miércoles, 16 de julio de 2014

A MEDIA SOMBRA

                                                                            Por Marita Rodríguez-Cazaux

Tumba
       


No Lucía, ya sabés que ese color no te favorece, mil veces te lo dije.

No sé por qué le hacés caso a ese tipo, a ese torpe que te hace usar el pelo largo cuando tu nuca siempre fue una delicia de perfección.

Y mirate ahora; casi no sos la misma, ni siquiera te llamás Lucía. Sólo porque a él se le ocurrió decirte Lu y tanta luz como yo descubría en tu nombre quedó encerrada en dos letras.

Vos sabés que siempre fui respetuoso del destino, pero hoy es un día especial, no sé por qué, debe ser el color plomizo del cielo. Tal vez esta llovizna rota que empieza a caer sobre la penumbra que me rodea.

Esta llovizna inesperada que me hizo acordar del primer encuentro en la playa, vos y yo, los únicos bajo la lluvia y los demás corriendo para protegerse.

Sólo vos y yo, y después la risa y las ganas de saber todo uno del otro, y contarnos cosas y entender, sin contarlas, muchas más.

Confidencias, secretos que hoy le decís a él.

Y yo, impotente, sin poder oponerme, sin lograr impedir que se te acerque, que te enganche en la complicidad de sus miradas.

Vos sabés que siempre disfruté caminar por el jardín, bordear los tilos, pisar las piedras del sendero, quedarme un rato largo ahí, en un silencio de verdor, mientras vos leías en el salón. Más tarde, tu figura menuda se acercaba al ventanal y me llamaba y yo iba a la dulzura de tu abrazo. Un abrazo que percibía aún antes de estrecharte. No puedo dejar de mirar tu imagen, casi desdibujada detrás del cristal. A media sombra, como yo ahora.

A media sombra en aquél atardecer cuando, ya cansada de tanto duelo, te acercaste a la ventana y lo viste cruzar la calle. Mientras lo mirabas, pude adivinarlo, los ojos de él se quedaron tan adentro de los tuyos que ya no fuiste la misma.

Adiviné que estabas feliz, que te abrías a los gozos a los que te invitaba y un dolor desconocido me tapió en un pozo profundo, insondable.

Te reías, Lucía. A su lado te reías tanto, que acallaste las voces que me envalentonaban para romperle la cara cada vez que lo veía.

Te lo juro, Lucía, hubiera querido pegarle, pisarlo, enterrarlo como él me había enterrado a mí.

Porque él nos separó.

Él, quien dijo las mismas palabras que yo decía pero que vos escuchabas como si fuera la primera vez, con el mismo ardor, con la misma fuerza que tenían las mías cuando te juraban que nada podía separarnos y te recostabas en mi hombro y yo sabía de memoria tu perfil.

No puedo dejar de sentir bajo mis manos tu perfil Lucía. Qué sensación especial dibujar tu cara, siguiendo con los dedos cada rasgo sin equivocarme a pesar de tanta distancia.

Y todavía ahora tengo ganas de abandonarme en tu sonrisa, de marearme en la frescura de tu pelo. De seguir siendo el escudo de tu duda, de tu inquietud. Pero él fue más fuerte que yo, y entró en tus brazos y se quedó como si fuera suyo ese hueco de tu pecho, como si le perteneciera tu perfume.

Me hizo a un lado Lucía, sin piedad, sin remordimientos. Sin importarle mis ataduras, mi mordaza.

Y esta lluvia justamente. Esta lluvia que empieza a caer quebrada sobre los vidrios, que moja los tilos y salpica de charcos la galería.

Maldita lluvia que me obliga a entrar más en los recuerdos y quedarme como siempre a oscuras, mirándolos mientras el agua se estrella en la ventana y él te desprende la blusa y te besa.

Y apoya su cuerpo en el tuyo, y a vos te parece buen momento para el amor, le rodeás el cuello y te olvidás para siempre de mis cartas, de mis ternuras, de las fotos que a él hizo desaparecer en los cajones hasta perderlas.

Mientras me desespero, esta lluvia va convenciéndote de quedarte más tiempo entre sus murmullos, y te ata a sus palabras una y otra vez. Y te habla con un acento que me revuelve el estómago y me sube a la boca un sabor amargo que quisiera vomitar.

No te imaginás Lucía la fuerza que hago para no apretarle el cuello, no tenés idea de la bronca que me dobla entre estas maderas.

No quiero escucharlo pero es tan cruel que levanta la voz para obligarme a hacerlo. Porque él sabe que estoy aquí. Que nunca pude irme, que no podría.

Y cuando la luz de la tormenta ilumina el cuarto se muestra aún más, me provoca, me busca, escruta mi repugnancia, vigila como yo vigilo.

¿Te das cuenta? Me espía como yo lo espío y hasta debe adivinar la eternidad de mi odio.

Sigue cayendo la lluvia sobre los vidrios mientras te sostiene y le basta que te abras como un surco nuevo para demostrarme que no le teme a mi rencor, a mis ganas de apartarlo de vos.

Porque sabe que no puedo, que estoy prisionero, encarcelado para siempre y para siempre enamorado de vos.

Con tanto amor que no puedo irme. Con esta desesperanza que ni siquiera puedo contarte, porque ya no tengo voz.

Con esta urgencia de quedarme a tu costado, inmóvil, aún cuando están juntos, sintiendo que sos de él.

Prefiriendo este dolor y esta sentencia; esta locura de no descansar en paz para seguir a tu lado.

Porque estoy muerto Lucía, muerto dentro de la tumba que ahora ya no visitás.

Muerto sobre mi propia muerte.


                                                                     * * *


Publicado en la fecha por periódico Irreverentes
Ilustración: periódico Irreverentes


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