SUPERSTITION
La tarde en que lo conocí, llovía torrencialmente. Yo bajaba las
escaleras del subte; apresurada, tropecé en los primeros escalones. Quise
asirme, patiné. Sentí que mi cuerpo, en desequilibrada estética, perdía estabilidad.
A
la altura que llevaban mis ojos en la caída, un pantalón oscuro, subía. Luego,
corridas, zapatos mojados, regatones. Me detuve en el último escalón, el taco
de la bota partido. Un dolor agudo, en
la cintura, impidió que me levantase. Estirando
la espalda, traté de empinar el cuerpo. En ese instante, una mano firme,
impulsándome, me ayudó a ponerme en pie. La misma mano, alcanzó la cartera, el
paraguas, el echarpe, mientras yo trataba de mantener estabilidad sobre el
tacón roto.
—Te acompaño a tomar un taxi, no podés viajar así en el subte. ¿Te
sentís bien? —se interesó tuteándome con naturalidad, la voz me sonó perfecta.
Subimos, detuvo un taxi. Sostuvo el paraguas mientras yo me acomodaba en
el asiento, me entregó su tarjeta.
—Llamame, por favor, cuando llegues —dijo antes de cerrar la puerta del
auto.
Cuando entré en el departamento, me ardía el raspón en la rodilla, el
tobillo se había inflamado dentro de la bota. Por supuesto, no lo llamé, preferí
tirarme en el sillón del living. Después, me apliqué compresas de hielo y tomé
un té caliente. Antes de acostarme, pensé que él había demostrado consideración
al decir que lo sentía con su voz perfecta y disqué el número. En el
contestador dejé el agradecimiento.
Al día siguiente la sesión con mi sicóloga rondó el episodio de la caída.
—Derrumbarse, despeñarse —terció —trasunta una crisis, un estado anímico en baja –aseveró. En un gesto sensual la melena rubia le rozó los hombros.
—Soy supersticiosa, fue la lluvia, nunca me ha traído buena suerte —la
contrarié al recordar que había pasado épocas de crisis mayores sin resbalar
por escaleras. Ella hizo un mohín de suficiencia, mi traspié reflejaba torpezas
que aún debía acomodar. Yo había tenido la fortuna de hallar un gesto solidario,
atento, entre las indiferencias que transitan peldaños. Me quedó claro.
Dos días más tarde él llamó, su contestador había registrado mi teléfono. Resolvimos encontrarnos, me invitó a cenar. Al salir, ya
esperaba al lado de la puerta de su auto. Se adelantó, una sonrisa simpática le estiró la boca. Nos
dimos un beso ligero, me ayudó a subir al coche.
Era más apuesto de lo que recordaba. El perfil, el pelo oscuro, se
iluminaban con las luces verdes de los semáforos. “Qué seductor”, pensé y sentí un
aire familiar, como si siempre nos hubiéramos tratado.
El maître trajo una botella de
espumante francés.
—Por todas las escaleras de todos los subtes— dijo con su voz perfecta, y brindamos. El
recuerdo del desmañado charme con que pisé el destino aquella tarde, me turbó por un instante. Me pareció que el mozo, al servir
la copa, descubría mi rubor.
—Se lo debemos agradecer a la lluvia ¡Qué
destino a favor! —aseguró con aire sensual, volvió a tomarme la mano —Están
tocando Superstition, ¿bailamos? —me
animó. En dos o tres pasos sintonizamos el ritmo del soul, lo noté sensible, tierno.
Me
sorprendí contándole cosas de mi vida, detalles y fobias, tantas que estaba
obligada a perpetuar terapias de apoyo. Él me comentó de sus alcances como
escritor y los pormenores de una obra que quería llevar al escenario.
—Es hora de irnos —propuse por
prudencia, aunque quería seguir escuchando sus proyectos. Asintió,
levantándose, me cubrió los hombros con el tapado. Por supuesto, me besó al
llegar a casa. Se quedó aguardando a que lo saludara desde el ascensor.
