miércoles, 27 de agosto de 2014

EL TAPADO DE MEZCLILLA




               
                                                                 Por Marita Rodríguez-Cazaux


Lo había encontrado en San Telmo, revolviendo en una tienda cualquiera, casi oculto por una estolita de cachemira.  

-Un abrigo italiano, de corte impecable. Mire los pespuntes en cordoné, los botones dorados, la martingala. Un tapado con presencia -trataba de convencerme el vendedor -¿Usted diría que es verde, azulado o gris? Imposible, porque este tapado tiene el color del estado de ánimo de quien lo use, ¿no le parece? Y fíjese la trama, una pichincha para no perderse -decía adulándome con gestos galantes.


Sin poder resistirme me lo calcé sobre los hombros. Un perfume de valeriana me subió por la nariz; creo que ese perfume, me incitó a quedarme con él. Pagué sin entender porqué me atraía un abrigo de mezclilla fuera de moda. Salí de la tienda con el tapado en el brazo, colgando como una marioneta. Las mangas balanceándose al compás de mis pasos sobre los adoquines hacían que su sombra gesticulara en las paredes lances verdosos, azules o agrisados, como si escapase.

Ya en casa volví a ponérmelo. Mirándome de costado y dando una vuelta frente al espejo me pareció regresar a la infancia, frente al ropero de mamá, probándome su ropa.


Qué tonta, pensé, no necesito tener otro abrigo, y menos que me lleve a esos recuerdos. Pero el tapado es justamente de mi talle, no puede negársele una hechura personal, me conformé mientras lo guardaba en el placar. Después entré en el baño y me olvidé del gasto impensado, mientras deslizaba la crema por el cuello y las arruguitas de los ojos.


Una semana más tarde me invitaron al cumpleaños de una prima en la casona de la playa. No quería ir porque la estancia rememoraba aquellos días interminables en veranos aburridos, dando vueltas por el parque, la sala, los pasillos del corredor. Sin embargo, yo jamás encontraba las palabras que ayudasen a escabullirme de esas reuniones tediosas y acababa por aceptar.


Termino haciendo lo que no quiero, me recriminé mientras guardaba contrariada en la maleta la ropa interior y los zapatos altos, los cosméticos y el vestido negro de lana. Con este frío, protesté al tiempo que ponía todo en el baúl del auto. Entonces me acordé del tapado de mezclilla jaspeada.


Puedo estrenarlo, me impuse y lo acomodé en el asiento.


A las tres horas cruzaba la tranquera y seguía el camino de pinos hasta llegar a la casa. Estacionados sobre la gramilla cuatro autos y una moto se alineaban debajo del alero. Adiviné que todos estarían en la sala, junto al hogar de leños, mientras mi prima servía chocolate con masas horneadas por la abuela.


Cuando entré, un fuerte olor a piñas quemadas llenaba el salón.


-Por fin, ya nos marchábamos a pasear por el centro -me recibió la tía, con el mismo tono afectado y afónico que creía obligatorio en la gente paqueta, y empezó a apurarnos distribuyéndonos en grupos.


-Ponete algo abrigado -ordenó mientras apoyaba dos besos sin sonido sobre mi cara.


Sin replicar me puse el echarpe debajo de las solapas del tapado, pensando que el centro no tenía más que cinco cuadras de negocios, un club y la plaza principal.


-Está desierto, como todos los inviernos -dijo mi prima y me empujó para salir.


Poca cosa para estrenarme el tapado, pensé.


En el verano la playa en la entrada del pueblo, era invadida durante el día por haraganes ricos con anteojos oscuros; antes del atardecer regresaban a sus hoteles a cenar y nos dejaban todo el pueblo marinero para nosotros. La gente se reunía en las puertas de las casas y tomaban helados en las veredas, criticando a los turistas y convencidos de que el lugar solamente les pertenecía por entero en los inviernos.


Hacia la medianoche los autos volvían a acercarse a la playa, con los faros encendidos circundaban un espacio donde encendían fogatas mientras las radios sonaban estridentes. Yo los veía detrás de las ventanas, espiando el bullicio de los visitantes, imaginando sus vidas de entretenimientos, sus viajes, sus desbordes. Aventuras tan distantes de mis vacaciones sosegadas.


