jueves, 13 de junio de 2013

13 de junio Día del Escritor en Argentina

LA PEOR TRAICIÓN
                                                                                   
A Celestino Pedrales siempre le gustó hablar en verso y desde chico recitaba a borbotones, desaforado, los poemas más espantosos que pudieran concebirse. Versos con una cadencia que horrorizaba, que nadie admitiría como propios y que a él, se le agolpaban en la mollera como por arte de magia. Cuartetos, sonetos, rimas épicas, bucólicas, metáforas y alegorías estrafalarias, inquietantes, escapando por su boca, sin previo aviso, sin piedad, en medio de cualquier charla, pegadas en cuanta conversación entablase con los demás.
Al atardecer, cuando aparecía en el bar, caía sobre nosotros un silencio pesado, caliente; bajábamos las voces, nos codeábamos, nos mirábamos de reojo. Al momento, Celestino se sentaba a la mesa con la mirada de un sonámbulo.
Venegas era el primero en irse y con él, Heinsel, mascullando groserías en alemán, apurando los pasos para no oír las primeras estrofas que ya enrarecían el ambiente. Laureano me miraba, colgaba los ojos en el cielorraso como si desde esa altura pudiera bajar piadosa ayuda divina y chasqueaba la lengua.
Celestino estiraba el brazo y deteniéndose en medio de la diatriba detestable pedía fernet con hielo.
Apure, que el alcohol,
Salva de tanto llanto inmerecido
Y el trago que corre por el pecho
Limpiará el amor feroz y corrosivo
…” Y carraspeaba, velando la voz quebrado de dolor. El Gallego, los ojos resignados, el cuello apenas doblado sobre los anchos hombros, se acercaba para dejar sobre la mesa el vaso de vidrio.
- Cortala Celeste -rugía con odio José Campos que era de pocas pulgas. Anselmo y don Franco que jugaban dominó bajaban las fichas y todos, uno a uno, chistábamos para que Celestino sólo tuviera boca para beber el fernet. Sin embargo, nuestro tedio parecía darle mayor ímpetu a sus ganas de recitar y atacaba sin respiro,
“Saludos a los amigos
Que en la mesa compañera
Pierden todos los ahorros
Por sucias fichas mañeras…”

