jueves, 16 de enero de 2014

PERIODICO IRREVERENTES



LA SOMBRA


                                                                                               Por Marita Rodríguez-Cazaux

Sombra II

Los vi perfectamente desde el privado Salón-Familias.
El  tipo, macizo, oscuro, de pequeños ojos grises, afilados. Vestía un traje azul de corte corriente, por la entreabierta chaqueta una corbata de rombos quemaba desde lejos.
A ella, yo la conocía bien, podía verla de perfil. Tan linda como ayer, el pelo echado hacia atrás, sujeto en la nuca por una hebilla.
Volví a detener la mirada en su frente y la nariz recta, de aletas menudas. Los labios, se fruncieron sobre la taza con la delicadeza que le era propia, creo que mis ojos la tocaron ese instante; aún apartada, yo podía sentir el aliento de su boca. Cada centímetro de su piel pasaba por mis manos, un cuerpo tibio que bajo mi abrazo se plegaba. Al besarla, su mirada en la frontera de mi cuello se iba levantando despacio, despacio, hasta quedar colgada como un pañuelo mojado, en la cuerda que le tendían mis ojos.
Desde mi mesa, esquirladas por la luz difusa de la pared espejada, sus sombras eran una sola sombra. Una sombra acerada sobre la que caían, desde la araña, círculos rotos. 
Una sola sombra, me dije, y en el pecho volví a sentir el picotazo del cuervo que me comía el corazón como una nuez, cuando pensaba en ella. 
Parecían hablar sobre el tendón de un abismo, sin acercarse demasiado, reclinados sobre el respaldo de la silla, hamacándose otra vez hacia adelante para, al minuto, replegarse.
El tipo, se me antojó un imbécil. Con muecas de enamorado apurado, estiraba los labios chupando el cigarrillo, mientras el humo le nublaba la cara y lo decapitaba. 
Ella tenía una mano al descuido cerca del pocillo, aquella mano que resbalaba por mis hombros y mi espalda, era ahora un pétalo, una hoja caída, abandonada sobre el mantel. Él acercó sus dedos, derechos y morenos, y los pasó varias veces sobre el dorso y la palma de ella. Iban y venían sus dedos, una navaja sobre el cuero del asentador, sobre la mano fina.
Su torso se fue doblando y estiró el brazo, le tomó la cara. Un reflujo de asco me subió por la garganta. La vi estremecerse, un rictus sensible, apenas delineado en la comisura de la boca, el parpadeo de sus ojos queriendo cerrarse sobre una repugnancia que la cohibía. Llevó los hombros hacia atrás, y, las manos liberadas, se apoyaron en la falda. Desvió la vista, bajó la cara y esperó que él llamara al mozo, pagara.
Cuando se levantaron, dándose vuelta hacia la puerta de madera tallada, pasando entre las mesas, creo que ella me vio. Siguió avanzando hacia la salida; su cuerpo, aquel movimiento natural que atraía, dejó el perfume de siempre detrás de sus pasos. 
Vi que cruzaban la calle; el anochecer empardaba las paredes de las casas. Sus sombras fueron sesgándose, como si se deshilara un paño gastado. Al llegar a la esquina, ya no era una. Las supe ajenas, divididas. La figura de él, desnudaba gestos soeces, burdos. Inquieto, oteaba en medio del tránsito ligero. Ella, detenida a un paso del cordón, pareció correrse unos centímetros.
En ese instante de mi pena, una orfandad de sombra me hirió el cuerpo. Mi propia sombra, atenazada a su cintura, lamiéndole el perfil perfecto, el cuello delgado, las manos, me miraba desafiante.
Y con ella subió al taxi, perdida en la ondulación de su pecho, de su cadera prieta. Sin siquiera partirse en dos. Sin despedirse, mi propia sombra.
                                                                                   * * *

miércoles, 15 de enero de 2014

JUAN GELMAN - POEMAS



AUSENCIA DE AMOR


Cómo será pregunto.
Cómo será tocarte a mi costado.
Ando de loco por el aire
que ando que no ando.

