viernes, 21 de junio de 2019



EL PÁJARO



Los jueves, en casa de Laura, organizábamos un taller de lectura que remataba con comentarios sobre el texto. Para aquella tarde habíamos concertado leer alguno de los cuentos de Di Benedetto, pero, Laura tenía un compromiso de último momento y postergaba el encuentro. Decidimos llevarlo a cabo en un barcito de Boedo, a pasos del subte para comodidad de todos.

La tarde cerraba con garúa y ese aire húmedo que despeina recuerdos, días en que nadie puede, detrás de cristales de niebla, escaparle al gesto de entrecerrar los ojos, como queriendo mirar hacia adentro.

Al entrar, el café desguazaba las voces propias que tienen los bares porteños. Mal que le pese a muchos, en esta ciudad que el escritor mendocino minimizó por orgullo provinciano y donde el destino impuso que falleciera, los bares invitan a internarse en la bohemia solitaria que manda leer un libro sobre una mesa que, siempre, tiene una pata más corta para desacompasar la inercia del pensamiento.

Alfredo ya estaba sentado a la mesita del rincón. Al verme, hizo una seña, un ademán acompañado de disimulado pudor. Enseguida, llegaron Pilar y Román. O Román y Pilar, porque no parecen habituarse a ser ellos mismos sin la sombra del otro, pegados como un género reversible.

—¿Qué tal, vos más vos?— les dijo Alfredo; ellos, acostumbrados a sus bromas ni le contestaron.

Cuando el mozo traía cuatro pocillos de café, entró Juan. Resulta imprescindible que el mozo disponga los pocillos en la bandeja para que Juan llegue, hemos hecho la prueba. Como siempre, cruzó el salón, apurado, sin aliento, dejó el libro sobre la mesa y se quitó la campera.

—Hermosa sonrisa —dijo Pilar, mirando la tapa. Acercó la mano y pasó los dedos sobre la foto en blanco y negro. Los ojos oscuros, la barba canosa, la boina.

—Media sonrisa —rectificó Juan. Ella hizo un mohín incómodo.

—Dejate de corregir. Te creés el más avispado —lo atacó Román.

—Ya salió el “salva novia” —lo retó Juan impostando la voz.

—Debíamos haberlo leído mucho antes —sentenció Alfredo. Ninguna novedad, Alfredo siempre opina que vamos con retardo, como si él aportara innovaciones.

—Yo lo leí, y vos también —le apuntó Juan que tiene la memoria detenida en aquella época de Filosofía y Letras .—Acordate, hicimos una monografía con el flaquito Ayala, el que tuvo que rajarse.

Juan es un ensayista talentoso, tiene la milagrosa suerte de vivir de la literatura. Su léxico es agudo, tanto, que acierta cabalmente al describir las acciones y los tiempos porque Ayala, en verdad, se fue rajando. La imagen del amigo, su destierro, la tortura, el infortunio de la pérdida, nos llevó otra vez al escritor exiliado.

Pilar tomó el volumen y lo abrió al azar, “Mariposas de Koch” leyó con su voz menuda, de chica rubia.

—Empiezo —dijo alargando la última letra para que pareciera una pregunta. Pilar logra sutilmente que un mandato, una aseveración, aparenten ser subordinada pregunta.

Dicen que escupo sangre, y que pronto moriré. ¡No! ¡No! Son mariposas, mariposas rojas. Veréis. Yo veía a mi burro mascar margaritas y se me antojaba que esa placidez de vida, esa serenidad de espíritu que le rebasaba los ojos era obra de las cándidas flores. Un día quise comer, como él, una margarita. Tendí la mano y en ese momento …—Servime agua —le pidió a Román, y siguió con la lectura.

El cuento fue cerrando un nudo cada vez más apretado. No pude escapar a la imagen del protagonista, su aliento húmedo, repugnante. El olor que despedía su pelo, la ropa. Alfredo sacudió una pelusita del sueter, me pareció que lo hacía con asco, un gesto que tapa otro, pensé mientras la motita verde se balanceaba hasta caer.

