domingo, 10 de febrero de 2013

DIOSES Y LETRAS

                                                                L A S    M U S A S

CUENTO 



A Lidia le gustaba hablar de sus viajes.
Nos reunía para contarnos las caminatas, los paseos, el descubrimiento de lugares fantásticos y nos mostraba las fotos para que no dudáramos ni un instante, de las maravillas a las que se accede siendo rico. Tal como ella decía, siendo pudiente.
Si había algo que nos distanciaba de Lidia eran sus veraneos, lugares que jamás pisaríamos según sus cálculos, y que nos mostraba misericordiosa para que no ignoráramos la dicha de semejante experiencia.
Todos los años, en el mes de febrero Lidia partía con sus padres de vacaciones.
A principios de marzo, cuando regresaba, nos ubicábamos en la gran mesa del comedor de su casa, sobre la carpeta de liencillo, para contemplar absortas museos, palacios, puentes, jardines, avenidas, rascacielos, tiendas, restaurantes y aeropuertos. Pedazos de un mundo que existía para nosotras, solamente, en el álbum de Lidia.
Una a una, pasaba las hojas de cartulina donde en cada foto ella aparecía radiante, esmerándose en señalarnos detalles que debían quedar grabados en nuestras pupilas por ser irrepetibles, paisajes que en nada se asemejaban a nuestras incursiones por Mar de Ajó o las piletas de Ezeiza.
Una tarde calurosa, nos quedamos en el patio detrás de la galería y la madre nos trajo bebidas frescas en vasos altos. Lidia bajó la escalera envuelta en un vestido blanco con volados en las mangas y una cinta de seda en la cintura.
-Mirá -, me dijo al oído Marcela -parece un ángel -y se estiró la remerita que lavados frecuentes habían llevado a dos talles menores.
Hermosa, sentada en la hamaca forrada de granité, Lidia movía las piernas y sus zapatos charolados reflejaban las luces que se colaban inquietas por la parra. Todas nos miramos los zapatos cuando Lidia cruzó sus piernas.
-Andá a buscar las fotos de Grecia -le dijo la madre, mientras servía unas galletitas confitadas.
-Límpiense las manos en las servilletas -nos ordenó Lidia al regresar con el álbum de tapas verdes.
Yo me apuré a tragar las galletas y mi hermana pasó sobre su falda de algodón floreado los dedos almibarados para ser la primera en ver las divinidades que Lidia atesoraba.
Cuando abrió el álbum sobre sus rodillas, fijamos la mirada sobre las fotos.
A mi lado, Mirta que era miope, se inclinaba sobre las estampas, acodada sobre la mesa tapando con sus rulos alborotados el paisaje de ensueño que yo apenas podía adivinar, ubicada en la esquina del sofá de mimbre.
Sobre mis hombros, empujándome la espalda con su peso, Adela, dejaba caer su aliento de sorpresa incontenible y me entibiaba la nuca.
-Miren qué figuras -apuntaba la madre, con la jarra de refresco en la mano -.Asombrosas, ¿cierto? Vean lo que es el placer de poder viajar - decía mientras llenaba los vasos.
-Ésta es Hera, esposa de Zeus, el rey de los dioses - contó sabihonda Lidia -, y Poseidón, con el tridente - agregó disfrutando nuestros gestos alucinados.
-¿Qué es un tridente? -se preocupó Susy, apretando temerosa los labios sobre el aparato de ortodoncia que enrejaba sus dientes.
La madre de Lidia rió piadosa y siguió sirviendo el refresco mientras su pulsera de dijes dorados chocaba contra la jarra de cristal.
- Vayamos a jugar - dijo Marcela aburrida, pero la voz chillona de Lidia tapó su súplica.
- ¡Dejá de tocar las fotos! - le gritó enérgica a Mirta que pasaba sus dedos irrespetuosos sobre los monumentos en ruinas, tal vez porque sus ojos apenas los adivinaban.
Mirta se acomodó los anteojos y me miró mortificada por encima de los cristales gruesos, como hacía siempre que buscaba mi apoyo. Los labios le temblaban.
-Juguemos a las estatuas -dije, devolviéndole la mirada a Mirta -. Juguemos a que somos las estatuas del álbum de Lidia.
-¿Sos loca? Antes tenemos que elegir los personajes del Olimpo, ¿no mamá? -dijo Lidia ladeando el cuello con una gracia estudiada.
-Claro, claro, Lidita, vos podés ser Afrodita, la suprema diosa de la belleza.
Todas miramos la cara de Lidia, los ojos claros, la nariz recta, la dentadura perfecta. Una melena ondulada a la altura de los hombros menudos. Las piernas de pantorrillas estilizadas, su cintura de bailarina.
-Y yo? -preguntó Marcela, que no sabía de dioses porque sus padres eran ateos.
-Tal vez diosa menor, -la tranquilizó la madre de Lidia, mirando la cara redonda de Adela que poco se parecía a una Nereida.
-Ni siquiera Sirenas -susurró deteniendo con compasión sus ojos delineados en los brazos delgaditos de mi hermana.
Ahí fue cuando sentí que la cara me ardía y por el pecho me subía un calor que iba a convertirse en lágrimas, pero por obra de algún ser mitológico, el agua de mis ojos se detuvo milagrosamente, evitando el papelón.
-Serán Musas -dijo decidida Lidia Afrodita, con cierto desdén piadoso -.Yo las nombraré mis musas, las Musas de Afrodita.
