La melena
Por Marita Rodríguez-Cazaux
Si le hubiera hecho caso a Delia no tendría este
color de pelo. Y tal vez por eso mismo me gusta más esta luz estridente como
aquella de la cancela de madame Lauret,
cerca de la casa de la abuela. Delante de esa puerta pasábamos mi hermana y yo,
mirando apenas, porque mamá criticaba la mala vida de la europea y la llamaba
zorra. Si me viera ahora la abuela… Yo, modosita, la educada en el colegio de monjas,
con este gorro frigio de la revolución francesa. Pero, qué importa si todavía
no perdí la cabeza y la abuela murió hace doce años. Aunque parezca una
antorcha no me arrepiento, ya estaba cansada del marrón aburrido y arratonado
de media vida, o lo que queda de vida que seguramente es mucho menos que media.
Increíble, al minuto de estar coronada por estas luces de carmín, ya me sentía
distinta. Hasta más joven, liberada del inocente castaño parecido al color del
traje de Luis, siempre serio, sin ningún alboroto divertido para pasar esta
vida que llevamos colgada de los hombros. Seguro que Delia me va a decir que
parezco un semáforo, como si ella fuera la reencarnación de Afrodita. Me tiene
agotada, contándome hace más de treinta años la historia casta de sus romances,
la muy sosa, toda la carne desparramada para los costados y la cabeza
encorsetada en el pasado. Tal vez no sea su culpa y la mordaza de años le haya
silenciado las libertades. Quizá se olvidó de nuevas ansias por culpa de tantas
culpas como le inculcaron. No es fácil llegar a esta edad sin entender que
vamos perdiendo afectos, que los hijos caminan sin necesitar de contarnos
logros, que el espejo nos juega en contra, que cuesta conservar el trabajo y,
ni en sueños, logramos sueños perseguidos. Pobre Delia pienso, pobre mamá,
pobre yo, pienso y no puedo dejar de mirar al tipo de remera azul que espera en
la esquina. Y me mira las piernas, el muy descarado, tan embobado con mis
tobillos que no se da cuenta de la cresta de gallo irlandés que me cae sobre
los ojos. Pero más impúdica la mirada de la chica de la peluquería, también
ella se perdía en mis piernas. Tan cruel, tan joven, mirándome con ojos
acusadores la carga de celulitis embutida en las medias. Me lastimó su frescura
fija en mis rodillas, en estas caderas que sin permiso crecieron a destajo. Le
hubiera enseñado de buena gana el álbum de fotos, para que supiera por qué los
muchachos se peleaban para bailar conmigo. Mejor me apuro y cruzo rápido, este
barrio ya no es tranquilo desde que esa gente extranjera se metió en la casa de
la otra calle, con tantos chicos, flaquitos, tristes, ¡qué barbaridad! No hay
futuro para ellos, dice Luis y yo siento que el vientre se me cierra, me
espanta pensar en la soledad de estos chicos, en la terrible soledad del hombre
que llevan dentro, como agazapado, llenándose de bronca, de guerra. Ahora me
veo de costado sobre los vidrios de la ferretería, todo el cuerpo entero al
pasar frente a la vidriera, ¡qué lindo tener un espejo así grande en la casa!,
para verse completo, hasta los pies. Siempre he querido un espejo alargado
donde me pueda ver entera, no como el del dormitorio que apenas llega a la
cintura y me tengo que imaginar las medias y los zapatos. Y me prometo que,
aunque se enojen por el gasto, algún día me lo voy a comprar. Sí, sí, y sí.
Para verme el pecho. Pero a distancia. No de cerca como en el botiquín del
baño. Un espejo que muestre a pasos de mi cuerpo, el canal que me cruza y donde
apoyé la cabeza de Luis, la carita de Nicolás. Seguro que el tipo de la esquina
ni se lo imagina. Nadie puede adivinarme esta cicatriz, este pozo debajo del
paño del vestido. Al contrario, deben imaginar otras formas viéndome el pelo
atrevido, irreverente. En la puerta ya están esos vagos del inquilinato. Otros
que hay que soportar cuando se ponen a bailar en la calle, bebidos hasta el
desmayo. Será cuestión de seguir con la cabeza bien alta y con este sol de
amanecer de estío sobre los hombros como si nada, derechita a pesar de las
baldosas rotas, que se mueven como escaleras mecánicas. ¡Se van a quedar con
las ganas de decirme alguna asquerosidad! Para mayor desgracia por la vereda de
enfrente pasa el despistado de Javier, la cara siempre mirando al cielo, como
buscando inspiración. Si no fuera por la tía que se sacrifica desde la mañana a
la noche para que él se la pase en la biblioteca y escriba y escriba. Cosas
inútiles, quién va a leer las pamplinas de semejante espantapájaros; y me mira
el muy descarado, me mira y se sonríe, con los ojos estirados debajo de las
cejas oscuras, se ríe, se ríe a carcajadas apenas pasa, a los gritos se ríe y
se sigue riendo hasta llegar a la esquina y los chicos le hacen coro, le siguen
el eco de la risa como si tocaran en la misma orquesta. ¡Idiotas! Si me vieran
cuando me visto, cuando acomodo la piel floja en el corpiño, peleada contra la
lástima, amputada. Si me vieran pasar la mano tantas veces como lo hago, por
este canal estriado, apenas tibio. Que se preparen, y por mucho tiempo más como
me prometo. Que se aguanten el verme con este color azafrán en el flequillo,
picante con sólo mirarlo. Una melena roja, roja, que podría existir aún sin mi
cuerpo.
IMAGEN DE CHRISTOPHE GILBERT
Para ver más periódico irreverentes.
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