-¡Diantre! Este anarquista me boicotea el negocio -maldecía El Gallego al borde de un soponcio nacionalista, pero Celestino sin oírlo, amparado en la penumbra del bar, gesticulaba como poseído,
“Estoy en el recodo del camino
Triste y solo esperándola a ella,
Clara y diáfana como un día esclarecido
Estrellada y titilante, como la noche bella…”
Una compasión huraña, una impotencia multiplicada nos cerraba los puños, nos empapaba la nuca, pero él, ajeno a sudores destemplados, seguía alucinando versos idílicos en los infiernos de un drama que lo perseguía desde siempre. Porque si Celestino nos castigaba a todos con sus recitados, también a sí mismo se flagelaba con el tormento del amor no correspondido, intoxicado por una sensación angélica que llegaría, sorpresivamente, para trasportarlo a la “seráfica cima de la fama”, según nos prometía. Una fama que lo coronaría de laureles como los héroes sobre corceles, según sus propias palabras, y le ofrecería fidelidad eterna a su apasionado corazón.
Aquella noche de otoño, estaba en el borde del precipicio de un verso indescifrable cuando la puerta de la ochava se abrió y entró una mujer retacona y apretada dentro de un vestido floreado. El pelo duro de espray y un meneo vulgar de la cintura. En los brazos, varias pulseras se chocaran como copas brindando a cada paso de su silueta. Avanzó sobre las baldosas en damero hasta el mostrador.
A don Franco debió cegarlo el vaivén de la frontera, porque la ficha que iba a jugar certeramente resbaló por la mesa y fue a caerle, imprudente, en los pantalones. Anselmo tenía las mejillas coloradas y petrificado miraba los brazos generosos, abstraído por el bailoteo de las pulseras que chillaban.
Yo me fijé en el trasero porque, la verdad, era lo mejor mantenido entre los desniveles de la espalda y las piernas de tobillos cuadrados.
Celestino Pedrales aún atrapado entre verso y verso como en un laberinto, se levantó hipnotizado. En dos zancadas llegó hasta la barra de mármol en el momento preciso en que El Gallego trataba de entender lo que decía la voz metálica de la mujer.
- Es ella -oímos que murmuraba Celeste con cara de amante furtivo, medio cuerpo tirado sobre la barra, el cuello inclinado, la boca temblando, naufragando ya en las penurias de un poema,
“A mis plegarias y desventuras llega el premio,
A mis soledades mutiladas y a mis apremios,
A mis dolores y a mis…”
se interrumpió delirante, tratando de hallar la terminación acorde para ensartarla musicalmente, tal vez mareado por el perfume de la mujer. Todos miramos esperando que ella lo cacheteara con justicia y Pedrales cayera de bruces contra el piso de baldosones, mas la inspiración de Celestino para mutar la realidad en adjetivos impensados no tenía frontera y como un río desbordado le mojaba a la mujer el pecho de palabras extraviadas que no se pertenecían, enfrentadas, guerreando entre sí, resistiéndose a caminar juntas.
Empinada en tacos de estilete, la mujer miró a Celeste por el espejo avejentado del bar. Sonrió, los labios se le fueron estirando en una sonrisa de dientes imperfectos, una dentadura acorde con la boca floja. Ese detalle le pasó inadvertido a Celestino que se arrimó aún más a las curvas aprisionadas en la falda. En esa imagen quedaron los dos reflejados en el espejo, estaqueados por el marco de madera pintada de dorado como en un cuadro de museo.
- Me llamo Dalia,-susurró la mujer- Dalia Deméter.
Celestino se cuadró como si saludara a la bandera y extendió las manos para tomar las de ella y haciendo una reverencia cortesana, las rozó en un beso.
- Sonamos -dijo por lo bajo el Turco Elías, con los ojos más oscuros que nunca -,éste nos deja quedar como pueblerinos ignorantes, mirá vos lo que hace el muy idiota.
- De no creer -silabeó Laureano, pero casi no lo escuchamos porque no podíamos apartar los ojos de ella y de Celestino, sentados ya a la mesa de la ventana y mirándose como si hubieran inaugurado la Creación.
Dalia, Dalia…, flor de néctar del cielo de los dioses,
Encontrada una noche en la pena de los adioses,
De andares amanecidos y primorosos
Dientes perfectos y …”
un acorde inseguro le detuvo la voz; era imposible no atragantarse después de decir esos versos y su tartamudeo nos animó a pensar que abandonaba los andares amanecidos y la flor de néctar en ese momento crucial, en ese silencio insolente, pero nos equivocamos porque Celestino no conocía guillotina que descabezara su poesía y tenía la ciencia de hallar palabras fértiles en campos estériles, sin respeto por normas ni preceptos académicos.
…y de labios jugosos, gritó sin amedrentarse. ¡Eso, eso mismo, de labios jugosos!
Oí mi propia respiración contenida y la voz de El Gallego en estampida defendiendo la ley de admisión en su local y sacudiendo los brazos dispuesto a poner orden a tanto absurdo.
-¡Basta! Coño y recontracoño. Se me mandan mudar los dos de aquí, no los quiero en mi bar -, arengó con porte de generalísimo mientras Celeste, rendido por los labios jugosos, boqueaba como un cordero con la lengua colgando. El Gallego no tuvo tiempo de traspasar la barra porque, como por arte de magia, siguiendo el ritmo marcado por un invisible director de orquesta, los dos se pusieron a bailar; los brazos de la mujer sobre el cuello de Pedrales y él, atado a su cintura, bamboleándose como si efectivamente una música de violines los transportara al Nirvana.
- Está rematado -le dije a Laureano cuando danzaban entre las mesas como en la pista de un casino transatlántico, ladeando las cabezas y sonriéndose. Ella ensimismada, él agotado de tanto amor, apabullado y repitiéndole al oído horrores en verso. Iban y venían por el bar y cada tanto, en un compás abstracto, Celestino se deshacía pródigo en metáforas aún más abstractas,
Sol efímero y versátil, te aguardaba,
Tus ojos de renegridos brillos,
Tu cintura de avispa, tus piernas torneadas".

