miércoles, 1 de julio de 2015

NARRATIVA


                                       L A    V E N T A N A    A Z U L                        


   




Desde su niñez, Adelina vivía fascinada por la televisión. 

Apenas llegaba de la escuela, sentada en el sillón de la sala, iba metiéndose en la pantalla para hacer propios los secretos y las fantasías de todos los personajes.

No importaba quienes eran, qué edad tenían, qué papel los volvía imperativos, tristes, recelosos. Adelina se adueñaba de todos y sin definirlos demasiado, en ella quedaban atados gestos, sentimientos, voces de cada uno mezclados en su propia existencia.

Adelina no se perdía pisada de las idas y vueltas de sus favoritos, no confundía nombres ni se olvidaba los estrenos. Estaba pendiente de cada palabra no pronunciada, de secretas miradas que descubría clarividente en las caras mediáticas. 

Se adelantaba a ocultas intenciones, sabía de antemano las respuestas, adivinaba finales trágicos, milagrosos o felices con una certeza inalterable. Porque Adelina, no necesitaba del autor ni de la trama cuando se enfrentaba a la ventana azul del televisor.

A la hora de sentarse a la mesa, de salir de compras, de regar las plantas, Adelina estaba tan lejos del llamado de su madre que apenas la escuchaba, hasta que un día la madre no la llamó más.

También esa despedida y la ausencia se fueron atenuando porque coincidió con el casamiento de su actriz preferida y la ceremonia ocupó la pantalla todo el tiempo en que Adelina, entretenida entre tules y campanas, debiera haber usado para llorar. 

Así, acodada en la ventana azul, Adelina fue salvando su vida de rutinas y melancolías. 

Y en eso estaba en aquel momento del salto sobre el muro. 

El momento exacto del salto precipitado del hombre con antifaz negro y espada justiciera, mientras una luz gris se iba extendiendo por toda la pantalla, cerrando la imagen en un círculo blanco.

Sin voz, sin latidos, la ventana azul se cerró. Estática también, Adelina tuvo la sensación de que le faltaba el aire.

Caminó hasta la cocina, tomó un vaso de agua y dos pastillas tranquilizantes, pero las piernas le temblaban y apenas tuvo fuerza para llamar al servicio técnico.

Adelina estaba acostumbrada a esperar pacientemente cinco meses hasta que el personaje confesara su amor contrariado por la protagonista o se descubriera en el último capítulo el crimen del mayordomo; pero esperar cuarenta y ocho horas para la reparación del televisor, era más cruel que la soledad del venezolano de la novela de las quince y treinta.

Y peor aún cuando el técnico sacó frente a sus ojos un tirabuzón carbonizado y habló de repuestos importados, aventurando una espera de diez días como mínimo.

Adelina reclinada en el sillón palideció a tal extremo que el hombre le dio aire con el talonario del presupuesto y al alejarse en el camioncito, viéndola asomada al ventanal, debió parecerle tan angustiada su expresión, que cruzó la avenida con semáforo rojo para adelantar el arreglo.

Adelina estaba desolada tratando de imaginar cómo podría sobrevivir a semejante tragedia.

Caminaba desde el living al comedor, de allí al dormitorio, a la cocina y otra vez al living, para volver a entrar a la cocina y con los codos sobre la mesa llorar desesperadamente.

¿Qué voy a hacer ahora?, se preguntaba, mirando el rincón desierto, hipnotizada, con los ojos vacíos colgados de la pared.

Por dos días Adelina, trató de serenarse, obligándose a hacer respetuosos minutos de silencio frente al espacio que su televisor ocupaba. Pero cuando el mecánico llamó para avisarle que la demora se extendería una semana más por falta de elementos, Adelina, se derrumbó.
 ¿Y el programa de la dieta inteligente? ¿Y los reportajes sin desperdicio a los famosos?, se alarmó.
¿Qué pasaría ahora con los que bailaban por un sueño? ¿Cómo iban a seguir soñando si ella no estaba para verlos? ¿Qué haría ella sin esa ventana azul que se abría a todas horas para llenar sus propios sueños?

Y lo peor, lo que Adelina no podría sostener, ¿qué pasaría con su vida sin el televisor?

Ni siquiera pensó en comprar uno nuevo, sería una traición, así que se conformó con la idea de esperarlo, sin sacárselo de su cabeza ni un minuto. 

Adelina vivió el primer día sin su pantalla adorada con los ojos perdidos en otra pantalla imaginaria. El segundo, se sumergió tenaz en el recuerdo de cada uno de sus personajes favoritos y el tercer día mientras pensaba ensimismada quién habría ultrajado a la esclava brasileña, una frenada y unos gritos la precipitaron al ventanal del comedor.

El tránsito desordenado, los vidrios rotos, los gestos del conductor, detuvieron a Adelina como si estuviera en una platea teatral mientras esperaba impaciente la llegada de la ambulancia.

Y así estuvo, hasta que pensó en cocinar un pastel de queso para la cena y acostarse aburrida como siempre.

A la mañana, unas voces de chicos la sacaron del aislamiento y se entretuvo viéndolos jugar en la vereda hasta que fue cayendo la noche. Mientras comía en la cocina se acordó del patio de su escuela, de las chicas de su pueblo, de su primer baile.