Entonces, Mirta se llamó Clío; mi hermana, Talía; Adela, Urania; Susy, Polimnia; Marcela, Terpsícore y yo, Melpómene.
La madre explicó que las Musas eran deidades que habitaban el Parnaso y nos indicó las funciones que debíamos representar.
-¡Qué lío! -se quejó mi hermana, que odiaba las clases de historia, mientras Marcela ensayaba pasos de baile sobre las baldosas de la galería, con sus zapatillas acordonadas.
Cada una eligió un lugar en el jardín para posar.
Susy se recostó en el ligustrito del cantero, Mirta entre dos limoneros, Adela cerca de los rosales, Marcela y yo, pegadas a la fuente de los enanos y mi hermana al lado del pino que acostumbraban adornar en Navidad.
Tiesas, inmóviles, esperábamos que Lidia Afrodita, dejara caer su mano divina sobre nuestra cabeza y partíamos raudas hasta el tronco que tenía destino de trono, al que teníamos que tocar antes de que ella lo hiciera, para seguir siendo musas.
Las piernas esbeltas de Lidia la ayudaban en la carrera. Adela fue la primera en perder su pobre reinado, dolor que trató de olvidar devorando un alfajor de dulce de leche, sentada en una hamaca de cretona.
- Pido… pido! Licencia para ir al baño - vociferó Marcela y desapareció por la galería saltando apresurada las baldosas en damero, sin dejar de danzar.
La madre de Lidia aplaudía cuando Mirta perdió el ritmo de la carrera por agacharse a recuperar los anteojos y resbaló en las lajas, quedando fuera de juego.
-¡Una menos, una menos! -se alegró soberbia Lidia Afrodita, apoyada en el tronco -. La venganza es el placer de los dioses -sentenció orgullosa mirando a Mirta que, ya sin jerarquía alegórica, se limpiaba con la palma de la mano las lágrimas.
Mi hermana había elegido un lugar cercano al trono, para acortar distancias, pero Lidia Afrodita, ignorándola, prefería perseguirnos a Susy y a mí. Esa indiferencia la dejaba fuera del juego mortificándola y protestó acalorada porque ella también se sentía una Musa y quería jugar.
-Vos sos muy chica -le dijo la madre de Lidia -.Mejor otro día -.Y trató de conformar la injusticia canjeando por un bizcocho la impotencia de mi hermana, inocente de haber nacido dos años más tarde.
-¡Corré, corré…! -le advertí varias veces a Susy, pero creo que tenía ganas de abandonar la corona real y beberse otro refresco. Caminando despacio, llegó resignada hasta el trono de la más bella de las diosas, y la dejó ganar.
Atardecía, el sol cayendo sobre la pared del oeste se partía en líneas rosadas.
-Vengan a comer torta a la sala, Lidita, veni a tocar el piano.¡Chicas, a la sala que es tarde! -nos apuró la madre de Lidia, moviendo las manos de uñas cuidadas y rojas.
-Lidia, Lidia… sigamos nosotras -le dije con odio, cuando quedamos solas en el jardín.
-Es tarde -contestó seca, sin mirarme -,seguimos mañana.
-¡No, ahora! ¡Hasta el tronco! Te juego que llego antes.
- Está bien, pero apenas dos minutos -accedió Lidia Afrodita con voz de diosa.
Levantó la cabeza, alargó un brazo, estiró la espalda, se acomodó la melena y con los ojos entrecerrados, se puso en pose, preparada para ganar, calculando que en dos minutos entraría triunfal a la sala para tocar “Claro de luna” mientras yo masticaría una porción de torta con gusto a derrota.
Las dos nos miramos un momento antes de alargar las piernas en un salto y correr hasta el tronco, pero adelantándome, crucé rápida delante de ella y la empujé. Cayó sobre el césped, que empezaba a cubrirse del rocío de la noche.
Trató de erguirse, tambaleante, asustada.
-Lidia Afrodita, te olvidaste de que los dioses me protegen -le dije con una voz desconocida -.No quiero ser Melpómene, porque no quiero ser nada que vos decidas. Quiero ser una diosa más fuerte que vos y que mi poder te convierta en piedra.
Sorprendida, inquieta, perdiendo la estética que había elegido, quedó a unos pasos del tronco, que había sido su trono divino durante el juego.
Ni la miré; me di vuelta saltando sobre las lajas grises del jardín, crucé la galería y entré en la sala.
-Apurate, ¿dónde estabas? Por jugar te quedaste sin torta -me dijo mi hermana mientras la madre nos despedía con un beso esquivo para no despintarse.
Ladeando un poco el cuello vi sobre un plato de guardas azules, media torta rellena con chocolate.
- No me importa -le dije bajando la voz -. La venganza es el placer de los dioses. Mi hermana levantó los  hombros en un movimiento de indiferencia.
Al atravesar la puerta oímos la voz de la madre llamando a Lidia.
-¡Vení Lidita, vení! ¿Qué hacés todavía en el jardín? -gritaba la madre mientras cruzábamos la calle para subir a la vereda.
Cuando todas nos separamos, los gritos nos llegaron como cristales rotos.
-¡Lidia!..¡.Lidia…! -. Los aullidos de la madre parecían estirar el nombre.
Pero Lidia no podía moverse.
La cara blanca, las piernas paralizadas, los ojos secos.
Hermosa; más hermosa aún que Afrodita, era un trozo de piedra sobre el césped.