Cómo será acostarme
en tu país de pechos tan lejano.
Ando de pobrecristo a tu recuerdo
clavado, reclavado.

Será ya como sea.
Tal vez me estalle el cuerpo todo
lo que he esperado
Me comerás entonces dulcemente
pedazo por pedazo.

Seré lo que debiera.
Tu pie. Tu mano.


EPITAFIO


Un pájaro vivía en mí.
Una flor viajaba en mi sangre.
Mi corazón era un violín.

Quise o no quise. Pero a veces
me quisieron. También a mí
me alegraban: la primavera,
las manos juntas, lo feliz.

¡Digo que el hombre debe serlo!
(Aquí yace un pájaro.
Una flor.
Un violín)



MI BUENOS AIRES QUERIDO


Sentado al borde de una silla desfondada,
mareado, enfermo, casi vivo,
escribo versos previamente llorados
por la ciudad donde nací.
Hay que atraparlos, también aquí
nacieron hijos dulces míos
que entre tanto castigo te endulzan bellamente.
Hay que aprender a resistir.

Ni a irse ni a quedarse,
a resistir,
aunque es seguro
que habrá más penas y olvido

PERIODISTA, ESCRITOR, DRAMATURGO, nacido en Buenos Aires el 3 de mayo de 1930.

Participó de la creación del grupo El pan duro, el cual reunía a jóvenes militantes comunistas en busca de una poesía más fiel a sus raíces y de fácil lectura, editadas, publicadas y difundidas por sus propios medios.
El primer fruto de dicha agrupación fue el libro "Violín y otras cuestiones".
Como periodista, colaboró con diarios y revistas tales como La Opinión, Panorama, Crisis y Noticias, ocupando cargos que iban desde director hasta jefe de redacción.
Entre los importantes premios que ha recibido se encuentran el Cervantes , el Boris Vian y el Pablo Neruda.
Publicó más de 30 poemarios, entre los que destacan "Velorio del solo", "Hechos y relaciones", "Salarios del impío" y "El emperrado corazón amora".

En su poesía coexiste la esperanza y la angustia, por la dramática desaparición de su hijo Marcelo y la esposa española de éste, Claudia, quienes fueron secuestrados durante la dictadura militar argentina. A pesar de no haber recuperado a su familia, continuó la evocación en sus versos, aunque pone de manifiesto la inquietud de quien necesita seguir adelante, no detenerse en el desvelo.
Años después pudo recuperar a su nieta Macarena, nacida en cautiverio.

                                                              * * *

martes, 14 de enero de 2014

DUELO POR EL FALLECIMIENTO DE JUAN GELMAN



‘Hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares desaparecieron‘.

Juan Gelman (Palabras de su discurso al recibir el Premio Cervantes).




Juan Gelman. Foto:EFE
Juan Gelman. Foto:EFE


El escritor, poeta y militante Juan Gelman falleció esta tarde en México a los 83 años.

El escritor, autor de más de treinta libros, falleció en esa ciudad en la que vivía hace más de 20 años, tras el exilio político.

En 2007, Juan Gelman ganó el Premio Cervantes; en 1997, el Premio Nacional de Poesía en Argentina; en 2000, el premio Juan Rulfo; en 2004, el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde; y en 2005, los premios Iberoamericano Pablo Neruda y Reina Sofía de Poesía, entre muchos otros.

El poeta nació el 3 de mayo de 1930 en el barrio porteño de Villa Crespo, a los quince años comenzó a militar en la Federación Juvenil Comunista, y luego se integró a las filas del peronismo revolucionario.

Se exilió en Italia, Francia y finalmente México por la persecución de la dictadura militar argentina (1976-1983), que le arrebató a su hijo Marcelo y a su nuera Claudia García, de nacionalidad española, embarazada de siete meses. A pesar de que ambos formaron parte de la larga lista de desaparecidos, el poeta pudo encontrar después de intensísima búsqueda a su nieta Macarena.
Su vida estuvo marcada por ese dolor y este sentimiento se pone de manifiesto en su extensa obra literaria y artística.




