miércoles, 4 de febrero de 2015

PERIÓDICO IRREVERENTES

SUPERSTITION

                                                                                                               Por Marita Rodríguez-Cazaux
Psicóloga
La tarde en que lo conocí, llovía torrencialmente. Yo bajaba las escaleras del subte, apresurada, tropecé en los primeros escalones. Quise asirme, patiné. Sentí que mi cuerpo, en desequilibrada estética, iba en picada por las escaleras.
A la altura que llevaban mis ojos en la caída, un pantalón oscuro, subía. Luego, corridas, zapatos mojados, regatones. Me detuve en el último escalón, el taco de la bota partido, un doloroso raspón en la rodilla.
Quise empinar el cuerpo, desde la espalda, un tirón me encogió el hombro derecho. Una mano firme, impulsándome, me ayudó a ponerme en pie. La misma mano, alcanzó la cartera, el paraguas, el echarpe, mientras yo trataba de mantener estabilidad sobre el tacón roto.
—Te acompaño a tomar un taxi, no podés viajar así en el subte. ¿Te sentís bien? —dijo él, y la voz me sonó perfecta.
Subimos, detuvo un taxi. Sostuvo el paraguas mientras yo me acomodaba en el asiento, me entregó su tarjeta.
—Llamame, por favor, cuando llegues —dijo antes de cerrar la puerta del auto, tuteándome con naturalidad.
Cuando entré en el departamento, me ardía la rodilla, el tobillo se había hinchado dentro de la bota. Por supuesto, no lo llamé, preferí tirarme en el sillón del living. Después, me apliqué compresas de hielo y tomé un té caliente. Antes de acostarme, pensé que él había demostrado consideración al decir que lo sentía con su voz perfecta y disqué el número. En el contestador dejé el agradecimiento.
Al día siguiente la sesión con mi psicóloga rondó en la caída libre por escaleras, la que había ocurrido por mi estado anímico en baja, aseguró.
—Derrumbarse, despeñarse —terció—trasunta una crisis. Analicé que había pasado épocas de crisis mayores sin resbalar por escaleras.
—Soy supersticiosa, fue la lluvia, nunca me ha traído buena suerte —la contrarié. Ella hizo un gesto de comprensión y convine en que la cabeza marca los pasos y que tuve suerte en hallar un gesto de atenta cordialidad entre las indiferencias que transitaban los peldaños.
Dos días más tarde, él me llamó, mi teléfono había quedado grabado en su contestador. Resolvimos encontrarnos, y me invitó a cenar. Al salir, ya esperaba al lado de la puerta de su auto. Se adelantó,  una sonrisa simpática le estiró la boca. Nos dimos un beso ligero, me ayudó a subir al auto.
Era más apuesto de lo que recordaba. El perfil, el pelo oscuro, se iluminaban con las luces de los semáforos. “Qué seductor”, pensé y sentí un aire familiar, como si siempre nos hubiéramos tratado.
El maître trajo una botella de espumante francés.
—Por todas las escaleras de  todos los subtes— dijo, y brindamos. El recuerdo del desmañado charme con que pisé el destino aquella tarde, me distrajeron por un instante.  —…a una mujer como vos —le oí decir con su voz perfecta. Me pareció que el mozo, al servir la copa, descubría mi rubor. Él, volvió a tomarme la mano
 —¡Qué destino a favor! — aseguró con aire sensual —Están tocando Superstition,¿bailamos? —me animó tomándome de la mano. En dos o tres pasos sintonizamos el ritmo del soul, lo noté sensible, tierno.
Me sorprendí contándole cosas de mi vida, detalles y fobias, tantas que estaba obligada a perpetuar terapias de apoyo. Él me comentó de sus alcances como escritor, y los pormenores de una obra que quería llevar al escenario.
—Es hora de irnos — propuse ya entrada la madrugada. Asintió, levantándose, me cubrió los hombros con el tapado. Por supuesto, me besó al llegar a casa. Se quedó aguardando a que lo saludara desde el ascensor.
Era tardísimo, igual, no podía dormir. Me desmaquillé y guardé la ropa. Preparé una infusión y me senté frente a la computadora. En Google, hallé detalles de su carrera. Era columnista en un periódico, colaboraba en una revista literaria, había obtenido dos menciones internacionales por sus obras. Me dormí pensando que se le otorgaba la Palma de Cannes y yo, le entregaba el galardón. Sobre la alfombra roja,   lucía tan esbelta como Kate Moos ataviada con un solero de Valentino. Supuse que debería tratarlo con la psicóloga, no es propio soñarse en otro cuerpo, intercalando deseos y carencias.
A la mañana siguiente, temprano, mi hermana llamó por teléfono.
—Ayer me acosté tarde. Te llamo después  — prometí, pero fue inútil; mi hermana no tiene paciencia para esperar el motivo por el que me acuesto tarde. Al mediodía vino a oír la parte romántica del encuentro.
—Es el destino -concluyó mi hermana- Estaba escrito que ibas a conocer a un hombre de talento— acotó como si la clarividencia fuera su profesión. —Igual, cuidate, no son personas fáciles los artistas —sentenció.
Me arrepentí de haber comentado con lujo de detalles el encuentro, sin embargo, debo aceptar que esta última frase fue iluminada.
Telefoneé a mi psicóloga para la cita semanal. Hablamos, me recomendó trabajara la autoestima, y unos ejercicios de respiración acompasada.
