sábado, 16 de mayo de 2015

NARRATIVA

       

  LAS MUSAS

                                                                                
                                  




A Lidia le gustaba hablar de sus viajes. Nos reunía para contarnos las caminatas, los paseos, el descubrimiento de lugares fantásticos y nos mostraba las fotos para que no dudáramos ni un instante, de las maravillas a las que se accede siendo rico. Tal como ella decía, siendo pudiente.

Si había algo que nos distanciaba de Lidia eran sus veraneos, lugares que jamás pisaríamos según sus cálculos, y que nos mostraba misericordiosa para que no ignoráramos la dicha de semejante experiencia.

Todos los años, en el mes de febrero Lidia partía con sus padres de vacaciones.

A principios de marzo, cuando regresaba, nos ubicábamos en la gran mesa del comedor de su casa, sobre la carpeta de liencillo, para contemplar absortas museos, palacios, puentes, jardines, avenidas, rascacielos, tiendas, restaurantes y aeropuertos. Pedazos de un mundo que existía para nosotras, solamente, en el álbum de Lidia.

Una a una, pasaba las hojas de cartulina donde en cada foto ella aparecía radiante, esmerándose en señalarnos detalles que debían quedar grabados en nuestras pupilas por ser irrepetibles, paisajes que en nada se asemejaban a nuestras incursiones por Mar de Ajó o las piletas de Ezeiza.

Una tarde calurosa, nos quedamos en el patio detrás de la galería y la madre nos trajo bebidas frescas en vasos altos. Lidia bajó la escalera envuelta en un vestido blanco con volados en las mangas y una cinta de seda en la cintura.

— Mirá, parece un ángel — me dijo al oído Marcela y se estiró la remerita que lavados frecuentes habían llevado a dos talles menores.

Hermosa, sentada en la hamaca forrada de granité, Lidia movía las piernas y sus zapatos charolados reflejaban las luces que se colaban inquietas por la parra. Todas nos miramos los zapatos cuando Lidia cruzó sus piernas.

— Andá a buscar las fotos de Grecia — le indicó la madre, mientras servía unas galletitas confitadas.

— Límpiense las manos en las servilletas — nos mandó Lidia al regresar con el álbum de tapas verdes.

Yo me apuré a tragar las galletas y mi hermana pasó sobre su falda de algodón floreado los dedos almibarados para ser la primera en ver las divinidades que Lidia atesoraba.

Cuando abrió el álbum sobre sus rodillas, fijamos la mirada sobre las fotos.

A mi lado, Mirta que era miope, se inclinaba sobre las estampas, acodada sobre la mesa tapando con sus rulos alborotados el paisaje de ensueño que yo apenas podía adivinar, ubicada en la esquina del sofá de mimbre.

Sobre mis hombros, empujándome la espalda con su peso, Adela, dejaba caer su aliento de sorpresa incontenible y me entibiaba la nuca.

— Miren qué figuras — apuntaba la madre, con la jarra de refresco en la mano —. Asombrosas, ¿cierto? Vean lo que es el placer de poder viajar — decía mientras llenaba los vasos.

— Esta es Hera, esposa de Zeus, el rey de los dioses — contó sabihonda Lidia —, y Poseidón, con el tridente — agregó disfrutando nuestros gestos alucinados.

— ¿Qué es un tridente? —se preocupó Susy, apretando temerosa los labios sobre el aparato de ortodoncia que enrejaba sus dientes.

La madre de Lidia se rió piadosa y siguió sirviendo el refresco mientras su pulsera de dijes dorados chocaba contra la jarra de cristal.

—Vayamos a jugar —dijo Marcela aburrida, pero la voz chillona de Lidia tapó su súplica.

—¡Dejá de tocar las fotos! —le gritó enérgica a Mirta que pasaba sus dedos irrespetuosos sobre los monumentos en ruinas, tal vez porque sus ojos apenas los adivinaban.

Mirta se acomodó los anteojos y me miró mortificada por encima de los cristales gruesos, como hacía siempre que buscaba mi apoyo. Los labios le temblaban.

—Juguemos a las estatuas —dije, devolviéndole la mirada a Mirta —.Juguemos a que somos las estatuas del álbum de Lidia.

—¿Sos loca? Antes tenemos que elegir los personajes del Olimpo, ¿no mamá? —dijo Lidia ladeando el cuello con una gracia estudiada.

—Claro, claro, Lidita, vos podés ser Afrodita, la diosa de la belleza.

Todas miramos la cara de Lidia, los ojos claros, la nariz recta, la dentadura perfecta, la melena ondulada sobre hombros menudos, las piernas de pantorrillas estilizadas y su cintura de bailarina.

—¿Y yo? —preguntó Marcela, que no sabía de dioses porque sus padres eran ateos.

