jueves, 19 de septiembre de 2013

PERIÓDICO IRREVERENTES




Eurínome y Ofión

                                                                               Por Marita Rodríguez-Cazaux


Nastassja Kinsk
 
 
A Javier le apasionaba la lectura.

Desde chico leía comics, fábulas, cartas de  amor, folletines, crónicas del diario, críticas literarias, largas novelas, cuentos cortos. Poesías contemporáneas, publicidades de servicios, ayudas terapéuticas, propagandas de vacaciones, volantes sobre cursos y seminarios, soluciones milagrosas para debilidades sexuales. Presupuestos de escribanos, necrológicas, disponibilidades en cementerios privados y prácticas piadosas.

Según iban pasando sus días, acomodaba hábil sus preferencias literarias a sus  expectativas, a sus tribulaciones y así, a la par de sus lecturas, corrió su vida, siempre impregnada de la esencia que le contagiaba el escritor del momento.

Fue gordo y flaco, hermético y exaltado, ruin y noble según los personajes que lo impactaban, sin embargo a pesar de tal postura, tuvo una vida lo suficientemente normal para que nadie observara en su conducta, alguna esquizofrenia.

Tomó entonces la decisión de casarse con Beatriz después de leer a Dante,  mientras la enamoraba con el Cantar, esclavo como Salomón de los ojos verdes de la reina de Saba, tan verdes como los de ella.

Hasta los hijos llevaron nombres de envergadura literaria y aunque jamás pudieron librarse de ellos, entendieron que era el precio de la pasión fanática que mareaba a su padre.

La vida de Javier estaba recortada por métricas y se movía cómodo en todos los géneros, arrastrando también a su familia en el ir y venir de los personajes que admiraba.

Sin vida propia, disfrazada en un mundo ajeno, Beatriz siguió las modas que Javier le imponía y fue perdiéndose para representar a las heroínas que su marido demandaba.

Hubo inviernos crudos en los que la mujer enfermó por dejar abierto su escote mientras él vivía arrebatado por las rimas eróticas de Lugones y penosos momentos en que era obligada a caminar como pisando arena, porque Javier cruzaba el desierto en compañía de ben Al Muara escapando de los infieles.

La vida de Beatriz era una renunciación; siempre cediendo a los gustos y a las imposiciones de un marido que la obligaba a mirarse en el  espejo de sus apetitos literarios.

Hasta la llegada de aquel verano sin planes de vacaciones.

Inquieto, Javier rondaba las librerías, compraba el libro recomendado por su estado anímico y volvía a su casa para aislarse entre las páginas.

Se acomodaba en el sillón del living y leía sin acordarse de nadie. Cuando su mujer lo llamaba a la mesa; él detenía un momento la vista sobre su familia y sonreía con la misma sonrisa que correspondía al héroe de turno.

A todos parecía importarles poco el montaje, porque Javier ya no era de ellos. Era un protagonista más de la trama donde se sumergía nadando por los renglones, hablando y marcando con el cuerpo los modales de la época, las reacciones de los seres que vivían apretados en el libro que devoraba circunstancialmente.

Por esos días Javier, desdeñando otras lecturas, leía obsesionado “Los Secretos del Olimpo” y se olvidaba de la vida de los hombres comunes.

Acostados aquella noche, alejados los dos como rieles paralelos, a su mujer se le antojó ver en la cara de él, un perfil desconocido, cincelado por la luz de la lámpara.

Javier a su lado disputaba cruelmente con Eurínome la creación del mundo y reptaba sobre fuegos, ruinas y ambiciones, oculto para ahogar a la diosa entre sus anillos, enroscado y delirando. Todo odio, todo veneno, antes de entrar en el sueño.

La tarde siguiente un dramático aire caliente caía sobre la casa.

Vencidos por el sopor del mediodía los dos se sentaron en el patio.

Ella se alisó sobre las piernas el vestido floreado. Él, apoltronado en una reposera leía desenfrenado, sin detenerse en otra cosa que no fuera la lucha sin piedad en el Olimpo, sintiendo sobre su cuerpo una viscosidad extraña.

Alejado de sí mismo, ya mimetizado en el cuerpo de Ofión, combinaba el cinismo y la traición cuando un golpe brutal en la cabeza y un calambre como un rayo le recorrieron la espalda.

Atontado, sin atinar a defenderse, un nuevo golpe le cruzó la cara y estremecido, cerró los ojos.

El libro se le cayó y cuando encorvado quiso retenerlo, más golpes, esta vez sobre sus manos, lo encogieron y lo tumbaron de costado. Así, inclinado y sudoroso, apenas vio una mancha azul con flores rosadas.

Un nuevo ataque lo tiró al suelo y sobre las baldosas sintió dos patadas feroces en la espalda y en la nuca; casi no podía respirar y el pecho le abrasaba, como si fuera un carbón encendido que le subía por la garganta como un vómito.

Entre temblores y sacudidas unos ojos como punzones verdes cruzaron frente a los suyos. Detrás de un vidrio resquebrajado una silueta lánguida se agigantaba.

Con mayor violencia, una descarga le inmovilizó las piernas. Desajustado y sin aliento, de bruces  contra el suelo, sintió algo tibio corriéndole por la cara.

Malherido, resbalando por un barranco hasta un pozo desierto la vista se le tornó nublosa y tuvo frío. Un frío como el que sintió cuando leía “El informe de Brodie”, un frío tan intenso que lo dobló en dos y le plegó las rodillas sobre el vientre.

Como anestesiado, un vértigo desconocido le abrió la boca y sus propios dientes se le clavaron en el cuello.

Cuando termine la lectura, pensó, saldré de este dolor lacerante y volveré al patio de mi casa.

Pero en ese momento ya su cuerpo era cilíndrico y escamoso y se alargaba, deslizándose, pegado a las baldosas, sin piernas y sin pies, sintiendo que el poder de Eurínome le aplastaba la cabeza.

Así, arrastrándose moribundo, serpenteó hacia el fin.
 
 
Publicado por periodico irreverentes a quien pertenece la imagen que ilustra el cuento.
 
                                                                 * * *
 

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