Durante esos días no me encontré con él, tenía comprometida su agenda. En la semana siguiente, nos vimos en el Petit Colón. Entré, sentado a una mesa alejada se levantó para indicarme el lugar.
Contó sobre un proyecto con editores holandeses para armar una obra de teatro con su último relato.
Sintetizando, los holandeses pensaban saltar la boletería con una obra en idioma castellano, se la compraban con la condición de que se hiciera cargo de la puesta. Hasta aquí todo en marcha, pero, en la trama, el personaje principal no tenía el calibre que ellos exigían y había que modificarlo.
—Es un terapeuta que experimenta todo lo que le ocurre a sus pacientes, no puede mantenerse alejado del conflicto —me explicó—…y, justamente, no le puedo encontrar el hilo—confesó—Me entusiasma la idea, pero me cuesta darle guión. El proyecto se llevaría a las tablas de inmediato, los holandeses están ansiosos, así que, imaginate,  estoy preocupado.
—¿Eso te preocupa? Tonterías…Te consigo una cita con  mi psicóloga, es súper para encauzar  las dudas y por lo visto, el protagonista es un colega—aporté ante la coincidencia.
—¿Te parece? Me da cierto pudor mezclarme…—se disculpó.
— Dejá, no sería terapia de pareja…—me reí—  No tiene nada que ver, vos con tu inquietud, y yo con la mía, ella es ultra profesional. Ya vas a ver. Dejámelo a mí, te pido turno y vas esta misma semana.
Dicho y hecho, en la primera sesión, vislumbró las pautas.
—Tenías razón, convenimos en que me ayudaría a meterme en la mente, en la cabeza de un psicólogo y, desde ese lugar, escribir. Ella, a su vez, me dicta ideas.
—¿Cuál es el tema? —quise saber.
—Bueno…ahora, no lo tengo tan definido, creo que dará un giro sobre el original —agregó pensativo—.Tengo que pulir la narración. No puedo perderme este guantazo de buena fortuna, lástima que rechazaron el préstamo que solicité en el banco, tendré que meterme en una cueva de buitres, no quiero perder la oportunidad.
Debí seguir escuchándolo sin terciar, sin embargo, su voz, ahora melancólica,  volvió a parecerme perfecta y, me ofrecí a  facilitarle el dinero. Se resistió, “ni se te ocurra, no puedo permitirlo, apenas nos conocemos, qué pensarás de mí”…Finalmente, aceptó.
—Lo hago porque insististe —dijo—.Te paso el número de la cuenta del banco. Directamente depositá el dinero, así ni lo toco.
No le faltaba razón, mirado reflexivamente, mejor depositar el dinero, así me aseguraba de que no iba para otro fin. Al día siguiente ingresé en su cuenta el monto acordado. Lo llamé para confirmar la operación bancaria.
—¡Qué bueno! Gracias, sos divina. ¿Querés venir a casa a comer esta noche?
—Tengo cita con la psicóloga, pero, a la salida paso —prometí—. Llevo helado.
El living era pequeño, en un vértice una mesa oficiaba de escritorio, sobre ella la computadora y un grupito de libros amontonados.
—Pensé que tendrías paredes llenas de libros, montañas de películas, no sé, esas cosas…
—La biblioteca la tengo en el campo, por ahora, más que leer, estoy escribiendo. No hablemos de libros esta noche. Vení, ponete cómoda —invitó—Ahora mismo llamo aldelivery, iba a preparar algo para sorprenderte, pero todo el tiempo libre lo utilizo en pulir la obra. Hice cambios, mañana voy a terapia, se me hizo imprescindible.
Sentados en el balcón, brindamos por el estreno. Esa noche, demostró ser fantástico en escenografías de recurso pasional.
Dos días más tarde, llamó para encontrarnos en Palermo.
— Tengo casi rematada la historia. En la semana entrante firmo el contrato para la obra, seguro la estrenan antes de fin de año.
—Faltan tres meses para fin de año —tercié; desde luego, su entusiasmo restó importancia a la inmediatez para preparar semejante proyecto.
—Me opongo a que ellos manejen la publicidad —previno con acento contrariado.
—Pero, ¿la pagarías vos? Es un desembolso de dinero…
—Eso te quiero consultar… ¿No te parece mejor esta libertad de elegir la imagen del afiche? Subir la publicidad a Internet…Contrataría al musicalizador, la distribución en las salas me pertenecería por completo…No es tema menor, apenas unos pesos más considerando el éxito que traerá la pieza. Tengo un resto, pero no llego, y creo que debiera aprovechar la buena mano—apuró.
La idea no tenía refute, las ganancias se adivinaban mayores. Ofrecí unos ahorros, él aseguró que los duplicaríamos.
—Cuando cobremos los derechos —dijo pluralizando.
Al mes, el guión estaba dispuesto, iba a presentarlo a los holandeses. Esa tarde, estuve pegada al celular, no me moví de casa, falté a la cita con la psicóloga. Hacia las diez de la noche, desde el auricular, su voz perfecta era un huracán de odio. Los holandeses habían rechazado la idea central del guión, retiraban la oferta de la obra teatral, el estreno quedaba en agua de borrajas.
—No entendieron nada, son unos imbéciles. Todo perdido, la obra al garete…el tiempo que me pasé armando los diálogos, la atmósfera…—se quebró.
Las inversiones que había demandado el sueño de la puesta en escena no se podría recuperar a menos que se realizara por cuenta propia.
—¿El tema es bueno? —quise saber.
—Cómo podés dudarlo…, una historia de amor insospechada siempre es impacto—contestó casi ofendido.