—Tal vez diosa menor —la tranquilizó la madre de Lidia, mirando la cara redonda de Adela que poco se parecía a una Nereida.

—Ni siquiera Sirenas —susurró deteniendo con compasión sus ojos delineados en los brazos delgaditos de mi hermana.

Ahí fue cuando sentí que la cara me ardía y por el pecho me subía un calor que iba a convertirse en lágrimas, pero por obra de algún ser mitológico, el agua de mis ojos se detuvo milagrosamente, evitando el papelón.

—Serán Musas —dijo decidida Lidia Afrodita, con cierto aire piadoso —. Yo las nombraré mis musas, las Musas de Afrodita.

Entonces, Mirta se llamó Clío; mi hermana, Talía; Adela, Urania; Susy, Polimnia; Marcela, Terpsícore y yo, Melpómene.

La madre explicó que las Musas eran deidades que habitaban el Parnaso y nos indicó las funciones que debíamos representar.

—¡Qué lío! —se quejó mi hermana, que odiaba las clases de historia, mientras Marcela ensayaba pasos de baile sobre las baldosas de la galería, con sus zapatillas acordonadas.

Cada una eligió un lugar en el jardín para posar.

Susy se recostó en el ligustrito del cantero, Mirta entre dos limoneros, Adela cerca de los rosales, Marcela y yo, pegadas a la fuente de los enanos y mi hermana al lado del pino que acostumbraban adornar en Navidad.

Tiesas, inmóviles, esperábamos que Lidia Afrodita, dejara caer su mano divina sobre nuestra cabeza y partíamos raudas hasta el tronco que tenía destino de trono, al que teníamos que tocar antes de que ella lo hiciera, para seguir siendo musas.

Las piernas esbeltas de Lidia la ayudaban en la carrera. Adela fue la primera en perder su pobre reinado, dolor que trató de olvidar devorando un alfajor de dulce de leche, sentada en una hamaca de cretona.

—¡Pido… pido! ...Licencia para ir al baño —vociferó Marcela y desapareció por la galería saltando apresurada las baldosas en damero, sin dejar de danzar.

La madre de Lidia aplaudía cuando Mirta perdió el ritmo de la carrera por agacharse a recuperar los anteojos y resbaló en las lajas, quedando fuera de juego.

—¡Una menos, una menos! —se alegró soberbia Lidia Afrodita, apoyada en el tronco —. La venganza es el placer de los dioses —sentenció desdeñosa mirando a Mirta que, ya sin jerarquía alegórica, se arrastraba con la palma de la mano las lágrimas por la cara.

Mi hermana había elegido un lugar cercano al trono, para acortar distancias, pero Lidia Afrodita, ignorándola, prefería perseguirnos a Susy y a mí.

—Vos sos muy chica —le dijo la madre de Lidia, cuando mi hermana protestó acalorada porque ella también se sentía una Musa y quería jugar.

—Mejor otro día —la consoló tratando de canjear por un bizcocho la impotencia de mi hermana, inocente de haber nacido dos años más tarde.

—¡Corré, corré…! —grité varias veces a Susy, pero creo que tenía ganas de abandonar la corona real y beberse otro refresco. Caminando despacio, llegó resignada hasta el trono de la más bella de las diosas, y la dejó ganar.

Atardecía, el sol cayendo sobre la pared del oeste se partía en líneas rosadas.

—Vengan a comer torta a la sala, Lidita, veni a tocar el piano.¡Chicas, a la sala que es tarde! —nos apuró la madre de Lidia, toda dulzura, moviendo las manos de uñas cuidadas y rojas.

— Lidia, Lidia… sigamos nosotras —le dije con odio, cuando quedamos solas en el jardín.

—Es tarde — me contestó seca, sin mirarme —, seguimos mañana.

—¡No, ahora! ¡Hasta el tronco! Te juego que llego antes.

—Está bien, pero apenas dos minutos —me conformó Lidia Afrodita con voz de diosa.

Levantó la cabeza, alargó un brazo, estiró la espalda, se acomodó la melena y con los ojos entrecerrados, se puso en pose, preparada para ganar, calculando que en dos minutos entraría triunfal a la sala para tocar “Claro de luna” mientras yo masticaría una porción de torta con gusto a derrota.

Las dos nos miramos un momento antes de alargar las piernas en un salto y correr hasta el tronco, pero adelantándome, crucé rápida delante de ella y la empujé. Cayó sobre el césped, que empezaba a cubrirse del rocío de la noche.

Trató de erguirse, tambaleante, asustada.

—Lidia Afrodita, te olvidaste de que los dioses me protegen —le dije con una voz desconocida—.No quiero ser Melpómene, porque no quiero ser nada que vos decidas. Quiero ser una diosa más fuerte que vos y que mi poder te convierta en piedra.

