jueves, 16 de abril de 2015

NARRATIVA Y POÉTICA DE JÓVENES ESCRITORES




EL SEÑOR EN SUS NÚMEROS


                                                                                                          Por Pablo Andrés Rial
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Jueves lluvioso en la terminal de Plaza Constitución, exactamente las 18:46. Sigo esperando el tren que lleva más de diez minutos de retraso, eso hace que la gente se concentre en mayor cantidad en la plataforma.
Finalmente el tren arriba y, como de costumbre, dejo pasar a todas las personas que pelean por los asientos libres. Los observo, ajeno a sus impaciencias. Cuando todo aparenta ser más sereno, asciendo a la formación y pido permiso metiéndome entre la gente para llegar a acomodarme, de pie, frente a una ventanilla.
Deseo con ganas que las puertas cierren definitivamente.
Miro hacia todos lados, y bajo la mirada para observar a los afortunados que emprenden el viaje cómodamente sentados. Me distrae la atención un hombre al que veo sacar ansioso de su bolsillo un papel higiénico o de cocina (no se distingue bien). Tiene manos de mucho soñar, su lapicera parece desplomarse de tanto uso y abuso, la siento gritar en cada número que escribe.  Él lo hace de un modo repetitivo, empieza con una fila de números, luego sigue con otras filas del mismo número, pero con menos cantidad, una debajo de la otra. Después traza una línea y repite el mismo método en nuevas filas, como con dureza y pena, como si la tinta no los marcara con fuerza y finalmente, de forma repentina, con el mejor pulso que puede  imprimir su condición de pasajero, en un movimiento incómodo del viaje, hace la última línea… tan derecha como el horizonte que se ve sentado desde una silla bajo el alero de una casa a campo abierto.  Yo solo lo observo. Lo primero que deduzco es que hará una sumatoria de todas las filas para arribar a un resultado que solo él sabe para qué es,  y que por cierto, me es cada vez más intrigante… pero no, nada de eso sucede. Los combina con astucia, los intercala: dos/cinco, dos/cinco, y así consecuentemente.  El hombre termina intensificando mi curiosidad cuando guarda el papel en el bolsillo y queda pensante, como suspendido de una idea.  Sin poder dejar de mirarlo, espero sus siguientes movimientos. Quiero llegar rápido a la estación de destino para bajar y olvidarme de ello, pero es imposible. No me puedo contener.
Tomo mi cuaderno del bolso y tímidamente, escribo en él para que nadie pueda escuchar mi voz: “¿Qué significa? ¿Azar?”
Le enseño lo que acabo de escribir, esperando una respuesta pronta para saciar la obsesión que ha despertado su actitud, pero tengo la desafortunada suerte de que el señor no puede leer.
Levanta sus pequeños ojos.
— Soy corto de vista —dice —y no llevo conmigo los lentes. Entonces ya en medio de tantas cruzadas, determino preguntarle, teniendo en cuenta que, ahora, él también debe tener curiosidad de saber sobre aquello que le escribí. Pienso rápidamente, pero devienen la vergüenza y el miedo en pareja, con sus contundentes características similares, esas que siempre frenan e inhiben. Tomo coraje, y frente a la gente que está pegada literalmente a mis codos, agacho los hombros y me acerco más a él.  Le comento que había visto sus filas de números, luego la aparente sumatoria que parecía ser una combinación entre ellos.   Mientras mi explicación avanza, mi pensamiento también lo hace esperando que él me interrumpa con una respuesta alocada, como si frente a mí tuviera a un perturbado científico o a un matemático frustrado, queriendo hacer nuevas fórmulas. Una persona avocada a las ciencias exactas.
— Son los números para la quiniela…—dice sin vueltas. Y me sonríe.





UNA TARDE CON MOZART


                                                                                        Por Pablo Andrés Rial



Despacio, va cayendo entre los espejos de la lluvia, la tarde gris, y condecora un nuevo momento a cada instante.
Un ritmo de verdes plantaciones que escaparon de sus macetas enamoradas del viento, la serenidad de un cuento que consume la candela posada sobre una modesta mesa de hogar en la sala de estar.
Confidencio con las brasas que dan el brillo preciso a la copa de vino, los libros están escritos, las sábanas mantienen el mismo perfume que los jazmines del jardín.
Acaricio, en un pañuelo de raso, la plenitud con la que duerme el gato en el sillón de abrazos ahí acostado como rey, coronado por una mujer que ama a los felinos. Me trae de regreso sus canas de seda, la sonrisa de un barco que está naufragando hacia el otro lado de la habitación.
Veo flotar escarpines hechos al crochet y el cielo se está alejando de mis cuadros de unos siglos claros, como la misma fortuna que me da la imagen viva.