EL PRESENTE BLOG LITERARIO LAMENTA EL FALLECIMIENTO DEL DRAMATURGO Y POETA ARGENTINO JUAN GELMAN OCURRIDO EN LA FECHA, EXPRESA SU ADMIRACIÓN POR SU ALTURA ÉTICA  Y COMPARTE SU PENSAMIENTO.

jueves, 9 de enero de 2014

LAS AGUAS

                                                                                                     Por Marita Rodríguez-Cazaux
Las aguas
       -Otra vez -dijo el polaco y plegó el cuerpo sobre la abertura de la única puerta del frente -.Ya siento el olor Lucía. Traé a los chicos.
Una mujer entró al cuartito sin ventana, levantó a un chico de la cuna y sacudió a otros dos que dormían juntos en una cama.
Un olor denso cruzó la puerta abierta y se metió hasta la cocina, donde ella se apuró a guardar  galletas caseras en una bolsa.
Cuando salieron hacia el camino de las chacras, un viento les dobló la cara sobre el pecho y los chicos se apiñaron estremecidos.
Al dejar atrás el galpón, el agua ya caía como cimbronazos sobre ellos. Nubes violetas flotaban en una corriente inquieta que precipitaba aún, más agua.
     -Tenemos que llevar el arado -dijo el polaco a la mujer -.No podemos perderlo.
Retrocediendo unos palmos llegó a la huerta. Lo arrastró hasta la tranquera, con manos fuertes se lo colgó de los hombros.
Al mirar hacia arriba, un cielo color de herrumbre y un rayo distante y serpentino le achicó las pupilas grises. Todo se iluminó de fuego y los árboles se doblaron como campesinos al sol.
Un espanto que los enmudecía, iba obligándolos a avanzar despacio, dentro de latigazos fríos. La mujer arropaba al chico pegándolo a su pecho empapado, el aguacero cayendo sobre ella, la descarnaba.
Escarbando los charcos, el polaco, caminaba detrás de ellos. Amalgamado al arado, cerradas las manos como tenazas sobre el hierro, sus pies se hundían en el lodo. El año anterior había comprado ese arado en el almacén, le había costado la ganancia total de la cosecha.
     Estampidos y fulgores le cegaban el camino. La lluvia, como cuchillos, se le clavaba en la cintura y le agarrotaba el cuello. Casi no veía, pero sabía que las sombras que caminaban adelante, eran su familia.
A ratos llegaba un llanto menudo, podía escucharlo a pesar del zumbido que retumbaba dentro de su cabeza como el galope de los zainos arriados hacia el monte.
La estación, en el alto, se divisaba recortada en el camino, rodeada de una negrura brumosa con sus techos de cinc pintados de amarillo.
Al doblar la esquina un caballo pasó al galope, pero el polaco no divisó quién lo montaba. Un estallido frío volvió a mojarlo y a llenarle la boca de algo espeso. Todo el campo era un pantano.
El agua entraba más allá de los ranchos, chispas azules iluminaban el cielo y lo partían en dos, dejando caer astillas de vidrio.
    -El mismo infierno -silabeó el polaco bajo la lluvia rotunda, inclinado por el peso, desajustado el equilibrio, apretado al arado, bamboleándose como un espantapájaros.     Un calambre inesperado y atroz le adormeció los hombros.
Por la ruta que llevaba a la colonia se ahogaban en canales marrones ramas tronchadas, pedazos de cobertizos, tranqueras astilladas.
En medio de tanta pérdida, el hombre oía como un ronquido su propia respiración,   un jadeo desconocido, cada vez más pesado, que le subía por la garganta.
Pasos adelante, su familia avanzaba. Desdibujados por el anochecer ocre, apenas podía verlos; adivinó que habían llegado a la loma.
Allí se detuvieron. Su imagen resquebrajada le entró en los ojos.
Un viento fuerte sobre la nuca lo hizo caer de bruces sobre el lodo y un resplandor rojo lo estremeció.
Se le aflojaron los brazos y el arado rodó un trecho por el barro y empezó a caer por el declive, resbalando, precipitándose hasta el puente y de allí a las aguas.
El polaco no lo supo.
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sábado, 4 de enero de 2014

POÉTICA

ESTA  CALLE

Esta calle, esta esquina, este misterio
de calle igual a tantas y tan nuestra.

