jueves, 7 de agosto de 2014

PERIÓDICO IRREVERENTES



PÁGINA 23, QUINTO RENGLÓN


                                                                                                     Por Marita Rodríguez-Cazaux
Mujer casada
Decidimos veranear en el mismo pueblo costero en el que, años atrás, habíamos pasado nuestra luna de miel. El mismo que la agencia de viajes publicitaba como un paraíso para parejas enamoradas, casas blanqueadas de cal recostadas en médanos desparejos y barcazas de madera pintada.
-El lugar ideal para una apasionada luna de miel -aseguró el vendedor al entregarnos los pasajes -.Un lugar para vivir todo el mar -recuerdo aún su voz, metálica, impersonal, colgada de su sonrisa.
Al bajar del tren, nos recibió un cielo que dejaba de ser cielo para meterse en un rumor azul que batallaba a unos pocos metros de nuestro abrazo. Sin embargo, cerrada al paisaje de ese oleaje arrebatado, consumiéndose en la impotencia que replegó el deseo, la pasión había resbalado por nuestros cuerpos y cercenada de caricias, se ahogó entre las sábanas, lamiendo apenas la orilla, sin poder llegar a las playas.
Aquél tiempo pasado era, todavía, una herida color sepia, como las fotos que yo guardaba entre las tapas de un álbum de cuero.
Esta vez, la mañana apenas despuntaba cuando partimos en auto. En la ruta una llovizna nos fue acompañando, tenaz, hasta la costa. Al llegar, el mar parecía un manto amarronado cubriendo la escollera.
El hotel, minimalista y elegante, anticipaba una estadía inolvidable, atención personalizada, playa privada, cine, sala de juegos, piscina cubierta. Una alfombra de diseño impecable, nos amordazó los pasos. Desde la araña de caireles, una luz despojada cayó sobre nosotros.
La lluvia continuaba aún, cuando después de desempacar, bajamos al salón. La música de un piano se oía cercana. Nos sentamos en las poltronas del bar.Sobre la mesa había un libro de Keegan. Sentí curiosidad, estiré el brazo, empecé a hojearlo. 
Un señalador rugoso marcaba la página 23.                                                                                                  
En el quinto renglón me detuve, “Cada vez que la mujer felizmente casada sale de su casa, se pregunta cómo sería dormir con otro hombre”. Desde lejos, el oleaje, lanzándose contra el malecón, se rompía en un grito afónico.
Cansados del viaje, con la intención de cenar temprano, subimos a cambiarnos y pasamos al comedor. Elegimos un sitio próximo a los ventanales. La neblina esmerilaba la noche. En la arena, la espuma era una bata de satín, arrugada y desprendida en el silencio que acompañó el rito de la cena.
Al día siguiente un sol lacio caía sobre la playa. Caminamos hasta la rambla. Después del mediodía, no quise quedarme en el cuarto y bajé a tomar un café.  Apoyado sobre la barra, estaba el mismo libro.
Parece perseguirme, pensé, y volví a abrirlo. Página 23, quinto renglón. Alguien debió olvidarlo, supuse y salí a caminar.
Debajo de la llovizna paseando hacia el muelle sería dormir con del viejo puente la frase me perseguía sin lograr amordazarla otro hombre una y otra vez repetida y empalmada. Y siguió al regreso  hoy y mañana   y el día siguiente   sentados en el salón  a la mesa del bar  recorriendo las calles estrechas  cuando sale de su casaotra vez camino al hotel, otra vez cómo sería
El mal tiempo nos decidió a regresar. Esperaba en la recepción a que acomodaran las maletas en el auto, cuando vi el libro apoyado en el mostrador. Torpemente, lo guardé en la cartera.
En el auto, desandando el camino, viajamos en el mismo silencio. La pasión, otra vez furtiva, sin dejarnos alcanzarla  felizmente casada se pregunta sin permitirnos entrar a un mar que mirábamos de lejos y la rutina callada al salir de su casa en un disimulo cordial que la atenuaba siguió siendo parte del secreto que los dos ocultábamos. La distancia que nos unía era una presencia inseparable y el desencanto como sería  tapiando un amor de noches desveladas  dormir con otro hombre siguió ocupando entre nosotros el lugar más ancho de la cama.
Y como si hubieran retornado conmigo, continué escuchando como sería las mismas palabras al bajar del auto  al abrir la puerta se pregunta y levantar las persianas y más tarde todos los días y después a todas horas, agazapadas,  felizmente casada sin orden  acechando imprevistas. Ni siquiera la cercanía del sueño las alejaba y durante las noches, respiraban sobre mi almohada.
Entonces me propuse olvidarlas. Tenía tantas cosas para hacer que no podía anclarme en una frase. En una simple frase de novela cuando el día apenas me alcanzaba para vivir mi vida de mujer casada, servir el desayuno  una mujer felizmente  lavar las tazas y acomodar las camisas planchadas en las perchas  como sería  derechas y prolijas sin apretar demasiado el cuello ni los puños en la estrechez del placar.
No podía perder mi tiempo para compartirlo con una frase. Cambiar las sábanas doblar las remeras se preguntaba cada vez que organizar la reunión de colegas profesionales frisar las supremas rellenas preparar el café y darle golpecitos a los almohadones del sofá.
