Por Marita Rodríguez-Cazaux
A Celestino Pedrales siempre le gustó hablar
en verso y desde chico recitaba a borbotones, desaforado, los poemas más
espantosos que pudieran concebirse. Poemas con una cadencia que horrorizaba,
que nadie admitiría como propios y que a él, se le agolpaban en la mollera como
por arte de magia.
Cuartetos, sonetos, rimas épicas,
bucólicas, metáforas y alegorías estrafalarias, inquietantes, escapando por su
boca, sin previo aviso, sin piedad, en medio de cualquier charla, pegadas en
cuanta conversación entablase con los demás.
Al atardecer, cuando aparecía en el
bar, caía sobre nosotros un silencio pesado, caliente; bajábamos las voces, nos
codeábamos, nos mirábamos de reojo, mientras Celestino arrastraba una silla y
se sentaba a la mesa con la mirada de un sonámbulo.
Venegas era el
primero en irse y con él, Heinsel, mascullando groserías en alemán, apurando
los pasos para no oír los primeros versos que ya enrarecían el ambiente.
Laureano me miraba, colgaba los ojos en el cielorraso como si desde esa altura
pudiera bajar rápida ayuda divina y chasqueaba la lengua.
Era el momento en que Celestino
estirando el brazo y deteniéndose en medio de la diatriba detestable pedía fernet con hielo.
“Apure, que el alcohol,
Salva de tanto llanto inmerecido
Y el trago que corre por el pecho
Limpiará el amor feroz y corrosivo…” Y
carraspeaba, velando la voz quebrado de dolor. El Gallego, los ojos resignados,
el cuello apenas doblado sobre los anchos hombros, se acercaba para dejar sobre
la mesa el vaso de vidrio.
—Cortala Celeste —rugía con odio José
Campos que era de pocas pulgas, Anselmo
y don Franco que jugaban dominó bajaban las fichas y todos, uno a uno,
chistábamos para que Celestino sólo tuviera boca para beber el fernet.
Sin embargo, nuestro tedio parecía
darle mayor ímpetu a sus ganas de recitar y atacaba sin respiro,
“Saludos a los amigos
Que en la mesa compañera
Pierden todos los
ahorros
Por sucias
fichas mañeras…”
—¡Diantre! Este anarquista me
boicotea el negocio —maldecía El Gallego al borde de un soponcio nacionalista,
pero Celestino sin oírlo, amparado en la penumbra del bar, gesticulaba como
poseído,
“Estoy en el recodo
del camino
Triste y solo
esperándola a ella,
Clara y diáfana
como un día esclarecido
Estrellada y titilante, como la noche bella…”
Una compasión huraña, una
impotencia multiplicada nos cerraba los puños, nos empapaba la nuca, pero él,
ajeno a sudores destemplados, seguía bajando alucinado por versos idílicos a
los infiernos de un drama que lo perseguía desde siempre. Porque si Celestino
nos castigaba a todos con sus recitados, también a sí mismo se flagelaba con el
tormento del amor no correspondido, intoxicado por una sensación angélica que
llegaría, sorpresivamente, para trasportarlo a la “seráfica cima de la fama”,
según nos prometía. Una fama que lo coronaría
de laureles como los héroes sobre corceles, según sus propias palabras, y
le ofrecería fidelidad eterna a su
apasionado corazón.
Aquella noche de otoño, estaba en
el borde del precipicio de un verso indescifrable cuando la puerta de la
ochava, la que está pegada a la ventana se abrió y entró una mujer retacona y
apretada dentro de un vestido floreado. El pelo duro de espray y un meneo
vulgar de la cintura. En los brazos, varias pulseras se chocaran como copas
brindando a cada paso de su silueta sobre las baldosas en damero hasta el
mostrador.
A don Franco debió cegarlo el vaivén de la
frontera, porque la ficha que iba a jugar certeramente, resbalando por la mesa
fue a caerle en los pantalones. Anselmo tenía las mejillas coloradas y
petrificado miraba los brazos generosos, abstraído por el bailoteo de las
pulseras que chillaban.
Yo me fijé en el trasero porque, la
verdad, era lo mejor mantenido entre los desniveles de la espalda y las piernas
de tobillos cuadrados.
Celestino Pedrales aún atrapado entre
verso y verso como en un laberinto, se levantó hipnotizado. En dos zancadas
llegó hasta la barra de mármol en el momento preciso en que El Gallego trataba
de entender lo que decía la voz metálica
de la mujer.
