Por Carlos Penelas
Ante
un mundo complejo,
una sociedad enferma, un deterioro permanente – si ya sé querido lector,
mi
padre me lo decía cuando yo era un niño de seis años – una dosis cada
día mayor
de hipocresía, fraude y vulgaridad, recomiendo siempre lecturas.
Lecturas
literarias, lecturas estéticas, lecturas plásticas. Lecturas de mujeres
bellas,
de cielos abiertos, de olores frescos, de vientos sobre el mar o los
montes. Y
recordar. Esto no significa que no concurra a marchas, que no escriba
contra la barbaria y la malicia, que no analice los diarios o
que no luche permanentemente contra la imbecilidad, el populismo o la
demagogia. Significa, es sencillo, que uno toma fuerzas con otras cosas.
En mayo de 1987 tuve un
encuentro en la recepción del hotel Salles con Ian Gibson, el hispanista irlandés.
Visitó Argentina para entrevistarse con
aquellos que habían conocido a Federico. Entre ellos, don Ricardo Molinari, uno
de los líricos más importantes de las letras hispanoamericanas. Fue él, que con
suma generosidad, le habló de mí. El 13 de mayo conversamos por la tarde, a
solas, durante más de una hora de poesía, del fascismo, de la Guerra Civil, de nuestras
familias. Y naturalmente de su libro fundamental, riguroso e indispensable: El asesinato de Federico García Lorca. Un diálogo profundo urgido por el tiempo,
por entrevistas, por compromisos. Intercambiamos libros, direcciones y proyectos.
Y promesas de encontrarnos en algún lugar del universo.
En 1986 fui uno de los
fundadores de la Comisión Popular de Homenaje a
Federico García Lorca en el cincuenta aniversario de su asesinato. Algo que
recordaré toda mi vida. Poetas, músicos, actores repartíamos flores por las
calles, recitábamos poemas, dictábamos conferencias. Durante un mes realizamos
más de treinta y cinco actos. Allí estaban, entre otros, Luis Alberto Quesada,
presidente de la Comisión,
María Rosa Gallo, Onofre Lovero, Dora Prince, Alicia Berdaxagar, Alejandra
Boero, Ricardo Carpani – hizo un afiche memorable – el maestro Rolando Mañanes,
los escritores José Gulías, Alberto Pellegrino, el poeta Rubén Derlis. El apoyo
incondicional de Alberto Portas, Elena Márquez, Marcelino Fernández Villanueva,
Emilio Madariaga y José Luis Blanco de Andrés. Y la adhesión de hombres de
ciencia, investigadores entre los que recuerdo a Luis Quesada Alué, Gregorio
Klimovsky, Manuel Sadosky. Y amigos que colaboraron en la difusión, en recaudar
fondos, en organizar cenas, en enviar correspondencia, comunicarse con la
prensa. Hicimos actos en teatros, universidades, colegios secundarios, en plazas.
Una tarea infatigable, cotidiana. Sin ningún apoyo oficial, sin ningún
patrocinante. Todo con entrada libre y gratuita. Me animaría a afirmar que fue
el homenaje que se le rindió más trascendente en el mundo. Nos faltó la
presencia de Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, León Felipe…
Federico enfocado desde distintos ángulos, de
diversas formas y matices. Luego vinieron bailarinas, titiriteros y se agregaron al
fervor, a la alegría de recordarlo, de evocarlo. Nos reuníamos en la Federación Libertaria,
nos prestaban una sala de la biblioteca. Cada uno aportaba lo suyo sin
ambiciones ni celos ni figuración. Había una sola condición que imponíamos:
decir que fue asesinado por el franquismo. No admitíamos eufemismos. Allí
todos, con distintas posiciones estéticas o ideológicas mostrando a las nuevas
generaciones el brillo, el talento, la belleza creadora de uno de los poetas decisivos
en la configuración de la poesía española del siglo XX. Y demostrar, además,
que su pretendido “apoliticismo” no era verdad. Los apologistas de Franco
insistieron que era apolítico. Y hasta personalidades como Guillermo de Torre,
Rafael Martínez Nadal o Dámaso Alonso cayeron en ese equívoco. Para algunos
biógrafos ni siquiera había sido republicano.
Lorca une su capacidad
prodigiosa para acercarse y mirar la realidad como una incesante metafora. Y
realiza el prodigio de transformar el lenguaje en metáfora de sí mismo. La
poesía de Lorca gira sobre su propio tono, es una voz poética. No es casual que
en su conferencia La imagen poética de
don Luis de Góngora (1925), escribió sobre el poeta cordobés: “Inventa por
primera vez en el castellano un nuevo método para cazar y plasmar las metáforas
y piensa sin decirlo que la eternidad de un poema depende de la realidad y
trabazón de sus imágenes”. Y cita a Proust: “Sólo la metáfora puede dar una
suerte de eternidad al estilo”. Los poemas de Lorca se imponen como un sonido,
relacionados más con la sensorialidad que con lo racional. Sus poemas están
hechos con la poesía misma, esa secreta evidencia que transmite en la metáfora
y nos ayuda a revelar de manera estética esa nebulosa que solemos llamar
realidad. Concibió la poesía y la vida como una gran metáfora, como limones,
como puñales, como lunas de blancuras enigmáticas. El amor, el dolor, el tiempo,
la nada. De ahí el valor intemporal de su obra poética, más allá de su
deformante popularización, la disección académica o los actos oficiales.
En su lectura de Poeta en Nueva York señaló: “…antes de
leer en voz alta y delante de muchas criaturas unos poemas, lo primero que hay
que hacer es pedir ayuda al duende, que es la única manera de que todos se
enteren sin ayuda de inteligencia ni de aparato crítico, salvando de modo
instantáneo la difícil comprensión de la metáfora y cazando, con la misma velocidad
que la voz, el diseño rítmico del poema”.
Quien conoce mi casa sabe
de mis afectos, de cuadros, de manuscritos, de una biblioteca ya inmanejable. Y de pequeños objetos, de bellos recuerdos, de
platos y cerámicas, de máscaras, de colecciones. Una casa-museo, como dice un
amigo. Tengo ante mí una estampilla con
su imagen. Arriba leemos, Congreso
Nacional de Solidaridad. Al costado, 25 pts.
Abajo, F.García Lorca, 1938.
Carlos Penelas
Buenos Aires, febrero de 2013
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