Era
tardísimo, igual, no podía dormir. Me desmaquillé y guardé la ropa. Preparé una
infusión y me senté frente a la computadora. En Google, hallé detalles de su carrera. Era columnista en un
periódico, colaboraba en una revista literaria, había obtenido dos menciones
internacionales por sus obras. Me dormí pensando que se le otorgaba la Palma de
Cannes y yo, le entregaba el galardón. Sobre la alfombra roja, lucía tan
esbelta como Kate Moos ataviada con un solero de Valentino. Supuse que debería
tratarlo con la sicóloga, no es propio soñarse trasvasada en otro cuerpo.
A
la mañana siguiente, temprano, mi hermana llamó por teléfono.
—Ayer me acosté tarde. Te llamo después
—prometí, pero fue inútil; mi hermana no tiene paciencia para esperar el
motivo por el que me acuesto tarde. Al mediodía vino a oír la parte romántica
del encuentro.
—Estaba
destinado —concluyó mi hermana —. Ibas a conocer a un hombre de talento—acotó
como si la clarividencia fuera su profesión —.Igual, cuidate, no son personas
fáciles los artistas —sentenció.
Me arrepentí de haber comentado con lujo de detalles el encuentro, sin
embargo, debo aceptar que esta última frase fue iluminada.
Telefoneé a mi sicóloga para la cita semanal. Transcurridos los treinta
y cinco minutos dio por finalizada la charla. Me recomendó trabajar
la autoestima y seguir con ejercicios de respiración acompasada.
Pasadas
dos semanas nos vimos en el Petit Colón. Entré, sentado a una mesa alejada se
levantó para indicarme el lugar. No escatimó galanterías, daba gusto.
En la
charla, me confió un proyecto con editores holandeses tentados en armar una
obra teatral con su último relato. Sintetizando, los holandeses pensaban saltar
la boletería con una obra en idioma castellano, se la compraban con la
condición de que se hiciera cargo de la puesta. Hasta aquí todo en marcha,
pero, en la trama, el personaje principal no tenía el calibre que ellos exigían
y había que modificarlo.
—Quieren
que se destaque lo científico, proponen una historia que gire en torno a un
terapeuta que experimente lo que le ocurre a sus pacientes, alguien que no
pueda mantenerse alejado del conflicto —me explicó —.No le puedo encontrar el
hilo. Me entusiasma la idea pero me cuesta darle carnadura. El proyecto se
llevaría a las tablas de inmediato, los holandeses están ansiosos, así que,
imaginate—confesó —, estoy preocupado.
—¿Eso te preocupa? Tonterías… Te consigo una cita con mi sicóloga, es súper profesional, pude orientarte. Y por lo
visto, el protagonista sería un colega —aporté.
—¿Te parece? Me da cierto pudor mezclarme —se disculpó.
—
Dejá, ni que fuera terapia de pareja…—me reí— ¡Nada que ver! Vos con tu inquietud y yo con la mía, ella es impecable
en análisis. Ya vas a ver. Dejámelo a mí, te pido turno para esta misma
semana.
Dicho y hecho, en la primera sesión, empatía y manos a la obra. Literal,
pues ella se ofreció a proporcionar ideas para la trama.
—¿Cuál es el tema? —quise saber.
—Bueno…, lo evalué y creo que dará un giro sobre el original —agregó
pensativo—.Voy a pulirlo, merece revisarse. No puedo perderme este guantazo de
buena fortuna, lástima que rechazaron el préstamo que solicité en el banco,
tendré que meterme en una cueva de buitres, no es justo perder la oportunidad.
Debí seguir escuchándolo sin terciar, sin embargo, su voz, ahora
melancólica, volvió a parecerme perfecta
y, me ofrecí a facilitarle el dinero. Se
resistió, “ni se te ocurra, no puedo permitirlo, apenas nos conocemos, qué
pensarás de mí…”. Finalmente, aceptó.
—Lo hago porque insististe —dijo —.Te paso el número de la cuenta del
banco. Directamente depositá el dinero, así ni lo toco.
No le faltaba razón, mirado reflexivamente, mejor depositar el dinero,
así me aseguraba de que no iba para otro fin. Al día siguiente ingresé en su
cuenta el monto acordado. Lo llamé para confirmar la operación bancaria.