—Es
ella —oímos que murmuraba Celeste con cara de amante furtivo, medio cuerpo
tirado sobre la barra, el cuello inclinado, la boca temblando, naufragando ya
en las penurias de un poema,
“A mis plegarias y
desventuras llega el premio,
A mis
soledades mutiladas y a mis apremios,
A mis
dolores y a mis…” se interrumpió delirante,
tratando de hallar la terminación acorde para ensartarla musicalmente, tal vez
mareado por el perfume de la mujer. Todos miramos esperando que ella lo
cacheteara con justicia y Celestino Pedrales, cayera de bruces contra el piso
de baldosones.
Pero la inspiración de Celestino para
mutar la realidad en adjetivos impensados no tenía frontera que la detuviera y
como un río desbordado le mojaba a la mujer el pecho de palabras extraviadas
que no se pertenecían, enfrentadas, guerreando entre sí, resistiéndose a
caminar juntas.
Empinada en tacos de estilete, la mujer
miró a Celeste por el espejo avejentado del bar. Sonrió, los labios se le
fueron estirando en una sonrisa de dientes imperfectos, una dentadura acorde
con la boca floja. Ese detalle le pasó inadvertido a Celestino que se arrimó
aún más a las curvas aprisionadas en la falda. En esa imagen quedaron los dos
reflejados en el espejo, estaqueados por el marco de madera pintada de dorado
como en un cuadro de museo.
—Me llamo Dalia —susurró la mujer —,
Dalia Deméter.
Celestino se cuadró como si saludara a
la bandera y extendió las manos para tomar las de ella y haciendo una
reverencia cortesana, las rozó en un beso.
—Sonamos —dijo por lo bajo el Turco
Elías, con los ojos más oscuros que nunca -, éste nos deja quedar como
pueblerinos ignorantes, mirá vos lo que hace el muy idiota.
—De no creer —silabeó Laureano, pero
casi no lo escuchamos porque no podíamos apartar los ojos de ella y de
Celestino, sentados ya a la mesa de la ventana y mirándose como si hubieran
inaugurado la Creación.
“Dalia,
Dalia…, flor de néctar del cielo de los dioses,
Encontrada una noche en la pena de los adioses,
De andares amanecidos y primorosos
Dientes perfectos y…” un acorde inseguro
le detuvo la voz; era imposible no atragantarse después de decir esos versos y
su tartamudeo nos animó a pensar que abandonaba los andares amanecidos y la
flor de néctar en ese momento crucial, en ese silencio insolente, pero nos
equivocamos porque Celestino no conocía guillotina que descabezara su poesía y
tenía la ciencia de hallar palabras fértiles en campos estériles, sin respeto
por normas ni preceptos académicos.
“…y de labios jugosos” —gritó sin amedrentarse —¡Eso, eso mismo, de labios
jugosos!
Oí mi propia respiración contenida y la
voz de El Gallego en estampida defendiendo la ley de admisión en su local y
sacudiendo los brazos dispuesto a poner orden a tanto absurdo.
—¡Basta! Coño ¡Recontracoño! Se me mandan
a mudar los dos de aquí, no los quiero en mi bar —arengó con porte de
generalísimo mientras Celeste, rendido por los labios jugosos, boqueaba como un
cordero con la lengua colgando. El Gallego no tuvo tiempo de traspasar la barra
porque, como por arte de magia, siguiendo el ritmo marcado por un invisible
director de orquesta, los dos se pusieron a bailar; los brazos de la mujer
sobre el cuello de Celestino Pedrales y él, atado a su cintura, bamboleándose
como si efectivamente una música de violines los llevara al Nirvana.
—Está rematado —le dije a Laureano cuando
danzaban entre las mesas como en la pista de un casino transatlántico, ladeando
las cabezas y sonriéndose. Ella ensimismada, él agotado de tanto amor,
apabullado y repitiéndole al oído horrores en verso que nadie intentaría
siquiera, imaginar.
Iban y venían por el bar y cada tanto, en
un compás abstracto, Celestino se deshacía pródigo en metáforas aún más
abstractas,
“Sol efímero y versátil, te aguardaba,
Tus ojos de renegridos brillos,
Tu cintura de avispa, tus
piernas torneadas,
Desviamos las miradas hasta las piernas
aprisionadas en medias de látex negro y los tobillos anchos y las rodillas
abultadas que sostenían el peso del sol efímero y versátil. Elías y Santoro,
tenían las cejas como un alero a dos aguas, a nadie se le hubiera ocurrido que
aquellos ojos de brillos renegridos eran los dueños de finísimos tobillos por
el simple hecho de rima obligatoria.
