miércoles, 1 de julio de 2015

NARRATIVA

A P E N A S     F A N G O

                                                   



Soñaba con un harén, pero San Vicente poco se asemejaba a un palacio mozárabe y él no era justamente la copia fiel de un nazarí altivo y poderoso.

Más cerca de un Tarzán de historieta, escueto de cuerpo, algo encorvado, apenas alto, se ayudaba de una constancia a prueba de rebotes y cierto aire inmaduro que enternecía el instinto femenino, para sumar trofeos amatorios.

Audaz, iba del brazo de cuanta mujer conocía con la soltura de un bailarín.

Imparcial sobre la edad, el color del pelo y las redondeces, su gusto elástico le facilitaba las oportunidades y sin descalificar a ninguna, se internaba con todas en las selvas de sus deseos.

Vivía desdoblado, distraído en múltiples conquistas, amueblado de amantes, sin atrincherarse en ningún afecto.

Traicionar a su novia se le antojó normal porque la chica mantenía una castidad ortodoxa que excitaba su machismo y porque los lances con ella siempre terminaban en rechazos concretos.

Supo entonces, adentrarse en los engaños y en las camas de las demás, extendiendo sus piropos por el barrio, los zaguanes, los encuentros furtivos. 

No abandonó su seducción al casarse y hasta vivió la luna de miel como una película de fantasías que involucraron lugareñas, mucamas de hotel y una guía turística.

El cariño por su esposa era matemático y físico, es decir, una perfecta tabla de cálculos y placeres que le facilitaban un vivir holgado, sin apuros económicos. Vacaciones en la casona de la playa, fines de semana en el campo, dos autos; gustos y gastos que heredaba como consorte y que no había conocido en su familia de emigrantes.

"Mi cabeza es una antología del amor",se jactaba arrogante, mientras contabilizaba por orden alfabético proezas lujuriosas, nuevos nombres y viejos trucos.

Siempre actualizado, la cibernética despertó en él un nuevo afán de conquista y se felicitó de su suerte cuando pasiones virtuales se detuvieron expectantes sobre su virilidad perenne.

Como un trapecista iba y venía de una mujer a otra, infiel a la propia y a las amantes de turno, rodeado de trampas y caricias, siempre por rutas de y mentiras, sin tropezar, cruzando los jardines del serrallo como un emir presuntuoso.

"Mi cerebro funciona como una central de datos sexuales", se repetía enamorado de sí mismo, orgulloso de la colección de huríes despojadas de sus velos que danzaban para él, atesoradas en sus neuronas.

Siguiendo ejemplos mediáticos abandonó despectivo amantes refinadas por otras menos exquisitas pero más jóvenes. Agregaba a tal muestrario, una o dos conquistas de oficina, alguna amiga de la casa que se insinuaba, una relación histérica por Internet y un flechazo inesperado, caído entre sus brazos como un premio de kermés.

Estresado de tanto divagar emocional, aliándose a la psicología, se involucró en un espacio terapéutico que prefirió grupal y mixto, tratando mujeres a las que mejoró el grado de autoestima y otras con las que elevó el propio. 

Su locuacidad atrajo a una licenciada que había estado dos veces casada y tres veces separada sin éxito, con la que mantuvo un círculo vicioso de idas y vueltas que actuaron como afrodisíacos para su espíritu aventurero.

Incansable, subía y bajaba por el cuerpo de su mujer y el de las demás con una sapiencia aprendida en años que merecía según él, tributo de todas.

"Es increíble, pero mi mente es un bunker de amoríos", se felicitaba soberbio frente al espejo.

Sin embargo, tanto engaño lo cubría que empezó a perderse a sí mismo.

Casi sin advertirlo lo fueron sorprendiendo situaciones que se agudizaron con el tiempo. 

Por momentos olvidaba cerrar la puerta con llave o desconectar la alarma del auto, dejaba abierta la ducha y el teléfono descolgado, no se acordaba la dirección del dentista. 

En ocasiones confundía los amoríos de turno, estacionaba la moto y se tomaba un taxi para regresar. 

Los nombres se le traspapelaban en una agenda cerebral que iba deteriorándose sin piedad.

No encontraba lo que tenía en la mano, en el bolsillo, en los cajones y aseguraba haber hecho cosas que después, descubría no realizadas.

Fue cuando sus adquisiciones cibernéticas lo plantaron aburridas, las amantes frescas empezaron a considerarlo poco imaginativo, los amigos se cansaron de esperarlo en esquinas a las que no concurría por ir a otros lugares donde nadie lo aguardaba.

