miércoles, 4 de noviembre de 2015




DEDICATORIAS

                                                                                    Por Marita Rodriguez-Cazaux


El libro ya está bautizado, tiene nombre. Lo tengo entre las manos, lo peso, lo huelo. Hojeo al azar, me detengo en alguna palabra. Perfecto. Que nadie lo dañe, es casi un hijo.
Pero, el destino del libro -y el de los hijos- es partir. Entonces, habrá que cederle libertades, nuevos rumbos, presentarlo en sociedad, que se atreva y halle universos de comunicación en vidrieras, anaqueles de librería, estantes de bibliotecas. Sin embargo, antes, hay un espacio entrañable que me pertenece y que tiene perfume mítico: la dedicatoria.
Frente a mí, un par de ojos expectantes. El gesto no admite dudas, quiere llevarse el libro recién dado a luz, y con las palabras que harán que, también, le pertenezca.
Abro otra vez el libro, la portadilla en blanco. Por un instante, recuerdo aquellas famosas frases de los grandes, “A Pilar, que no dejó que yo muriera” o a Abelardo asegurándole a Sylvia que hay un solo libro incesante y una sola mujer. Me cruza el pensamiento la frase lapidaria de Camilo José Cela, “a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera” y la de Walker, “A la persona más fuerte que conozco, yo”.
Los ojos enfrentados, parpadean, insisten, me atraviesan. Ayuda, necesito ayuda. Rememoro las palabras de la primera maestra en mi librito de lectura “Para la inquieta niña a quien todo asombra…”. Los ojos siguen en el mismo punto, yo, sin encontrar la palabra justa. Personalizada. Eso es, algo pensado para su inquietud, para su estatura y su tono de voz. Esencialmente personal. Otra vez, el bache, la laguna, y las palabras de Borges en círculos sobre las letras, “De Usted es este libro…”. Salto de imagen en imagen, el dueño de los ojos, se vuelve una interrogación silente.
Necesito luz, inmediata. Un disparador que me lleve al vocablo más adecuado, un término que rodee el universo de los ojos que me miran y haga que se estiren en un mohín de satisfacción.
Pienso que las obras deben revelar la intimidad del autor y que en este caso, el autor tiene que hacerlo notar no solamente en el Pórtico, sino en la dedicatoria. Los ojos me miran como si adivinaran este pensamiento, parecen de acuerdo. Yo también adivino su pensamiento, “La entrega de un libro, además de un delicado obsequio, es un elogio”.
Quizá, deba escribir como Daniel Pennac, que “estamos habitados por libros y por amigos”, porque es justamente lo que siento, ahora, lapicera en mano, apenas apoyada la muñeca derecha en la portadilla.
Sé, sin mirar, que los ojos están sobre mi mano, atisbando el ritmo, la forma de la primera letra. Oigo un suspiro suavecito, retraído, involuntario.
Sonrío, todos sonreímos al escribir una dedicatoria, es un gesto obligado porque es un acto feliz, aunque leer conlleve el milagro de alejarnos de la obligatoriedad de ser felices contra viento y marea y dejarnos ser -hacia adentro- como nos da la real gana. Nada puede otorgarnos liberación más fecunda que no sea la lectura. Lo repito y me tranquilizo, porque noto que mi voz interior está a punto de sacudir un sonido, es tan expuesto que debe compartirlo también el dueño de los ojos ensimismados en mi mano. Leer la vida, resalto en mi cabeza con el convencimiento de Umbral, leerla y de la manera más profunda.
Cierta tibieza me confirma que, sobre mi hombro, a hurtadillas, el cuerpo va acercándose y se estira, se agita, y en ese realismo fantástico que nos circunda, veo mi pulso apretar sobre la hoja la lapicera.
A vos, escribo, y le agradezco, sin él, mi libro sería un hijo huérfano. Apunto la fecha, firmo. Alargo la mano y le entrego el libro. Lo toma, lee, relee, y me mira y se le quedan los ojos como pájaros que están a punto de levantar vuelo.
Tras el abrazo, el libro, se va entre sus manos. Como los hijos, tras un sueño dirigido.

*M.R.-C. escritora y poeta argentina.
Trabajo publicado en el Face del GLA.

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