viernes, 22 de julio de 2016

CUENTO CORTO







SECRETOS





Carlitos no entiende nada. No entiende nada desde que se cayó de la cama, cuando era chico. Eso dice mamá y asegura que poco a poco va a ir aprendiendo, pero Carlitos ahora es más alto que yo y sigue sin entender nada.

Ni siquiera habla, apenas unos ruidos como hipos, que se vuelven insoportables a la noche, mientras duerme y no pueden entenderse porque no son palabras, son sonidos como el ruido que hace el papel de los regalos cuando se rompe.

-Pobre Carlitos, está soñando, -dice mamá cuando los ruidos nos despiertan - seguí durmiendo, yo me quedo un ratito con él.

Yo sé que el ratito va a durar toda la noche y cuando me levante, mamá estará casi lista para salir porque el nuevo trabajo queda lejos de casa y el viaje en colectivo es largo. Antes, mamá tenía más tiempo para estar en casa y era ella la que se ocupaba de Carlitos, pero hace dos semanas que soy yo la que lo despierta y después de vestirlo, le calienta la leche.

Me cuesta ponerle las medias y las zapatillas, no se queda quieto y se mueve hasta que se le salen otra vez y tengo que volver a ponérselas. Por suerte aprendí a atarle los nudos ajustados.

-Sacate la gorra Carlitos, que te tengo que peinar -le pido, pero no quiere y sigue con la gorra verde en la cabeza todo el día.

Una mañana le acerqué el tazón de leche, lo tiró de un manotazo, pasó la lengua por el mantel de nailon y se quedó mirándome. Por el mantel un reguero blanco caía hasta las baldosas.

-Sos un idiota -le grité llorando de rabia, de ganas de decirle que por su culpa tengo que faltar al colegio y no puedo hablar más tiempo con mamá.

Me puse a limpiar el piso con un trapo, Carlitos empezó a moverse arrastrándose, se daba golpes contra la pared y pateaba el marco de la puerta; después se quedó quieto, con la cabeza hacia atrás. Salí de la cocina y no le hablé en todo el día. Cuando a la noche nos sentamos a comer con mamá, tampoco le puse la servilleta para que no se manchara.

Después de cenar, fue a su cuarto y volvió con la caja de lápices. Las puso en la mesa y con el dedo empezó a hacer rayas imaginarias, como hace siempre esperando mis dibujos coloreados. Con brusquedad, aparté los lápices. Al desviar la vista, la mirada de mamá tambaleó sobre la mía, colgada de un trapecio tenso y, como si Carlitos se hubiese vuelto invisible, las dos nos quedamos solas en medio de la cocina, sin más compañía que este dolor repartido.

Un dolor que se amansa a veces, cuando salimos al patio y Carlitos se estira debajo del sol, con la gorra verde sombreándole la frente, y se queda en silencio, sin esos ruidos horribles que hace cuando quiere decir algo. Roto en bastones, el sol hace que los ojos de Carlitos, parezcan más claros. Entonces, le doy una galleta y la muerde hasta ablandarla.

- Carlitos –le digo –comé bien, mirá que cuando venga mamá se lo cuento.

Él sigue lamiéndose los dedos y me pone tan nerviosa que pienso decírselo a mamá en cuanto aparezca por la puerta, pero después me arrepiento y no le cuento nada.

Prefiero que mamá no sepa. Tampoco lo de ayer.

Ya estaba nervioso al levantarse. Lo noté enseguida porque tiró la gorra y la pisó hasta arrugarla. Mamá le dio varios besos antes de irse, pero Carlitos siguió moviendo los brazos, revoleándolos para los costados.

Encendí el televisor, era una película hermosa y lo llamé.

Pero él se tiró en la alfombra. De perfil, vi que empezaba a llorar sin ruido, porque Carlitos no hace ruido cuando llora. Abrió la boca y la cara se le deformó en una mueca muda. De pie, se quitó de un tirón el buzo abrigado.

-Te vas a resfriar –le dije tratando de ver la película, pero siguió sacándose la remera y se desprendió el pantalón.

En la pantalla un paisaje de playas y casas blancas, me recordó un verano que pasamos cerca del mar. En la arena, Carlitos se doblaba hasta parecer un ovillo y le gustaba el ruido de las olas. Mamá dice que las olas se mueven con una música secreta que solamente se oye si estamos vacíos de otros pensamientos.

-Mirá Carlitos, qué hermoso suena el mar, como a vos te gusta –le dije. Él pareció no oírme y sacudiéndose, con el pantalón caído, enrollado, trataba de sacarse las zapatillas.

-Sos loco, mirá lo que estás haciendo -grité viendo que seguía tirándose del pantalón -No te doy más galletas Carlitos –lo amenacé, pero no se enojó. Al contrario, se le ocurrió abrazarme. Tanto me apretó que me faltaba el aire y tuve que darle un empujón, porque me dolía.

Él volvió a abrazarme más fuerte y juntando su cuerpo al mío me tocó la cara y los hombros. Una y otra vez, me pasó las manos por los brazos y por la blusa.

Las manos de Carlitos son duras. No son blandas como las mías o las de mamá. Son manos casi cuadradas, de dedos pesados y tan torpes que rompen todo.

-Vestite pronto que te va a dar tos –dije retándolo, pero Carlitos siguió bajándose el calzoncillo como si quisiera mostrarme que lo podía hacer solo, sin ayuda y delante de mí, casi desnudo, se puso de pie. Con rapidez, se frotó entre las piernas.