Nada fácil cuando el reloj se reparte en ocupaciones   sale de su casa y no se puede desaprovechar el tiempo felizmente casada  hacer pilates evitar la celulitis, cepillar el traje  ordenar las corbatas pasar por la peluquería para rejuvenecer el corte con otro hombre y darle brillo a los muebles.
La frase me pesaba como una mochila arrastrada por toda la casa.
Guardé el libro en el placar, detrás de una manta de viaje, con la serena convicción de que cuando sale de su  la frase quedaría archivada. Pero la frase no necesitaba del libro y se asomaba cuando quería de su casa se pregunta  sin aviso y sin pronóstico.
Decidí desembarazarme de la página. Empecé a hojearlo pero no la encontré.
Un libro no puede perder una hoja como un árbol, me tranquilicé y recorrí todas las hojas hasta llegar a la contratapa. No estaba. Como si un renglón pudiera perderse dentro de un libro, o unas palabras se borraran solamente por haberlas gastado demasiado.
Maldita frase, esperándome como un asaltante listo para sorprenderme en cualquier rincón, pensé mientras rompía las hojas. Caídas sobre la alfombra parecían pañuelos rasgados cuando salí hacia el supermercado. Ni siquiera las levanté.
Esperaba en la fila de la caja cuando un gesto de disculpa curvó la espalda de una silueta en sombras entrando en mi mirada.
-es que un hombre felizmente casado –murmuró casi pegado a mi costado, cuando…
Bajé la vista, empecé a contar los productos, miré las etiquetas, corroboré los vencimientos de la manteca y el yogurt.
-sale de su casa, siempre se pregunta -oí que decía antes de que la cajera, a toda velocidad  terminara de embolsar la compra  como sería dormir con
Sin mirarlo, mientras me apuraba a sacar las frutas y pagaba, un perfume a madera y menta me llegó más cercano. Cerré las bolsas tratando de pensar en las hamburguesas con queso que prepararía para la cena y la cobertura de chocolate del postre.
En el estacionamiento volví a verlo. Cargaba en un auto varias bolsas blancas.      Hizo un ademán con la mano. Sin responder al saludo, subí a mi auto y salí hacia la avenida.
Al parar en el primer semáforo rojo, estiré los brazos sobre el volante. Ahí me di cuenta de que la frase había desaparecido de mi cabeza.
Por fin se callaron las palabras, me sorprendí y puse la radio. Un tema del verano, llenó el ambiente. Espero que no salgan en medio de la música, murmuré como si yo misma fuera otra persona a la que le contaba un secreto, pero la frase no apareció entre el frenético éxito musical.
Al entrar, tampoco en el living, esperándome como de costumbre, ni en la cocina, mientras colocaba en la heladera las botellas de gaseosas, las carnes, los lácteos.
Debe estar en el dormitorio, ahí es dónde le gusta estar, pensé segura de volver a encontrarla al subir las escaleras.
Pero ni en el dormitorio, ni en el baño estaba la frase.
Será en el escritorio, me dije mientras guardaba el desodorante en el botiquín mirándome al descuido en el espejo.
Fue en ese instante, reflejada bajo la luz de la tulipa, cuando me vi; como por primera vez y sin tener que ver nada conmigo.
Parece mi cara y mi cuello, y el escote y los hombros, pero no soy yo, dije sin voz, mientras mis manos, que no eran mis manos, arreglaban un mechón alborotado sobre una frente joven. Un rumor de olas llegaba desde lejos.
Por la escalera bajé con otros pasos, ajenos al ritmo de los míos. Una figura ágil, despegada de la mía, me siguió hasta el jardín.
El estío acortaba las tardes y ya se sentían los primeros fríos, pero un sol de enero iba cayendo sobre mi vestido de escote abierto y una brisa marina acercaba el perfume de eucaliptos al cruzar la galería.
Desde el patio, como si estuviera apartada de mí misma, lo vi sentado en el banco de hierro pintado. Tenía el libro entre las manos y lo hojeaba.
Levantó la cabeza y sonrió. Caminó despacio mientras cerraba el libro.
Un abrazo silencioso y detenido recorrió una espalda esbelta que ya no me pertenecía. Sobre su boca no eran mis labios los que se abrieron al beso. Ni mi cintura la cintura estrecha que se apretó a su cuerpo.
Reclinada sobre su hombro, al bajar el cuello, unos pies jóvenes dentro de sandalias con tiras que bordeaban dos tobillos delgados, se empinaron en arenas húmedas de espuma. Un rumor de sal, nos fue cubriendo.
Como recién parida, asombrada de caricias, mi mirada se llenó de su ojos.
Ni él ni yo hablamos. Para eso estaba la página 23, quinto renglón.
Más tarde, cuando el sonido acostumbrado de llaves llegó desde la puerta, él ya no estaba.
Otra vez el saludo de siempre, otra vez aquella rutina de hierro encarcelándonos. Descolgué la ropa de las cuerdas del lavadero y regué las azaleas.
Antes de entrar, una mujer felizmente   un frío gris me hizo cerrarme el escote se pregunta cómo  El perfume del mar todavía era como un abrazo cuando detrás de mí dormir con otro hombre  cerré la puerta y las palabras me esperaban.

Del glamour a la ciénaga (2013) 
Editorial Dunken  - Ayacucho 357 - CABA
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