—Te ayudo a llevarlo al escenario —prometí. Me sonaron extrañas mis propias palabras, pero a esa altura, la obra nos pertenecía por igual, era lógico que me involucrara.
—Es humillante, ¿cómo voy a presentar mi obra con tus recursos?
—Te propongo un tanto por ciento mayor que el tuyo —sostuve— Y queda la deuda saldada.
Hicimos cuentas, el proyecto no era económico, pero prometía.
—Lo pasado, pisado—lo entusiasmé y lo invité a cenar. Declinó, estaba cansado. Consulté con mi psicóloga, para algo era la psicóloga de los dos; me tranquilizó diciéndome que lo llamaría, “hay que evitar las depresiones”, acotó sabiamente.
Él volvió a meterse de lleno en maquetas. Se ocupó de la publicidad y bosquejó un afiche: en penumbras, sobre un sofá, el cuerpo perfecto de una mujer rubia. Detrás de ella, el perfil de un hombre aparecía en claroscuro, vuelto a medias hacia otra imagen difumada, imperceptible.
Para la presentación, le dio lustre un bar temático de San Telmo, allí se organizó el avance y las entrevistas. Mis ahorros menguaban, pero iba a resarcirme con el éxito que prometían los diarios en los que colocamos avisos  publicitarios.
—Tengo el teatro —dijo una noche, cuando cenábamos en casa de mi hermana.
—Qué nervios, ¿no? Ay, decime, ¿de qué trata el tema?—lo instó ella,  mientras servía el postre.
—Esperá el estreno…—la detuvo con una sonrisa—.El teatro queda en Barracas, decorados nuevos, escenario en redondo, ideal para armar un vértice iluminado y otro en penumbras. Y, ni qué decir del protagonista…tiene una voz espectacular. La chica, ni te imaginás, es igualita.
—¿Igualita? ¿A qué es igualita?—pregunté, pero él, en el mundo de sus ansiedades, no debió oírme.
—No…, mejor no les cuento—decidió—, para eso estará la Premier.
Durante la semana siguiente, no nos vimos, él tenía entrevistas con artistas y eso sisaba su tiempo. Por teléfono, me contaba los recursos, las ideas, los proyectos que iba ejecutando.
—A último momento siempre hay cambios, es la adrenalina del estreno. Me abrió la cabeza la terapia, no hubiera podido hacerlo sin ese recurso. Hoy tenemos un ensayo con el musicalizador, después voy a la psicóloga; mejor dejamos la salida para otro día. El fin de semana me encierro a ensayar.
—¿No vamos a vernos?—dije con pena. Él prometió “hacer un lugarcito” entre tantas ocupaciones. Lamentablemente no fue posible. El lunes, la sesión con la psicóloga avanzó sobre la realidad de haberme enamorado de un hombre apasionado por el teatro, un escritor imaginativo, sin tiempo para naderías.
¿Naderías? ¿A quién se le había ocurrido esta palabra para definir mis necesidades? pensé al bajar las escaleras del subte, de regreso de terapia.
La noche de la premier lo noté nervioso, me acompañó hasta la butaca y desapareció por la escalerilla que subía al escenario.
Sentada en la primera fila, descubrí su perfil detrás de los cortinados, parecía impartir instrucciones. Un hombre joven, de pelo oscuro, se le acercó, hablaron. Comprendí que era el protagonista.
Las luces bajaron, el telón fue levantándose despacio. En la oscuridad, un sofá tapizado en rojo, una mesita baja, el sillón giratorio del analista. Hacia la izquierda, una puerta enfrentada a un ventanal con vidrios espejados.
El joven de pelo oscuro, cruzó el escenario tras el sonido de la campanilla del timbre. Al abrir la puerta, un chico en remera y blue jeans, con auriculares en los oídos, apareció indolente. Después de saludarse, sentados en sus lugares, se trenzaron en un diálogo sustancial. El protagonista dejó que el chico resbalara en sus debilidades, y, sobre esa misma flaqueza, lo desestabilizó. Adiviné desde donde llegaba el análisis en el argumento, sin duda, las reflexiones tenían celebrada altura, y en algunos párrafos los aplausos lo demostraron. Me felicité de haber propiciado el recurso.
Interrumpiendo el diálogo entre ellos, el protagonista miró su reloj. El chico apuró el gesto al levantarse, se colocó los auriculares. Al momento, volvió a sonar el timbre. Las luces se desviaron y el chico se perdió en  un cono opaco. Desde el foro, irrumpió una silueta femenina, delgada y rubia.
Con desenvoltura, traspasó el umbral, juntos caminaron hasta el centro del escenario.
—Tenés que decírselo —dijo — Ahora. ¡Ahora mismo!
El protagonista, caminó hacia el borde del escenario, pegado al proscenio, detuvo un instante los ojos sobre la platea, volvió sobre sus pasos, se acercó a la chica rubia.
Los vi abrazarse, separarse, volver a encontrarse. Sentados en el sofá, uno en brazos del otro, se besaron.
Ella se irguió, caminó hacia la puerta, él la detuvo abrazándola por la espalda. Resbalando por el cuerpo de la chica rubia, el protagonista se dejó caer en el círculo dispuesto por luces moradas que llegaban desde un vértice.
De rodillas, lo vi empequeñecerse. Ella giró, lo instó a levantarse. Volvió al sofá.
Los focos altos, giraron desde los espejos de la ventana y se detuvieron en su perfil seductor, los ojos, el pelo oscuro. El cono morado se desvió hacia la platea.
Rozando la primera fila, su voz perfecta, dijo lo justo.
En el sofá, la chica rubia, cruzó las piernas. Sus pies calzados en stilettos, eran flechas disparadas al blanco.

