jueves, 20 de diciembre de 2012

LA GEOGRAFÍA DEL ESPANTO

                           CUENTO

                                                              
                                              
            Todo empezó una madrugada cuando mamá sorprendió debajo de la cama al novio de mi hermana y la abuela gritaba desde el patio ¡Es un monstruo, es un monstruo, burlarse así de una niña! y sacudía los brazos, desmelenada, mientras el muchacho saltaba en calzoncillos el cerco de ligustro.
            No lo volvimos a ver pero, comprendí de esta manera sin refute que los monstruos habitaban debajo de las camas provocando fatalidades.
            Le aseguro que fue tan nefasta semejante aparición, que desde aquél día, un miedo extraño y denso se apoderó  de mi voluntad y no pude jamás volver a entrar en ningún lugar sin pensar que debajo de sillones, poltronas, catres, estuviera el monstruo de marras.
           Con este espasmo de temor, cursé la escuela primaria en brazos de la maestra, no fuera que bajo del pupitre una mano me arañara las piernas y me las retorciera.
           Más tarde, en la secundaria no concurrí al gimnasio con reiteradas excusas, pero en verdad, se lo confieso, temía ver dentro de los gabinetes del vestuario los ojos saltones del monstruo y que mis compañeros descubrieran mi pavor.  
           Ojeroso y desesperado, repitiéndome que semejante espanto esperaba que entrase en el sueño para atacarme, un sudor frío me resbalaba por la espalda cada vez que me ponía el pijama para meterme en la cama.
            Justificado por la necesidad que tienen los adolescentes de identificarse decorando sus cuartos, pedí que me compraran una cama apoyada en cajoneras, sin patas, tan chata que una carta no podría entrar en el espacio que la separaba del suelo.
             Así, llegaba al sueño sin que nadie sospechara mi terror. Ni siquiera mi primera novia, a la que nunca llevé al cine y mucho menos a los bancos de la plaza, y juraría que me dejó por eso. Usted debe saber cómo ayudan ciertas situaciones para llegar a otras que a las mujeres les parecen esenciales.
             Para sintetizar, no quedaba más que consultar al psicólogo.
             Atendía en un consultorio con sala de espera plagada de sillas y me invitaba a recostarme en un diván negro, de cuero. El peor enemigo. El que me helaría la sangre, al saltar desde los abismos del mal, riéndose cruelmente de mis desdichas.
            Es de imaginar, escapé al minuto de haber entrado.
            Busqué otro que resultó ser una pelirroja agradable y voluminosa que me invitó a pasar a una salita y me hizo sacar la ropa,  porque las técnicas modernas exigen desprendimiento de personalidad enfermiza y parece que, a juzgar por la pelirroja, yo la tenía en la ropa.
            Desnudo y avergonzado hablé durante una hora, sin sentarme y sin salir del rincón más oscuro del cuarto. Cuando terminé mi confesión, la sorprendí dormida sobre el escritorio, dando boqueadas estertóreas. Me vestí y me lancé por las escaleras temeroso de encontrar al monstruo dañino dentro del ascensor.
            Otro fracaso terapéutico y la necesidad urgente de trabajar, me hicieron postularme para bibliotecario de un círculo cultural.  
            El primer día removí papeles, prolijeé libros, acomodé carpetas, y sacudí el polvo de los estantes. De penetrar en el archivo, ni hablar. No podría dar un paso en esa bóveda donde debía estar buscando la salida el monstruo hermano del Minotauro de Borges, el fantasmal espectro de Quevedo, los ojos afiebrados del animal que hirió a Quiroga.
           En este estado de indefensión pasaron tres días, al siguiente la conocí. Era la secretaria del gerente y la chica más simpática y franca que pueda imaginarse.
            La invité a tomar un café en la barra, porque mi fobia también se dirigía a las mesas ocultas por manteles.
            Con una inexplicable llaneza nos fuimos acercando, al tiempo descubrimos que estábamos enamorados. Como usted supondrá nos hicimos novios.
           Para abreviar, la noche del casamiento me negué rotundamente, a acostarme sobre la cama cubierta por un edredón de seda que caía hasta la alfombra. A ella le parecieron absolutamente divertidas las sorprendentes posiciones verticales que pude ejercitar para no desencantarla. Todo un éxito, mire qué paradoja.
           Lejos de molestarse, se sintió completamente dichosa. Y, a pesar de mi hipocondríaca sensación de que el monstruo vive al acecho, le repito, mi fobia es todo un éxito y mi mujer, sigue asegurando que soy el mejor de los amantes.
         Ya ve, amigo mío, las fantasías son como las fobias, inmanejables.

No hay comentarios:

Publicar un comentario