domingo, 22 de septiembre de 2013

UN PUENTE AZUL EN EL SALÓN ARTURO CUADRADO


CRÓNICA BREVE 
                                                                                                Por Alejandro Arazo


En el salón Arturo Cuadrado del Museo de la Emigración Gallega en Argentina, se presentó, horas antes de inaugurar primavera en Buenos Aires, el libro de la escritora gallega Consuelo Bermúdez.
Dio la bienvenida a la autora, el presidente de Federación de Sociedades Gallegas, don Francisco Lores Mascato, quien goza de una verba llana y sembrada de anécdotas. Continuó el recibimiento el periodista Ramón Suárez, O Muxo, de notable trayectoria en la colectividad gallega y director del periódico del Centro Galicia, que testimonió en primera persona el sentimiento de la emigración y la inserción en la diáspora.
Convocada especialmente para el evento, la escritora y poeta Marita Rodríguez-Cazaux, quien se refirió en una línea de paralelismo, a las vivencias de Chelo, la pequeña protagonista, y los niños de la emigración gallega, tema acreditado en varios ensayos por la escritora argentina, acotando como es su estilo, confidencias que encuentran singular empatía en la platea.
Cerró la mesa, la autora, Consuelo Bermúdez, que se refirió, tal como manifiesta la contratapa de su libro, a la dualidad del desarraigo, ese mundo de infancia gallega y destino americano que la esperaba al cruzar el Océano y, accediendo al pedido del auditorio, leyó en lengua gallega bellos poemas de su pluma.

                                                                                                                  




                CONSUELO BERMUDEZ O UN PUENTE AZUL DE UNA NIÑA GALLEGA


                                                                                     