Un líquido espeso lo fue mojando hasta las medias. Con las manos pegajosas, acercándose, volvió a tocarme la cara.

Desde el televisor el ruido de las olas pareció detenerlo un momento. Tal vez estará escuchando la música secreta, pensé, pero Carlitos siguió pasándome las manos húmedas por el pelo y la blusa.

-Mirá cómo me manchaste -lo acusé y fui soltándome de su abrazo -Vamos, tenés que estar limpio antes de que venga mamá.

Los dos fuimos al baño. Le saqué el resto de la ropa y lo ayudé a meterse en la bañadera para frotarlo con la esponja. Desnudo, silencioso, Carlitos parecía un bebé grande mientras lo secaba.

Le puse las medias y un jogging azul, le até las zapatillas. Él se acomodó la gorra sin darse cuenta de que estaba al revés y se le veía la etiqueta.

-Ahora me tengo que bañar yo -le dije. Carlitos se quedó inmóvil, sentado en la tabla del inodoro, las manos sobre las rodillas. Me descalcé, abrí la ducha, corrí la cortina y me metí debajo del agua. Me enjaboné el cuerpo, me sequé y me envolví en la toalla. Él seguía sentado en el inodoro. Al mirarlo vi que la cara de Carlitos estaba deformada.

-Está llorando -pensé-, está triste sin remedio -y un sentimiento extraño me dio escalofríos. Entonces, delante del espejo, me desprendí la toalla. Tomé el frasco de perfume de mamá y me lo fui desparramando por los brazos, por la espalda. Un serpenteo fresco me recorrió las piernas hasta los tobillos.

Con la mano me alisé el pelo y me fui acercando para que Carlitos pudiera tocarlo; desde la cabeza ladeada escurría un hilo de agua mientras él se llevaba a la boca un mechón húmedo. El perfume era más fuerte cuando Carlitos, como si pasara la lengua por un helado, me mojó el cuello. Un nuevo gesto le abrió la boca y un hilo tibio, transparente, me corrió hasta la cintura.

Lo aparté despacio. Con la mano atraje su mano hasta mi cuerpo.

Sobre mi cuerpo iban resbalando los dedos estirados y duros de Carlitos. En un instante me pareció que iba a decir algo. Esos mismos sonidos que nadie entiende y que se guarda en la cabeza, como la música secreta de las olas.

-Alguna vez los sueños se cumplen -dije, y lo ayudé a ponerse de pie. Fuimos hasta mi cuarto. Quieto, sentado en el borde de mi cama, Carlitos esperó a que me vistiera mientras movía la cabeza hacia los lados.

De la mano lo llevé al lavadero y puse la ropa en el lavarropas, para que mamá no la viera. La mía y la de Carlitos.

-Vamos al living a mirar la tele -propuse, pero ya había terminado la película. Él, con un ademán torpe arrastró una silla para que me sentara y se tiró en el sofá.

-Ya se fue la película, ¿no ves? Mejor dibujemos -le dije. Carlitos siguió mirando la pantalla.

Estaba oscuro cuando volvió mamá. La ayudé a poner los platos y los cubiertos sobre la mesa. Carlitos seguía con los ojos clavados en el televisor, jugaba con el control remoto. En la pantalla se encimaban las imágenes.

- Vengan a comer -dijo mamá mientras revolvía la salsa en la cacerola.

Lo llevé hasta la cocina y nos sentamos los tres a la mesa. Carlitos se acomodó en la silla meciéndose hacia adelante y no quiso ponerse la servilleta.

Con una cuchara fue levantando uno a uno los ravioles de su plato. Cuando alguno se caía de la cuchara, volvía a levantarlo. Masticaba y tragaba y masticaba hasta que el plato quedó vacío. Mamá le sirvió jugo y bebió de un trago.

-Muy bien Carlitos, -le dijo mamá - ahora comé la manzana. Carlitos mordió la manzana haciéndola girar entre las manos. Se quitó la gorra y la colgó en el respaldo de la silla. Al rato, como todas las noches después de comer, mientras mamá y yo terminamos de ordenar, Carlitos dio vueltas alrededor de la mesa.

-Hasta mañana Carlitos -le dije cuando mamá lo llevó al baño para lavarse los dientes. Él levantó una mano y saludó como si estuviera muy lejos, como si nos separara una distancia enorme.

Puse el café en el fuego y una taza sobre el mantel.

Oí la voz de mamá mientras lo acostaba, la misma canción hasta que se queda dormido, seguramente para que Carlitos no vuelva a caerse de la cama.

Cuando mamá entró a la cocina, yo había servido el café. Con los codos apoyados en la mesa, como si la espalda le pesara, mamá parecía cansada. Empezó a hablar de cosas de otro tiempo. Cosas lindas de cuando Carlitos era el mismo de la foto que tiene sobre la cómoda, un Carlitos que yo no puedo imaginar sin la gorra verde y los sacudones.

-La semana que viene podés volver al colegio -aseguró mamá –A Carlitos lo va a cuidar una señora que recomendó la tía -dijo, y siguió revolviendo el café. Después se levantó y se puso a lavar los platos.

Debajo del chorro de la canilla las burbujas del detergente, como globos, se chocaban y se rompían. Mamá se las quedó mirando mientras el agua corría por la pileta y los vasos parecían barquitos inclinados.

Al entrar a mi cuarto, llegaban los sonidos desparejos, inquietos, de todas las noches.

-Pobre Carlitos, qué será lo que sueña -dijo mamá antes de apagar las luces.

Quise decirle que yo sabía. Pero los secretos no se dicen.




Imagen Internet





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