En un arranque de pasión, atenazados los
cuerpos en un simulacro de locura extrema, se besaron. En un rictus esmirriado
la boca de ella se fue abriendo como si quisiera comerse toda la poesía que
Celeste declamaba sin sosiego.
José Campos pálido y con las manos
colgando al lado del cuerpo, deletreó una puteada. Impulsados por un temor
extraño Elías y yo nos miramos con el mismo sentimiento que nos une al ver
cubrirse el cielo de nubarrones, sabiendo que van a inundarse las chacras en un
instante.
—Lo que se perdió Heinsel, no me va a
creer si se lo cuento —balbuceó Santoro, pero apenas tuvo tiempo de terminar la
frase. Como si el beso no fuera suficiente horror para bajar el telón sobre la
escena, ella abrió el escote y llevando una mano de Celestino hasta sus senos,
la apretó contra su pecho y suspiró. Celestino, la cara roja, la mirada
centelleante, palpitándole el cuello como el de un buey, se ahogaba,
“…Virgen del edén profano te venero,
Y bebo de tus pasiones el veneno,
No dejes de amarme que
me desvelo,
Jamás me traiciones, dulce tormento amado,
Porque en el
barranco de tu desdén, me desbarranco…”.
Ése fue el fin. O el principio, porque uno empalmado
al otro, salieron caminando sobre nubes, ella soldada al brazo de Celestino
que, de perfil, iba sorteando las baldosas rotas de la vereda.
Don Franco y Elías se levantaron
mientras El Gallego después de apilar las sillas, daba vueltas a la manivela de
la cortina metálica, que aún chirriaba cuando traspasamos la puerta y salimos.
Desde la esquina los vimos, él aún
recitando estertores, ella dobladas las rodillas sobre las piernas generosas,
desequilibrada la silueta.
En la vereda sus sombras parecían una
sola sombra, agrandada sobre las paredes bajas de las medianeras por las luces
del farol. Debajo del palmar de la plaza se besaron otra vez y cruzaron la
calle de los alerces.
Así, fueron perdiéndose.
Celestino Pedrales no regresó a su casa
en la madrugada, ni al día siguiente y nadie lo buscó porque vivía solo desde
chico. Ella debió irse con él porque tampoco volvió a aparecer por el pueblo.
Después de un tiempo hasta El Gallego se reía cuando nos acordábamos de los terroríficos
poemas de Celeste, de las cuartetas serruchadas, de los desórdenes verbales, de
los latigazos gramaticales con que nos torturaba a cada momento. Y de su sueño
de poeta exitoso, amado fielmente por una Musa.
Una nochecita estábamos tomando cervezas
en el club cuando Venegas se acercó. Con cara de haber sacado el premio mayor
de la lotería, desplegó sobre la mesa la Crónica del Agro, que era el semanario
del pueblo.
En la primera página, una foto mostraba a
Celestino Pedrales de esmoquin y corbata moñito, saludando desde un escenario.
Y pegada al lado de él, ella.
—¿Qué tal? —dijo Laureano y todos a un
tiempo, volvimos a mirar la foto de la portada donde Celestino sonreía
agradecido, con la mano en alto, los aplausos de una platea colmada.
—Fijate vos —deletreó José Campos con los
ojos desorbitados —Celestino en El Orfeón de la Capital.
—Será una foto montada —sentenció Elías, que
heredaba la desconfianza del padre.
—¡Qué
montaje, ni que montaje! Es Celeste, mirá bien. El mismo que asesinaba versos
sin remordimiento y ella es la que bailaba como poseída en el bar de El
Gallego. Mírenle las piernas, las mismas piernas desparejas, los mismos
tobillos cuadrados, y lean,…lean lo que dice la prensa capitalina.
Anselmo se puso de pie y levantó el
diario de la mesa. Anselmo había estudiado oratoria por correo y tenía voz de
locutor, nadie mejor que él para leernos la noticia:
El talentoso poeta
bonaerense Celestino Pedrales,
concurre al merecido
homenaje que se le tributó
por su trascendental
aporte a nuestras letras.