Enfrentado al espejo, casi no se reconocía y sin asomarse al abismo de sus trastornos, optaba por afeitarse, olvidando que acababa de hacerlo. 

Esas muestras de distracción lo asustaron al principio, pero después apenas las detectaba, hasta que fueron desapareciendo para él, definitivamente.

Poco a poco el dueño del harén, entró en alcobas tenebrosas, donde el silencio y la inquietud eran única presencia, sintiendo casi sin sentir, como se cerraban a sus espaldas las mirillas del gineceo.

Mientras daba tumbos por un mundo de laberintos, su mujer cruzaba las puertas que él mismo había abierto sigiloso en madrugadas pasadas y estiraba sus ausencias con la misma frecuencia en que él, había estirado portaligas.

Fue acostumbrándose a esa marejada que lo llevaba por zonas oscuras apartado de antiguos placeres, caminando como un sultán extraviado sobre alfombras que acallaban su desesperación.

En los magros instantes de lucidez caía sobre él un sentimiento lánguido que en nada remediaba el espanto cuando llegaba el eclipse.

Una tortura silenciosa lo replegaba; una tortura que aparecía y desaparecía, envolvién- dolo en perfumes y ecos susurrantes, abismándolo en alcobas afiligranadas donde a tientas, siguiendo esas voces y esos olores, equivocaba la salida. 

Deambulando, una tarde le pareció encontrarse en un carmen de floridos contornos y fue a sentarse sobre el borde de una fuente de mármol ambarino. Sumergió las manos en el agua que con brillos de lentejuelas, le iluminaba la cara. 

Desde esa altura vislumbró en aquellas aguas, imágenes que caían unas dentro de las otras. Hipnotizado, como poseído, le pareció entender que su mal radicaba en no haber confesado sus traiciones.

Se levantó de un salto y salió decidido a contar sus devaneos, jurando que empezaría por su propia mujer y las ajenas, las deseadas y las olvidadas, las que aseguraban pertenecerle y las que siempre fueron del prójimo. 

Enardecido, corrió hasta su casa y tirado sobre el piso vomitó todos los engaños, llorando y transpirando hasta quedar ronco y humedecido. La mujer apenas lo miró en medio del ataque de arrepentimiento. 

Cuando detrás de ella cerró la puerta, él se abalanzó al teléfono para llamar una a una a sus enamoradas, a todas sus conquistas, pero otra vez volvió a perderse sin regreso y vio deslizarse entre las cortinas la luz apagada del anochecer.

Frente al teléfono, fueron pasando las horas, mientras él se iba cayendo sobre el parquet y ciego se hundía en un pozo de barro, ahogado por velos opacos.

Sin hambre ni sed, quedó adormecido hasta que lo despertaron los ruidos de la mañana.

Lo sacudió un temblor desconocido para él, siempre tan seguro.

"¿Quién soy?", se preguntó tratando de encontrarse, la historia se le volvía borrosa. 
"¿Qué soy? ", se desesperó desesperanzado. 
Nadie le contestó. Ni siquiera aquella voz vanidosa que cada tanto le hablaba sobre el hombro y se internaba con él, acompañándolo por rutas subterráneas.

Salió de la casa.

"¿A dónde ir? ¿En qué lugar estarían los suyos? Quiénes eran los suyos?, pensó sin pensar, y empezó a cruzar la avenida. Al llegar al cordón no supo poner el pié sobre la vereda. Ya ni su pie le pertenecía.

Totalmente desprendido de sus decisiones, sintió un dolor punzante, como una herida de cimitarra mudéjar y en un instante los ojos se le llenaron de caras de otros tiempos y quiso nombrarlas, pero no pudo.

Mil y una noches se cerraron sobre los jardines de sus falsedades y desterrado de su imperio como un emir avasallado, oyó por última vez las voces que llegaban desde alcobas selladas y vio piernas esbeltas y desnudas, empinadas sobre mosaicos reverdecientes que lo incitaban a entrar en un himeneo virginal, como jamás había soñado.

Quebrado en hilachas, sin poder salir de esa sombra enrejada, quedó preso en la cárcel de su propia cabeza. 

Incapaz de articular palabras, atragantado en sus propios hipos, llorando con la boca abierta y silenciosa, sin lágrimas siquiera que limpiaran el fango que le caía por la cara.


"DE AMORES Y DESAMORES"
M.R.-C.
(2010) Editorial Dunken


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