POSTAL MADE IN YO
Yo, que siempre supe que la vida es pobre,
me olvidé un momento.
Crucé la avenida más ancha del mundo.
La calle más larga.
Fui hasta el Obelisco,
y allí, embanderada de tu amor callado,
bajo los neones de publicidades
descorché la dicha, arbitré la magia,
elevé la copa y saqué una foto.
Postal para el turismo, paisaje
ciudadano.
Imagen en color para mirar por siempre.
Recuerdos de un viaje, por vías de trocha
angosta,
Made
in Yo, hacia un amor inventado.
* * * EURÍNOME Y OFIÓN CUENTO
A Javier le apasionaba la lectura.
Desde chico leía comics, fábulas, cartas de amor, folletines, crónicas del diario,
críticas literarias, largas novelas, cuentos cortos. Poesías contemporáneas,
publicidades de servicios, ayudas terapéuticas, propagandas de vacaciones,
volantes sobre cursos y seminarios, soluciones milagrosas para debilidades
sexuales. Presupuestos de escribanos, necrológicas, disponibilidades en
cementerios privados y prácticas piadosas.
Según
iban pasando sus días, acomodaba hábil sus preferencias literarias a sus expectativas, a sus tribulaciones y así, a la
par de sus lecturas, corrió su vida, siempre impregnada de la esencia que le
contagiaba el escritor del momento.
Fue gordo y flaco, hermético y exaltado, ruin y noble según los
personajes que lo impactaban, sin embargo a pesar de tal postura, tuvo una vida
lo suficientemente normal para que nadie observara en su conducta, alguna
esquizofrenia.
Tomó entonces la decisión de casarse con Beatriz después de leer a
Dante, mientras la enamoraba con el
Cantar, esclavo como Salomón de los ojos verdes de la reina de Saba, tan verdes
como los de ella.
Hasta los hijos llevaron nombres de envergadura literaria y aunque jamás
pudieron librarse de ellos, entendieron que era el precio de la pasión fanática
que mareaba a su padre.
La
vida de Javier estaba recortada por métricas y se movía cómodo en todos los
géneros, arrastrando también a su familia en el ir y venir de los personajes
que admiraba.
Sin
vida propia, disfrazada en un mundo ajeno, Beatriz siguió las modas que Javier
le imponía y fue perdiéndose para representar a las heroínas que su marido
demandaba.
Hubo
inviernos crudos en los que la mujer enfermó por dejar abierto su escote
mientras él vivía arrebatado por las rimas eróticas de Lugones y penosos
momentos en que era obligada a caminar como pisando arena, porque Javier
cruzaba el desierto en compañía de ben Al Muara escapando de los infieles.
La
vida de Beatriz era una renunciación; siempre cediendo a los gustos y a las
imposiciones de un marido que la obligaba a mirarse en el espejo de sus apetitos literarios.
Hasta
la llegada de aquel verano sin planes de vacaciones.
Inquieto, Javier rondaba las librerías, compraba el libro recomendado
por su estado anímico y volvía a su casa para aislarse entre las páginas.
Se
acomodaba en el sillón del living y leía sin acordarse de nadie. Cuando su
mujer lo llamaba a la mesa; él detenía un momento la vista sobre su familia y
sonreía con la misma sonrisa que correspondía al héroe de turno.
A todos
parecía importarles poco el montaje, porque Javier ya no era de ellos. Era un
protagonista más de la trama donde se sumergía nadando por los renglones,
hablando y marcando con el cuerpo los modales de la época, las reacciones de los
seres que vivían apretados en el libro que devoraba circunstancialmente.
Por
esos días Javier, desdeñando otras lecturas, leía obsesionado “Los Secretos del
Olimpo” y se olvidaba de la vida de los hombres comunes.
Acostados
aquella noche, alejados los dos como rieles paralelos, a su mujer se le antojó
ver en la cara de él, un perfil desconocido, cincelado por la luz de la
lámpara.
Javier
a su lado disputaba cruelmente con Eurínome la creación del mundo y reptaba
sobre fuegos, ruinas y ambiciones, oculto para ahogar a la diosa entre sus
anillos, enroscado y delirando. Todo odio, todo veneno, antes de entrar en el
sueño.
La
tarde siguiente un dramático aire caliente caía sobre la casa.
Vencidos
por el sopor del mediodía los dos se sentaron en el patio.
Ella
se alisó sobre las piernas el vestido floreado. Él, apoltronado en una reposera
leía desenfrenado, sin detenerse en otra cosa que no fuera la lucha sin piedad
en el Olimpo, sintiendo sobre su cuerpo una viscosidad extraña.
Alejado
de sí mismo, ya mimetizado en el cuerpo de Ofión, combinaba el cinismo y la
traición cuando un golpe brutal en la cabeza y un calambre como un rayo le
recorrieron la espalda.
Atontado,
sin atinar a defenderse, un nuevo golpe le cruzó la cara y estremecido, cerró
los ojos.
El libro se le cayó y cuando encorvado quiso
retenerlo, más golpes, esta vez sobre sus manos, lo encogieron y lo tumbaron de
costado. Así, inclinado y sudoroso, apenas vio una mancha azul con flores
rosadas.
Un nuevo ataque lo tiró al suelo y sobre las
baldosas sintió dos patadas feroces en la espalda y en la nuca; casi no podía
respirar y el pecho le abrasaba, como si fuera un carbón encendido que le subía
por la garganta como un vómito.
Entre temblores y sacudidas unos ojos como
punzones verdes cruzaron frente a los suyos. Detrás de un vidrio resquebrajado una
silueta lánguida se agigantaba.
Con mayor violencia, una descarga le
inmovilizó las piernas. Desajustado y sin aliento, de bruces contra el suelo, sintió algo tibio corriéndole
por la cara.
Malherido, resbalando por un barranco hasta
un pozo desierto la vista se le tornó nublosa y tuvo frío. Un frío como el que
sintió cuando leía “El informe de Brodie”, un frío tan intenso que lo dobló en
dos y le plegó las rodillas sobre el vientre.
Como anestesiado, un vértigo desconocido le
abrió la boca y sus propios dientes se le clavaron en el cuello.
- Cuando termine la lectura - pensó - saldré
de este dolor y volveré al patio de mi casa.
Pero en ese momento ya su cuerpo era
cilíndrico y escamoso y se alargaba, deslizándose, pegado a las baldosas, sin
piernas y sin pies, sintiendo que el poder de Eurínome le aplastaba la cabeza.
Así, arrastrándose moribundo, serpenteó hacia
el fin.
"De amores y desamores"
Editorial Dunken
* M.R.-C. Derechos Reservados (2010)
IMAGEN: INTERNET
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