lunes, 13 de julio de 2015

PERIÓDICO IRREVERENTES






KERZENFLAMME


                                                                                      Por Marita Rodríguez-Cazaux

Vela


Cuando nos enteramos que los rusos estaban penetrando el bosque, mamá dijo que debíamos evitar cualquier incidente con los soldados.
—Habrá que pasar desapercibidas —ordenó.
Mi hermana y yo, nos lavamos el cabello y lo secamos con cuidado. Luego de peinarlo, echamos hacia atrás la melena trenzándola tirante sobre la nuca y atamos el extremo con una cinta.
Resuelta, me senté frente al espejo; sentí el frío de la tijera sobre el cuello y la cabeza más liviana. Al volverme, noté que mi hermana lloraba.
—No tengo pena en perderlo, Gitti. Vamos, siéntate —la apuré. Ella, se ubicó en el banco, nuestra mirada se encontró por un instante en el espejo.
—La guardaré para Enkel —dijo balanceando la trenza de color cobrizo, que caía sobre su espalda.
Enkel y mi hermana, eran el uno para el otro. Desde niños los juegos, la escuela y las escapadas al río, los habían unido. Comprometidos desde jóvenes, estaban organizando su boda cuando se tomó Polonia. Llamado a filas, en un principio se recibían regularmente noticias de Enkel, pero luego se hicieron esporádicas, y en el presente no teníamos ningún contacto con él.


Los rusos entraron al pueblo un sábado por la noche y se instalaron en la alcaldía desocupada. A poco de acostarnos oímos sus voces y los arranques de sus autos desde el cuarto de la abuela.
El invierno continuaba crudo, las sábanas parecían mojadas y el cuerpo de la abuela, una barra de hielo; abrazadas para darnos calor, Gitti cruzó las piernas sobre las rodillas de la abuela y alcanzó mis pies. Los frotamos una y cien veces entre nosotras, mientras reíamos bajo las cobijas.
Mamá, sentada en un sillón junto a la cómoda, chistaba y nos hacía señas para que dejáramos de reírnos. Poco a poco, el sueño fue cerrándome los ojos.


—Levántate, tenemos que ir a la iglesia —me despertó Gitti.
La abuela, en su mecedora, miraba la pared, perdidos los ojos en las manchas de humedad. Mamá repartía leche en unas tazas, apenas pudo completar la mitad.
—Nos darán otra jarra si la pagamos con ropa, voy a buscar el abrigo de papá —nos avisó antes de entrar a su dormitorio. Cuando volvió, traía un atado oscuro, la manga de un jersey azul, colgaba balanceándose.
Cuando salimos para la iglesia, jóvenes soldados rusos apostados en la esquina, fumaban y reían. Al pasar al lado, uno de ellos susurró sobre mi hombro, mamá me tiró del brazo y cruzamos la calle.
Durante la ceremonia religiosa oímos sus silbidos en medio de nuestros cánticos, mi madre se persignó y nos hizo arrodillar. Gitti fue a encender una vela en el altar de santa Mónica y a rogar por Enkel. Habían pasado más de quince meses sin novedades de su paradero, podría estar herido o haber muerto, pero mi hermana no imaginaba otra escena que el regreso de Enkel, alto y fuerte como cuando se había marchado.
Al salir de la iglesia, dos jeeps se habían instalado en la plazoleta. Bajo la luz adelgazada del mediodía, unos soldados quemaban hojas y se calentaban acercándose al fuego.
Sin detenernos llegamos a la granja. A cambio del atado de ropa, nos entregaron un trozo de carne ahumada y una botella de leche. Mi madre las ocultó con la capa tejida que le cruzaba los hombros y retomamos el camino hasta casa.
Un soldado ruso que manejaba una moto tomó velocidad al pasar, luego regresó y zigzagueó alrededor de Gitti. Ella, asustada, dio vueltas en espiral tratando de no trastabillar, logró salir del círculo y, corrió hasta llegar a casa, mientras mamá y yo la seguíamos. A nuestras espaldas, el ruido de la moto se fue alejando.