Desviamos las miradas hasta las piernas aprisionadas en medias de látex negro y los tobillos anchos y las rodillas abultadas que sostenían el peso del sol efímero y versátil. Elías y Santoro, tenían las cejas como un alero a dos aguas, a nadie se le hubiera ocurrido que aquellos ojos de brillos renegridos eran los dueños de finísimos tobillos por el simple hecho de rima obligatoria.
En un arranque de pasión, atenazados los cuerpos en un simulacro de locura extrema, se besaron. En un rictus esmirriado la boca de ella se fue abriendo como si quisiera comerse toda la poesía que Celeste declamaba sin sosiego.
José Campos pálido y con las manos colgando al lado del cuerpo, deletreó una puteada. Impulsados por un temor extraño Elías y yo nos miramos con el mismo sentimiento que nos une al ver cubrirse el cielo de nubarrones, sabiendo que van a inundarse las chacras en un instante.
-Lo que se perdió Heinsel, no me va a creer si se lo cuento -balbuceó Santoro, pero apenas tuvo tiempo de terminar la frase. Como si el beso no fuera suficiente horror para bajar el telón sobre la escena, ella abrió el escote y llevando una mano de Celestino hasta sus senos, la apretó contra su pecho y suspiró. Celestino, la cara roja, la mirada centelleante, palpitándole el cuello como el de un buey, se ahogaba,
…Virgen del edén profano te venero,
Y bebo de tus pasiones el veneno,
No dejes de amarme que me desvelo,
Jamás me traiciones, dulce tormento amado,
Porque en el barranco de tu desdén, me desbarranco…”.
Ese fue el fin. O el principio porque, uno empalmado al otro, salieron caminando sobre nubes, ella soldada al brazo de Celestino que, de perfil, iba sorteando las baldosas rotas de la vereda.
Don Franco y Elías se levantaron mientras El Gallego después de apilar las sillas, daba vueltas a la manivela de la cortina metálica, que aún chirriaba cuando traspasamos la puerta y salimos.
Desde la esquina los vimos, él aún recitando estertores. Ella, dobladas las rodillas sobre las piernas generosas, desequilibrada la silueta. En la vereda sus sombras parecían una sola sombra, agrandada sobre las paredes bajas de las medianeras por las luces del farol. Debajo del palmar de la plaza se besaron otra vez y cruzaron la calle de los alerces.
Así, fueron perdiéndose.
Celestino Pedrales no regresó a su casa en la madrugada, ni al día siguiente y nadie lo buscó porque vivía solo desde chico. Ella debió irse con él porque tampoco volvió a aparecer por el pueblo. Después de un tiempo hasta El Gallego se reía cuando nos acordábamos de los terroríficos poemas de Celeste, de las cuartetas serruchadas, de los desórdenes verbales, de los latigazos gramaticales con que nos torturaba a cada momento. Y de su sueño de poeta exitoso, amado fielmente por una Musa.
Una nochecita estábamos tomando cervezas en el club cuando Venegas se acercó. Con cara de haber sacado el premio mayor de la lotería, desplegó sobre la mesa la Crónica del Agro, que era el semanario del pueblo. En la primera página, una foto mostraba a Celestino Pedrales de esmoquin y corbata moñito, saludando desde un escenario. Y pegada al lado de él, ella.
-¿Qué tal? - dijo Laureano y todos a un tiempo, volvimos a mirar la foto de la portada donde Celestino sonreía agradecido, con la mano en alto, los aplausos de una platea colmada.
- Fijate vos..., -deletreó José Campos con los ojos desorbitados -Celestino en El Orfeón de la Capital.
- Debe ser una foto montada - sentenció Elías, que heredaba la desconfianza del padre.
-¡Qué montaje, ni qué montaje! Es Celeste, mirá bien. El mismo que asesinaba versos sin remordimiento y ella es la que bailaba como poseída en el bar de El Gallego. Mirénle las piernas, las mismas piernas desparejas, los mismos tobillos cuadrados. Y lean, lean lo que dice la prensa capitalina.
Anselmo se puso de pie y levantó el diario de la mesa. Anselmo había estudiado oratoria por correo y tenía voz de locutor, nadie mejor que él para leernos la noticia:


                     El talentoso poeta bonaerense Celestino Pedrales,
                       concurre al merecido homenaje que se le tributó
                         por su trascendental aporte a nuestras letras.
                              Su Musa inspiradora, Dalia Deméter,
                    despertó la más profunda admiración por su belleza.
                                                     