Su Musa inspiradora,
Dalia Deméter,
despertó la más
profunda admiración por su belleza.
Un
silencio desasosegado nos dejó las bocas quietas, los ojos metidos en la
fotografía en blanco y negro del periódico más vendido en la Capital:
Celestino, rodeado por renombrados intelectuales, sonreía con aire satisfecho y
ella, con la misma vulgaridad que le conocimos, apretaba un ramo de rosas sobre
su pecho abultado.
Fue la última vez que supimos de Celeste.
Hasta el domingo pasado, cuando bajé por la calle corta, crucé la fábrica de
ladillos y entré al club como hago todos los domingos para jugar un partido de
pelota vasca con Santoro.
Me sorprendió no encontrarlo al doblar la
esquina, esperándome como de costumbre, arrimado a la puerta, el pie apoyado en
la pared y fumando. Al entrar, desde la cafetería un griterío desordenado me
desvió los pasos. José Campos, la cara desencajada, los codos apoyados en la
mesa de fórmica, hablaba con Venegas y con Anselmo.
Santoro, al verme aplastó la colilla del
cigarrillo en un cenicero de lata y se acercó inquieto.
—Es Celeste —dijo arrastrando las letras y
se llevó hacia atrás el mechón de pelo rebelde que siempre le caía sobre la
frente.
—Celeste, ¿qué pasa con Celeste?
—Celestino…—volvió a decir Santoro, pero
no pudimos seguir con el tema, José Campos como si apantallara a un desmayado,
movía las manos para que hiciéramos silencio. Desde la radio, una voz de dicción perfecta
interrumpía la cortina musical para aportar nuevos datos sobre el infortunado
hecho. Infortunado repitió varias veces.
Infausto, hondamente trágico dijo la voz, y se volvió afónica.
Celestino Pedrales fue enterrado en el
cementerio del pueblo tres días más tarde, un miércoles de abril, húmedo y
todavía caluroso.
Desde temprano habíamos aguardado en la
estación la llegada del tren, vimos como bajaban del vagón el féretro de madera
lustrosa y en fila, procesionalmente, llegamos al cementerio.
Cerca de la arboleda de tilos, estaba
cavado un pozo parejo. Mientras Celeste descendía a su último destino, el cura
rezó un responso en latín. Fueron las únicas palabras, porque nadie, ni
siquiera Anselmo con su voz de locutor, se hubiese atrevido a frases de
despedida. Tal vez, porque ninguno de nosotros sabía perderse y volverse a
encontrar en el laberinto de las palabras menos aliadas que acechan en la vida.
Nadie como él, para hallar los momentos más resplandecientes en rimas oscuras.
La mujer de Elías había llevado un
ramito de begonias de su jardín, al marchamos dejamos caer sobre la tierra una
flor.
—Celeste estará contento —dijo Heinsel .—Fijate,
vinimos todos.
Y era cierto, estábamos todos. Todos
menos ella. Porque por no estar, Celestino Pedrales se había descerrajado un
tiro certero en plena Feria del Libro en Buenos Aires.
Justamente cuando La Rural hervía de
gente y en los stands iluminados se estiraban cientos de manos para conseguir
el autógrafo del escritor más mediático. El mismo día en que un ex ministro,
rodeado de guardaespaldas, presentaba su ensayo y las cámaras de la televisión
habían formado una muralla en el Salón Cortázar, donde una modelo publicitaria
promocionaba un álbum de fotos eróticas.
Sábado, a cartón lleno de desesperados
por el best-seller yanqui,
atolondrados espulgando recetarios de autoayuda, cholulos oteando entre la
muchedumbre la cara de algún personaje televisivo. Sábado y al mediodía, y
quizá por no haber podido hallarle rima al dolor feroz que le roía el alma, en
medio de ese olor a imprenta y asadito que se mezclan como tomos de una misma
enciclopedia, Celeste había preferido morir a malvivir sin su Musa.
Obstinado como era, debió creer que la
muerte, dócil a su talento, le inspiraría milagrosos endecasílabos para olvidar
el engaño de Dalia. Un engaño ruin.
La infidelidad más cruel para un hombre
enamorado.
La siniestra daga de la peor traición que
pueda herir a un poeta. La traición con otro poeta.
"Del glamour a la ciénaga"
Cuentos - (2014)
Editorial Dunken
Ayacucho 357 - CABA
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