martes, 13 de noviembre de 2018

ESCRITORESXESCRITORES



Ciclo nocivo”, de Fernando Veglia




Ahí estaba yo, amamantándome. Un cuerpo cálido seguía el compás de mis latidos, una mirada húmeda sostenía mi atención dormida y unos brazos sólidos me sostenían. Escuchaba una melodía dulce, tranquilizadora. Mi madre la susurraba meciéndose suavemente. Su fragancia podía acariciarme con poesía.

Estábamos en un sitio acogedor, un sitio antiguo, quizá olvidado. Era la cocina de un pequeño departamento; viví allí hasta los dos años. Había una vieja mesada de granito, opacos azulejos verdes, un mueble oscuro y una gigantesca heladera blanca.

En ese instante, la ventana tragaba una bella luz moribunda, la pava aún no silbaba y un intenso aroma a café lo impregnaba todo. De pronto, la atmósfera fue rajada de un portazo. Ese golpe espantoso anunciaba que mi mamá, en segundos, estaría aterrada.

Oímos pisadas, la caída de algo sobre una mesa –quizá un saco- y un rugido furioso: el grito. Lloré a viva voz y mi madre, nerviosa y protegiéndome contra su cuerpo, protestó. Sin embargo, el grito nos devoró, él nos envolvió en reproches. Él. El grito.

Ahí estaba yo, escondiéndome. Aferraba el césped con ambas manos, por mi cuerpo encorvado corría una tensión desbordante, tenía la vista clavada en una puerta de madera oscura y el oído atento. La fragancia del jazmín me agradaba, era embriagadora. Suponía que sus hojas verdes y flores blancas eran capaces de ocultarme, de esfumarme hasta que todo acabase. Sin embargo, mis sentidos olvidaron el resto del jardín, la belleza de cada rosa, el potente aroma de la ruda, el canto del zorzal o la suavidad de la tierra negra. Estaban concentrados en la puerta oscura, en lo inmediato e inevitable.

La casa había ocultado voces acaloradas, gritos, estruendos, un pesado golpe final y el intolerable silencio. Aquel silencio, presagio de que algo malo sucedería, me había convencido de ocultarme: él me buscaría, siempre lo hacía.

Finalmente, el grito tronó. Abrió violentamente la puerta y arremetió contra el jardín tambaleándose torpemente. Ahogué un sollozo y cerré los ojos. Quería desaparecer. “¡Puta!”, estalló en mis oídos. Un temblor despertó mi cuerpo y corrí hacia la casa oscura, hacia mi madre golpeada y aturdida, hacia el sitio que encerraba mis chillidos y que lo encerraba a él, al grito.

Ahí estaba yo, durmiendo. Me veía, podía hacerlo. Dormía boca arriba, tenía un ojo morado y el labio partido. Una vez más, mi cuerpo había recibido una golpiza. Brazos y piernas lucían moretones, aunque las sábanas los ocultaban. El ojo hinchado y el labio eran preocupantes, las personas preguntarían qué sucedió. En realidad, algunas lo harían, otras lo sabían o lo sospechaban.

Él estaba a mi lado durmiendo boca abajo. Él me había golpeado. Él y sus celos. Él enloquecía y gritaba. Me gritaba. Soy su novia, pero tengo que dejarlo antes de que sea tarde. Tengo que hacerlo. Debo hacerlo y salvarme.

No soy suya. Simplemente soy… Sin embargo, mañana despertaré, él se mostrará arrepentido y lo perdonaré. Sí, lo perdonaré una vez más. Reprimiré dolores y reproches, olvidaré cuanto deba. La puerta oscura mantendrá bajo llave el pasado y lo perdonaré como mamá lo perdonaba a él, al grito, a papá.

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Autor: Fernando Veglia

Bio: Ha participado en antologías de cuentos en Argentina y España. Ha colaborado con editoriales. Publicó un libro de relatos, Líneas, en 2005, una novela policial, Guach@s, en 2017 y una crónica, Crónica Animal, en 2017.

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