Difícil es exponer -y sorprender exponiendo-, sobre un tema tan profusamente analizado como es el de la emigración gallega.
En la presentación anterior he considerado las estrategias y los impecables recursos literarios que guarda la narración, cité algunos tópicos del destierro que sobre este punto analiza el literato argentino-gallego Carlos Penelas y disfrutamos de la poética de la pluma de Consuelo Bermúdez.
En este nuevo encuentro y quizá, por ser la Casa lugar sensible a la galleguidad y de íntima historia,  preferí avanzar en el libro en una constante de cercanía con la protagonista y, por ella, con cientos de niños de la emigración y convenir de forma amena, una semblanza respetando la cronología de los capítulos tal como la autora acredita, para transitar el puente que Chelo quiere azul.
Según aseguran médicos y psicólogos y testimonian los propios emigrados, el niño, al ver partir a sus padres, trata de dejar de sentirlos como tales; así, refugiado del desarraigo que conlleva en la infancia perder los sostenes naturales evita la laceración de la pérdida, el no tenerlos junto a él.
Contrariamente, en esta historia, y aquí el primer milagro en el libro, esta niñita que despidió a su padre, Ramón, y siguió escribiéndole cartas y contándole novedades y razones de niña, trenzó nudo intensísimo a tal punto apretado, que desnuda en las misivas el alma de varios personajes, como las abuelas, la madre, los hermanos, el cura, las maestras, las amigas, las costumbres, la vida en su casa y áun, el crecimiento de su propia alma.
Podemos entonces figurarnos la alegría de ir a recibir la carta, correr hacia la rúa do correo, saltar os toxos, para encontrar en un papel, la caricia, el beso. "Abarcar la buena nueva" que es lo que necesitaban atesorar los que quedaban en lejanía.
Al marchar el marido y un hijo a América, la madre, Dolores, queda al frente de la casa, con sus hijos pequeños. Mantienen los niños con los abuelos y el resto de la familia vínculo estrecho.
La abuela paterna, Esperanza, es una gallega autoritaria, seca, un tanto dura, que imagino descendiente de aquellas mujeres celtas que mantuvieron afincados los castros o ergueron a machadiña para botar a los extraños de su suelo, las mismas que en época de dictadura protegieron a tantos que cruzaban sus tierras para escapar de la muerte. Habla la niña de ella con cariñoso respeto, salvando la relación que mantuviera su madre con la suegra.
Tiene este acento de conciliación, una transparente muestra del sentimento galego, ese don de manso amor, desafectado de egocentrismos tan expreso en nuestra identidad.
Es a ella, Esperanza, a quien Chelo lee las cartas del padre, y las dos,  desde “el cuarto de arriba viajan" para encontrarse con la mirada del hombre que emigró a América. Unen a nieta y abuela, las misivas que envía Ramón y responde la niña, armadas como un rompecabezas de ternura, tal vez la anciana transitando lastimada historia y Chelo llena de las luces de la infancia.
A María, la abuela materna, una mujer dulce y humilde, ve la pequeña transitar enfermedad y dolor, guardar cama, desmejorarse, y, tal como ella misma señala, preferir morirse, "morirse por no sufrir" la amputación de su familia.
Tómese esta imagen que la autora narra impecablemente, como reiterado cuadro de movilizante desequilibrio para los ojos de un niño y de igual manera para el sentimiento de un anciano.
Más adelante hace alusiones Chelo, a la casa gallega, al río, las veigas,  narra sucesos cotidianos, escapa por corredoiras y juega en bosques de carballos, construye muñecos de nieve cuando el invierno llega a Baio, salta a la mariola. Vive su infancia con la prisa del niño que tiene la obligación de estudiar, ayudar en la casa y en el cuidado de los animales, la huerta, el campo, participar de la venta de golosinas que la madre dispone y organiza en romerías y fiestas patronales.
Es Chelo, una pequeña activa, inquieta, soñadora, que cuida los nidos de los pardaliños y está atenta al nacimiento de sus pichones. Una nena curiosa que admira a la huésped de los esposos Morgade, una pintora joven, señorita de ciudad que calza pantalones y gusta cabalgar buscando el lugar más conveniente para desplegar caballete y pinceles. Hasta es posible que Chelo, montada en la xesta frorida, caballito de retama, haya imaginado ser esta señorita de lustre, fina y moderna, que disfruta cabalgar por los contornos. 
El juego de los niños es parte de la naturaleza, y a Chelo le gusta mirar invertida, “patas arriba” en el espejo de la poza de Baio, el universo de silveiras y paxaros cruzando el azul del cielo que a ella se le antoja “el mar”.
Se advina en la niña la generosidad y la delicadeza que tiene el ser gallego para los afectos, aprende de lo “visto en su casa”, como el obsequio de la manteca sobre la fresca hoja de verza que apronta Dolores para los esposos Morgade, en el capítulo que titula Doña Lucinda, y donde rememora Cheliño el porte de la señora mayor, arrastrando los “zapatos de suela” por su jardín con flores de mayo.
Tiene el personaje, además, un natural agradable, humor pronto, dispuesto a la risa y a la broma, es franca y festeja las situaciones inesperadas como aquella en que, con sus hermanos, encuentra tras buscarla por largo tiempo, la chaqueta perdida de su padre, hecha farrapos sobre unas piedras,  deshilachada por navajazos de fríos y soles.
En esta escenografía, hay un pensamiento muy intenso que no pasará desapercibido al lector formado; lo cito: “Primero volvimos a reírnos pero, después, yo sentí una ternura, una tristeza, una sensación de abandono, tantas lluvias y tantos soles castigándola inútilmente, sin dar abrigo más que a unas piedras. Y papá, extrañándola”.