Durante la tarde Adelina se entretuvo mirando el figurín de tejidos y se tomó las medidas para un chaleco de verano.

Dejó entonces abierto el ventanal, corrió las cortinas y mientras iba arreglando la casa agudizaba el oído por si sucedía afuera alguna novedad.

Pasada una semana, cada media hora, Adelina se asomaba para ver si todo estaba en orden.

La vecina de la casa alta esperaba un taxi a las nueve en punto de la mañana, el muchacho del negocio levantaba la persiana a las nueve y cuarto, la mujer de pelo rubio paseaba un perrito marrón al mediodía.

Los chicos de la escuela jugaban hasta las dos y corrían al quiosco justo cuando el camión del reparto del almacén dejaba los cajones en la vereda.

Después de las siete los movimientos se volvían como acompasados y aparecían algunas parejas caminando hacia la plaza. Adelina aprovechaba el último sol que entraba por su ventanal, se sentaba en una butaca y hacía crochet, sin dejar de estar atenta a la vida de los otros.

Más tarde, experimentaba recetas y revolvía guisos y sopas hasta encontrar el perfume de las comidas de su madre, de los postres en sus cumpleaños, de las delicias de las fiestas.

Adelina tenía también sus visiones predilectas. Eran las de las horas de la noche, cuando algunas parejas caminaban por la calle. Entonces se llevaba la cena en una bandeja hasta el sillón del living y los miraba, mientras masticaba.

Prefería las parejas discutidoras a las hurañas o silenciosas, y aún sin poder oír con claridad, se mezclaba en cada una, fruncía el ceño, achicaba los ojos, susurraba opiniones, esperando el desenlace que casi siempre acertaba.

Algunas noches, era tal la incertidumbre de la despedida que Adelina, con un chal sobre los hombros, esperaba inquieta hasta la madrugada para ver si regresaban doblando la esquina.

Espiaba a quienes bajaban de los autos, a los que escapaban en taxi, aquellos que escondidos en el umbral desnudaban intimidades, a los que se sentaban en los portales.

A los de siempre, a los desconocidos, a los que entregaban paquetes, a los que arrastraban maletas, a los que tocaban timbres, a los que aguardaban en la parada.

Se iba a dormir tarde, placidamente, y madrugar le producía aún más placer, porque lo primero después de calzarse la bata, era abrir el ventanal y sentir como toda la vida volvía a entrar otra vez para ella.

Por eso cuando el técnico la llamó para concertar la hora de la entrega de su televisor, Adelina consideró que esa tarde no podía porque la vecina del balcón con macetas tomaba sol todos los jueves y además tenía que ir a comprar hilo de seda para su tejido. Y al anochecer estar pendiente de los novios que la noche anterior se habían peleado frente al bar.

No, imposible; Adelina esos días no estaba con tiempo.

Así que acomodó sus horarios y decidió esperar el fin de semana que era feriado y la gente aprovechaba para irse a descansar.

Cuando el técnico entró a Adelina no le pareció el mismo.

Es que en la visita anterior apenas se había fijado en él, tan desganada como estaba, y recién ahora descubría la mirada franca, la sonrisa pareja cercada de barba rubia.

Al pasar al living, el hombre advirtió las cortinas impecables, llenas de puntillas al crochet y el sillón de espaldas a la mesa del televisor. Todavía asombrado se ofreció a correrlo pero Adelina lo detuvo con un suave movimiento de cabeza, así que apoyó el aparato sobre la mesa, enchufó los cables, acomodó la sintonía y volvió a mirarla.

Peinada con flequillo y apenas maquillada a él se le antojó igualita a su actriz favorita, y se lo dijo, aunque era claro que Adelina no era persona de perder el tiempo en telenovelas porque ni siquiera pareció recordar el nombre de la artista.

Adelina constató la boleta del arreglo, sacó el dinero de la billetera y después de extendérselo fue a abrir la puerta para despedirlo. El hombre, desorientado, insistió para que probara el funcionamiento del televisor. Volviendo sobre sus pasos, Adelina tocó el botón del encendido.

Al instante aparecieron las voces impostadas, la música, los sonidos de toda su vida que habían quedado apresados en esas tres semanas dentro de la ventana azul.

En el momento en que Adelina, le devolvía la boleta firmada, sonriendo a medias, los ruidos del ventanal se hicieron más próximos. 

—Parece una manifestación —dijo Adelina apurada por llegar, empinándose y asomando el pecho. 

Lindos pechos, pensó el hombre cuando con un ademán familiar ella lo invitó a acercarse para ver las motos que ya venían formando cordón paralelas a las aceras, y siguió mirándola mientras Adelina, estirando el brazo, le indicaba las pancartas, el gentío que avanzaba por la avenida hasta la sede del sindicato, los que se detenían curiosos en la esquina.

—Fantástico, ¿no? —aseguró Adelina .—Mire, mire toda la magia de la vida que aparece con sólo asomarse. 

A él, le pareció que no había escuchado nada tan simple ni tan cierto, en mucho tiempo.

Y así se quedaron los dos, mirando el mundo, sin mucha prisa, olvidados de la ventana azul donde vivían, cautivos, miles de seres tanteando un sueño equivocado y manejados por control remoto.


"DE AMORES Y DESAMORES"
M.R.-C.
(2010) Editorial Dunken

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