jueves, 26 de septiembre de 2013

PERIODICO IRREVERENTES

"EL AMOR TRASTORNA TODOS LOS SENTIDOS"

 
                                                                             Por Marita Rodríguez-Cazaux



bote


 
 
“El amor trastorna todos los sentidos”
Diario La Lanceta (1852)
 
Los momentos pasados en Capri habían sido como una novela para Carlos, una novela erótica y sensible donde Elena era la protagonista.
La belleza de Elena tuvo para él la cualidad de la simpleza, una lindura natural que lo atraía sin esfuerzo.
Esclavo de su magnetismo, Carlos pasó de un noviazgo embelesado a una luna de miel ardiente, desbordante de ternuras.
Paseando por la playa, caminando entre los pescadores, curioseando en el puerto, él la contemplaba fascinado por sus encantos. Sin cansarse jamás de tenerla al lado suyo, apretada a su costado.
Un mediodía de inesperada lluvia, Elena de mal humor, se negaba a salir de la hostería, pero cedió a sus deseos de salir a conocer negocios de artesanías y antigüedades.
Pasando las calles estrechas se acercaron a un mercado, rodeado de soportales abovedados, donde todo era bullicio y desorden.
Elena apenas hablaba, callada y esquiva parecía molesta por el ruido, el olor, el colorido que siempre la había entusiasmado. Cada tanto, frunciendo los labios, miraba el cielo donde las nubes dibujaban figuras redondas y se estiraban hacia el horizonte como raíces violetas.
Tan desilusionada le pareció a Carlos la mirada de su mujer, que quiso animarla y la abrazaba y la besaba, pero Elena parecía inquieta y distante.
En un local atiborrado de recuerdos baratos se detuvieron a ver cuadros y postales pintadas por un lugareño. Ella se aburría contrariada, hasta que descubrió el cuadro apoyado en un atril.
Era una marina en acuarela, de colores celestes y verdosos, donde cuatro barcos flotaban casi arrimados a la escollera, bajo un cielo que espejaba las playas del Tirreno.
Moviendo los brazos, exaltado, el vendedor italiano explicaba que había sido pintado por un artista de la isla.
-¡Mire qué mar, qué cielo, todo esmalte, toda luz! ¡Oh!…¡Capri, Capri!- se esforzaba el marchante ante el desgano de Carlos, pero Elena parecía enamorada del cuadro y de tal forma terqueó que lo convenció de hacer el gasto a pesar del precio.
Desandando las calles hasta el hotel, cargando el cuadro, Carlos volvió a verla otra vez alegre y alborotada, mientras se colgaba mimosa de su brazo.
Los días siguientes fueron pasando de la mejor manera; disfrutaron del sol, jugaron en el mar, caminaron por la playa, cenaron en las tabernas, bailaron en cafés entoldados.
Cuando partieron de Capri, tan feliz estaba Elena, que prometió volver.
-Pronto, pronto-, juraba ella, mientras a Carlos le parecía que los ojos de Elena se tragaban todo el mar, como la voracidad que, en lugar de saciar, causa más hambre.
Instalados a la vuelta del viaje en la casa de Adrogué, el cuadro se fijó en el living, en la pared principal sobre la chimenea de piedra.
Allí estuvo, hasta que una mancha de humedad lo corrió al dormitorio mientras los obreros trabajaban; más tarde Elena se negó a sacarlo del cuarto y el cuadro quedó, definitivamente entronizado frente a la cama.
Carlos no entendía el arrobamiento de su mujer. Hasta le parecía anormal que ella en los momentos de mayor pasión dejara colgada del cuadro la mirada enardecida como en los días de luna de miel.
Durante las peleas, Elena entrecerraba los ojos hasta volverlos como ranuras, y se abismaba en un silencio inquietante, mientras él, incrédulo, parecía enfrentarse a una extraña.
Odiaba que su mujer le dijera a la familia que el cuadro la reflejaba como si fuera un espejo y llegó al límite de su paciencia cuando la sorprendió acariciando empeñosamente los barcos, resbalando sobre ellos los dedos estirados.
Carlos estuvo tentado de tirarlo, de quemarlo, de hacerlo desaparecer, pero se detenía inexplicablemente, sin poder concretar la venganza.
Intentó aprovechar el cambio de casa a Las Lomas para desembarazarse de la marina.
Fue inútil, Elena compró nuevas cortinas y tapizados pero se aseguró de embalar ella misma el cuadro y transportarlo cuidadosamente en la mudanza.
Carlos al fin entendió que sería mejor ignorarlo, pasar por alto su presencia, caminar sin mirarlo, dejar de pensar en él. Pero ya le era imposible vivir en la casa con aquella molestia enfrentada a su cama.
El cuadro lo torturaba.
Un verano en que Elena viajó al sur para visitar a su hermana; envalentonado, trepado en la escalera sacó la tela de la pared. La llevó al desván del fondo, la tapó con diarios y la ató.
-Quince días sin el cuadro-, pensó y tuvo la inocencia de reemplazarlo por otro.
Con esta idea recorrió anticuarios y alguna galería. Caminando por San Telmo descubrió a un pintor de retratos quien terminó copiando fielmente, una foto de Elena.
-Fantástico-, se decía Carlos frente al retrato de marco moderno, ya colgado en la pared del dormitorio, seguro de que Elena preferiría este recuerdo de juventud a la marina de Capri, y con aires de enamorado pasaba la vista sobre el cuerpo joven, sintiendo que ella se abandonaba entre sus brazos como en aquél viaje a Italia.
A la mañana siguiente el cuadro le pareció aún más hermoso; desde un fondo ambarino su mujer le sonreía tiernamente, rodeada de pinceladas rosadas. Los ojos marrones y cálidos lo miraban tan vivos y transparentes que no apartaba su vista de ellos al acostarse y los buscaba al despertar.
