jueves, 16 de enero de 2014

PERIODICO IRREVERENTES



LA SOMBRA


                                                                                               Por Marita Rodríguez-Cazaux

Sombra II

Los vi perfectamente desde el privado Salón-Familias.
El  tipo, macizo, oscuro, de pequeños ojos grises, afilados. Vestía un traje azul de corte corriente, por la entreabierta chaqueta una corbata de rombos quemaba desde lejos.
A ella, yo la conocía bien, podía verla de perfil. Tan linda como ayer, el pelo echado hacia atrás, sujeto en la nuca por una hebilla.
Volví a detener la mirada en su frente y la nariz recta, de aletas menudas. Los labios, se fruncieron sobre la taza con la delicadeza que le era propia, creo que mis ojos la tocaron ese instante; aún apartada, yo podía sentir el aliento de su boca. Cada centímetro de su piel pasaba por mis manos, un cuerpo tibio que bajo mi abrazo se plegaba. Al besarla, su mirada en la frontera de mi cuello se iba levantando despacio, despacio, hasta quedar colgada como un pañuelo mojado, en la cuerda que le tendían mis ojos.
Desde mi mesa, esquirladas por la luz difusa de la pared espejada, sus sombras eran una sola sombra. Una sombra acerada sobre la que caían, desde la araña, círculos rotos. 
Una sola sombra, me dije, y en el pecho volví a sentir el picotazo del cuervo que me comía el corazón como una nuez, cuando pensaba en ella. 
Parecían hablar sobre el tendón de un abismo, sin acercarse demasiado, reclinados sobre el respaldo de la silla, hamacándose otra vez hacia adelante para, al minuto, replegarse.
El tipo, se me antojó un imbécil. Con muecas de enamorado apurado, estiraba los labios chupando el cigarrillo, mientras el humo le nublaba la cara y lo decapitaba. 
Ella tenía una mano al descuido cerca del pocillo, aquella mano que resbalaba por mis hombros y mi espalda, era ahora un pétalo, una hoja caída, abandonada sobre el mantel. Él acercó sus dedos, derechos y morenos, y los pasó varias veces sobre el dorso y la palma de ella. Iban y venían sus dedos, una navaja sobre el cuero del asentador, sobre la mano fina.
Su torso se fue doblando y estiró el brazo, le tomó la cara. Un reflujo de asco me subió por la garganta. La vi estremecerse, un rictus sensible, apenas delineado en la comisura de la boca, el parpadeo de sus ojos queriendo cerrarse sobre una repugnancia que la cohibía. Llevó los hombros hacia atrás, y, las manos liberadas, se apoyaron en la falda. Desvió la vista, bajó la cara y esperó que él llamara al mozo, pagara.
Cuando se levantaron, dándose vuelta hacia la puerta de madera tallada, pasando entre las mesas, creo que ella me vio. Siguió avanzando hacia la salida; su cuerpo, aquel movimiento natural que atraía, dejó el perfume de siempre detrás de sus pasos. 
Vi que cruzaban la calle; el anochecer empardaba las paredes de las casas. Sus sombras fueron sesgándose, como si se deshilara un paño gastado. Al llegar a la esquina, ya no era una. Las supe ajenas, divididas. La figura de él, desnudaba gestos soeces, burdos. Inquieto, oteaba en medio del tránsito ligero. Ella, detenida a un paso del cordón, pareció correrse unos centímetros.
En ese instante de mi pena, una orfandad de sombra me hirió el cuerpo. Mi propia sombra, atenazada a su cintura, lamiéndole el perfil perfecto, el cuello delgado, las manos, me miraba desafiante.
Y con ella subió al taxi, perdida en la ondulación de su pecho, de su cadera prieta. Sin siquiera partirse en dos. Sin despedirse, mi propia sombra.
                                                                                   * * *

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