                                                                ***


* Pablo Andrés Rial, Buenos Aires, 1984.

Oriundo de la ciudad de Longchamps, se ha iniciado en la escritura desde pequeño, a los doce años escribió los primeros poemas.
Ha participado en diarios locales, coordinado espacios literarios y obtuvo menciones en varios concursos de poesía. En conmemoración al Centenario de su ciudad, declarado de interés cultural por el Gobierno Argentino Municipal del partido de Almirante Brown forma parte de la Antología "De buena lluvia".
Junto a otros escritores, realizó una antología poética llamada "Instrucciones para morder una nube". Sus trabajos han sido seleccionados en dos antologías editadas recientemente, "¿Por qué poesía?" y "Caleidoscopio", a través de la convocatoria de ROI (Recepción de obras inéditas) de la Editorial Dunken.








VERTIGINOSA GEOGRAFÍA


                                                                                                                  Por Leonel Álvarez Escobar
OmbúTrazos rectos y curvilíneos… manchas; jirones; retazos; redondez y superposición; textura y comas traslúcidas. Pinceles; brochas y esponjas. Paredes; géneros; cemento y roca. Un universo de color que estallaba hacia las pupilas como aguas cantarinas. Pero siempre lo seguro, su isla, su espacio verde y acallado; de a ratos melodioso pero en quietud y envuelto en remanso. Necesitaba otra urbe, otras canciones, diferentes sonidos. Era necesario, era emergente volar…
Cuando la última brisa de verano, se ahogó en la atmósfera de la humedad del litoral, partió rumbo a su destino. Entre sus palmas sujetaba la seguridad para arriesgarse, para lograr romper una barrera invisible y abandonar el cúmulo de dudas, esas que se anidaban de adolescente en su interior. A veces se asomaban entre los objetos de su bagaje, vestigios de alguna particular sombra, a veces, solo a veces.
Un joven y aventurero artista plástico, a quien la vida parecía sorprenderlo, con alguna que otra pictórica grandeza. Con algunas frustraciones, pero que lo fortalecieron para seguir adelante. Como todo luchador. Dejando atrás los sauces y la correntada fresca de su río, se condujo en una línea de larga distancia, por las rutas hacia un particular cardinal. Sus pensamientos le dibujan delatoras sonrisas en su rostro.
Mientras se conducía sobre una ondulante trayectoria, miraba a través del cristal y el rudo cortinaje, esos retazos de color, que componían un bello tapiz natural. Saturado de diversidad de color y texturas.
Por momentos se volvía urbano y nuevamente se transfiguraba en rural. Deseaba detener el móvil, armar su caballete, dejarse fluir entre formas y pigmentos. Estos anhelos lo avasallaban una y otra vez. En este recorrido las ansias aumentaban. El corazón se aceleraba. Muchas horas de viaje…
Cuando sus sentidos lo abandonaban, irrumpían sus ilusiones y dispares de imágenes mentales.
De improviso, la noche, fallas en el motor del ómnibus interprovincial. Todo el pasaje obligado a descender. Podrían estirar sus piernas o fumar mientras llegaba el auxilio.
El joven se cautivó por una silueta tras un alambrando. Con agilidad, sorteó los hilos paralelos de acero y caminó con andar lento hacia un gran árbol. Inmenso tótem. Monumental especie. Semejaba ser el único, en los alrededores, conservando todo su follaje.
Capturó su atención un intrigante movimiento en la cercanía. No lograba distinguir su origen. Aceleración en su pulso. Se mantuvo alerta pero continuó sus pasos. Cuando estuvo cerca se alarmó. Se sobresaltó de miedo. Un ser pequeño, robusto, parecía escondido bajo el gran sombrero que descansaba sobre tu cabeza. Lo asustó. Cayó preso del espanto. Así, paralizado a unos metros durante un instante, que parecía liado a la eternidad, contempló cómo aquellas garras sujetaban un alargado pan de campo. Con ritmo lento lo atravesaba con una aguja que destellaba. Una y otra vez el pan era cocido con desesperación.
El perplejo joven intentó huir pero sus piernas no respondían. El extraño ente levantó su cabeza y con una mirada llena de horror lo increpó fijamente. Un grito opacado lo impulsó a lanzarse en una carrera tras sus pasos. Agitado, confundido, sin mirar atrás, en cada zancada parecía levitar brevemente.
El ómnibus se alejaba conduciéndose sobre la desolada ruta. Corrió y corrió sin detenerse hasta despertar de su temeraria pesadilla. No fue difícil interpretarla como su miedo a esa aventura. Miraba de reojo, algo le impedía moverse, se asustó porque cuanto más lo intentaba más sentía su cuerpo soldado al asiento. Algo lo acechaba, presentía que el espantoso ente del oscuro ombú se iba acercando, abandonando las sombras del coche. Experimentaba pavor, se sentía indefenso, vulnerable, no podía mover absolutamente ninguna extremidad. Era desesperante.
Comenzó a sentir la presencia cada vez más próxima, no podía verlo porque estaba petrificado incluso en sus pupilas, pero percibía un sórdido andar hacia él. Intentaba gritar, pero no podía. Entonces en medio de la desesperación, se dejó como caer del asiento, deslizándose al piso.
Ahí fue cuando pareció ser sacudido por el frenazo repentino del móvil. Abrió sus ojos luego de la sacudida y se encontró con el alba, con el resto de los pasajeros dormidos y un bello paisaje tras la ventana que reclamaba por espectadores. Se vislumbró del suceso. Había sido cautivo de un terrible episodio de la denominada parálisis del sueño. Agitado y con sudor procuró la calma.
El viaje continuó su trayecto. La metropolitana ciudad lo recibía mientras el amanecer se extinguía. Recordaba aquellas imágenes y tantas otras, en donde los rostros de las personas se desdibujaban o mutaban horriblemente, arrasándolo entre filas de gentes que parecían estar en procesión.
Una estación terminal le brindaba una particular bienvenida y todo comenzaba a girar, mientras un desfile de unidades urbanas se presentaba frente a él y le ofertaba destinos.
Cientos de ojos semejaban un choque contra su cuerpo. Era algo inquietante. Sentía deseos de volverse, porque se agitaba y el corazón intentaba traicionarlo por el temor.
En los primeros metros todo intentaba procurarle aire, quietud y voluntad para seguir. Como una publicidad comercial que lo motivaba a proseguir su andar.
Así, moría de repente al cuestionarse, pero su corazón desfibrilado, por la motivación de alcanzar su objetivo, retornaba a latir saturado de pasión y tenacidad.