Caminando hasta el bar del centro, un viento fresco me obligó a cerrarme sobre el cuello las solapas, mientras un sol delgado resbalaba por el tapado.


-¿Te acordás de Enrique? -silabeó mi prima, tocándome el brazo.


Era imposible olvidarme de Enrique. Lo recordaba aún sin proponérmelo.


El año en que mis primos pasaron con los abuelos el verano, los días solitarios sin otro pasatiempo que la hamaca en el árbol y los libros, se volvieron días de alegría y juegos en la playa. Amigo de mis primos, simpático, incansable, era el líder indiscutido. Lo veneré desde su llegada. No perdía oportunidad de estar con él, cabalgando por los médanos, jugando en el mar, organizando guitarreadas alrededor de los fogones.


Juntos siempre, hasta que un mediodía ella apareció en la playa y el sol se eclipsó sobre su pelo. Perfecta y alta, paseando sin prisas por la arena, Enrique dejó de mirarme para mirarla y se fue alejando de todos los momentos que compartíamos para estar pendiente de ella.


Espiaba el amor de Enrique para la chica rubia que se hospedaba en el hotel más céntrico. Los veía abrazados, mojándose los pies en la espuma que traían las olas, riéndose y besándose.


Antes del término del verano él la siguió a Buenos Aires. Quedé aún más sola que en los veranos anteriores.


Más tarde supe que estaban en San Marino, donde él trabajaba en un estudio iniciando su carrera. Después de dos años se separaron y él regresó al campo de sus padres, abandonando proyectos propios en un buffet de abogados.


Al terminar mi carrera viajé a Bélgica becada. Regresé con el inicio de la democracia y conseguí un buen empleo como correctora en una editorial capitalina.


Nunca volví a ver a Enrique, ni siquiera en casa de mis primos, con los que mantuve una relación estrecha. Y ahora, el filo de su partida volvió a rozarme.


Oí a mi prima contar que vivía solo, que estaba establecido en una chacra, que se había vuelto taciturno, bajando la voz confidencialmente, a medida que nos desviábamos de la plaza para entrar en el bar.


Cuando nos sentamos a la mesa, al mirar curioseando el salón reconocí su nuca, sus hombros apenas recostados en el respaldo en una silla.


La tía también lo vio, y poniéndose de pie, alzó la voz para llamarlo. Girando lentamente, Enrique saludó con la mano. Al verme, pareció sorprendido.


Se levantó. Apoyado en la mesa, contestó algunas preguntas de la tía; después se llegó hasta mi sitio.


-¿Puedo sentarme? -dijo, separando la silla.


-Sentate donde quieras -le contesté y corrí el tapado del asiento donde lo había dejado, al tiempo en que él se sentaba.


- Años, años… - dijo despacio cruzando los brazos sobre la tabla de madera.


Parece decolorado, como la rubia, me regocijé en secreto al notar las canas en sus sienes y las arrugas que le bordeaban los ojos.


Los ojos de él se detuvieron en los míos como una caricia que me obligaba a mantener apretados los dientes por temor a decirle cuánto había extrañado esa mirada.


No te quiero, no te quiero, llevo media vida aborreciéndote, pensé y sostuve su mirada demostrando una indiferencia que no era real.


-¿El abrigo es tuyo? -preguntó señalando el tapado, como si quisiera alejarlo, mientras yo bebía chocolate dulce, con los ojos fijos en la pared con humedad.


- Lo compré en Londres -le mentí. Una mueca le torció los labios.


Cuando nos levantamos para regresar a la estancia, la tía lo invitó a cenar. Pero él se negó.


-Prometeme que venís a los postres -insistió ella. Enrique ladeando la cabeza, aceptó casi sin abrir la boca.


Cuando llegamos a la casona, la abuela asaba castañas y las bellotas crepitaban por el calor.


-Pobre Enrique -susurró mi prima antes de ir a cambiarnos, parece que algo lo estaqueara en la tristeza, como si no pudiera ser feliz en ningún lugar. Seguro ni siquiera viene a la noche.


-La tía no debió obligarlo -dije subiendo la escalera.


-Seguro sintió lástima por él. Enrique no es el mismo desde que ella lo dejó. Aquella relación fue cruel -agregó mi prima, apurándose en los escalones -. Una mujer cínica que solamente perseguía su posición.


