miércoles, 8 de octubre de 2014

TRASVASADO

Sueños
-Nadie escapa a su destino -dijo, concluyendo el pensamiento.
Como siempre, al fin de las conversaciones, yo no podía evitar un dejo de piedad sobre nosotros mismos. Sobre nosotros, y, a pesar de nosotros. La vida, poblada de laberintos, no puede alisarse como si fuera un papel arrugado. Así, hecha un bollito, la llevábamos guardada en el bolsillo más oculto.
Nos habíamos conocido en una exposición de cuadros, evento intrascendente al que los dos concurrimos por diferentes motivos, también sin importancia. Al ser presentados, intercambiamos dos o tres cumplidos hacia el artista; luego, me despedí con prisas por irme. Pasadas unas semanas, él provocó un nuevo encuentro para conocer mi opinión sobre una novela que le habían editado recientemente. Quería entregarme el libro, nos citamos en un café de Caballito. Al acercarnos a la mesa, con un movimiento preciso, me ayudó a desprenderme del abrigo.
-Qué rico perfume -dijo, y corrió la silla para que me sentara.
Con llaneza, me contó algunos capítulos del nuevo libro que estaba escribiendo. Según su opinión,  no lo conformaba, sin embargo, no quería desprenderse de los personajes.
-Bueno, como mi vida -dijo-, también hay capítulos que necesito reescribir.
Hablamos de arte, de viajes, de cine. Su intelecto me subyugó. Y el ritmo de su conversación, que no necesitaba remos para seguir a flote.
Por ese entonces, yo era correctora en un periódico y dilapidaba la imaginación con cuentos cortos. El mayor interés era trabajar en lo que me apasionaba, sin la necesidad de acrecentar obra literaria, demoraba la preparación de un poemario.
-Poesía mínima -me disculpé -como los cuentos.
-Me gustaría leerte -aseguró. Propuso reunirnos un mediodía para un almuerzo frugal.  Antes de vestirme para el encuentro, estuve tentada de llamarlo para cancelar, tenía cierto pudor de que leyera mis trabajos.
Sentada a la mesa, su natural afabilidad me cambió el ánimo, el lugar me pareció perfecto. Quizá por eso mismo, no me sorprendió que manifestara la misma sensación y me hablara de un sentimiento que esperaba ver correspondido. Nada de lo que dijo me pareció cursi, ni siquiera que comprara un ramito de flores a la salida y me las ofreciese.
Fue sencillo sentirnos seducidos, establecer complicidad en un acuerdo amoroso. La relación fue estrechándose.
El invierno pasado concurrió a un seminario en Uruguay. Al regreso  fui a esperarlo al aeropuerto. Una manifestación del personal de vigilancia y maleteros había establecido un piquete en el peaje de la autopista, llegando a Newbery. Agrupados, detenían a los autos, las filas eran interminables. Quise ubicarme en algún lugar cercano y avanzar caminando, pero un nudo de muchachos con banderas y pancartas lo impidió. Quedé demorada más de dos horas. Al llegar al aeropuerto, pasajeros indignados tapiaban el hall. Miré la pantalla, el vuelo había llegado casi una hora antes de lo previsto. Me inquieté, empecé a buscarlo, recorrí el bar de la planta baja. Rodeé un kiosco de revistas, volví sobre mis pasos; al girar, lo descubrí sentado en un sillón cromado. Tenía las manos apoyadas en las rodillas, los dedos estirados como sosteniéndolas, la mirada sobre los baldosas de porcelanato. Me pareció que se balanceaba. Apuré el paso, lo llamé, hizo un gesto. Esos mismos gestos que parecen querer libertarnos de un pensamiento que nos ocupa toda la cabeza.
- Hola, -sonreí- un piquete, ya sabés. Quise llamarte, pero no había señal,…
-Pensé que nunca más te iba ver llegar -dijo sin devolverme la sonrisa- Eso, que me quedaba sin tu modo de aparecer, tu manera de caminar, ¿entendés?
No era un cumplido, yo conocía esa expresión. Le pasé la mano por la frente y lo besé. Un beso suavecito,  destinado a la cara de un niño.
-Hace frío, menos mal que se está yendo el invierno. Vení, vamos a tomar algo calentito en casa, así me ves yendo y viendo de la cocina al living, agregué, y acompañé la broma con un movimiento de manos.
Había olvidado el gesto, las palabras, hasta ayer. Hasta ayer en que sonó el teléfono y las imágenes me llegaron como fotografías. Ayer, un accidente, avenida Los Incas, boulevard, un auto, al cruzar.
Sentí que mi cuerpo se sostenía sin piernas, la cabeza me pesaba. Apreté la boca, el mareo, la náusea. Oí mi voz diciendo gracias, por favor… ya sabe, cualquier novedad…Supe que iba a sentarme en el piso, que me estiraría de costado en el parquet, después el ahogo, el grito apagado, las lágrimas. Mi cuerpo acurrucado en el sofá, la última luz traspasando las cortinas. Inquieta, me levanté. Anduve por la casa; pasé la noche en vela pegada al celular. Delante de un decorado de utilería, volví a verme en aquel cuarto. La penumbra, los cuerpos.
-Este momento dura la vida- había jurado abrazándome.
-¿En qué dimensión estás? -le contesté, burlándome -Ficción, realidad…-agregué al abrazarlo.
-Finita eternidad -dijo él-. Me reí. Para mí, no existía otro tiempo que no fuera el circunstante. Seguir unidos, significaba desprendernos de nosotros. Dejar de lado pretérito y futuro.
Entrada la noche, volvió a sonar el celular. En lugar de atenderlo, lo apagué.
Universos paralelos trasvasaron el instante.
Sin moverme de mí, caminé hacia él.


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