—… ciegas, las pobrecitas. Punto final —dijo Pilar. Reclinó los hombros sobre el respaldo de la silla. Juan se quitó los anteojos y volvió a ponérselos.

Callados, se me ocurre ahora que debimos pensar lo mismo, pensamos en aquella mancha roja, pegajosa, que latía en el suelo, aún tibia. Recordé la voz de mi padre diciendo que la guerra era una escupida sepia que volvía sepia a la gente, los árboles, la lluvia, el aire. Al fin, siempre se recuerdan las cosas por un color, afirmaba.

—Léelo otra vez, Pilar —pidió Juan. Noté que Román se estremecía. Pilar volvió sobre las palabras, esta vez su acento tembló dos o tres veces y tropezó en la palabra escupitajos.

Así es como han empezado a aparecer estas mariposas teñidas en lo hondo de mi corazón, que vosotros, equivocadamente, llamáis escupitajos de sangre. Como véis, no lo son, siendo, puramente, leía Pilar, la cara sombreada por la luz de una tulipa de pared. Cuando llegó al final, cerró el libro.

—Pobrecitas …, pobrecitas las mariposas. ¿Te das cuenta? —dijo Juan y me miró —Está obligándonos a sentir lástima por ellas.

—O quiere desviar la lástima —dijo Román —, que ignoremos la proximidad de la muerte, y distrae su propio cuerpo del estertor, la respiración raída, de esa punzada a traición. Quiere que no sepamos del zumbido en los oídos que detona en la almohada cuando, boca arriba, somos un único ojo que mira el cielorraso. Y lo trágico, más que la muerte, la necesidad de inventar mariposas, de volverse loco para morir sin aparentarlo ante la mirada escrutadora, morbosa de los otros.

—Dejate de ver visiones, cortó Alfredo —. Acá la cosa es que el tipo está loco, ¿entendés?, loco total y se pianta creyendo que sus escupidas son mariposas.

—Se las come, igual que se come las flores —dijo Pilar, como si lo que había leído estuviera todavía en su boca como un bocado sin tragar. Noté que el mentón le temblaba y los labios se contraían como si reprimiera un reflujo. Román le acarició la nuca, luego apoyó la mano sobre la de ella.

En la vereda, las luces de neón afilaban los cuerpos. Al llegar a la esquina nos despedimos. Pilar y Román bajaron las escaleras del subte. Juan y yo esperamos a que Alfredo sacara el auto del garaje. Lo vimos doblar en la primera calle, seguimos caminando juntos hasta la esquina de Chile.

—Nos hablamos —dije, y él repitió lo mismo, o algo parecido, no sé.

El jueves siguiente nos reunimos en casa de Laura, leímos un cuento de Marosa Di Giorgio, seguimos la rutina, nos despedidos de la misma manera que siempre. Finalizado el invierno tuve un viaje de trabajo y abandoné el taller hasta el regreso de las vacaciones. Cada tanto hablaba con Juan, sabía que Alfredo había logrado una beca, y que Pilar y Román rentaban una chacrita. Tuvo que llegar abril para encontrarnos nuevamente.

—Cambiaste las cortinas Laura, qué lindas —dije cuando entré. Juan se levantó a saludarme.

—Llegaste temprano… Así me gusta, que empieces el año con buena letra. Él hizo un ademán pícaro —.Siempre el mismo payaso —me reí y me senté junto a Laura.

Sonó el portero eléctrico, Alfredo avisaba que alguien le había abierto, quizá el encargado, y subía directamente. Saludó amable, pero lo noté esquivo. Los chistes que siempre hacíamos al encontrarnos no tuvieron respuesta, se ubicó de costado, cerca de la cabecera de la mesa.

—Tengo que contarles algo —dijo—, murió Román. Me llamó el hermano hace unas semanas. En enero tuvo un ataque, finalmente se complicó.

No sabíamos que Román estaba enfermo, ninguno de nosotros lo hubiese imaginado; en las reuniones del taller, se mostraba sereno, afable, siempre pendiente de Pilar y Pilar de él. Los dos, dentro de un mundo que los demás apenas percibíamos.