-Así son las rubias -contesté inquieta, pasando la mano sobre mi flequillo oscuro.


Durante la comida me sentí incómoda, silenciosa. La abuela, solícita, acercaba los platos con castañas almibaradas y los duraznos glaseados del postre.


Después de la cena alguien trajo un álbum de fotos y mientras la tía lo hojeaba todos empezamos a convertirnos en bebés gordos envueltos en mantitas tejidas, en chicos despeinados jugando en la playa, en adolescentes desgarbados.


-Qué lindo sentirse veinte años más joven -dijo la tía. La miré con rabia. Veinte años, eran los que yo tenía cuando me enamoré de Enrique. Nunca pude querer de la misma manera, arrastrando fracaso tras fracaso, enredos y desilusiones que parecían perseguirme.


-Mirá, mirá, acá estás disfrazada de Pierrot y con medias blancas -gritó mi prima, señalando mis piernas flaquitas de rodillas huesudas.


Yo odiaba las fotos de la abuela porque me acercaban a ausencias muy dolorosas, a días interminables de vacaciones solitarias mientras la familia viajaba al Uruguay y yo, alejada del bullicio de las clases, no tenía otro pasatiempo que la hamaca en el árbol y los libros.


Un motor detenido en la entrada precipitó a la tía a la puerta. Al rato apareció en el salón del brazo de Enrique. Me pareció que él se sentía incómodo.


Increíble volver a verlo y en esta casa, pensé mientras respondía a su saludo.


-¿Viste las fotos? -oí que decía la abuela mostrándole el álbum - Fijate qué lindas están las chicas -agregó.


Horribles pensé, horribles con esos trajes de baño con voladitos y los sombreros de lona a rayas. Horribles al lado de la rubia impecable, envuelta en un pareo importado y con un escote de envidia.


-Fue una época especial -dijo Enrique sonriendo con ese rictus que diferenciaba su sonrisa de la de los demás.


-¿Por qué? Apenas un verano que pasó de largo y que nadie recuerda -contesté sabiendo que iba a lastimarlo.


Lentamente se separó del sillón donde la abuela hojeaba las fotografías. Se acercó al ventanal. La tía le alcanzó un pocillo de café. Los vi hablar en voz baja.


El calor de los leños me mareaba. Descolgué el tapado del perchero y salí a fumar un cigarrillo al parque.


Unas pisadas a mis espaldas hicieron que me diera vuelta. Era él.


-Al llegar a San Marino ya la había perdido –dijo como si fueran las palabras que habían quedado adeudadas, un secreto que tuviera que develarme -Fue inútil tratar de retenerla, no pude hacer que me quisiera -agregó sin pudor.


-Nadie puede hacer que lo quieran –silabeé con resentimiento, dispuesta a tirarle en la cara todo el dolor de estos años.


-Volví a encontrarla hace unos meses, sentada a la mesa de un café abrazaba a un hombre joven. Sus dedos perfectos plegaban para cerrarla sobre su garganta, la seda de una chalina; un gesto que solamente ella podía volver sensual y provocativo. Todavía me pareció hermosa, hermosa como siempre, pero al descubrirme desvió la cara -siguió diciendo como si viera un paisaje más allá del que nos rodeaba.


Se pasó la mano por el pelo que le caía sobre la frente. Un ademán ligero que le era propio y que nadie podría repetir con naturalidad. Al menos para mí.


Su voz era opaca cuando volvió a hablar.


-Recordé el último momento en que la sentí mía. Caminábamos por una calle escalonada, una llovizna imprevista nos apuraba los pasos. Ella cruzó, con ese mismo gesto, las solapas de su abrigo. Un abrigo jaspeado de color indefinido, con botones dorados, que habíamos comprado juntos en las tiendas de San Giovanni. Un tapado de mezclilla que volvía el tiempo del color que ella mandaba. Verde. Azul. Gris. Un tapado que reconocería inmediatamente.


-Inconfundible -dijo -.Aún en el cuerpo de otra mujer.


Después, por el sendero, debajo de los pinos, lo vi marcharse.


El rocío se iba desvaneciendo en una cortina espejada sobre el ligustro, cuando metí las manos en los bolsillos de un tapado de mezclilla gris.




M.R.-C.
"DEL GLAMOUR A LA CIÉNAGA" (2013)

Editorial Dunken

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