jueves, 29 de agosto de 2013

PERIÓDICO IRREVERENTES



La melena

                                                  
                                                                                   Por Marita Rodríguez-Cazaux

by Christophe Gilbert





Si le hubiera hecho caso a Delia no tendría este color de pelo. Y tal vez por eso mismo me gusta más esta luz estridente como aquella de la cancela de madame Lauret, cerca de la casa de la abuela. Delante de esa puerta pasábamos mi hermana y yo, mirando apenas, porque mamá criticaba la mala vida de la europea y la llamaba zorra. Si me viera ahora la abuela… Yo, modosita, la educada en el colegio de monjas, con este gorro frigio de la revolución francesa. Pero, qué importa si todavía no perdí la cabeza y la abuela murió hace doce años. Aunque parezca una antorcha no me arrepiento, ya estaba cansada del marrón aburrido y arratonado de media vida, o lo que queda de vida que seguramente es mucho menos que media. Increíble, al minuto de estar coronada por estas luces de carmín, ya me sentía distinta. Hasta más joven, liberada del inocente castaño parecido al color del traje de Luis, siempre serio, sin ningún alboroto divertido para pasar esta vida que llevamos colgada de los hombros. Seguro que Delia me va a decir que parezco un semáforo, como si ella fuera la reencarnación de Afrodita. Me tiene agotada, contándome hace más de treinta años la historia casta de sus romances, la muy sosa, toda la carne desparramada para los costados y la cabeza encorsetada en el pasado. Tal vez no sea su culpa y la mordaza de años le haya silenciado las libertades. Quizá se olvidó de nuevas ansias por culpa de tantas culpas como le inculcaron. No es fácil llegar a esta edad sin entender que vamos perdiendo afectos, que los hijos caminan sin necesitar de contarnos logros, que el espejo nos juega en contra, que cuesta conservar el trabajo y, ni en sueños, logramos sueños perseguidos. Pobre Delia pienso, pobre mamá, pobre yo, pienso y no puedo dejar de mirar al tipo de remera azul que espera en la esquina. Y me mira las piernas, el muy descarado, tan embobado con mis tobillos que no se da cuenta de la cresta de gallo irlandés que me cae sobre los ojos. Pero más impúdica la mirada de la chica de la peluquería, también ella se perdía en mis piernas. Tan cruel, tan joven, mirándome con ojos acusadores la carga de celulitis embutida en las medias. Me lastimó su frescura fija en mis rodillas, en estas caderas que sin permiso crecieron a destajo. Le hubiera enseñado de buena gana el álbum de fotos, para que supiera por qué los muchachos se peleaban para bailar conmigo. Mejor me apuro y cruzo rápido, este barrio ya no es tranquilo desde que esa gente extranjera se metió en la casa de la otra calle, con tantos chicos, flaquitos, tristes, ¡qué barbaridad! No hay futuro para ellos, dice Luis y yo siento que el vientre se me cierra, me espanta pensar en la soledad de estos chicos, en la terrible soledad del hombre que llevan dentro, como agazapado, llenándose de bronca, de guerra. Ahora me veo de costado sobre los vidrios de la ferretería, todo el cuerpo entero al pasar frente a la vidriera, ¡qué lindo tener un espejo así grande en la casa!, para verse completo, hasta los pies. Siempre he querido un espejo alargado donde me pueda ver entera, no como el del dormitorio que apenas llega a la cintura y me tengo que imaginar las medias y los zapatos. Y me prometo que, aunque se enojen por el gasto, algún día me lo voy a comprar. Sí, sí, y sí. Para verme el pecho. Pero a distancia. No de cerca como en el botiquín del baño. Un espejo que muestre a pasos de mi cuerpo, el canal que me cruza y donde apoyé la cabeza de Luis, la carita de Nicolás. Seguro que el tipo de la esquina ni se lo imagina. Nadie puede adivinarme esta cicatriz, este pozo debajo del paño del vestido. Al contrario, deben imaginar otras formas viéndome el pelo atrevido, irreverente. En la puerta ya están esos vagos del inquilinato. Otros que hay que soportar cuando se ponen a bailar en la calle, bebidos hasta el desmayo. Será cuestión de seguir con la cabeza bien alta y con este sol de amanecer de estío sobre los hombros como si nada, derechita a pesar de las baldosas rotas, que se mueven como escaleras mecánicas. ¡Se van a quedar con las ganas de decirme alguna asquerosidad! Para mayor desgracia por la vereda de enfrente pasa el despistado de Javier, la cara siempre mirando al cielo, como buscando inspiración. Si no fuera por la tía que se sacrifica desde la mañana a la noche para que él se la pase en la biblioteca y escriba y escriba. Cosas inútiles, quién va a leer las pamplinas de semejante espantapájaros; y me mira el muy descarado, me mira y se sonríe, con los ojos estirados debajo de las cejas oscuras, se ríe, se ríe a carcajadas apenas pasa, a los gritos se ríe y se sigue riendo hasta llegar a la esquina y los chicos le hacen coro, le siguen el eco de la risa como si tocaran en la misma orquesta. ¡Idiotas! Si me vieran cuando me visto, cuando acomodo la piel floja en el corpiño, peleada contra la lástima, amputada. Si me vieran pasar la mano tantas veces como lo hago, por este canal estriado, apenas tibio. Que se preparen, y por mucho tiempo más como me prometo. Que se aguanten el verme con este color azafrán en el flequillo, picante con sólo mirarlo. Una melena roja, roja, que podría existir aún sin mi cuerpo.



IMAGEN DE CHRISTOPHE GILBERT

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