viernes, 27 de abril de 2018


¿Qué libro compro en la Feria del Libro?





Esta preguntita que parece hasta raquítica de inteligencia, es la que todos los que visitamos la Feria del Libro nos hacemos en voz baja al momento de ingresar. Porque nadie piensa irse sin un libro de ese evento con perfume a tinta fresquita y choripán mariposa.
El asunto de comprar está decidido, lo inquietante es en qué comprar.
Todos tenemos alguien a quien regalarle un libro. El médico, la hija licenciada, el nietito que está aprendiendo a leer. La novia, el compañero de oficina, la vecina, el amante. El hijo del amigo, el amigo del hijo, el amigo del amigo. El primo lejano, la cuñada, la excuñada. Quien sea, pero regresar a casa con la bolsita llena de bibliografía, marcadores, publicidades, y el peso singular que tiene el libro que allí se adquiere. 

Porque no es una compra en cualquier librería, la compra sucede en la “Feria del Libro”, lugar emblemático donde la soledad no se conoce. Quede entonces sobre el tapete lo que magnifica la Feria sin tener que escribirlo en las pancartas o telones que caen desde el techo: la soledad se escurre entre los libros. Un libro logra que dejemos de hablar en primera persona singular. Y nos vuelve "todos", "Nosotros". "Comunidad".

A las pruebas me remito. Obsérvese: En ese espacio a ninguno se le ocurre decir que dejó el yate amurado en la entrada y mucho menos mencionar si llegó en un 0 Km. o en el Metrobús. Nadie habla de vacaciones en Marruecos, Punta o las piscinas populares. Ni de dólares, ni de cosméticos importados comprados como pichincha en el freeshop. Tampoco del aumento de expensas de la espectacular torre de Puerto Madero o la humedad del dos ambientes en Mataderos.
Reina un espíritu de milagro: las mujeres no hablamos de ropa y los hombres no hablan de mujeres sin ropa. Los chicos se distraen y no quieren ir a los jueguitos. 

Subimos y bajamos las calles con nombres de poetas, serpenteamos por las avenidas que delimitan colores. Descubrimos que las preguntas babiecas no le generan estrés al vendedor porque siempre está de buen talante, y conversar sin previa presentación con la dama que hojea una enciclopedia en francés o la desconocida muchacha de minifalda que curiosea en el estante de manuales autoayuda no nos pone en ridículo.

Estamos en un mundo sensible. Cedemos el paso al viejito con bastón, a la señora con tres bebés, a la chica embarazada. Buscamos monedas para ayudar en el cambio, hacemos respetuosa fila en el kiosco. -¡Gracias! ¿Esta mesa está ocupada? De ninguna manera, adelante, vos primero. ¡Faltaba más!-. Sin duda, si se propusiera un censo de cordialidad compartida en ese entorno arrojaría altos resultados.

Todos amigos. Nadie se ofende. La sonrisa se instala de miles de bocas, hasta en la de los granaderos que parecen menos altos y menos circunspectos. Sacamos fotos a troche y moche como si fuéramos el genial Raota y los demás posan complacidos y pacientes.

Nos sentimos felices. Somos felices. Tenemos caras felices y respiramos euforia en todo el predio. 
Sólo falta encontrar el libro de marras que nos inquietaba al momento de entrar. Apenas un detalle, porque ese júbilo contagioso, esa dicha con garantía por varias jornadas, ese goce que no podemos explicarnos y que solamente en la Feria del Libro se vuelve corpóreo, es lo primordial. Y en verdad, es a lo que vamos. 
Tal vez por ello, cada año, es una cita a la que no se falta.

Marita Rodríguez-Cazaux

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