                                                                                          *** 

POÉTICA

LAS MANOS

                                                                                                      Por Mariana Ruíz

Manos
Ríos castaños tibios, viajan lento,
tropiezan contra pequeñas ruedas estáticas
que el paso del tiempo ha plasmado.
 —
Ríos que juegan y forman garabatos en la planicie.
A veces dibujan letras.
Inquietas, ágiles, sabias.
No dudan.
No tiemblan.
Son decididas.
Han pasado por muchas estaciones
sin perder la brillantez de juventud.
Mentiritas formadas como puntitos blancos
perdidos en uñas rizadas
advierten que si no “comemos toda la comida, no habrá postre”.
Pintadas o naturales no pierden su esplendor.
Ordenan con notable ligereza
 el alborotado vestuario de prendas arrojadas en la cama.
En la vorágine del acomodamiento, escarpados orificios de medias gastadas,
la tientan al hilo y a la aguja
para cubrir la ventilación de tantos días de uso.
Es tiempo de enseñar.
Floreros de hilos, quedan estampados
en telas encontradas para la ocasión.
Añejas manos y jóvenes manos
entrelazan nudos para aprender a bordar.
Nunca pierden el calor.
Calor que es caricia de luz sobre la infancia
y bendiciones sobre la frente de cabellos despeinados.
Atentas a todos los pedidos,
no reposan sin antes preguntar “qué necesitas”.
 —
Manos amadas.
Las amo.
 Rojizas nubes candentes, mezcladas en el firmamento infinito
del celeste cielo.
Me saludan
y me dicen adiós.
Pienso que volverán.
Otro ocaso las veras partir.
Ya no.
 —
Todavía espero a que los agujeros de mis medias gastadas
se pueblen de coloridas puntadas y me tapen los dedos del desnudo invierno
 que está por llegar.

* * *
Poema publicado en la fecha  por periódico Irreverentes.