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                                                                           * * *


PORTA CARMENTALIS




Si Héctor llegara con toda pompa de nobleza
hasta los bordes de mi mortaja de hilo,
y en ese mismo instante prometiera
no hundir su espada en el vientre de Patroclo
a cambio del asilo de mi abrazo,
a tal piadoso signo  me negara.


Ni siendo mío el juramento de paz de Menelao,
o la súplica de Príamo tras vadear el Escamandro
sobre los cuerpos de veinte jóvenes troyanos.
Ni el infierno de odio de Aquiles contra Paris,
ni el infierno de amor en el rapto de Briseida.

Ni  ondas de despiadado océano desviara
sobre el cuerpo de Leandro, ni vientos en la noche
desde la torre de Hero sobre la flama.
Ni atravesando campos de trigo sin doblar las espigas
el infértil Ificlo podría convencerme de cambiar el destino
y mostrar el herrumbrado cuchillo del tormento.


Nada cambiaría contra la vida que me han dado.
Profético canto mágico del nombre que me nombra
en este cuerpo eterno de Carmenta.

Nacida de Ladón, ninfa del río, exiliada de Arcadia.
Divinidad de la generación, oráculo de Hércules.
Grávida y renacida, bañada con la savia de Hermes,
fuente de lechoso manantial para Evandro.

Aquella que entre todas las patrias de la tierra
supo elegir el más feliz lugar para su hijo.
Y enterrada a los pies del Capitolio,
para el justo fundador de Palanteo, profetizo
que su cuerpo ha de yacer en un altar cercano.

Habrá de oirme nombrarlo 
desde las faldas del Aventino, Amado Evandro,
hijo todo de mí - infinito círculo infinito -
toda de él, Carmenta, aún plena.





                                                                                        
 
                                                                              * * *


ENONE


Amada fui en mi juventud por Paris
Príncipe que alejado de Troya era libre
y en su abrazo de Luz engendré Vida.

Más es cruel la perfección
y Afrodita por celos tentó a Helena.
La belleza desató la guerra.
Abandonáronme Príncipe, Luz y Vida.

Herido por flecha de Filoctetes
hasta mí llegaron sus voces plañideras
y de cólera se rebeló mi alma.
La sed de mi dolor era su sangre.
Abandoné, Príncipe, Luz y Vida.

Por el destierro volvió mi paso.
Desierta de venganza, mi sandalia
encaminó el perdón al fuego de su pira.
Hallé al fin, Príncipe, Luz y Vida.

                                                                                 * * *

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