La luz de la tulipa vieja que descorcha el farol,
espuma gris de la pared cubierta de flor  y de perfume.
La leve sinfonía que la cruza andando a contramano
por el cordón de piedra que bordea el orbe,
el cosmos esparcido, el universo todo que soñamos.

Este lugar que lleva traje de domingo, el vestido de baile,
y pierde la mirada en el encaje que teje la serpentina roja del ocaso.
Este cuadro de ochava, esta vereda, este místico andar
sobre los pasos al encuentro. El resplandor en la vidriera
que vuelve  el sol espejo de memoria.

Tu nombre y el mío, un mapamundi
extendido, sin polos, sin Oriente, por esta estrecha calle.
Una calle perdida para siempre del antes, para nunca
el mañana. Sólo ella, sólo esta misma calle, y el presente.

M.R.-C.
Pasos Desnudos  (2012)

Imagen: Internet

viernes, 3 de enero de 2014

POÉTICA

SECRETO

Dormís,
tenés las manos a la intemperie de la sábana
y es tu cuerpo un palpitar silente.
Tus labios,  apenas entreabiertos
sombrean el abismo del secreto.

Tienta entrar en la penumbra de tu gesto,
tantearte las ideas que callás,
las palabras que no decís, y aguardan
como en un desván a que alguien abra
de par en par las puertas entornadas.

Sube y baja tu pecho,  cimbra el arco de tu cuello.
Estirás un pie, tal vez quisieras,
 apoyar el paso  sobre la desmemoria del sueño.
Y tu boca,
sigue guardando el misterio que no dirás mañana.

Mañana, cuando se desperece tu nervio,
abras los ojos, y te levantes.
Te acerques al borboteo del agua y te afeites.
Regrese tu perfume de menta y de madera
junto al olor del café recién molido. Y me mires en silencio,
o me hables. Qué más da, si igual sé,
que tu boca abisma un tendón secreto.




SAGACIDAD

Érame yo, cuadrado. Triángulo sin base.
Imperfecto transitar entre bosquejos.
Inaudita y desviada unión de puntos.
Érame yo, ángulo sin arco, desajuste.
Teorema  supeditado al descalabro.
Desequilibrado desconjunto manifiesto.
Suma algebraica de trastorno numeral.
Total descuajeringo en resultado adverso.

Érame vos, curva perfecta en círculo supremo.
Armonía impecable de haberes balanceados.
Disposición, método, pericia,
sintonía cabal y apropiada.
Érame vos, conveniente ecuación sin desajuste.
Calidad superior en el orillo del orbe.

Y despertóseme entonces el buen tino
de olvidar el diminuto érame yo atrofiado
y volverme  franquicia, flete, prima,
fisco, bula, sobretasa, censo,
subsidio, carga, gravamen, hipoteca,
y quedarme para siempre balanceado
en la impecable sapiencia de tu abrazo.