Suma la narración sabrosas anécdotas tal como la ocurrida con Farruca Da Fonte, cuando la señora pilla a Cheliño husmeando por la ventana de su comedor y la corre blandiendo el bastón, que, poca fuerza tendría la anciana y mucho temor la niña para escapar del azote gracias al auxilio de una vecina solidaria.
Como todos los niños que crecieron en la postguerra hay un recuerdo patente sobre la entrega de alimentos y enseres que, tras la Guerra Civil Española, se racionaban en cartilla; recuerda la amabilidad de la familia Cruz, dueños del hotel y la fonda donde se surten de  comestibles,  y donde, algunas veces, acude placenteramente según sus propias palabras, a ayudar sin tener que "llevar zuecos como cuando trabajaba la tierra", a la intemperie. Allí, la niña lava la vajilla con agua corriente, un lujo que a Chelo debía parecerle casi milagroso, enjuaga delicadamente copas de licor, cucharitas, platos y pocillos que su asombro veía bellas piezas pequeñitas, y luego, trepada a un banco, ordena en los estantes altos de la cocina de los Cruz.
Cierra el mencionado capítulo con un decir que pone en boca de esta familia y es expresión reiterada en la afabilidad de nuestra gente: “Aquí tenéis vuestra casa”,  eltedes nesta a vosa casa, dicho de cortesía que es, nada más ni nada menos, que el abierto pórtico que extiende el afecto gallego a su alrededor. Este cumplido es ciertamente la entrega del lugar más privado, o lar, con la magnitud que implica para la cultura celta. 
Quizá fuera la continuación de este sentir el principal motivo por el que, llegados a otras culturas y otros pueblos, a los gallegos se les hizo imprescindible la fundación de casas donde se sintieran como en la propia, allí donde pudieran hablar su lengua y ser entendidos. 
En el capítulo “América, una esperanza”, vibra el temor en época de persecuciones y de multas, recuerda Chelo que su padre fue sancionado y debió endeudarse por haber comprado una cantidad de trigo superior a la permitida. Por ese tiempo -o perverso tiempo del que aún se adeuda justicia-, lee el padre un periódico donde se nombra a Perón seguramente con referencia a la visita que hizo a España, la primera dama argentina de aquel gobierno, Eva Duarte, y a la niña le suena raro, no entiende el nombre que en realidad es apellido, porque no se asemeja a los vocablos que escucha cotidianamente.
He aquí otra de las consideraciones que debemos a los emigraditos: el niño se extravía en los lugares que no asocia a su lengua natural, pierde el eje ante expresiones foráneas, se desconcentra y debe esforzarse para reubicarse; sin duda la desorientación fuera una de las características de la niñez emigrante, la que debió ajustar sus costumbres, sus rincones de infancia, el cambio de su universo, sin siquiera haberlo deseado, pues el niño no emigra sino que es exiliado. 
Días más tarde de esta escena, hay otra que quiero citar textual, por ser real vista cinematográfica: “Cuando el viaje se acercaba, una tarde llegué a casa y vi a mamá en el comedor, llorando muy fuerte, soltando su congoja creyéndose sola, mientras planchaba la ropa de papá y la iba colocando en el baúl; me quedé unos instantes mirándola triste, respetando su llanto y me pregunto hoy, como no corrí a su lado y lloré como lo estoy haciendo ahora, abrazada a ella”.
Monta este cuadro una escenografía que a ningún emigradito quedó ajena, el llanto y el olor de la ropa limpia y recién planchada. Permítaseme acotar que después de décadas, mi padre aún recordaba la marca del doblez de las camisas y los pañuelos, los calcetines acomodados dentro de los zapatos, el imaginario de gestos y detalles que quedaron en un adiós para siempre.
Hacia fines de agosto del 48, parte Ramón, el padre, y su hermano Julio para Buenos Aires. De esos momentos previos, Chelo confiesa haber borrado varias escenas para alejar el dolor, pero las tienen presentes sus hermanos mayores: el trajinar por la casa, el vestirse, el ver los rincones familiares por vez última, el salir, el recorrer la fachada, el irse estando aún y el marchar sin irse que pesa en el corazón del emigrado.
Dijimos ya que los niños hijos de emigrados, acuden a la necesidad de dejar en el olvido esta laceración de la partida de sus padres, algunos ni siquiera la recuerdan después de haberse encontrado nuevamente con ellos, en otros países o en el propio en caso del regreso de los adultos. Para los niños esta es la única forma de soportar el desmembramiento que trae no oír la voz, el timbre de la risa, el tono y el perfume propio que cada persona lleva consigo. Esta defensa es común a la emigración infantil, lo precisa su infancia desahuciada de estos colores, olores y sabores, esa etapa en que asisten los sentidos más primarios a los afectos más eternos. Y tanto, que Chelo queda en duelo al partir el padre y su hermano Julio , y la Primera Comunión no es lo que debiera haber sido, una fiesta, sino otra oportunidad de melancolía, de saudade.
Recuérdese que la mesa del emigrante es mesa de pena silente, algo que los mayores han tratado de disfrazar ante los niños; esa angustia opaca que trasmiten los lugares vacíos, sin advertir o advertiendo equivocados, que los primeros en descubrirlo son justamente los mismos niños.
Este transitar morriñoso, es otra característica del ser galego, el no poder despegar el alma del extrañar, seguir prendido a la tristeza aún en momentos de dicha. Los poetas gallegos han descripto bien la atmósfera de este natural inconsciente, inevitable saudade que acompaña la identidad de los gallegos. Pozo de ternura, que solamente puede comprender otro gallego.