EMILIO DÍAZ VALCÁRCEL



LA MUCHACHA DEL TIEMPO


Cuento corto


                                                                                             A Ana Lydia Vega

Todas las tardes, la pareja de ancianos esperaba en la pantalla del televisor a la muchacha del tiempo, sentados en el decrépito sofá que olía a orina de perro: era ése el más claro recordatorio de Blaqui; con su muerte, ocurrida hacía cuatro años, habían sufrido más que nunca el vacío de la soledad, el cansancio de los años que sobrevivían con resignación; hasta que un buen día tocó en su puerta el hombre joven que habían mimado de niño con irreprimible vocación de abuelos. 
Su última carta - incomprensible, incoherente - había arribado hacía diez, quince años: imposible recordarlo con certeza.
A los pocos meses se fueron acostumbrando a las curiosidades de la nueva experiencia: algunos días, cuando amanecía murmurando palabras raras, el nieto vestía uniforme de campaña verde oliva con diseños que simulaban ramas y hojas, y lucía en la muñeca derecha un brazalete plateado con su nombre, número de soldado y un nombre de mujer en lengua desconocida. 
Los abuelos le reservaron un sitio ante el televisor y, desde entonces, los tres permanecían mudos frente a la pantalla, con excepción de breves comentarios sobre la implacable sequía de ese año. Pasaban horas contemplando programas que se sucedían entre innumerables comerciales, pero el momento que con leve ansiedad esperaban era el noticiario de la tarde, donde la muchacha del tiempo se compadecía de su público cuando tenía que informarle, programa tras programa, que no habría en los próximos días la más mínima señal de lluvia; pelinegra, de ojos rasgados, la muchacha no tendría más de veinte años. 
Los meses de sequía habían provocado una crisis: la multitud languidecía entre la sed, el calor y los malos olores; el ganado moría en los campos secos que se encendían de nada; los frutos se secaban en las ramas ya sin hojas; los ríos exhibían sus lechos de piedras y barro cuarteado; ahora que los embalses habían bajado sus niveles hasta alcanzar el ras de tierra y la gente temía desaparecer bajo las llamas del sol, la muchacha del tiempo parecía más atribulada que nunca, avergonzada y dolida de no poder ofrecerle a la ansiosa multitud las esperadas buenas nuevas. 
Una tarde, la muchacha no pudo soportar las malas noticias que debía comunicarle a su público, así que, saliéndose del libreto, exclamó: «¡Juro que yo no tengo la culpa, simplemente les comunico los informes que recibo del Servicio Meteorológico!», y su rostro se plegó a punto de llorar.
«Sufre mucho», dijo el abuelo. «Sí», contestó la abuela; permanecían inmóviles en la penumbra de la sala, que olía a orina de perro, sin mirarse.
Como otros días, el nieto se había levantado murmurando palabras raras, y andaba por esas calles de Dios con su uniforme de combate (regresaba generalmente antes de los noticiarios); él tampoco tenía muchas cosas que decir: se limitaba a un sí o un no y a veces repetía las palabras del abuelo, inmóvil detrás de ellos: «Sufre mucho». 
Ese jueves - pudo ser otro día, desde luego, puesto que nada habría evitado los hechos - los abuelos se enteraron en silencio de múltiples accidentes en las carreteras, actos de pillaje, asesinatos, ciudadanos que solicitaban ayuda para sus enfermos, corrupción en el Gobierno; casi sin que los abuelos se dieran cuenta, la muchacha del tiempo había comenzado su informe; tenía los ojos enrojecidos llenos de lágrimas: no se vería alivio en los próximos meses, las reservas de agua de los embalses durarían sólo cuatro días...; de pronto, la muchacha miró espantada hacia su izquierda - derecha de la pantalla - y retrocedió un paso seguida por la cámara; solitarios, quietos en la oscuridad de la sala - que olía a la orina de Blaqui - los ancianos vieron cómo un revólver niquelado entraba por el lado izquierdo de la pantalla. 
De primera instancia no pudieron comprender esa absurda composición de objetos - había elementos que no pertenecían a la rutina de tantos años televisivos, era como ver un bolígrafo dentro de un zapato - y mecánicamente acercaron sus rostros a la pantalla; pero fue la detonación y la visión del rostro destrozado de la muchacha - que se desplomaba fuera de pantalla - lo que los alertó definitivamente y los obligó a ver que la mano que esgrimía el revólver mostraba en su muñeca un brazalete plateado con inscripciones imposibles de leer a esa distancia.

                                                                                                                (1995)


Trujillo Alto, 1929 / San Juan, 2015 

Narrador, dramaturgo, ensayista, periodista y profesor universitario puertorriqueño.
Se lo sitúa en los puestos cimeros  de la literatura contemporánea, destacado novelista de la denominada "Generación del 45" y en la "Generación del 70".
Cultivador consumado en la narrativa breve, su prosa se singulariza por su hábil descripción de los paisajes característicos de su isla natal, como por la utilización del lenguaje popular de su isla natal.


Fuente<.www.mcnbiografias.com



Para Biografía y Obra: www.mcnbiografias.com


martes, 3 de febrero de 2015

LA PEOR TRAICIÓN

                                             


      