M.R.-C.
PASOS DESNUDOS - Poética
Derechos Reservados 2012

jueves, 2 de enero de 2014

PERIÓDICO IRREVERENTES - CUENTO


EL SANTO





El aguacero penetró más allá de las casas; fue internándose en cada uno de sus habitantes, sacudiéndolos como si fueran barcas flotando a la deriva tratando de llegar a las costas.
Aguas castañas tapizaban las calles y doblaban en las esquinas con fuerza, salpicando de espuma sucia las paredes, entrando desvainadas por las ventanas bajas, dejando surcos de lodo en sus lamidas.
Avanzaban las noches y los días oscuros, con chispazos de relámpagos azules, partido el cielo por truenos desgañitados.
Con las miradas perdidas en la lluvia, apretujados en el lugar más alto, los vecinos, ateridos, sostenían en los brazos lo que no podían permitir que se llevara el agua: chicos arropados en mantas, fotos, documentos, herramientas, algún ahorrito, gallinas, corderos recién paridos.
Siempre olvidados, abandonados a su suerte bajo un cielo cruel y rotundo, veían pasar frente a sus ojos, animales muertos, árboles tronchados, enseres de faena, tranqueras, carros, cobertizos. Todo lo que poseían se les iba cayendo dentro de la mirada llena de agua, casi sin espacio para la ira.
La inundación llevó oleadas de tinta a los diarios. Los noticieros mostraron las zonas devastadas sobrevolando en helicóptero el pantano. Asociaciones humanitarias aprontaron médicos y fármacos.
Desde su oratoria radial, políticos altruistas anunciaron que la ayuda iría en camino y, dentro de sus impermeables italianos para no desentonar con el pronóstico climático, dieron órdenes indeclinables por celulares con la intención caritativa de una inmediata solución. Alguno de ellos, recorrió solidario dos calles con escolta partidaria, que lo cubrió con protocolario paraguas importado. El más noble de los ejecutivos dejó un momento su lobby para cerciorarse de que las chapas de cinc y los colchones llegaran a destino. Una multinacional envió calzado deportivo de última moda para los chicos y un exitoso grupo de rock donó parte de la recaudación del festival que fue aplazado por mal tiempo.
Todo parecía bien encaminado en medio de tanta pérdida cuando, navegando por el lodazal, cubierta de ramas, apareció una talla. A media distancia, podía advertirse que la figura se apoyaba en un báculo y tenía la diestra extendida.
Al verla, las viejas se santiguaron y alargaron los brazos hacia la imagen que en remolinos aparecía y desaparecía en medio del barro chirlo.
Estirándose sobre la alfombra resbaladiza, el hijo del gringo de la chacra, se colgó de un cable desatado, de un manotazo la rescató.
Todas las voces se alzaron en preces mientras una de las maestras la abrazaba sobre su pecho liso y le pasaba un pañuelo mojado para limpiarla.
De las manos de la señorita a las manos de todos fue la imagen y, a medida que los brazos se tendían para tocarla, como por milagro la lluvia torrencial iba volviéndose más fina, adelgazándose hasta caer como garúa luminosa.
No dudaron un instante; la talla de madera tosca que había llegado por la cuesta, en medio de los desechos, era un Santo. Un Santo que ponía sobre ellos su mano de bendiciones.
Y la bendición llegaba, como siempre llegan las bendiciones, desde ese gesto de alzada mano derecha, mostrando la ruta de los justos, extendida hacia el claro lugar donde se goza del paraíso prometido.
Bajo la llovizna fueron descendiendo en procesión hasta la iglesia; descargaron sobre sus puertas cerradas enardecidos golpes de fe y entraron con el Santo, exaltados y cantando, chorreados de agua.
Pronto el cura organizó ceremonias y súplicas, un manto de incienso opacó las velas de sebo mareándolos de misticismo.
Dejaron al Santo en el altar mayor, todavía patinado de bruma olorosa y salieron al campo bajo un cielo de cuarzo, donde las nubes, indiferentes a semejante aparición, se tornaban más oscuras hacia el norte y, empecinadas, volvían a descargarse.
A medida que la noche iba avanzando un sentimiento desconocido se esparcía; cada paisano era una llama titilante a la intemperie, en espera de que dejara por fin de llover porque nada más les quedaba.