Sorprendida, inquieta, perdiendo la estética que había elegido, quedó a unos pasos del tronco, que había sido su trono divino durante el juego.

Ni la miré; me di vuelta saltando sobre las lajas grises del jardín, crucé la galería y entré en la sala.

— Apurate, ¿dónde estabas? Por jugar te quedaste sin torta —me dijo mi hermana mientras la madre nos despedía con un beso esquivo para no despintarse.

Doblando un poco la cara vi sobre un plato de guardas azules, media torta rellena con chocolate.

—No me importa —contesté bajando la voz —.La venganza es el placer de los dioses. 

Mi hermana levantó los dos hombros en un movimiento de indiferencia.

Al atravesar la puerta oímos la voz de la madre llamando a Lidia.

—¡Vení Lidita, vení! ¿Qué hacés todavía en el jardín? —gritaba la madre mientras cruzábamos la calle para subir a la vereda.

Cuando todas nos separamos, los gritos nos llegaron como cristales rotos.

— ¡Lidia!..¡.Lidia…! —Los aullidos de la madre parecían estirar el nombre.

Pero Lidia no podía moverse.

La cara blanca, las piernas paralizadas, los ojos secos.

Hermosa; más hermosa aún que Afrodita, era un trozo de piedra sobre el césped.



"Las Musas" de Marita Rodríguez-Cazaux
"De amores y desamores" - Cuentos - (2010)









Crítica literaria por Germán Cáceres



En esta impecable selección de diecisiete cuentos, la autora, como afirma
Beatriz Isoldi en su magnífico prólogo, “maneja la palabra poética (…)
saturada de significación (…) que ahora marca su prosa”.
Además, hay que destacar el riquísimo vocabulario que emplea y sus
frecuentes citas a la mitología griega.
Una original mezcla de realidad y sueño recorre el texto, creando
un universo que tiene leyes propias. En “Duermevela”, la protagonista
se sumerge en el mundo onírico; “La ventana azul”, en cambio,
representa la pantalla televisiva que Adelina contempla obsesivamente,
hasta que decide obviarla y opta por mirar la vida por el ventanal de su casa.
“El amor transforma todos los sentidos” relata una misteriosa historia
romántica que a tramos está por asumir una clave fantástica.
Un acontecimiento maravilloso irrumpe en “Las Musas”, mientras que
en “Estaba escrito”, el lector resulta atrapado por una historia signada
por el esoterismo y el horóscopo.
Los seductores o amantes inescrupulosos también aparecen en De amores
y desamores y son castigados de manera implacable como sucede en el
ambiente de harén descrito en “Apenas fango”. Una sutil venganza cargada
de ironía ejecuta una escritora en “Una justa decisión”. Es encomiable la
tensión narrativa de “Mamá”, que parte de una intriga para, por último,
desembocar en la venganza que ejecuta un chico contra su violento padre
adoptivo. “La última reencarnación de Edipo” presenta a una madre posesiva
que debe darse por vencida frente a un hijo que logra encontrar su destino a
fuerza de voluntad y convicción.
Pero como no podía faltar un homenaje a la literatura por parte de esta
premiada escritora que se desempeña también como coordinadora de talleres
de cuento y poesía, “Eurínome y Ofión” respira por todos sus intersticios el
exquisito aroma de los libros: un gran lector termina transformándose en un
personaje trágico del ensayo Los Secretos del Olimpo. Y el soplo lírico aflora
en “La caja” -que la protagonista extravía- en la cual guardaba los recuerdos
de toda su vida. En definitiva, había perdido su pasado, situación que conduce
a carecer de presente.
“La hora del silencio” es una conmovedora historia de dos soldados que son
amigos entrañables: en el citado prólogo Beatriz Isoldi sugiere que “aporta la
idea del doble o del amigo imaginario”.
“Enteramenteentera” puede leerse como una irónica referencia hacia las parejas
que confunden compartir esfuerzos con dividirse en forma maniática las tareas
del hogar. En “Punto de acción”, una mujer decide encontrar un candidato en
un supermercado y choca con el frustrante reino del consumismo.
“Aritardo Inquino” es un tipo sumamente desagradable que por azar termina
ayudando a la justicia.
Una intriga irresistible plantea “Como los dijes de tu pulsera”que concluye 
con un remate contundente.
A su vez, “El séptimo mandamiento” pinta con naturalidad a una cleptómana.
Marita Rodríguez-Cazaux prueba con De amores y desamores, poseer un
dominio mayúsculo de la forma del cuento y una inagotable y fascinante
imaginación.

                                                                                               G.C.





Imagen: "Niñas en el mar", de Joaquín Sorolla. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario