domingo, 3 de agosto de 2014








Por Fernando Veglia       

Días

2012-11-2917-22-171


El cielo plomizo hacía de la ciudad un lugar gris, la humedad había llorado sobre las calles y las aceras y la fría mañana observaba la tediosa rutina de hombres y automóviles. 
Un muchacho de unos treinta años, redondos anteojos diminutos, sombrero de paño, nariz puntiaguda y cuerpo delgado, avanzaba enfundado en un gabán negro. Bajo su brazo, lo acompañaba una carpeta marrón. Estaba trabajando; cumplía con las inagotables idas y venidas de los trámites burocráticos. 
El sonido de reiterados golpecitos lo sorprendió, extirpándolo de los pensamientos laborales y los planes diarios. Un amigo de la infancia, golpeando con el dedo índice la vidriera de un bar, lo llamaba.
Hacía un año que no lo veía, a pesar de que ambos vivían en la misma ciudad. De vez en cuando, se comunicaba con él a través de las redes sociales. Aceptó la invitación con gusto, tenía tiempo.
El bar lo recibió con calidez, olor a café, canto de murmullos y música suave. Abrazó a su amigo, lo extrañaba. Hablaron, con la inagotable confianza y confidencia de una infancia compartida, de sus labores e hijos, de la incomprensible política y, por supuesto, de las viejas amistades en común.
― ¿Y Juan? ¿En qué anda? –preguntó el muchacho de anteojos diminutos.
― ¡Juancito! ¿No sabés nada? –contestó el amigo de la infancia.
― No ¿Qué le pasó?
― ¿Hace cuánto que no lo ves?
― Y... dos años ¿Qué pasó?
― ¿Tenés tiempo?
― Sí ¡Dale!
― Fue hace unos meses. No sé qué le paso a Juancito. Un día se levantó distinto, como si nada, qué sé yo.... Qué explicación puede tener lo que hizo… No sabemos. Nosotros, con los muchachos, nunca la encontramos y eso que comíamos juntos todos los domingos. Me contaron que la mujer, Gloria, dijo que a la mañana se portó bien, que no notó ninguna alteración, además todos sabíamos que Juan no tomaba y que no tenía vicios… Esa mañana, llevó a los chicos a la escuela y fue a trabajar al supermercado. Todavía lo tiene.  Una de las cajeras lo vio, por última vez, a la once menos algo. Él le dijo “Tengo algo que hacer” y se fue, sin que nadie sospechara nada. Al mediodía, estaba arriba del tanque de agua del hospital. A los gritos. La gente se amontonaba para verlo y hasta frenaban los autos que pasaban por la ruta, era de no creer.
 