Amaneció frío y gris, con chispazos metálicos que se fueron apagando en las primeras horas de la tarde, mientras la tierra chupaba los charcos y aparecían manchones brillantes de pasto.
Había dejado de llover. El milagro era real. El Santo los había salvado del diluvio y de las olas barrosas, devolviéndolos a la luz.
No había duda. Pero, ¿quién de tantos santos, era el Santo? se preguntaron.
La hija del farmacéutico, siempre en éxtasis, dijo que debía ser patrono de tempestades, la catequista aseguró que era un mártir de los primeros tiempos y el librero juró que pertenecía a devociones medievales de romanos conversos, tal vez recordando algún libro de historia celta.
La superiora del colegio de monjas opinó que por su aspecto ascético se trataría de un anacoreta trapense, un ermitaño cisterciense, un monje impoluto y sugirió llamarlo “El Bien Llegado”, nombre que sonó a todos oportuno.
El Santo sería entronizado solemnemente. Para tal celebración el obispo prometió concurrir apenas bajaran las aguas y el patrón de la estancia, arrepentido de sus pecados carnales, se comprometió a pagar los gastos que generan siempre los milagros inesperados.
Hábil conocedor de su oficio, el ebanista se ofreció a restaurar la imagen y, a pesar de su fama de distraído, aceptaron la proposición.
Así, se dispuso el día de la fiesta.
Apenas abierta la mañana, “El Bien Llegado” salió de la iglesia en andas hasta el lugar donde lo habían descubierto.
Iba adornado con flores y puntillas, dando tumbos apoyado en hombros de cofrades de una hermandad recién estrenada, que lo mecían según sus estaturas y su cansancio.
Venidos del pueblo cercano y de la cañada que cruza el río, lugareños y curiosos enterados de sus proezas, envarados en filas prolijas por la carretera que circunda las huertas y el vivero, llegaron a la cima.
Un calor húmedo, casi divino, los mecía mientras escuchaban ensimismados las palabras del cura, apiñados para ver al Santo de cerca, para rogarle, para tocarlo, para sentir sobre ellos las bendiciones que caían de su mano derecha.
Balanceándose, agobiado de tanto adorno y almidón, “El Bien Llegado” pareció detenerse un instante frente a la maestra de piano que confortada por el agricultor correntino, lagrimeaba emocionada. Aquietando apenas la marcha como para tomar aliento, el Santo los acarició a los dos a un mismo tiempo con una brisa piadosa, perfumada de tomillo. Sin entender, se abrazaron fuertemente, ella llevándose el pañuelo a los ojos, él cabizbajo.
Sobre el lado de las fincas que rodeaban los colmenares, el farmacéutico envalentonado por primera vez contra las burlas de su amor de viejo, sostenía el brazo de la chica de la mercería, estirando el cuello para que el Santo lo iluminara en medio de tal gentío, sintiendo que el pecho se le ensanchaba con una respiración más fresca.
Junto al herrero, su mujer con la blusa suelta sobre el vientre redondo, desviaba miradas agradecidas al Santo, pensando bautizar al hijo con un nombre que resumía hermosamente tantos años de esperanza.
El capataz del criadero miró de reojo la imagen que ya entraba en un arco de flores y juró correr el alambrado que cada mes estiraba un palmo sobre terreno ajeno, si el Santo oía sus plegarias, que no eran otras que acrecentar las tierras de pastoreo.
Anarquista irreverente, el dueño del almacén, en un impulso impensado sumergió en los bordados que como azucenas abiertas salían de la túnica del Santo, al boyerito de pelo hirsuto, que miraba la figura de madera con ojos brillantes como hojas de ligustro.
Debajo de la glorieta de alelíes, mientras las campanas doblaban agigantadas por la distancia, el Santo, enfrentado a todos, parecía fatigado.
Al momento, un viento zumbón movió las ramas de los álamos y los ceibos de la lomada, el cielo se puso plomizo y hombres, mujeres y chicos, miraron unas nubes rosadas y gordas que aparecieron por el cerro.
Temeroso de que el mal tiempo hiciera nuevos estragos, el cura los amotinó alrededor de “El Bien Llegado” y arracimados partieron, bajando casi corriendo con el Santo a cuestas, cuando caían las primeras gotas.