Para entenderlo, comparto este trozo literario que no tiene mella cuando su hermano Gerardo acude al Correo y regresa “…la carta en la mano, corriendo a través de las fincas”: “Sentados en la tierra, frente a mamá que leía y lloraba, escuchamos casi ahogados por la emoción como papá se había reunido con su hermano y los paisanos que ya estaban en Buenos Aires, y su alegría al escuchar a tío Modesto, que lo esperaba, gritándole desde abajo, en el puerto: ´¡Ramón, Ramón!´. Y a mamá, se le cortaba la voz al pronunciar el nombre de papá”.
Y aquí en este momento exacto, en la página 52 que la autora escribe el 28 de marzo del 2011, y bajo estas palabras: "Desde entonces, la vida de papá y Julio en Buenos Aires y la nuestra en Baio, seguirían dos caminos paralelos, intercomunicados”, intertextuados unos y otros por las cartas que cruzaban el Atlántico, es para mí, el comienzo del tránsito por "Un puente azul" de esta tierna niñita.
Ha de merecer más adelante significativa mención a lareira que nombra la niña como centro de reunión donde muchas veces se leían las cartas, penumbra del lar,  el arisco ruido de las ascuas y el aroma del pino poblando el ambiente que entorna la sala, pues no hay casa gallega donde la lareira no haya tenido escenario de privilegio. A sus pies, niños y viejos, hombres y mujeres, ricos y hortelanos, dejan correr la vida, y más aún, los que lejos de ella hemos nacido, sentimos su calor en cercanía, ese milagro de evangelio que promete bienaventuranzas a los que sin ver han creído. Promesa cierta para los que en lejanía hemos vivido su chisporroteo incansable, el ruidito del hervor y el perfume de los grelos no pote. Y tras la lareira, el castro, el lugar donde se unen los círculos, ese infinito signo de nuestro pueblo, el sello que nos caracteriza además en nuestras cruces redondas.
Siguiendo la historia, ocurre el nacimiento de la hermanita pequeña, Carmen, el cuidado que dispensó a Dolores una tía materna llegada desde Fornelos y el bautismo de la pequeñita, a la que el padre no conoció sino hasta tres años y medio después.
Esto merece dos análisis que haremos a vuelo; uno, que la mujer del emigrado da a luz sin la presencia del marido, del padre. Ella es quien queda exigida en los dos roles; ella la que, para desdoblarse debe olvidarse de sí misma, anteponer las necesidades de los otros, repartirse, es decir, partirse. Si lo elaboramos detenidamente, hemos de comprender cómo algunas mujeres debieron atrincherar la duda, la debilidad, la fragilidad, para almacenar en un mismo cuerpo dos funciones en las que se apoyaba toda la familia.
El segundo análisis fugaz apunta al niño, quien hasta el primer mes de vida, no reconoce más mundo que el de su madre y solamente responde a ella; pero se guarece en el círculo, en el contenedor entorno que tiene su madre; sin embargo, para el niño cuyo padre emigra, el primer mes suele convertirse en años de ausencia; unos a la espera de reunir el dinero que “los mande buscar y los traiga hasta América”, otros esperando "la llegada o la partida" para conocer en persona al señor de la foto color sepia. Para muchos, ni siquiera existe una foto que los agrupa, esos retratos familiares donde los bebés posan acunados por brazos adultos. El hijo del emigrante no sabe cómo es la mirada del hombre joven que marchó tiempo atrás, y el que partió de su patria también ignora cómo es ese niño que debió dejar al marchar, cualquiera fueran los motivos que lo impulsaron. En síntesis, se desconocen, se han perdido, son desaparecidos en vida. Acotemos que en este clima es proclive el sentimiento de culpa, la mortificación del resentimiento, el desmembramiento familiar que la partida ha tallado cruelmente.
Levanta el ánimo, el siguiente capítulo donde la señora Dolores no deja entrar a su casa ni a guardias civiles ni a mujeres de guardias civiles, que casi son peores. Poco agradable resulta la descripción del guarda civil y su mujer, quien tiene empeñosa devoción por la suciedad, con una anécdota inverosímil, detalle que no escapa a la ira de Dolores quien decide no alquilar más el cuarto de su casa a uniformados.
Contra tales personajes apunta calificadamente el señor Cura de Baio, quien rescata de cárceles falangistas al tío Manuel, reparte cristianamente los frutos de su huerta a los niños de la comarca y se mantiene informado de la suerte de los emigrantes. Es en la casa del religioso que le recuerda a su padre, donde Chelo pasa su última noche en Galicia, compartiendo el dormitorio con las hermanas del cura, cariñosas mujeres que la miman y agasajan. Este capítulo tiene una increíble descripción de lo que algunos analistas dan en llamar “ajuste de imagen en la mente”, es cuando Chelo, encuentra parecida la figura del sacerdote a la de su padre: “Como era delgado y menudo como mi papá a quien yo extrañaba tanto, y quizá por eso, cuando explicaba el evangelio yo lo observaba y después, con la mirada casi ausente, lo desdibujada y me parecía ver a papá”.
Los capítulos que se detienen en los años de escuela dan entretenida lectura. Habla Chelo de doña Clotilde, la maestra de Baio, señorita fina, vestida de negro, que había llegado de otro lugar y vivía como inquilina en la planta alta de la sastrería. Esta maestra reñía a las niñas porque hablaban en gallego y aseguraba que en la escuela no se podía hablar más que el español, como si Galicia estuviera fuera de la tierra que pisan los españoles.
Tal comentario lleva a la respuesta de aquél niñito gallego a quien el maestro castellano preguntó la edad: “Temos dos, e máis una ovella que vai parir nestos días”, contestación por la que fue duramente castigado. Poco entendería el niño la reprimenda por decir la verdad, pues año en gallego, es el corderito recién nacido y los gallegos suman vida cumprindo anos.
