sábado, 1 de junio de 2013

ENTERAMENTEENTERA



                                              CUENTO              
                                           
  
     
Habíamos establecido un pacto. Una convivencia    s e    p a    r a    d o s.
Su propio escritorio, su placard, sus libros / Mi sillón, mi paraguas, mi diario.
La puerta de la izquierda que daba al garaje por donde entraba ella,
                                                                                  por la cancela derecha, yo.
Hasta en la heladera, eran míos los estantes superiores
y los dos de abajo,
                            eran de ella.
Yo podía tocar el piano cuando el reloj se partía al medio. Justo en el mismo momento en que la aguja marcaba como una navaja la muerte de la tarde, el minuto en que ella retiraba las manos del teclado y bajaba la tapa lustrada.
Subir al auto también era un ritual de simetría combinada. Ella el asiento del volante los sábados, martes y jueves. Yo, en el mismo asiento los otros días.
Sentarse a la mesa, una ceremonia ensayada y amarnos otra ceremonia sensual, excitante, donde yo me arrimaba a sus pasiones el lunes y ella accedía a mis placeres el viernes.
Muchas veces tuve que esperar, casi como un ladrón, a que después de cerrar la puerta desapareciera en la esquina, para sacar del estante el libro que había empezado a leer la semana anterior, sin poder llegar al final al tiempo en que ella lo reclamara.
Sin embargo a pesar de aquella media distancia entre los dos, yo era feliz, con una felicidad dividida, pero sin reproches porque la amaba.
Y la amé desde que la vi, al borde de la pileta de un hotel, con la sombra del sol cubriéndole la mitad del traje de baño, cortado al sesgo sobre sus hombros. Dentro del agua o debajo de la sombrilla, parecía que los reflejos le marcaran sobre la espalda esbelta dos hemisferios tostados y perfectos.
A partir de ese instante, sólo quise estar junto a ella.
Por eso cuando me planteó esta relación, este pacto, acepté. Acepté esta frontera invisible entre los dos. En los menores detalles y sin objeción, hasta el día en que me confesó que esperaba un hijo.
- Un hijo - recuerdo que murmuré todavía atontado de felicidad.
- Un hijo mitad tuyo, mitad mío - aseguró.
- Un hijo no puede dividirse - protesté.
- Un hijo no, pero los padres si - dijo con voz pausada - vos lo atendés a la tarde y a la madrugada, yo las mañanas y las noches.
Sentí que se desmoronaba el alma, o media alma a esta altura de la imposición.
- No - dije determinado y pateé mi pedazo de alfombra, dispuesto a no perder un milímetro de mis derechos.
- Está bien, te perdés tu medio hijo - me contestó sentándose al piano porque ya anochecía.
Un sentimiento desconocido, me dio frío.
Hasta acá hemos llegado, pensé mientras ella seguía moviendo las manos indiferente. Pareció no escucharme, así que me levanté y pegué mi cuerpo al piano.
- No pienso compartir medio hijo con vos. No creas que en esto voy a claudicar, ni lo sueñes - la increpé.
Ella dio vuelta con cuidado la partitura.
- Quedate tranquilo, es bueno no innovar, sería mejor que pensaras medio nombre - dijo con una simpleza inaudita.
- ¿Medio nombre? - exploté - Mi hijo no va a tener medio nombre, ni media plaza, ni media calesita. Quiero ser un padre completo, ¿entendés? – grité al borde de un ataque.
- El que no entiende sos vos, que te olvidaste de que la vida es mejor vivida de esta forma y siempre lo disfrutaste - Y terminó la frase, inclinando los hombros en el acorde más agudo.
- Siempre te dije que la vida es media mitad vacía - dijo antes de entrar a la cocina, pasando junto a mí, y aclaró que no quería modificaciones porque las cosas estaban funcionando con una sincronía impecable.
Sacó de la alacena latas de atún y empezó a preparar la tarta mientras me recordaba que era mi hora de ver televisión, porque a la noche le correspondía a ella elegir programa.
Apreté el control remoto hasta que los dedos me quedaron azules.
No le hablé en la cena ni cuando nos acostamos, cada uno entrando en la cama por el lado establecido. Tampoco cuando nos levantamos a desayunar, ella jugo de naranja y yo café fuerte. Ni cuando salimos a hacer las compras, yo los lácteos, ella la carne. Y me prometí no hablarle más mientras hacía palabras cruzadas en el diario del domingo, pero a ella pareció no inquietarle mi mutismo.
Sin necesidad de respuesta, me hablaba, entrando y saliendo en la conversación como un solo jugador en un partido de tenis; Ya elegí la cortina con dibujos de globos, ahora a vos te toca el papel del cuarto. Hoy compré batitas, vos ocupate de comprar el moisés. Fui a encargar el acolchado, andá a buscar el velador.
Yo seguía mudo.
Traje una repisa para peluches, fijate vos en un cuadrito. Yo la alfombra, vos el sonajero de plástico.
Así seguí viviendo en esta frontera el tiempo en que su cuerpo fue creciendo, redondeándose día a día, hasta que una madrugada, me despertó un quejido que venía desde el baño.
Salté de la cama. Agachada entre la bañadera y el lavatorio, doblada en dos, miraba como un líquido viscoso se le escurría entre las piernas.
Corrí hasta el teléfono, una fatiga inquieta me cerraba la garganta. Colgué despacio y volví al baño.
En cuclillas, ella jadeaba con la boca entreabierta y le temblaba la cara, el pelo pegado a la frente.
Doblé dos toallas y las puse debajo de su cuerpo arqueado.
Arrodillado al lado de ella, la vi tomar aire y empequeñecerse y volver a tomar aire y dejar la cabeza caída sobre el pecho y otra vez volver a abrir la boca y cerrarla en una mueca que le desfiguraba la cara.
Tengo que llamar a alguien pensé sin saber qué estaba pensando. Un ruido, como el de una piedra al caer al agua, pareció sacudirla y vi que un bulto apenas morado le asomaba entre las piernas.
Me estiré como pude, pegado a las baldosas y toqué un pedazo de carne escurridizo.
Ella se estremeció un momento, y volvió a soplar sobre mi cara, una, dos, mil veces.
En un espasmo, como si se desprendiera un revoque flojo en una pared,
me cayó
              entre las manos un peso tibio.
Lo envolví.
Ella me miró, un murmullo incongruente le estiró los labios. Quiso erguirse y alcanzar mis brazos, pero me aparté.
- Es tu mitad medio vacía – dije en el momento en que ella iba cayéndose hacia un costado y un sonido opaco, metálico, le cortaba la respiración.
Vi como su expresión se dividía en un letargo.
La ambulancia llegó sin que pudiera calcular el tiempo.


Mi hija juega en la plaza. Le gusta ir al arenero y meter arena en su balde rojo.
Empieza a llenar el balde sin apuro. Primero una palada, después otra. Cuando el balde desborda de arena, entonces la alisa con la mano.
Levanta la cabeza y al verme, alza el balde.
- Está lleno, todo lleno – grita mostrándome el balde rojo – y su mirada,
ENTERAMENTEENTERA,
                                       entra en la mía.


                                                                             * * *
M.R.-C.
"DE AMORES Y DESAMORES"
- Cuentos - Editorial Dunken
Derechos Reservados (2010)

No hay comentarios:

Publicar un comentario