Pasado un momento, Laura encendió una lámpara, la luz dividió la habitación en dos, aproximé la silla a la izquierda donde podía ver mejor las letras del texto. A la hora, coincidimos en irnos; en el ascensor, no dijimos palabra.

Seguimos asistiendo al taller, generalmente leía yo, o Laura, pero no era lo mismo, la voz de Pilar tenía un color especial. A la salida, varias veces me prometí, “es la última vez, no vuelvo más”, pero, llegaba el jueves y volvía.

Así pasaron los meses, diciembre iba promediando y era hora de despedirnos hasta el año próximo. Las Fiestas alborotaban las calles, los comercios. Supuse que un libro era un buen regalo para despedir el año en el taller; sabía el gusto de cada uno, no podía equivocarme al elegir. Aproveché el tiempo libre del almuerzo y me llegué hasta la librería.

Había elegido una novela para Juan y un poemario para Alfredo, faltaba encontrar algún libro de Huidobro, el preferido de Laura. Iba recorriendo los anaqueles, cuando la vi. Estaba de espaldas, pero reconocí el pelo rubio, los hombros delgados.

No me acerco, pensé, quizá hasta se moleste si la saludo, pero en ese momento giró hacia el costado y quedamos enfrentadas. Al verme, se acercó con naturalidad; yo tenía entre las manos los libros y la cartera, entonces ella, rodeándome, me abrazó levemente.

—Si estás comprando te espero —dijo.

—Tengo que pagar —contesté y tomé, del estante más cercano, un libro al azar. En la caja pagué, recogí las bolsas transparentes con los libros. Salimos hacia la calle; unos adornos plásticos colgaban de los cables del alumbrado.

—Quería decirte…—se interrumpió como si se arrepintiera de una confidencia —.Estaba enferma cuando empecé el taller, una molestia me había llevado al médico. Agazapado, el mal ya se extendía por mi cuerpo. Al conocer a Román no quise decírselo, más tarde, no pude ocultarlo. Al principio supusimos que era una equivocación, confusiones, errores en los estudios. Luego, no quedaron dudas.

La mirada de Pilar se me antojó clavada en imágenes que no podía describir.

—¿Cómo puede ser que sea más alto, más ancho que mi propio cuerpo?, le preguntaba mirándome al espejo. Creo que fueron esas palabras las que lo tentaron a sentirse tan enfermo como yo.

Quise encontrar alguna de esas frases que, creemos, pueden servir para volver sereno un dolor salvaje. No se me ocurrió ninguna.

—Siento picotazos por dentro, le dije una noche en la que el dolor me doblaba, replegándome sobre el vientre. Es el pájaro, afirmó, pero te beso y me lo trago. ¿Viste qué fácil? Ya no te volverá a despellejar. Y me besaba, una y otra vez, hasta que el dolor iba desapareciendo. Con el tratamiento, fui recuperando el ánimo, me sentía más fuerte. Él, sin embargo, apenas…

—Dejalo, Pilar, mejor no volver atrás —la detuve.

—Ya es atrás.

Bajó la cara, el flequillo rubio, liso, le ocultó los ojos.

—Hace unos meses tuvo un ataque, se descompensó, lo internaron. En la misma noche se agravó. Siempre suponemos que aquello que no tiene explicación le pasa a los demás, para nosotros el destino jamás es inexplicable —dijo Pilar.

—Es tarde, mejor te acompaño —sugerí.

Caminamos hasta la avenida. Detuvo un taxi, nos apuramos a abrazarnos. Antes de subir al auto, un estertor le movió el pecho. Tosió, con la lengua limpió el hilo traslúcido sobre los labios.

Me miró como si una neblina nos separara.

—El pájaro—me dijo en el mismo tono que le era propio —. Qué haré para que vuelva.



***

M.R.-C.
Las amantes son rubias
Cuentos (2106)
EDITORIAL DUNKEN





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