Hagamos aquí un alto porque a esos desencuentros verbales debe sumarse el que padecieron en la escuela muchos emigraditos descubriendo en aulas americanas que sus ancestros no eran a juzgar por manuales sabios, ni castrelos ni celtas, y más alarmante, eran enemigos de los habitantes del país en el que habían desembarcado. Poco se les dijo del Tercio de  Gallegos, de honorable presencia y determinante acción en las mentadas invasiones de soldados ingleses, numeroso ejército pertrechado que la maestra de mi madre subestimó corridos por el aceite que les tiraban las mujeres desde los altos de las viviendas. Para fraternizar diremos que las estadísticas señalan que los hijos de gallegos fueron los que concurrieron en mayor número a las escuelas públicas argentinas. 
Volviendo a Chelo, la niña disfruta el colegio porque es aplicada y la maestra trata a los estudiantes con afecto, allí cantan, bordan, leen, ven estampas y discurren mundos mágicos como los que solamente los niños frecuentan. 
En la infancia de Chelo, la historia es la historia de Franco, la dictadura crece aún más férrea sobre la infancia. En esa época pueblan las escuelas hijos de padres presos, algunos muertos, otros escapados y de los cuales no se saben noticias ciertas. Esta política que veló la historia por décadas, les marcó el camino con anteojeras como a las bestias de carga y les negó las libertades que un hombre posee por derecho propio. Para nombrar una de ellas la voz del pueblo en las urnas.
En un país de escasos recursos y boicoteado por potencias, a Cheliño le faltan zapatos blancos para la fiesta de María Goretti, y tiene la suerte de que los prestados fueran blancos, con modernas tiritas marrones, cómodos y lindísimos. Pero más suerte acompañó a los rapaces marisqueiros de berberechos, dos hermanitos que figuran en el capítulo siguiente, y que en la mañana invernal llegaron a la casa de Dolores. “Me parecieron eternos los minutos que tardó mamá en acercarles sendas tazas con algo caliente,[…]su mirada de hambre y frío me recorría […]aquellos labios morados apenas cubrían el temblor de los dientes, las manos frotándose para calentarse, los pies mal abrigados acercándose más y más a los leños encendidos, y aquel sufrimiento en la mirada.”  Iremos en este punto a ese "mirar de hambre y frío" por el que muchos hombres dejaron patria y familia en busca de bienestar mayor. Ese emigrar obligó a los niños que no pertenecían a clases acomodadas, a trabajar en los quehaceres de su casa, algunos tan riesgosos como el marisqueo. También Chelo iba a cuidar animales, y lo peor, en días de chuvia, muída o persistente, tan clásicos del clima gallego. Esa imagen bucólica de los pastores y rebaños de mansas ovejitas no era realidad para una nenita menuda que debía arrear las vacas amarelas y fuertes a campo abierto. En “el reparto laboral, lo peor en la vida era ser rapaz o rapaza” confiesa Chelo, y tener que salir al pastoreo de las vacas y ver de que quedaran satisfechas en el justo medio que no las enfermase de gula ni les mostrara huesudas las ancas.
Esta tarea la hacía Chelo en soledad ciertos días y era cuando llevaba para leer el catecismo o estudiar la historia pasada y gloriosa de la Patria, porque de la actual de aquellos tiempos, se sabe, nada podía cuestinarse. Para aquella niña, soñadora y dulce, los montes bíblicos eran los montes gallegos, los únicos que ella conocía, y “aquellas antiguas lluvias”, se le asemejaban testimonio viviente del Diluvio Universal.
De esas imágenes casi místicas también debió despedirse Chelo, de esas vaquiñas de ojos azulones y leche densa, de ese llegar del campo y encontrar los cachelos, los xurelos asados, y el perfume de la hierba. A esa estampa le acompaña la descripción de la casa gallega, que tan detalladamente recuerda Chelo: “Casa de labradores, con entrada del carro al costado[…]huerta con un castaño plantado[…]al pie del hórreo para el maíz…[…]” capítulo que invito a transitar minuciosamente todos sus rincones.
Desde esa misma escenografía de la casa vamos acercándonos a la partida para América: “Mañana partiremos, la casa  está desmantelada, apenas lo imprescindible para comer algo…”, la niña se resiste, escapa, no quiere dejar su ambiente, su pueblo. La deben ir a buscar, convencer, tratar de contentarla con nuevas promesas de felicidad.
Muchos fueron los niños gallegos que perdieron infancia viendo desde el barco el horizonte sobre el mar que los acercaba al país donde fueron llevados; Chelo, no lo perdió, muy por el contrario, hizo de su infancia en el barco un juego entre sus hermanos y otros emigraditos.
Desde su simpleza genuina, descubrió que los portugueses lloran como los gallegos y se abrazan al separarse con el mismo dolor ante el destierro. Se arrepiente por no haber llevado consigo lápiz y papel en su capachito, para entretenerse dibujando o escribiendo en cubierta. Este capítulo sigue la pareja sintonía, que no hace agua en ningún momento, de todo el texto; es un recuerdo que no la angustia, que no la incomoda más allá de hacerle odiar el té con tanta leche de los desayunos en alta mar, que aborrecerá por lustros.
A puerto llega el Alcántara,  hora de desembarcar.  El fijar la mirada en todas las caras hasta encontrar los ojos que esperan con tanta ansiedad como la del que los busca. Los trámites, equipajes, apuros. El bajar a tierra, abrazos, reconocimientos, la vida en América.
A Chelo debe conmoverla la enorme ciudad cosmopolita, un mundo donde el verde de su pueblo, es ahora cemento. Le ha de resultar inquietante el sonido de bocinas, la prisa, el gentío, el ruido alejado de la paz de Boio. Pero, es una niña y tiene la cabeza llena de otro pensamiento: Ella, ahora, no tiene océano de por medio, ahora, el puente azul es real.
Está en América y acompañada de todos, tiene junto a ella a padres y hermanos, ésa es la diferencia al día en que partió. Y habrá de vivirlo con un sentimiento de contento casi mítico. Esa expectación de dicha, es la que acompaña la lectura de todo el libro.

