sábado, 7 de junio de 2014

APORTE LITERARIO

Entrada nueva en Fernando Veglia

Inurimenyen

by fernandoveglia
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La ciudad de Inurimenyen fue la biblioteca más extraordinaria de la historia de los hombres. Numerosos edificios contenían libros de ciencia y arte, otros estaban destinados a la enseñanza, lectura, edición, comparación y a albergar miles de estudiantes, maestros y trabajadores.
En su época de esplendor, con más de treinta millones de ejemplares provenientes de diversos rincones del planeta y atesorados por más de dos milenios, fue declarada capital mundial de la sabiduría y lugar neutral durante los conflictos bélicos. Sin embargo, nada quedó de la inigualable ciudad, sus muros fueron devorados por el rigor del tiempo.
Sólo el hálito de los escritos que custodiaba llegó hasta nosotros, bajo los misterios de la reminiscencia y las escasas evidencias arqueológicas que suponen su existencia.
Al principio de los tiempos, Inurimenyen fue un precario asentamiento situado en el lecho de un río, supuestamente el primero de la historia. Sus habitantes desarrollaron técnicas agrícolas, domesticaron animales, conocieron la ganadería, la rueda y la escritura.
La prosperidad aumentó la población originaria, tribus de los cuatro puntos cardinales llegaron diariamente y otras ciudades, tomándola como ejemplo, crecieron a su alrededor.
Naturalmente, forjó un gran imperio, culto y valeroso ejército. Atesoró, en la primera biblioteca, las tablillas de arcilla, papiros y pergaminos que la inmortalizarían como la fuente del saber antiguo y clásico.
El destino quiso que su larga dinastía de emperadores culminase en una cruel guerra, haciendo súbditos a los gobernantes y libres a los esclavos. Durante un largo tiempo, un manto de sombras descendió sobre las ciencias y las artes.
A lo largo de los siglos, la ciudad fue asediada, invadida, destruida y reconstruida. La biblioteca corrió la misma suerte hasta que, después de muchos siglos, los líderes mundiales decidieron concentrar el saber en el lugar donde había nacido. La fama y el sufrimiento del pasado, revelado por antiguas lenguas impresas en tablillas, valieron el esplendor y la gloria futura. Inurimenyen renacía y el mundo la admiraba.
El hombre había atravesado la era agraria, industrial y atómica hasta alcanzar el máximo desarrollo tecnológico, cultural y espiritual en la era digital. La guerra, la desigualdad social y las enfermedades mortales no existían. Si bien las ciencias eran utilizadas en beneficio de la humanidad, jamás se pudo revertir el efecto invernadero, arrastrado desde la era industrial, ni predecir con exactitud los caprichos climáticos que causaría. La decadencia, la lucha sin sentido y el retorno al primitivismo, tuvo por testigo a Inurimenyen.
Todo esfuerzo por evitar las emanaciones de gases invernadero y fomentar el uso de fuentes energéticas naturales fue en vano. Era demasiado tarde, la naturaleza tenía sus propios planes y los dirigentes sus propios caprichos e intereses.
Los océanos aumentaron su volumen gradualmente, sumergiendo a la mayoría de los territorios costeros e innumerables islas. Los climas tropicales y desérticos impusieron sus condiciones, malogrando cosechas y las economías de muchos países. Cientos de especies animales y vegetales perecieron. Las enfermedades tropicales se propagaron rápidamente, arrebatando millones de vidas. La temperatura promedio del planeta alcanzó los sesenta grados Celsius.
Finalmente la guerra por los recursos naturales y la supervivencia estalló, acelerando el proceso de destrucción. Las naciones, las fronteras y las diferencias fueron desapareciendo gradualmente, ante el avance de un enemigo implacable y silencioso. Un enemigo que, provocado durante años, había desatado su furia y era capaz, en cuestión de segundos, de desalentar cualquier férrea voluntad, desbaratar osados planes y desmantelar enormes ejércitos.
Las grandes ciudades fueron reducidas a escombros o abandonadas. Miles de personas vagaron sin rumbo, escapando del calor y buscando algo que comer; la mayoría perecía a manos del clima o de otros grupos desesperados. En algunos lugares del planeta el hombre adoptó hábitos nocturnos. La humanidad entera estaba siendo humillada y ultrajada y, en cierto modo, la naturaleza vengada.
Los hombres y mujeres de Inurimenyen, ante el caos, abandonaron la ciudad jurando conservar y transmitir sus conocimientos de generación en generación. El paso del tiempo y la crudeza de la vida cotidiana deshicieron la tecnología y los libros que protegían. Debieron reescribir lo que recordaban de manera rudimentaria y, en la mayoría de los casos, confiar en la tradición oral. La tarea, aunque pareciese inútil, era realizada como un acto sagrado.
Durante siglos, fueron un pueblo nómada, conformándose con sobrevivir y recordar que descendían de una casta de sabios.
Cuando la tierra comenzó a enfriarse naturalmente, eliminando los gases invernadero, decidieron detenerse cerca de un río. Nuestra historia antigua los llamó sumerios; fundaron los asentamientos de Uruk, Ur, Nippur, Adab, Eridú, Lagash y quizás, sin proponérselo, cumplieron con el juramento de los hijos de Inurimenyen.


*Fernando Veglia (Buenos Aires,1979), escritor y columnista argentino.

Editado por Fernando Veglia para Fernando Veglia.
Se agradece al Autor su deferencia en permitir la inclusión de su artículo en el presente blog literario.

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