—¡Qué bueno! Gracias, sos divina. ¿Querés venir a casa a comer esta
noche?
—Tengo
cita con la sicóloga, pero, a la salida paso. Llevo helado—prometí.
El living era pequeño; en un vértice, una mesa oficiaba de escritorio,
sobre ella la computadora y un grupito de libros amontonados.
—Pensé que tendrías paredes llenas de libros, maquetas de teatro, montañas
de películas, no sé, esas cosas…
—La biblioteca la tengo en el campo, por ahora, más que leer, estoy
escribiendo. No hablemos de libros esta noche. Vení, ponete cómoda —invitó—. Ahora
mismo llamo al delivery, iba a
preparar algo para sorprenderte, pero todo el tiempo libre lo dedico a la obra.
Hice cambios, mañana voy a terapia, se me hizo imprescindible.
Sentados en el balcón, brindamos por el estreno. Esa noche, demostró ser
fantástico en escenografías de recurso pasional. Dos días más tarde, llamó para
encontrarnos en Palermo.
—Tengo casi rematada la historia. En la semana entrante firmo el contrato
para la obra, seguro la estrenan antes de fin de año.
—Faltan tres meses para fin de año —tercié; desde luego, su entusiasmo
restó importancia a la inmediatez para preparar semejante proyecto.
—Me opongo a que ellos manejen la publicidad —previno con acento
contrariado.
—Pero, ¿la pagarías vos? Es un desembolso de dinero…
—Eso te quiero consultar. ¿No te parece mejor esta libertad de elegir la
imagen del afiche? Ser dueños de la propaganda… Contrataría al musicalizador,
la distribución en las salas me pertenecería por completo…No es tema menor,
apenas unos pesitos considerando el
éxito que traerá la pieza. Tengo un resto, pero no llego, y creo que debiera
aprovechar la buena mano—apuró.
La idea no tenía refute, las ganancias se adivinaban mayores. Ofrecí
unos ahorros, él aseguró que los duplicaríamos.
—Cuando cobremos los derechos —dijo pluralizando.
Al
mes, el guión estaba dispuesto, iba a presentarlo a los holandeses. Esa tarde,
estuve pegada al celular, no me moví de casa, falté a la sesión con la
sicóloga. Hacia las diez de la noche, desde el auricular, su voz perfecta era
un huracán de odio. Los holandeses habían rechazado la idea central del guión,
retiraban la oferta de la obra teatral, el estreno quedaba en agua de borrajas.
—No entendieron nada, son unos imbéciles. Todo perdido, la obra al
garete… el tiempo que me pasé armando los diálogos, la atmósfera…—se quebró.
Las inversiones que había demandado el sueño de la puesta en escena no
se podría recuperar a menos que se realizara por cuenta propia.
—¿El tema es bueno? —inquirí.
—Cómo podés dudarlo…—contestó casi ofendido.
—Te ayudo a llevarlo al escenario —dije de un tirón. Me sonaron extrañas
mis propias palabras, pero a esa altura, la obra nos pertenecía por igual, era
lógico que me involucrara.
—Es humillante, ¿cómo voy a presentar mi obra con tus recursos?
—Te propongo un tanto por ciento mayor que el tuyo —sostuve— Y queda la
deuda saldada.
Hicimos cuentas, el proyecto prometía.
—Lo pasado, pisado—lo entusiasmé y lo invité a cenar. Declinó, estaba
cansado. Consulté con mi sicóloga, para algo era la sicóloga de los dos; me
tranquilizó diciéndome que lo llamaría; “hay que evitar las depresiones”, acotó
sabiamente.
Él volvió a meterse de lleno en maquetas. Se ocupó de la publicidad y
bosquejó un afiche: en penumbras, sobre un sofá, el cuerpo perfecto de una
mujer rubia. Detrás de ella, el perfil de un hombre aparecía en claroscuro,
vuelto a medias hacia otra imagen difumada, imperceptible.
—Un
personaje secundario —explicó.