En la iglesia lo dejaron, coronado de clavelinas y con expresión extenuada.
Cuando volvían, dispersos por los caminos, el techo de cinc del corralón se iluminó de un gris metálico que hizo vibrar los postes del alumbrado y una lluvia pareja y cenicienta empezó a deshacerse sobre la tierra.
-El agua…- susurró el pocero y todas las voces se le unieron, asustadas de los chispazos verdosos sobre el valle.
-La lluvia, la lluvia -recitaba la maestra y le hacían coro las monjas del asilo, pegados los velos negros sobre las cabezas, acordándose aterradas del chapoteo sobre los pastos, con los chicos en fila, las piernas enterradas en el barro, hasta llegar salvos a la estación.
Inquietos, volvían a vivir el temor pesado de aquella noche cuando se desplomó sobre el pueblo el aguacero feroz que desdibujó las hileras de los primeros ranchos y las acacias. Recordaron la cortina de penumbra que se había cerrado hacia el sudeste tapando los silos y el molino, rasgada en desparejas cuchilladas.
En medio del abatimiento, también mojada, unida a la cadencia de la misma lluvia, una voz empezó a cantar preces y, como si la letanía se les metiera a todos en la boca, un coro de voces atronó los campos.
Encerrados en un miedo acostumbrado, encogidos, les resultaba difícil imaginar que las lluvias cesarían; sin embargo, el agua fue adelgazándose hasta convertirse en una llovizna inofensiva, tan leve como un murmullo.
Descubrieron sobre las chacras una garúa débil que caía oblicua y mansa sobre los aleros. El celeste acerado del cielo iba atenuándose gradualmente con resplandores quebrados sobre la silueta del terraplén.
Inmóviles, advirtieron que las nubes de herrumbre se deshacían y un ocaso luminoso emparejaba en el horizonte un arco iris perfecto.
Apurando el paso se abalanzaron a la iglesia y entraron en corrillo, prontos a darle al Santo muestras de gratitud.
Pero no lo encontraron en el altar, ni en el púlpito, ni en la sacristía. No estaba en los resquicios de los confesionarios ni en los ángulos de las columnas. No estaba detrás del armonio ni en el coro.
¿Dónde estaba el Santo? ¿Cómo iba a abandonarlos? ¿Acaso no había llegado para quedarse, para colmarlos de bendiciones con su enhiesta mano derecha?
“El Bien Llegado” era de ellos. Era ellos mismos.
Era sus casas, sus sembrados, su futuro. El Santo era sus sueños, no podían permitir que desapareciera, imposible vivir sin sus intervenciones beatíficas.
Esperaron arrimados al altar, sin moverse de la puerta, sentados en los bancos, atisbando agazapados cada rincón, pensando que no existen temporadas de descanso para los santos.
Montaron guardia por si a “El Bien Llegado” se le ocurría regresar a horas destempladas, acostumbrado como estaba a aparecer imprevistamente, pero la ausencia persistía y una tristeza lánguida iba cayendo sobre el pueblo.
No querían, no podían esperar más. Algo había que hacer para recuperar los milagros.
Decidieron entonces tratar el tema con gente versada y formando un comité de gestiones urgentes se reunieron en la cantina del entrerriano.
Bajo los oficios estratégicos del comisario, el justo consejo del estanciero, la opinión autorizada del cura y la discreta participación del ebanista, se concretó la idea.
“El Bien Llegado” estuvo otra vez sobre su altar.
Su presencia mística, llenó de chicos el hogar del herrero, llevó justicia a las tierras apropiadas, casó al farmacéutico con su novia, el boyero heredó el almacén, la maestra de piano supo de amores entonados por chamamés correntinos.
Volvieron a ver los campos arados, las hojas de los árboles reverdeciendo y las chacras peinadas con ondas de sembradío.Y en la hornacina de la iglesia, bajo arcada de flores y luces, anunciando que todo es posible si lo deseamos, “El Bien Llegado”, con el rústico báculo en la diestra y la mano izquierda tendida y bendiciendo.
Brillante de barniz, ahogado de puntillas. Por siempre milagroso.


Marita Rodríguez-Cazaux - Del Glamour a la ciénaga - Editorial Dunken                                                              
Publicado por Periodico Irreverentes
Imagen: Periodico Irreverentes Internet