 
― ¡Apártense! ¡Apártense! ¡Me tiro!
―Pará pibe, tranquilo. ¿Qué te pasa?―  Intentó calmarlo un hombre que lo doblaba en años.
―¡Maté! ¡Maté impunemente!
La multitud, ante tales afirmaciones, dejó de gritar y el silencio la rodeó, cual ánima perdida, hasta que Juan reiteró su pedido.
―¡Apártense! ¡Me tiro!
―¿A quién mataste, pibe? ― preguntó un vendedor ambulante, mientras abrazaba a una mujer, obesa y mal vestida, que lloraba a borbotones.
―¡A ustedes los maté! ¡Hace años que los maté! ¡No puedo seguir así!
Varios de los presentes cruzaron miradas cómplices; el muchacho, el supuesto suicida, era un simple demente.
Mato ancianos todos los días, viejos como usted. Los mato y no me importa. Aunque sé que voy a convertirme en un viejo y que los jóvenes me matarán, tal como lo hago yo.
La multitud escuchaba en silencio. Los gritos, cada vez más desesperados, atraían nuevos curiosos y frenaban el tráfico. 
Un policía salió del hospital, acompañado de un sacerdote gordo y de caminar bamboleante. Ambos sabían que los bomberos y un familiar del suicida, enterado de la situación gracias a un piadoso llamado anónimo, estaban en camino.
― ¡Mato a mis pares, a los ancianos, a los pobres! No hago nada para evitarlo, simplemente mato. Lo más cómico es que nadie me culpa. ¡Nadie sabe que soy un asesino! ¡Soy un asesino!
El policía, intentando ganar tiempo y discreción, decidió contenerlo ― Cálmese, nadie mata con el pensamiento. Bajá. No te voy a hacer daño.
Juan ríe grotescamente y grita: –¡Mato igual que usted, pero sin armas!
― Cálmese, hay enfermos en el hospital. Sé que usted se llama Juan, que es propietario de un supermercado. Su mujer viene para acá…
Juan, indiferente a las palabras del policía, siguió gritando ― Cuando veo el noticiero y en la pantalla aparece un niño pobre o un viejo que no tiene dinero para comprar remedios, yo no hago un carajo. ¡Me quedo en mi casa y que se mueran! ¡Que se mueran!
― Juan, calmate. De esas cosas se encarga el gobierno, hay gente especializada.
― Ya veo cómo se encarga. Como usted se está encargando de mí o como este hospital se encarga de sus enfermos...
El supuesto suicida abandonó el diálogo y lloró sentado en el borde del tanque de agua, tapándose el rostro con ambas manos.
El policía, viendo que el muchacho era inmovilizado por la tristeza, tomó el radio y preguntó: –¿Qué mierda pasa que no llegan los bomberos? ― No hubo respuesta, debía esperar y, más que nada, ganar tiempo. Decidió pedirle ayuda al sacerdote: –Padre, hablale un poco. Voy a buscar un psiquiatra del hospital.
― Bueno, veré qué puedo hacer.
El sacerdote, sin muchas ganas de ayudar al prójimo y pensando quién habría sido el que lo mandó salir del hospital, llamó a Juan.
 –Hijo, a ti te afligen problemas de la conciencia. Eso que dices es inevitable y dios alberga a esas almas que no encuentran reparo en este mundo.
El muchacho reaccionó, parándose rápidamente y apretando sus puños a ambos lados del cuerpo, como si las palabras del cura lo hiriesen: –¡Usted carece de conciencia! ¿Dios? Nosotros debemos encargarnos de ellos. Usted no entiende nada. ¿Para qué usa esa sotana? ¿Para atenuar con una promesa los males y humillaciones de este mundo?  ¡Váyase! ¡Váyase! ¡Me tiro!
Juan dio un paso, quedando al borde del abismo. La multitud suspiró e, impotente, comenzó a gritar. El aullido de una sirena enmudeció la escena, anunciando la llegada de los bomberos. El presunto demente o suicida estaba dispuesto a tirarse al vacío, pero la figura de su esposa, descendiendo del camión de bomberos, lo obligó a dar un paso atrás. El llanto lo inmovilizó, haciendo de su cuerpo un ovillo.
El sacerdote advirtió que el suicida retrocedió, cuando observó a la mujer que acompañaba a los bomberos. Decidió hablar con ella:  
–¿Usted es la esposa?
―  Sí ¿Qué pasa, padre? ¡Dígame, por favor!
―  ¿Su marido es comunista?
―  ¿Qué pasa padre? ¿Qué me dice? ¡No! ¡Claro, que no!
―  Tal parece que ha enloquecido, háblele.
El jefe de bomberos ingresó al hospital. Encontró al policía y a un médico psiquiatra, discutiendo sobre la responsabilidad de la situación.
― ¿Señores, qué sucede?
― El tipo está desquiciado y quiere tirarse. Hasta ahora, lo contuvimos...
―  ¿Por qué no subió a bajarlo?
―  Porque no es mi deber, además estoy sumariado.
―  ¿Por qué no pide refuerzos?
―  Escúcheme, no van a venir ¡Suban ustedes!
El jefe de bomberos, viendo que el policía no lo ayudaría, decidió intentar con el médico ― ¿Usted es el doctor responsable?
― No, estoy en la guardia.
― ¿Dónde está el director? ¿O alguna autoridad del hospital?
― No hay nadie...
El jefe de Bomberos estaba fastidiado, su paciencia caía a plomo: 
–¿Aunque sea, se ha informado a un superior de la situación?
― Sí.
― ¿Y qué van a hacer?
― Yo los llamé a ustedes, mire si subo y el loco me tira.
― ¿Es paciente del hospital?
― No, aparentemente no.
― No tengo más remedio. Voy a mandar a dos de mis hombres, pero necesito que me aseguren que el sujeto no está armado.
― Creo que puedo hacerlo…
Los tres hombres fueron al centro de la escena.
― ¿Qué te pasa, Juan?  Baja, por favor ¡Por nuestros hijos!
Juan miró a Gloria con lástima. 
–Gloria, no soy ejemplo para los niños. Yo maté a tu papá.
― ¿Qué decís, Juan? Mi papá murió hace  años...
― Lo maté mucho antes, después de jubilarse, cuando se fue quedando sin dinero y dependía de nosotros ¿Lo recordás? Había dejado de ser don Antonio para convertirse en un viejo hinchapelotas; también asesiné a los míos…
Gloria lloró, no comprendía lo que le sucedía a su marido. La aterraba la idea de que estuviese loco.
El jefe de bomberos caminó hacia el médico, todo el escenario hipócrita y morboso le molestaba. Prefería que el hombre cayese del techo –Doctor, hablé con los muchachos. Cuando dé la señal, colocarán la escalera en la parte trasera del techo, subirán rápidamente e inmovilizarán al suicida, sorprendiéndolo. Ahora, le pido que averigüe si está armado.
― Escuche bien, si a sus muchachos se les cae, nadie va a decir nada...
El policía afirmó con la cabeza.
― ¡Por favor, ayúdenme!
El médico, sin otra opción y ante la insistencia del jefe de bomberos, miró fijamente a Juan y gritó, a voz en cuello: – ¿Por qué no te pegas un tiro, la puta que te parió?
― ¡Porque si tuviera un arma ya me lo hubiera pegado!
El jefe de Bomberos dio la señal y, finalmente, Juan fue rescatado.
― No lo internaron, ni nada. Está medicado, más tranquilo; el supermercado lo atiende la esposa –concluyó el amigo de la infancia.
―  Pobre Juan, hace tanto que no lo veo... 
― ¡Date una vuelta por el supermercado! Bueno, te puse al día con las novedades y es tardísimo. Me tengo que ir. Mi jefe se va a dar cuenta de que estoy haciendo tiempo.
―  ¿Vos lo visitás? ¿Siguen almorzando los domingos con él?
―  ¡Estás loco! No lo vi más… Me tengo que ir.
―  Nos vemos ¡Eh! ¡Caradura, paga el café!
―  Invitame, amarrete ¿Quién te trajo las novedades?
―  Está bien, amigo de la infancia, me debés un café.
― Nos vemos.
El muchacho de los anteojos diminutos, viendo que su amigo atravesaba la puerta y era engullido por la multitud, pensó: “Nos vemos… si conservamos la cordura” Pagó los cafés y se fue.


Relato incluido en el libro Líneas (Ed. de los Cuatro Vientos, 2005)
Fernando Veglia, escritor y articulista argentino. 


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