Para
la presentación, dio lustre un bar temático de San Telmo, allí se organizó el
avance y las entrevistas. Mis ahorros menguaban, pero iba a resarcirme con el
éxito que prometían los diarios en los que colocamos avisos publicitarios.
—Tengo el teatro —dijo una noche, cuando cenábamos en casa de mi
hermana.
—Qué nervios, ¿no? Contame, ¿de qué trata el tema?—lo instó ella, mientras servía el postre.
—Esperá el estreno…—la detuvo con una sonrisa—.El teatro queda en
Barracas, decorados nuevos, escenario en redondo, ideal para armar un vértice
iluminado y otro en penumbras. Se sabe, el cosmos humano dividido. Y, ni qué
decir de la protagonista.
—Eso,
eso… ¿cómo es la protagonista?—pregunté, pero él, en el mundo de sus
ansiedades, no debió oírme.
—No, mejor no les cuento—decidió—, para eso estará la Premier.
Durante la semana siguiente, no nos vimos, él tenía entrevistas con
artistas y eso sisaba su tiempo. Por teléfono, me contaba los recursos, las
ideas, los proyectos que iba ejecutando.
—A
último momento siempre hay cambios, es la adrenalina del estreno. Me abrió la
cabeza la terapia, te lo juro, no hubiera podido hacerlo sin ese recurso. Hoy
tenemos un ensayo con el musicalizador, después voy a la sicóloga; mejor
dejamos la salida para otro día. El fin de semana me encierro a ensayar.
—¿No vamos a vernos?—dije con pena. Él prometió “hacer un lugarcito”
entre tantas ocupaciones. Lamentablemente no fue posible. El lunes, mi sesión
con la sicóloga avanzó sobre la realidad de estar enamorada de un hombre
apasionado por el teatro, un escritor dinámico, un creativo sin tiempo para
naderías. ¿Naderías? No se me había ocurrido esta palabra para definir mis
necesidades.
La
noche de la presentación, diluviaba. Mi
sicóloga había sido invitada, era innegable su mérito sobre el libreto, su
participación profesional. Nos encontrarnos en el hall del teatro; como siempre
se la veía radiante, segura, el pelo
impecable.
Apenas llegamos, él salió al encuentro. Lo noté nervioso, ella le
propuso seguir la obra entre cortinados.
—El estreno es decisivo —terció.
Me acompañaron hasta la butaca y desaparecieron por una escalerilla cerca
del escenario.
Sentada en la butaca, aguardé espectante. Las luces bajaron, el
telón fue levantándose despacio. En la oscuridad, un sofá tapizado en rojo, una
mesita baja, el sillón giratorio del analista. Hacia la izquierda, una puerta
enfrentada a un ventanal con vidrios espejados.
Un
joven de pelo oscuro, cruzó el escenario tras el sonido de una campanilla. Luces verdosas se desviaron iluminándolo. Se me antojó haber visto antes la misma imagen. Desde el foro, irrumpió una silueta femenina. Alta, sensual, la melena rubia sobre los hombros.
Con desenvoltura, traspasó el umbral, juntos caminaron hasta el centro
del escenario. Los vi abrazarse, separarse, volver a encontrarse. Sentados en
el sofá, uno en brazos del otro, se besaron. Ella se irguió, caminó hacia la
puerta, él la detuvo abrazándola por la espalda. Resbalando por el cuerpo de la
mujer rubia, él se dejó caer. De rodillas, lo vi empequeñecerse. Ella giró, lo
instó a levantarse.
—Tenés que decírselo. Ahora —puntualizó con firmeza—¡Ahora mismo!
Él caminó hacia el borde del escenario,
pegado al proscenio, detuvo un instante los ojos sobre la platea. Los focos
altos, impactaron en su figura. Bajo un cono iluminado, su voz sonó perfecta. Reclinada sobre el brazal del
sofá, la mujer rubia, cruzó las piernas soberbias. Los pies, calzados en stilettos, eran flechas disparadas a la
primera fila.
***
MARITA RODRIGUEZ-CAZAUX
LAS AMANTES SON RUBIAS (2015)
EDITORIAL DUNKEN
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