                                                                                 Por Marita Rodríguez-Cazaux  


         
       A Celestino Pedrales siempre le gustó hablar en verso y desde chico recitaba a borbotones, desaforado, los poemas más espantosos que pudieran concebirse. Poemas con una cadencia que horrorizaba, que nadie admitiría como propios y que a él, se le agolpaban en la mollera como por arte de magia.
     Cuartetos, sonetos, rimas épicas, bucólicas, metáforas y alegorías estrafalarias, inquietantes, escapando por su boca, sin previo aviso, sin piedad, en medio de cualquier charla, pegadas en cuanta conversación entablase con los demás.
     Al atardecer, cuando aparecía en el bar, caía sobre nosotros un silencio pesado, caliente; bajábamos las voces, nos codeábamos, nos mirábamos de reojo, mientras Celestino arrastraba una silla y se sentaba a la mesa con la mirada de un sonámbulo.
Venegas era el primero en irse y con él, Heinsel, mascullando groserías en alemán, apurando los pasos para no oír los primeros versos que ya enrarecían el ambiente. Laureano me miraba, colgaba los ojos en el cielorraso como si desde esa altura pudiera bajar rápida ayuda divina y chasqueaba la lengua.
       Era el momento en que Celestino estirando el brazo y deteniéndose en medio de la diatriba detestable pedía fernet con hielo.
          “Apure, que el alcohol,
                Salva de  tanto llanto inmerecido
                   Y el trago que corre por el pecho
                     Limpiará el amor feroz y corrosivo…” Y carraspeaba, velando la voz quebrado de dolor. El Gallego, los ojos resignados, el cuello apenas doblado sobre los anchos hombros, se acercaba para dejar sobre la mesa el vaso de vidrio.
       —Cortala Celeste —rugía con odio José Campos que era de pocas pulgas,  Anselmo y don Franco que jugaban dominó bajaban las fichas y todos, uno a uno, chistábamos para que Celestino sólo tuviera boca para beber el fernet.
         Sin embargo, nuestro tedio parecía darle mayor ímpetu a sus ganas de recitar y atacaba sin respiro,  
              “Saludos a los amigos
                     Que en la mesa compañera                                                                        
                         Pierden todos los ahorros
                               Por sucias fichas mañeras…” 
        —¡Diantre! Este anarquista me boicotea el negocio —maldecía El Gallego al borde de un soponcio nacionalista, pero Celestino sin oírlo, amparado en la penumbra del bar, gesticulaba como poseído,
                           “Estoy en el recodo del camino
                                Triste y solo esperándola a ella,
                                     Clara y diáfana como un día esclarecido
                                        Estrellada y titilante, como la noche bella…”  
         Una compasión huraña, una impotencia multiplicada nos cerraba los puños, nos empapaba la nuca, pero él, ajeno a sudores destemplados, seguía bajando alucinado por versos idílicos a los infiernos de un drama que lo perseguía desde siempre. Porque si Celestino nos castigaba a todos con sus recitados, también a sí mismo se flagelaba con el tormento del amor no correspondido, intoxicado por una sensación angélica que llegaría, sorpresivamente, para trasportarlo a la “seráfica cima de la fama”, según nos prometía. Una fama que lo coronaría de laureles como los héroes sobre corceles, según sus propias palabras, y le ofrecería fidelidad eterna a su apasionado corazón.
      Aquella noche de otoño, estaba en el borde del precipicio de un verso indescifrable cuando la puerta de la ochava, la que está pegada a la ventana se abrió y entró una mujer retacona y apretada dentro de un vestido floreado. El pelo duro de espray y un meneo vulgar de la cintura. En los brazos, varias pulseras se chocaran como copas brindando a cada paso de su silueta sobre las baldosas en damero hasta el mostrador.
       A don Franco debió cegarlo el vaivén de la frontera, porque la ficha que iba a jugar certeramente, resbalando por la mesa fue a caerle en los pantalones. Anselmo tenía las mejillas coloradas y petrificado miraba los brazos generosos, abstraído por el bailoteo de las pulseras que chillaban.
     Yo me fijé en el trasero porque, la verdad, era lo mejor mantenido entre los desniveles de la espalda y las piernas de tobillos cuadrados.
      Celestino Pedrales aún atrapado entre verso y verso como en un laberinto, se levantó hipnotizado. En dos zancadas llegó hasta la barra de mármol en el momento preciso en que El Gallego trataba de entender  lo que decía la voz metálica de la mujer.
      —Es ella —oímos que murmuraba Celeste con cara de amante furtivo, medio cuerpo tirado sobre la barra, el cuello inclinado, la boca temblando, naufragando ya en las penurias de un poema,
                         “A mis plegarias y desventuras llega el premio,
                                 A mis soledades mutiladas y a mis apremios,
                                        A mis dolores y a mis…” se interrumpió delirante, tratando de hallar la terminación acorde para ensartarla musicalmente, tal vez mareado por el perfume de la mujer. Todos miramos esperando que ella lo cacheteara con justicia y Celestino Pedrales, cayera de bruces contra el piso de baldosones.
       Pero la inspiración de Celestino para mutar la realidad en adjetivos impensados no tenía frontera que la detuviera y como un río desbordado le mojaba a la mujer el pecho de palabras extraviadas que no se pertenecían, enfrentadas, guerreando entre sí, resistiéndose a caminar juntas.
      Empinada en tacos de estilete, la mujer miró a Celeste por el espejo avejentado del bar. Sonrió, los labios se le fueron estirando en una sonrisa de dientes imperfectos, una dentadura acorde con la boca floja. Ese detalle le pasó inadvertido a Celestino que se arrimó aún más a las curvas aprisionadas en la falda. En esa imagen quedaron los dos reflejados en el espejo, estaqueados por el marco de madera pintada de dorado como en un cuadro de museo.
       —Me llamo Dalia —susurró la mujer —, Dalia Deméter.
      Celestino se cuadró como si saludara a la bandera y extendió las manos para tomar las de ella y haciendo una reverencia cortesana, las rozó en un beso.
       —Sonamos —dijo por lo bajo el Turco Elías, con los ojos más oscuros que nunca -, éste nos deja quedar como pueblerinos ignorantes, mirá vos lo que hace el muy idiota.