…he aquí, situado casi en el corazón de este particular páramo urbano, siento constantemente un particular vértigo. A veces creo que es un poco molesto tener que moverme, recorriendo sus arterias con una sensación que me impide disfrutar de lo diverso y exquisito, que a mi paso voy devorando con las pupilas y que cada tanto hace festín en mi boca. Desde que pongo el primer pie, comienzo a perder un poco la seguridad y el vaivén, la oscilación constante de gentes, me obnubila. Deposito una a una con temblor las monedas en la máquina. Esta parece impacientarse ante mi comportamiento. Entonces la arquitectura, que irrumpe continuamente en el paisaje gastronómico local me inspira descripciones, me genera intrigas, me tienta a degustaciones y mi curiosidad me empuja al descenso. Necesito recorrerla a pie. Sentarme en algún café como “Bar la Academia”, que lleva casi nueve décadas desarrollando sus ricos sabores artesanales, que me han generado desparramar tinta sobre papel y ese vértigo a la ciudad se disipa de momento. Tal vez el embrujo del dulce de leche en aquel alfajor, tan exuberante, tan basto, me acarició el alma. Sería un bello exceso, algo pecaminoso, hasta sexual probarlo nuevamente. Entonces pido solo otro café, mientras miro hacia la acera. Avenida Callao no pierde su ritmo. Quiero quedarme aquí y deseo salir y recorrerla. Experimentar el vértigo y a la vez esa necesidad por conocerte, por perderte el miedo Buenos Aires. Al menos en este fragmento político de tu Capital Federal. Así acariciarte cada vez más profundo en tu vertiginosa geografía y desear volver y volver…
                                                                                             ***
Leonel Álvarez Escobar, Santa Fe.
Escritor. Nominado en diversas selecciones, ha integrado antologías literarias. Es autor de “Sombras y conjuros”,  de Editorial Dunken.



EL POETA


                                                                                               Por Natalia Scialchi
poeta


El poeta puede estar triste,
pero antes de llorar toma su pluma y escribe
antes de tenderse sobre la cama,
lo hace sobre sus cuadernos.


El poeta siente, con el alma, con el cuerpo.
Todo calla, todo oculta,
todo plasma en sus cuadernos.


El poeta está hecho con palabras,
es recolector de recuerdos.
Ser apasionado, sensible,
amigo de la pluma,
del tiempo y de los cuadernos.


Natalia Scialchi, formada en Letras, sus sensibles poemas integran antologías independientes.

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