Cuando llegó el rumor de una requisa en todas las casas, Gitti se apuró a esconder en los cajones de la cómoda su trenza rubia debajo de unas toallas.
Cerca del atardecer los rusos llamaron a la puerta. Mamá hizo un gesto y nos quedamos a un costado del corredor.
Dos soldados aguardaron en la puerta y tres entraron hasta la sala; uno de ellos pasó al primer dormitorio, luego al baño. El que llevaba charreteras, se sentó en una silla y preguntó algo a la abuela. Sin entenderle, ella sonrió mientras él liaba un puñado de tabaco en papel fino. Al acercar la cerilla, un aroma suave impregnó el ambiente. Cuando levantó la cabeza, detuvo sus ojos en Gitti.
El tercer soldado, al regresar de la huerta, trajo dos plantas mustias por la nieve. Mamá entendió que querían que las cocinara para ellos, y pasamos a la cocina. Allí cortó dos zanahorias y un trozo de calabaza roja. Las lavó en una cazuela con el hielo recogido en la mañana y metiéndolas en la olla, encendió el fuego para que hirvieran. Tardará más de una hora pensé, pero el que estaba fumando, hizo un gesto negativo y mamá apagó la hornalla. Sin dejar de fumar, se dirigió a los que lo acompañaban, al momento los dos soldados salieron. Unos minutos después, uno de ellos regresó con una botella que colocó sobre la mesa. Cuando el que fumaba destapó la botella, mamá trajo varios vasos, sin embargo, él sirvió licor en uno solo. Se acercó a Gitti invitándola a beber. Ella retrocedió, negó con la cabeza, el pelo claro le cubrió los ojos. Con la mano, acomodó el mechón, y, dando unos pasos, se acercó a mamá. Yo quedé frente al soldado, que bebió y volvió a dejar el vaso sobre la mesa. Al momento, hizo una seña al que esperaba apartado y se marcharon.
Gitti comenzó a sollozar, primero suavemente y luego con espasmos, como si sufriera arcadas. Balbuceaba y no pude comprender las palabras sueltas.
Después de la cena, la abuela permaneció ausente, perdida en esos paisajes donde tornaba a un pasado que no conocíamos. Gitti y mamá se quedaron cerca del fuego, bordando un edredón. De a ratos, mi hermana dejaba la costura y se pasaba la mano por la frente, me figuré que intentaba desterrar un mal pensamiento.
Entre las persianas espié la calle, varios soldados hacían guardia repartidos en parejas. Sus risas llegaban hasta la casa.
—Es tarde, vamos a descansar —ordenó mamá.
En el cuarto, Gitti se desvistió en silencio y se metió en la cama.
—Oye, ¿no te dignas darme las buenas noches? —la provoqué con ánimo de broma.
—Algo malo va a pasar —contestó —. Y si pasa, prefiero morirme.
—Nada malo va a ocurrirnos —aseguré —.Será mejor dormir, mañana tenemos que ir a buscar leña.
Gitti se deslizó entre las sábanas y empezó a recitar la oración de la noche. El pelo corto, revuelto y ondulado, le iluminaba la frente.
—Repite conmigo —dijo, y la obedecí.


En la mañana, al despertar, Gitti y mamá no estaban.
—Han ido a la granja, no tenemos harina —explicó la abuela cuando, al entrar a la cocina, pregunté por ellas. Unté un poco de nata en una galleta, y me puse a ordenar mis tareas. Aunque las clases se habían interrumpido tiempo atrás, desde luego me empeñé en completar los ejercicios y repasar las lecciones. Quería entrar en cuanto fuera posible a la universidad de Berlín.
Cerca de las once, llamaron a la puerta cancel. Era el soldado que, en la noche anterior, fumaba el tabaco perfumado. Hizo señas, entendí perfectamente que preguntaba por mi hermana. Moví la cabeza hacia los costados. Él se acercó y me entregó una lata de carne disecada; luego se marchó. Entré y seguí con los deberes.
Hacia la medianoche, todo era silencio dentro de la casa, solo se oía el respirar endeble que llegaba del cuarto de la abuela y las risas del grupo de rusos que se calentaba en la calle.


Gitti terminó el recamado de unas fundas con puntillas y entredós. Las metió en el baúl de la habitación de mamá, y le tiró unos brotes secos de fresno.
—Pueden desteñir sobre la tela blanca —dije al verla. Ella, entonces, las retiró para arrojar las ramitas a la estufa que apenas boqueaba un fuego lerdo.
Más tarde, al acostarnos, Gitti dijo sus oraciones por Enkel y por el eterno descanso de papá. Estirándose en la cama, se volvió de perfil hacia la pared.
Durante la semana, el soldado nos alcanzó chocolates y un lápiz. Yo me apoderé del lápiz, que era azul y de mina muy blanda.