      —De no creer —silabeó Laureano, pero casi no lo escuchamos porque no podíamos apartar los ojos de ella y de Celestino, sentados ya a la mesa de la ventana y mirándose como si hubieran inaugurado la Creación.
       “Dalia, Dalia…, flor de néctar del cielo de los dioses,
           Encontrada una noche en la pena de los adioses,
              De andares amanecidos y primorosos
                   Dientes perfectos y…” un acorde inseguro le detuvo la voz; era imposible no atragantarse después de decir esos versos y su tartamudeo nos animó a pensar que abandonaba los andares amanecidos y la flor de néctar en ese momento crucial, en ese silencio insolente, pero nos equivocamos porque Celestino no conocía guillotina que descabezara su poesía y tenía la ciencia de hallar palabras fértiles en campos estériles, sin respeto por normas ni preceptos académicos.
              “…y de labios jugosos” —gritó sin amedrentarse —¡Eso,  eso mismo, de labios jugosos!
     Oí mi propia respiración contenida y la voz de El Gallego en estampida defendiendo la ley de admisión en su local y sacudiendo los brazos dispuesto a poner orden a tanto absurdo.
      —¡Basta! Coño ¡Recontracoño! Se me mandan a mudar los dos de aquí, no los quiero en mi bar —arengó con porte de generalísimo mientras Celeste, rendido por los labios jugosos, boqueaba como un cordero con la lengua colgando. El Gallego no tuvo tiempo de traspasar la barra porque, como por arte de magia, siguiendo el ritmo marcado por un invisible director de orquesta, los dos se pusieron a bailar; los brazos de la mujer sobre el cuello de Celestino Pedrales y él, atado a su cintura, bamboleándose como si efectivamente una música de violines los llevara al Nirvana.
    —Está rematado —le dije a Laureano cuando danzaban entre las mesas como en la pista de un casino transatlántico, ladeando las cabezas y sonriéndose. Ella ensimismada, él agotado de tanto amor, apabullado y repitiéndole al oído horrores en verso que nadie intentaría siquiera, imaginar.
    Iban y venían por el bar y cada tanto, en un compás abstracto, Celestino se deshacía pródigo en metáforas aún más abstractas,
                   “Sol efímero y versátil, te aguardaba,
                      Tus ojos de renegridos brillos,
                         Tu cintura de avispa, tus piernas torneadas,
   Desviamos las miradas hasta las piernas aprisionadas en medias de látex negro y los tobillos anchos y las rodillas abultadas que sostenían el peso del sol efímero y versátil. Elías y Santoro, tenían las cejas como un alero a dos aguas, a nadie se le hubiera ocurrido que aquellos ojos de brillos renegridos eran los dueños de finísimos tobillos por el simple hecho de rima obligatoria.
     En un arranque de pasión, atenazados los cuerpos en un simulacro de locura extrema, se besaron. En un rictus esmirriado la boca de ella se fue abriendo como si quisiera comerse toda la poesía que Celeste declamaba sin sosiego.
   José Campos pálido y con las manos colgando al lado del cuerpo, deletreó una puteada. Impulsados por un temor extraño Elías y yo nos miramos con el mismo sentimiento que nos une al ver cubrirse el cielo de nubarrones, sabiendo que van a inundarse las chacras en un instante.
       —Lo que se perdió Heinsel, no me va a creer si se lo cuento —balbuceó Santoro, pero apenas tuvo tiempo de terminar la frase. Como si el beso no fuera suficiente horror para bajar el telón sobre la escena, ella abrió el escote y llevando una mano de Celestino hasta sus senos, la apretó contra su pecho y suspiró. Celestino, la cara roja, la mirada centelleante, palpitándole el cuello como el de un buey, se ahogaba,
          “…Virgen del edén profano te venero,
                   Y bebo de tus pasiones el veneno,
                       No dejes de amarme que me desvelo,
                         Jamás  me traiciones, dulce tormento amado,
                            Porque en el barranco de tu desdén, me desbarranco…”.
     Ése fue el fin. O el principio, porque uno empalmado al otro, salieron caminando sobre nubes, ella soldada al brazo de Celestino que, de perfil, iba sorteando las baldosas rotas de la vereda.
     Don Franco y Elías se levantaron mientras El Gallego después de apilar las sillas, daba vueltas a la manivela de la cortina metálica, que aún chirriaba cuando traspasamos la puerta y salimos.
     Desde la esquina los vimos, él aún recitando estertores, ella dobladas las rodillas sobre las piernas generosas, desequilibrada la silueta.
    En la vereda sus sombras parecían una sola sombra, agrandada sobre las paredes bajas de las medianeras por las luces del farol. Debajo del palmar de la plaza se besaron otra vez y cruzaron la calle de los alerces.
      Así, fueron perdiéndose.
    Celestino Pedrales no regresó a su casa en la madrugada, ni al día siguiente y nadie lo buscó porque vivía solo desde chico. Ella debió irse con él porque tampoco volvió a aparecer por el pueblo. Después de un tiempo hasta El Gallego se reía cuando nos acordábamos de los terroríficos poemas de Celeste, de las cuartetas serruchadas, de los desórdenes verbales, de los latigazos gramaticales con que nos torturaba a cada momento. Y de su sueño de poeta exitoso, amado fielmente por una Musa.
    Una nochecita estábamos tomando cervezas en el club cuando Venegas se acercó. Con cara de haber sacado el premio mayor de la lotería, desplegó sobre la mesa la Crónica del Agro, que era el semanario del pueblo.
    En la primera página, una foto mostraba a Celestino Pedrales de esmoquin y corbata moñito, saludando desde un escenario. Y pegada al lado de él, ella.
     —¿Qué tal? —dijo Laureano y todos a un tiempo, volvimos a mirar la foto de la portada donde Celestino sonreía agradecido, con la mano en alto, los aplausos de una platea colmada.
      —Fijate vos —deletreó José Campos con los ojos desorbitados —Celestino en El Orfeón de la Capital.
      —Será una foto montada —sentenció Elías, que heredaba la desconfianza del padre.
   —¡Qué montaje, ni que montaje! Es Celeste, mirá bien. El mismo que asesinaba versos sin remordimiento y ella es la que bailaba como poseída en el bar de El Gallego. Mírenle las piernas, las mismas piernas desparejas, los mismos tobillos cuadrados, y lean,…lean lo que dice la prensa capitalina.
   Anselmo se puso de pie y levantó el diario de la mesa. Anselmo había estudiado oratoria por correo y tenía voz de locutor, nadie mejor que él para leernos la noticia:
         