                                                        ***
Un silencio desasosegado nos dejó las bocas quietas, los ojos metidos en la fotografía en blanco y negro del periódico más vendido en la Capital: Celestino, rodeado por renombrados intelectuales, sonreía con aire satisfecho y ella, con la misma vulgaridad que le conocimos, apretaba un ramo de rosas sobre su pecho abultado.
Fue la última vez que supimos de Celeste. Hasta el domingo pasado, cuando bajé por la calle corta, crucé la fábrica de ladillos y entré al club como hago todos los domingos para jugar un partido de pelota vasca con Santoro. Me sorprendió no encontrarlo al doblar la esquina, esperándome como de costumbre, arrimado a la puerta, el pie apoyado en la pared y fumando. Al entrar, desde la cafetería un griterío desordenado me desvió los pasos. José Campos, la cara desencajada, los codos apoyados en la mesa de fórmica, hablaba con Venegas y con Anselmo. Al verme aplastó la colilla del cigarrillo en un cenicero de lata y se acercó inquieto.
- Es Celeste -me dijo arrastrando las letras y se llevó hacia atrás el mechón de pelo rebelde que siempre le caía sobre la frente.
- Celeste, ¿qué pasa con Celeste?
- Celestino -volvió a decir Santoro, pero no pudimos seguir con el tema, José Campos como si apantallara a un desmayado, movía las manos para que hiciéramos silencio. Desde la radio, una voz de dicción perfecta interrumpía la cortina musical para aportar nuevos datos sobre el infortunado hecho. Infortunado repitió varias veces. Infausto, hondamente trágico dijo la voz, y se volvió afónica.
 

Celestino Pedrales fue enterrado en el cementerio del pueblo tres días más tarde, un miércoles de abril, húmedo y todavía caluroso.
Desde temprano habíamos aguardado en la estación la llegada del tren, vimos como bajaban del vagón el féretro de madera lustrosa y en fila, procesionalmente, llegamos al cementerio.
Cerca de la arboleda de tilos, estaba cavado un pozo parejo. Mientras Celeste descendía a su último destino, el cura rezó un responso en latín. Fueron las únicas palabras, pues nadie, ni siquiera Anselmo con su voz de locutor, se hubiese atrevido a frases de despedida. Tal vez, porque ninguno de nosotros sabía perderse y volver a encontrarse en el laberinto de las palabras menos aliadas que acechan en la vida. Nadie como Pedrales para hallar los momentos más resplandecientes en rimas oscuras.
La mujer de Elías había llevado un ramito de begonias de su jardín, al marchamos dejamos caer sobre la tierra una flor.
- Celeste estará contento, -dijo Heinsel -fijate, vinimos todos.
Y era cierto, estábamos todos. Todos menos ella. Porque por no estar, Celestino Pedrales se había descerrajado un tiro certero en plena Feria del Libro en Buenos Aires.
Justamente cuando La Rural hervía de gente y en los stands iluminados se estiraban cientos de manos para conseguir el autógrafo del escritor más mediático. El mismo día en que un ex ministro, rodeado de guardaespaldas, presentaba su ensayo y las cámaras de la televisión habían formado una muralla en el Salón Cortázar, donde una modelo promocionaba un álbum de fotos eróticas.
Sábado, a cartón lleno de desesperados por el best-seller yanqui, atolondrados espulgando recetarios de autoayuda, cholulos oteando entre la muchedumbre la cara del personaje televisivo. Sábado y al mediodía, y quizá porque no pudo hallarle rima al dolor feroz que le cerraba el alma, en medio de ese olor a imprenta y asadito que se mezclan como tomos de una misma enciclopedia, Celeste había preferido morir a malvivir sin su Musa.
Obstinado como era, debió creer que la muerte, dócil a su talento, le inspiraría milagrosos endecasílabos para olvidar el engaño de Dalia. Un engaño ruin.
La infidelidad más cruel para un hombre enamorado.
La siniestra daga de la peor traición que pueda herir a un poeta. La traición con otro poeta.


                                                                             * * *

Imagen: Internet

 M.R.-C.
 "Del glamour a la ciénaga" - 
  Derechos Reservados (2012)









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