Todo empezó una madrugada cuando
mamá sorprendió debajo de la cama al novio de mi hermana y la abuela gritaba
desde el patio ¡Es un monstruo, es un monstruo, burlarse así de una
niña! y sacudía los brazos, desmelenada, mientras el muchacho saltaba en
calzoncillos el cerco de ligustro.
No lo volvimos a ver pero, comprendí
de esta manera sin refute que los monstruos habitaban debajo de las camas provocando
fatalidades.
Le aseguro que fue tan nefasta
semejante aparición, que desde aquél día, un miedo extraño y denso se
apoderó de mi voluntad y no pude jamás
volver a entrar en ningún lugar sin pensar que debajo de sillones, poltronas,
catres, estuviera el monstruo de marras.
Con este espasmo de temor, cursé la
escuela primaria en brazos de la maestra, no fuera que bajo del pupitre una
mano me arañara las piernas y me las retorciera.
Más tarde, en la secundaria no
concurrí al gimnasio con reiteradas excusas, pero en verdad, se lo confieso, temía
ver dentro de los gabinetes del vestuario los ojos saltones del monstruo y que
mis compañeros descubrieran mi pavor.
Ojeroso y desesperado, repitiéndome
que semejante espanto esperaba que entrase en el sueño para atacarme, un sudor
frío me resbalaba por la espalda cada vez que me ponía el pijama para meterme
en la cama.
Justificado por la necesidad que
tienen los adolescentes de identificarse decorando sus cuartos, pedí que me
compraran una cama apoyada en cajoneras, sin patas, tan chata que una carta no
podría entrar en el espacio que la separaba del suelo.
Así, llegaba al sueño sin que nadie
sospechara mi terror. Ni siquiera mi primera novia, a la que nunca llevé al
cine y mucho menos a los bancos de la plaza, y juraría que me dejó por eso. Usted
debe saber cómo ayudan ciertas situaciones para llegar a otras que a las
mujeres les parecen esenciales.
Para sintetizar, no quedaba más
que consultar al psicólogo.
Atendía en un consultorio con sala
de espera plagada de sillas y me invitaba a recostarme en un diván negro, de
cuero. El peor enemigo. El que me helaría la sangre, al saltar desde los
abismos del mal, riéndose cruelmente de mis desdichas.
Es de imaginar, escapé al minuto de
haber entrado.
Busqué otro que resultó ser una
pelirroja agradable y voluminosa que me invitó a pasar a una salita y me hizo
sacar la ropa, porque las técnicas
modernas exigen desprendimiento de personalidad enfermiza y parece que, a
juzgar por la pelirroja, yo la tenía en la ropa.
Desnudo y avergonzado hablé durante
una hora, sin sentarme y sin salir del rincón más oscuro del cuarto. Cuando
terminé mi confesión, la sorprendí dormida sobre el escritorio, dando boqueadas
estertóreas. Me vestí y me lancé por las escaleras temeroso de encontrar al
monstruo dañino dentro del ascensor.
Otro fracaso terapéutico y la
necesidad urgente de trabajar, me hicieron postularme para bibliotecario de un
círculo cultural.
El primer día removí papeles,
prolijeé libros, acomodé carpetas, y sacudí el polvo de los estantes. De penetrar
en el archivo, ni hablar. No podría dar un paso en esa bóveda donde debía estar
buscando la salida el monstruo hermano del Minotauro de Borges, el fantasmal
espectro de Quevedo, los ojos afiebrados del animal que hirió a Quiroga.
En este estado de indefensión
pasaron tres días, al siguiente la conocí. Era la secretaria del gerente y la chica
más simpática y franca que pueda imaginarse.
La invité a tomar un café en la
barra, porque mi fobia también se dirigía a las mesas ocultas por manteles.
Con una inexplicable
llaneza nos fuimos acercando, al tiempo descubrimos que estábamos enamorados. Como
usted supondrá nos hicimos novios.
Para abreviar, la noche del
casamiento me negué rotundamente, a acostarme sobre la cama cubierta por un
edredón de seda que caía hasta la alfombra. A ella le parecieron absolutamente
divertidas las sorprendentes posiciones verticales que pude ejercitar para no
desencantarla. Todo un éxito, mire qué paradoja.
Lejos de molestarse, se sintió
completamente dichosa. Y, a pesar de mi hipocondríaca sensación de que el monstruo
vive al acecho, le repito, mi fobia es todo un éxito y mi mujer, sigue
asegurando que soy el mejor de los amantes.
Ya ve, amigo mío, las fantasías son
como las fobias, inmanejables.
No hay comentarios:
Publicar un comentario