El talentoso poeta bonaerense Celestino Pedrales,
concurre al merecido homenaje que se le tributó
por su trascendental aporte a nuestras letras.
Su Musa inspiradora, Dalia Deméter,
despertó la más profunda admiración por su belleza.

                                                                                 
     Un silencio desasosegado nos dejó las bocas quietas, los ojos metidos en la fotografía en blanco y negro del periódico más vendido en la Capital: Celestino, rodeado por renombrados intelectuales, sonreía con aire satisfecho y ella, con la misma vulgaridad que le conocimos, apretaba un ramo de rosas sobre su pecho abultado.
     Fue la última vez que supimos de Celeste. Hasta el domingo pasado, cuando bajé por la calle corta, crucé la fábrica de ladillos y entré al club como hago todos los domingos para jugar un partido de pelota vasca con Santoro.
     Me sorprendió no encontrarlo al doblar la esquina, esperándome como de costumbre, arrimado a la puerta, el pie apoyado en la pared y fumando. Al entrar, desde la cafetería un griterío desordenado me desvió los pasos. José Campos, la cara desencajada, los codos apoyados en la mesa de fórmica, hablaba con Venegas y con Anselmo.
      Santoro, al verme aplastó la colilla del cigarrillo en un cenicero de lata y se acercó inquieto.
     —Es Celeste —dijo arrastrando las letras y se llevó hacia atrás el mechón de pelo rebelde que siempre le caía sobre la frente.
     —Celeste, ¿qué pasa con Celeste?
     —Celestino…—volvió a decir Santoro, pero no pudimos seguir con el tema, José Campos como si apantallara a un desmayado, movía las manos para que hiciéramos silencio. Desde  la radio, una voz de dicción perfecta interrumpía la cortina musical para aportar nuevos datos sobre el infortunado hecho. Infortunado repitió varias veces.    Infausto, hondamente trágico dijo la voz, y se volvió afónica.

     Celestino Pedrales fue enterrado en el cementerio del pueblo tres días más tarde, un miércoles de abril, húmedo y todavía caluroso.
     Desde temprano habíamos aguardado en la estación la llegada del tren, vimos como bajaban del vagón el féretro de madera lustrosa y en fila, procesionalmente, llegamos al cementerio.
    Cerca de la arboleda de tilos, estaba cavado un pozo parejo. Mientras Celeste descendía a su último destino, el cura rezó un responso en latín. Fueron las únicas palabras, porque nadie, ni siquiera Anselmo con su voz de locutor, se hubiese atrevido a frases de despedida. Tal vez, porque ninguno de nosotros sabía perderse y volverse a encontrar en el laberinto de las palabras menos aliadas que acechan en la vida. Nadie como él, para hallar los momentos más resplandecientes en rimas oscuras.
     La mujer de Elías había llevado un ramito de begonias de su jardín, al marchamos dejamos caer sobre la tierra una flor.
      —Celeste estará contento —dijo Heinsel .—Fijate, vinimos todos.
      Y era cierto, estábamos todos. Todos menos ella. Porque por no estar, Celestino Pedrales se había descerrajado un tiro certero en plena Feria del Libro en Buenos Aires.
      Justamente cuando La Rural hervía de gente y en los stands iluminados se estiraban cientos de manos para conseguir el autógrafo del escritor más mediático. El mismo día en que un ex ministro, rodeado de guardaespaldas, presentaba su ensayo y las cámaras de la televisión habían formado una muralla en el Salón Cortázar, donde una modelo publicitaria promocionaba un álbum de fotos eróticas.
    Sábado, a cartón lleno de desesperados por el best-seller yanqui, atolondrados espulgando recetarios de autoayuda, cholulos oteando entre la muchedumbre la cara de algún personaje televisivo. Sábado y al mediodía, y quizá por no haber podido hallarle rima al dolor feroz que le roía el alma, en medio de ese olor a imprenta y asadito que se mezclan como tomos de una misma enciclopedia, Celeste había preferido morir a malvivir sin su Musa.
   Obstinado como era, debió creer que la muerte, dócil a su talento, le inspiraría milagrosos endecasílabos para olvidar el engaño de Dalia. Un engaño ruin.
      La infidelidad más cruel para un hombre enamorado.
      La siniestra daga de la peor traición que pueda herir a un poeta. La traición con otro poeta.




"Del glamour a la ciénaga" 
Cuentos - (2014)
Editorial Dunken
Ayacucho 357 - CABA