-Un retrato perfecto de la belleza de Elena-, se felicitó satisfecho, y esperó con ansia insospechada el regreso de su mujer, para llevarla del brazo y mostrarle el cuadro.
Ensayaba las palabras que le iba a decir y adivinaba por anticipado la cara de felicidad de Elena, sus abrazos y hasta los besos como cuando eran novios.
Por eso, cuando ella regresó del sur y puso el pié en el umbral, se abalanzó orgulloso y la llevó hasta el dormitorio.
- Tengo un regalo para vos – le dijo con voz de adolescente.
Apenas Elena vio el retrato arrugó la frente y los ojos se le oscurecieron; tuvo dos movimientos repentinos: se desprendió de los brazos de Carlos y se acercó a la pintura.
- ¿Y mi cuadro? ¿Dónde está el cuadro de Capri?- gritó.
Él se sacudió por dentro.
- ¿Estás loca Elena?¿Cómo lo podés preferir a este retrato que hice pintar para vos?- sílabeó, pero ya ella salía del cuarto en busca del cuadro y al no verlo en ninguna pared, pálida y temblorosa, insistió.
- El cuadro, ¿Dónde pusiste el cuadro?-
Carlos jamás había visto a su mujer tan furiosa y un miedo indefinido le secó la boca. Apurado entró en el desván, desenvolvió el cuadro con rabia.
En el living Elena, acongojada, con las manos entrelazadas, al borde de un ataque de nervios, movía la cabeza poseída.
-Acá lo tenés, quiso decirle, sos una desagradecida, me gasté un dineral en tu retrato, pero me doy cuenta de que no vale la pena darte ninguna sorpresa, nada te conforma-; pero toda esa cadena de reproches que se le había ocurrido en el camino desde el patio a la casa, se le rompió al verla, como derretida, sobre el sillón.
Su mujer ya no lo oía.
Cuando Elena tuvo el cuadro entre los brazos pasó sobre el lienzo la palma sudorosa, acariciándolo.
Más tarde, cuando Carlos descolgaba el retrato del dormitorio, escuchó la voz destemplada y después los pasos agitados de Elena cruzando el pasillo.
- ¡Falta un barco, falta un barco! ¡Había cuatro…! Decime qué hiciste con el barco… el que llegaba a las costas – gritaba afónica.
El desconcierto se le agolpó en el pecho.
- No sé nada de los barcos, Elena, te lo juro – se defendió, mientras trataba de calmarla y bajaba la voz para insistir que ningún barco se había perdido, pero su mujer estaba enfurecida, buscando alucinada, atisbando las aguas y las ondas que se levantaban inquietas en alta mar, bajo un cielo de nubes estiradas que presagiaban tormentas.
- No está, se ha ido – clamaba desquiciada – se hundió en el Tirreno -, y se sacudía en estertores que agigantaban el miedo de Carlos y lo arrinconaban contra la pared.
La noche en vela los separó definitivamente.
Carlos desde el living la vio acostada en la cama, afiebrada, desviando miradas lejanas sobre el paisaje marino.
Le pareció que del cuadro le llegaba a Elena un torrente que la arrasaba y la llevaba lejos, donde un mundo negado para él, se abría solamente para ella.
Comprendió entonces, que era el final.
Carlos prefirió ir a vivir con su madre y Elena se quedó en la casa.
La vida de los dos pasó por rutas tan distintas que nada los volvió a acercar.
Elena siempre en la misma casa, en el mismo barrio, contemplando las mismas calles, la misma gente, sin separarse de la marina que colgaba en la misma pared del dormitorio. Parecía que el tiempo apenas se movía para ella.
En una reunión de amigos, casi diez años después, cuando volvieron a encontrarse, Carlos vio que Elena, conservaba todavía la juventud del pasado, la magia de su frescura intacta y los ojos luminosos de sus días de luna de miel. Aquella figura espigada, la actitud libre y ligera de sus años de novia.
-Está igualmente hermosa – pensó Carlos cuando se acercó a saludarla, pero su mujer ya no era su mujer. Elena había cerrado la puerta que él hubiera querido traspasar dejando de lado tanto orgullo y desacuerdos.
La última vez que volvió a saber de ella, caminaba por Palermo; era una tarde de invierno, y para sacudirse el frío entró a un bar.
Al pasar entre las mesas descubrió a la hermana de Elena en el momento exacto en que la chica erguía la cabeza del libro que estaba leyendo.
Después de los saludos quiso saber de Elena.
Supo entonces que había viajado al sur de Italia y vivía en una aldea de pescadores cercana al golfo de Policastro, en una casa blanca y luminosa.
Carlos recordó entonces, las miradas de Elena pendientes sobre la línea del horizonte aturquesado, aquella inquietud que parecía lastimarla cada vez que veía partir a los pescadores hacia alta mar, la sonrisa que estiraba sus labios cuando desde el ventanal del hotel los veía saltar de sus barcas y cruzar la playa.
- Una Elena nueva en un nuevo lugar, un lugar perfecto para ella que siempre amó el mar – aseguró la hermana y sacó de la cartera una foto donde Elena, pegada a un hombre moreno, sonreía desde la barandilla de un barco, anclado bajo un cielo sin nubes.
- Ya sabés- agregó – “el amor trastorna todos los sentidos”.
“El amor trastorna todos los sentidos”, repitió Carlos y las palabras apenas lo sorprendieron.
 
 
"De Amores y Desamores" - Cuentos
Editorial Dunken - Ayacucho 357 - CABA
IMAGEN:  La edición en Internet y la ilustración pertenecen a Periodico Irreverentes

No hay comentarios:

Publicar un comentario