre la falda dejé el libro cerrado; no quería compartir con nadie las sensaciones que me contagiaba el personaje; mi desvalido personaje apresado en un jardín.
Crucé los brazos y sin contestar desvié la mirada hacia la ventanilla, mientras pasaban apurados retazos de campo como remiendos parejos, casas bajas, jardines caseros.
- Me encantó su sombrero, era el sol bajo la lluvia, nadie tiene en este pueblo un sombrero tan amarillo - agregó bajando la voz con acento casi burlón. Después se acomodó en el asiento ladeando la cabeza sobre el respaldo de su butaca.
Cuando de reojo me atrevía a meterme en su perfil reflejado en la transparencia del vidrio, lo descubría también mirándome, casi cómplice, como si adivinara mis pensamientos.
Al llegar a El Palmar se despidió, lo vi bajar y doblar en la esquina de ligustros, sin darse vuelta ni un momento.
La noche del miércoles volví a tomar el tren de las once y diez sobre el andén de la izquierda y me senté en el asiento pegado al pasillo.
En la penúltima estación me levanté y bajé las escaleritas de hierro, saltando sobre los tacones de los zapatos acordonados, calzándome los guantes de muaré y apretando la cartera de gamuza debajo del brazo.
Caminé hasta la calle principal. En la plaza estuve esperando sentada en un banco y cuando el reloj de la iglesia dio dos campanadas, lo vi llegar con pasos derechos, sacudiendo la gramilla del sendero, con las manos en los bolsillos de una campera de gabardina.
Un viento sereno le despeinaba el pelo de la frente. Más tarde, volvimos juntos por la vereda de magnolias del barrio inglés.
Compré el boleto de ida y regresé a casa, mientras él se quedaba estático, de pie en la estación, al lado de las escaleras de cemento.
En la cita del jueves nos encontramos en la puerta del Teatro Municipal, los dos estuvimos mirándonos sin decir palabra, sin apartar los ojos, como si con candados nos hubieran abrochado las miradas.
En la penumbra de la sala me besó.
De regreso caminamos por un barrio de casas blanqueadas, portones de rejas simples y patios con canteros, uno al lado del otro, las dos sombras impresas en las medianeras.
Recordé haber caminado ese mismo trecho de paredes húmedas, pero entonces, mi sombra iba siempre desnuda y sola, marcada apenas en la orilla de la calle, como encerrada dentro de mi propio jardín, sin poder salir a las estampidas de mis sueños.
La noche del viernes el tren se había demorado y llegué tarde. Cuando bajé, el andén estaba desierto y una sensación de intemperie me acompañó mientras lo recorría. Crucé hasta la plaza y desde allí a la calle de los ombúes.
Un sollozo me tambaleaba en la boca y me cerraba el pecho, ahogándome.
Volví sobre mis pasos mirando hacia atrás, creyendo oír por momentos pisadas apuradas sobre los adoquines. Me senté en el banco viejo de la plaza y quedé allí, iluminada apenas por la luz del farol, con las manos apoyadas sobre la falda, y los ojos internados en la soledad de la estación.
Asomadas detrás del muro de ladrillos que separaba el cruce de las vías, caras burlonas parecían espiar el desencuentro y los árboles desnudos a lo largo de la galería, eran figuras que desde lejos lo nombraban.
Subí al tren, tres pitadas sordas acompañaron el arranque.
- No ha venido, no ha venido- repetía mi cabeza durante el viaje de vuelta, en un tiempo que me pareció interminable y donde yo misma podía verme como en un espejo, hundida en el asiento, con el collar de coral rodeándome la garganta contrastando con las mejillas sin color, apretando con las manos el cuello del abrigo gris.
En la madrugada del sábado lo encontré a la salida del pueblo, donde las casas se aíslan y la campiña bajo el rocío, se vuelve más verde. Era un día que amenazaba tormenta, las nubes caían por el hueco de las lomas y se perdían al fondo, cerca del río.
Él estiró el brazo y me rodeó los hombros, yo apuré los pasos para seguir su ritmo y cuando su cuerpo rozó el mío, me replegué y quise soltarme, pero su abrazo me retuvo y su voz era tan cálida, que un tibio airecito me templó la frente.
- ¿Dónde estuviste? - preguntó - Te esperé apoyado en la pared del terraplén, la que baja hasta el muelle y por allí caminé, sin encontrarte, hasta la alameda, mientras los árboles repetían tu nombre y caras burlonas parecían perseguirme.
Subimos los escalones de madera de la casa; en el umbral nos detuvimos un instante para mirar el cielo que en ese momento se rompía en relámpagos azules.
En ese abrazo quedé, hasta que el ruido de la lluvia entró por la ventana, colándose por la persiana del dormitorio hasta la orilla de mis ojos.
- Ya debe ser el mediodía-, pensé, -es domingo y me voy a levantar malhumorada, voy a salir de la cama, pedalear cincuenta abdominales antes de bañarme, lavarme la cabeza, ponerme la máscara refrescante, buscar los anteojos y leer el diario.
Pero mi cuerpo se quedó estirado sobre las sábanas mientras la radio que se oía desde la cocina, tocaba un fox.
En duermevela, su figura se recortó en el vano de la puerta, con una mano en el marco y la sonrisa ancha sobre sus mejillas barbadas. Desde la cocina llegaba un olor a pan tostado, un perfume a vainilla y bizcocho.
Sentados en la cocina, tomamos café y tostadas con miel.
Él se estiró en la mesa y con la mano alisó mi pelo despeinado.
Desde ese domingo, no desperté.


DE AMORES Y DESAMORES


M.R.-C. 
Cuentos
Editorial Dunken (2010)

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