Sin duda, quien sea lector sensible y atento descubrirá ya en los primeros párrafos, altura literaria pero además, disfrutará el remate de los capítulos pues, alejado del común denominador en otros testimonios sobre emigración, “Un puente azul”, es un libro lleno de vital energía. No hay  recuerdo ni añoranza que no tenga su costado de luz, no hay personaje que no sea valorado.  La ternura y la llaneza, esencia del sentimiento gallego, se manifiesta en  la autora, que escribe en primera persona y desde el recuerdo, algo nada fácil y mucho menos expuesto con acierto narrativo.
Terminando, he de incluir palabras de Antonio Pérez Prado, en su libro “Los gallegos y Buenos Aires” al decir de nosotros, los gallegos, que “en momentos de alegría, de malicia o de sentimientos hondos, el castellano parece escapárseles y su idioma toma los acentos de la emoción…. Galicia es la base, el cañamazo. El nombre de los pájaros”,  para celebrar por todo lo alto, la geografía marinera o campesina que arrastramos, la identidad de nuestro acento.
Cierre, pues, nosa lingua que latexa corpo e alma, a nosa lingua tenra, doce, a suavidade que vai e veñe a carón das saudades, do recordo, dando voltas outra vez polo ponte azul, enriba do mar. Vaia Chelo, aínda por corredoiras e veigas, chea de vida xoven, batida polo murmurio do destino americano que atoupola dende outro lado do Océano.
                                                                                       
                                                                                                   Marita Rodríguez-Cazaux


  
Don Paco Lores, Consuelo Bermúdez, Marita Rodríguez-Cazaux, Ramón Suárez Alvárez
                     

Setiembre 20, 2013








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