La iglesia pasó a ser reducto de las tropas que llegaban, y se destinó un aula de la escuela para el culto, pero ese domingo cuando nos disponíamos a salir, dos soldados nos obligaron a entrar otra vez en la casa. Reconocí al mismo que había molestado a Gitti, acelerando la moto y rodeándola. Al hallar los chocolates en la alacena, se volvió a mamá, gesticulando de manera descarada. Mi hermana precipitándose, logró arrebatárselos y los guardó en el bolsillo de su tapado. Él, en un arranque, le metió la mano en el ojal del bolsillo, con tal violencia que rasgó el género. Con el otro brazo, le cercó la cintura, obligándola a arquear el cuerpo. Gitti apartó la cara, moviendo los hombros para librarse del abrazo, pero el ruso le quitó el pañuelo y tomándola del cabello, le llevó la cabeza hacia atrás. Los gritos de mi hermana y de mamá hicieron que el soldado que revisaba las habitaciones regresara a la cocina; en cuanto comprendió la escena interpeló al compañero. Me adelanté y tomé a mi hermana del brazo, ella deslizando su mano hasta la mía, me aprisionó los dedos.
Al pasar la puerta, el soldado de la moto nos hizo un ademán obsceno. Sentí como si estuviera desnuda delante de él.


Para conseguir provisiones, dábamos un rodeo hasta las tiendas o la granja, evitando ser abordadas por los soldados, sin embargo, cualquiera fuera la hora en que salíamos, los descubríamos parapetados en alguna de las esquinas. Gritaban y hacían gestos sucios, algunas veces desabrochándose los pantalones.
Supimos que varias mujeres habían sido abusadas, una prima que estaba encinta, había perdido al bebé por un ataque en su propia casa. Mi madre no permitía que saliéramos y teníamos prohibido ir hasta el camino donde empezaba el bosque de abedules.


Una tarde, el calor nos hizo buscar sosiego en la galería. Sentadas a la sombra, mi hermana trajo unas revistas de costura. Atenta a los detalles, deslizaba los dedos sobre las fotos de vestidos de novia, ya pasados de moda.
—Si eliges esos horribles vestidos, Enkel agradecerá la guerra y escapará para siempre —dije sin pensar que era un comentario lapidario. Gitti, quedó estática, con los dedos sobre el modelo anticuado y los ojos en un escenario infranqueable.
—Bueno, fue una broma —me apuré a salvar el mal paso—, para cuando llegue Enkel mamá te hará un vestido de princesa y la iglesia se llenará de flores.
Sin una palabra, mi hermana dejó la revista en la silla, y entró en la casa. Durante la cena, hice todo lo posible por demostrar arrepentimiento, pero ella se mantuvo distante. Mamá la observó varias veces, y también a mí, pero no preguntó nada. Gitti y yo solíamos discutir por naderías, cosas de muchachas que luego olvidaban y volvían a caminar del brazo.
—Mañana no tocarán las campanas por san Kilian —dijo mamá —.En un tiempo íbamos al bosque con candelas, y las primeras muchachas que llegaban veían cumplidos sus deseos.
Antes de acostarme, me dediqué a traducir unos textos. Todo va a seguir siendo como era antes, me prometí.
Al entrar al cuarto, Gitti dormía. Su pelo, era un haz bermejo sobre la almohada.


Mamá cortaba unos trozos de pan sobre la mesada cuando, temprano, entré a la cocina. La abuela, cubiertas las piernas con una manta, el mentón caído sobre el pecho, dormitaba en la mecedora.
Me sorprendió no ver a Gitti, siempre dispuesta para ayudar a mamá.
—Dense prisa —dijo mamá—.Dile a tu hermana que deje el baño libre, voy a asear a la abuela cuando despierte.
Quise decirle que Gitti no estaba en la cama, tampoco en el baño. Pero no pude. Un reflujo amargo me subió desde el estómago y me llenó la boca. Ella se detuvo como si le extrañara mi silencio. En ese instante, nos sobresaltaron los golpes en la puerta.
El soldado que fumaba el tabaco perfumado, sostenía en brazos, el cuerpo de Gitti.
El camisón, con manchas de sangre, asomaba debajo del abrigo, el prolijo zurcido del bolsillo a la vista. Una media cubría su pie izquierdo. Los ojos opacos, abiertos; la boca herida, como si se hubiera mordido los labios hasta desfigurarlos. El pelo corto, pegado a la frente, era una corona dorada.



                                                                   
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