Esta preguntita que parece hasta
raquítica de inteligencia, es la que todos los que visitamos la Feria del Libro
nos hacemos en voz baja al momento de ingresar. Porque nadie piensa en irse sin
un libro de ese evento con perfume a tinta fresquita y choripán mariposa.
El asunto de comprar está
decidido, la cosa inquietante está en qué comprar.
Todos tenemos alguien a quien
regalarle un libro. El médico, la hija licenciada, el nietito que está
aprendiendo a leer. La novia, el compañero de oficina, la vecina, el amante. El
hijo del amigo, el amigo del amigo, el
primo lejano; quien sea, pero comprar y que podamos regresar con la bolsita
llena de bibliografía, marcadores, publicidades, y el peso singular que tiene
el libro que allí se adquiere. Porque no es en cualquier librería, es en la “Feria
del Libro”, lugar emblemático donde la
soledad no se conoce. Que quede entonces sobre el tapete lo que magnifica la Feria:
la soledad se escurre entre los libros. Dejamos de hablar en primera persona
singular. Y nos volvemos todos.
A las pruebas me remito.
Obsérvese: En ese espacio a ninguno se le ocurre decir que dejó el yate amurado
en la entrada y mucho menos mencionar si llegó en un 0 Km. o en el Metrobús.
Nadie habla de vacaciones en Marruecos o Punta, ni de dólares, ni de cosméticos
importados comprados como pichincha en
el freeshop. Tampoco del aumento de
expensas de la espectacular torre de Puerto
Madero o la humedad del dos ambientes en Mataderos.
Reina un espíritu de milagro: las
mujeres no hablamos de ropa y los hombres no hablan de mujeres sin ropa. Los
chicos se distraen y no quieren ir a los jueguitos. Subimos y bajamos las calles con nombres de poetas,
serpenteamos por las avenidas que delimitan colores. Descubrimos que las preguntas
babiecas no le generan estrés al vendedor porque siempre está de bien talante, y
conversar sin previa presentación con la dama que hojea una enciclopedia en
francés o la desconocida muchacha de minifalda que curiosea en el estante de autoayuda
no nos pone en ridículo.
Estamos en un mundo sensible. Cedemos
el paso al viejito con bastón, a la señora en dulce espera. Buscamos monedas para ayudar en el cambio, hacemos respetuosa fila en el kiosco.
-¡Gracias! ¿Esta mesa está ocupada? De ninguna manera, adelante, vos primero.
¡Faltaba más!-. Sin duda, si se propusiera un censo de cordialidad compartida
por esos entornos, arrojaría buenos resultados.
Todos amigos. Nadie se ofende. La sonrisa se instala de miles de
bocas, hasta en la de los granaderos que parecen menos altos y menos
circunspectos. Sacamos fotos a troche y moche como si fuéramos Raota y los demás posan
complacidos.
Nos sentimos felices. Somos felices. Tenemos caras
felices y respiramos euforia en todo el predio. Sólo falta encontrar el libro de marras que nos inquietaba al momento
de entrar. Apenas un detalle, porque ese júbilo contagioso, esa dicha con
garantía por varias jornadas, ese goce que no podemos explicarnos y que
solamente en la Feria se vuelve corpóreo, es lo primordial.
Y en verdad, a lo que vamos.*
M. R.-C.
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